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22.10.19

XIV. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





La mirada de la mujer artificial
Las muñecas en Rilke, Pritzel y Zürn

Laia López Manrique


Hans Bellmer, La Poupée, c. 1934



En París, frente a una de las salidas de los Jardines de Luxemburgo, existe un extraño e inquietante negocio: La Maison de la Poupée. Se trata de un establecimiento amplio, de fachada azul celeste, cuya entrada acristalada está custodiada por dos muñecas de papel que dirigen sus cuerpos inclinados y concéntricos hacia la puerta, invitando al incauto visitante a sumergirse en una atmósfera irreal y decadente. Muñecas antiguas de todos los tamaños, adornadas con tocados y suntuosos vestidos, caballitos, animales de compañía y grandes retales de tela ocre cubren el escaparate de esta singular tienda capaz de despertar las más agradables ensoñaciones de la infancia, y también, por supuesto, más de un escalofrío de pesadilla. Yo, lo confieso, tal vez por timidez, no me atreví a entrar; me quedé en el exterior contemplando aquel escenario a modo de paradójico y calculado cambalache, cuyos espacios vacíos insinuaban el hueco por donde pueden colarse el terror y el deslumbramiento. Me detuve, en especial, en los ojos de chinche de una estirada muñeca de pelo largo y castaño: dos ojos muy negros, como dos hendiduras sobre el rostro pálido, exiguo, sobre una nariz en forma de pellizco y una boca sin expresión. La muñeca estaba de pie y no tenía piernas: su pelvis debía de estar hincada en un palo de madera que descansaba sobre una plataforma circular. Junto a ella había un cofre y algo parecido a una vieja chimenea. ¿Qué significaba aquella mirada hundida en sí misma, incapaz de devolver a quien la observa un mínimo destello de emoción, sorpresa o ternura? ¿De qué pretendía ser mímesis ese medio cuerpo huraño, virginal pero violentamente clavado en la madera? El talle recto, la verticalidad rígida del cuerpo, me asustaban. Como un espejo desfondado que no nos mira, pero en el que hemos de superponer una imagen siempre insatisfactoria y menguada: así, las muñecas de la infancia, al ser revisitadas en la posteridad, producen casi una suerte de vértigo filosófico en quien las mira.

Cuando era niña jugué algunas veces con muñecas. No eran, he de decirlo, mis juegos preferidos: lo pasaba mejor inventando refugios y viajes en tren con animales, que eran una compañía bastante más grata. En las muñecas veía siempre dibujadas las facciones enrarecidas del deber ser, una suerte de programática para la vida adulta: maternidad, sexo, cuidados y, lo que era mucho peor, estatismo. Por ello, mis juegos con muñecas solían ser viscerales: les teñía el pelo con pinturas de colores, les pintaba las cejas, destrozaba algunas de las partes de su cuerpo articulado. No recuerdo haberlas mecido despacio ni hablarles con la voz suave y acaramelada que empleamos, como idiotas, para dirigirnos a los niños muy pequeños. Para mí no eran el emblema de lo infantil sino de algo bastante más oscuro, que tropezaba siniestramente con el deseo desde una inacción impávida. Las muñecas con aspecto adulto, idealmente formadas y sexuadas con sus pechos redondos aunque sin vagina, como Barbie, eran la hipóstasis más radical de todo lo que por aquel entonces parecía incomodarme. Con ellas compartí alguna vez con una amiga escenas de abierto masoquismo. Sus ojos azules, con las pestañas peinadas y aquella sonrisa que dejaba intuir una dentadura amalgamada y alcalina, provocaban en nosotras una mezcla de asombro, indefensión, pavor y rabia contenida que no podíamos disimular en el juego, e iba in crescendo a medida que la historia que habíamos inventado llegaba a su clímax. Es lo que se suele llamar la imaginación perversa de los niños: la recreábamos en aquella figurita delgada, rutilante, desnuda bajo sus ropas sintéticas, parodiando todo aquello que podía emanar de semejante representación de una mujer adulta [...] 










   



23.4.18

IX. "MELANCOLÍA" - SÓLO COSAS SOMBRÍAS. DUELO Y MELANCOLÍA EN LA OBRA POÉTICA DE INGEBORG BACHMANN



Ingeborg Bachmann



Ingeborg Bachmann (Austria, 1926 - Italia, 1973) comienza a escribir poemas en los años ‘50, en un momento marcado por la devastación de la posguerra y la necesidad de volver a pensar y a narrar la historia a partir de la barbarie del nazismo. Desde Die Gestundete Zeit (El tiempo postergado, 1953), su primer libro de poesía publicado, existe en la autora una preocupación evidente por el lenguaje en cuanto potencial vehículo de sutura y en particular por el lenguaje poético, que tenía que renovarse deshaciéndose de la herencia de un pasado nefasto. El primer poemario de Bachmann es, en gran medida, la expresión no celebrativa, sino en forma de lamento, de un mundo en ruinas, una suerte de exequias por el desastre común y un aviso de la importancia de la memoria en aras de la reconstrucción. El tono del libro es a la vez desesperado y alarmante, y pone su acento en la pintura escalofriante del panorama futuro incierto. Si, como quería Freud en el ensayo Über Trauer und Melancholie (Duelo y melancolía, 1915), el duelo es la reacción a la pérdida de un ser querido o de una “abstracción equivalente” (la patria, el ideal, etc.), el libro de Bachmann se inscribe en la ceremonia de un duelo histórico para el que, además, se requiere de una nueva poética.

En el poema “Sólo cosas sombrías”, Bachmann convoca a la figura mítica de Orfeo, con quien se compara en su tarea de nombrar y actuar como puente o impasse entre la vida y la muerte. El personaje clásico de Orfeo, fijado en la imaginación colectiva como fundacional del arte poética y en cuya mirada Blanchot cifraba el inicio de la escritura, es traído al poema para significar la función de puente de la palabra poética y la necesaria vertiente elegíaca, en tono y contenidos, del libro [...]


Sólo cosas sombrías.
Duelo y melancolía en la obra poética
de Ingeborg Bachmann
Laia López Manrique


Seguir leyendo:






6.4.14

XVII. "FLEUR JAEGGY. TEMBLOR DE LENGUAJE", VV.AA., Swann libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.







Frédérique, al fin me he atrevido a escribir tu nombre. Flor glacial, caricia para siempre aplazada, amor que se encuentra solo en el encierro.
Tu pronombre, Frédérique, TÚ, se escribe en mayúsculas, TÚ es la palabra para ser calcinada y contrahecha, TÚ la inalcanzable, TÚ la tan lejana, midons y gacela hermética. Tú has sido el lugar del agostamiento, de las reclinaciones, del acaudalar palabras y fonación para entregarla. Causa de escritura y de depuración, causa y coronación y cura de toda enfermedad. Tú: la perfección. Un cuerpo pretendidamente abstracto. Una red. Un margen. Una totalidad. (...)




Frédérique. Un amor severo.
A partir de Los hermosos años del castigo
Laia Lopez Manrique






Fleur Jaeggy
Temblor de lenguaje
VV.AA.


Swann libros 2
14x19cm. - 178 páginas (14 a color)
ISBN: 978-84-941753-5-0
PVP: 18.00 euros






22.5.12

DERIVAS Y FICCIONES: ADRIENNE RICH - EL SUEÑO DE UN LENGUAJE COMÚN

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET



ADRIENNE RICH (1929-2012)

EL SUEÑO DE UN LENGUAJE COMÚN






POR LAIA LÓPEZ MANRIQUE




A poem can begin with a lie. 
And be torn up.
Adrienne Rich, Cartographies of silence.



Hoy, miércoles 28 de marzo de 2012, he sabido que ha muerto Adrienne Rich a los 82 años. Ha muerto. Adrienne Rich fue una poeta. Adrienne Rich fue una ensayista. Adrienne Rich fue una feminista. Una lesbiana. Una madre.  


Leí a Adrienne Rich cuando era muy joven. La leí, la releí, me ovillé en sus poemas. Hice de ella un puerto. Una voz fijada y reunida en la memoria, lejana, como un eco. No he vuelto a leerla hasta el momento de escribir este artículo. Porque Adrienne Rich era o fue también mi madre, mi abuela. Una de mis muchas semejantes. Ahora cojo sus libros de poemas y los siento  como un pan digerido y desnudo, una voz que se reconoce al cabo de los años apenas por la vibración de una sílaba final en la esquina de una calle.


Adrienne Rich propuso el espacio de la poesía como una exploración (política). La exploración (política) de la identidad femenina, de la identidad de los humillados.  En un momento en que la poesía solo parece querer ser política en un sentido hueco, epitelial, puramente altavocero y cacofónico, deberíamos leer ese enraizamiento íntimo de la voz de Adrienne Rich, que intersecta siempre con el sufrimiento histórico de las mujeres, con el silencio del amor lésbico, con la construcción de su imaginario y la reinvención de su falta de referentes.


Escribir: explorar, atender. Cada vez más cerca de la herida. Cada vez más cerca. ¿Puede ser de otro modo? ¿Debe ser de otro modo? La vacuidad de los gestos, de los grandes aspavientos de la poesía fría, huidiza. Ahí no estaba Adrienne. Ahí ella no cantaba su herrumbre. Adrienne Rich interrogaba sobre el espacio del llamado lenguaje común, sobre las fallas donde éste se asienta. ¿Qué es el lenguaje común, decía Adrienne? Y respondía: el lenguaje común es un sueño. No hay lenguaje común sin dolor, sin sometimiento y sin ruptura. El lenguaje común, el que nos dicen que hablamos o debemos hablar todos por igual, es ordenamiento y médula que nos agarrota. La necesidad de hablar un lenguaje común es imponer veladamente el ocultamiento y la muerte. Pero ese sueño se traduce en norma, más o menos confesa, y la tarea de la poesía, pensaba Adrienne, es desmontarla.


El poema de Adrienne nació, entonces, de la ira. Porque siempre hubo vencedores y hubo vencidos. Hubo, sobre todo y en los márgenes, vencidas. El poema rescata las hebras que quedan de la batalla, concentra y recluye, habla un lenguaje conversacional y translúcido. Dialoga con el asombro de la violencia, que nunca puede dejar de chocarnos. Vemos a través del poema los indicios de que existió una guerra, como cuando miramos a través de un vidrio que no acaba de ser del todo transparente. En el poema de Rich caen los fragmentos de la realidad rota que viven las mujeres, las que han sido arrancadas de la historia. Porque Adrienne rescató o quiso rescatar a las heroínas. Hizo que hablaran a través del poema, con el dolor de quien sabe que no son ellas verdaderamente quienes hablan, sino la mediación carente de una voz otra que las nombra.


Me pregunto ahora por qué hablo de Adrienne Rich. Por qué hablar, entonces, y una vez más, de una poeta, y me respondo: porque solo creo fecunda la poesía que investiga en el lenguaje, en su impureza. Porque tal vez solo sé revolver aquello que se hunde con fuerza en mi propia lengua impura. Porque alguna vez yo hablé o hablo su franja de tierra empobrecida, porque alguna vez yo dije o digo con su misma furia: lenguaje, mundo, realidad, silencio. Esas categorías planas, niveladas a una misma altura. El poema se pregunta si es posible hallar otro lenguaje, otro cuerpo que se acerque mediante la distancia, pero fuera de la praxis que lo intenta no hay respuesta. La belleza del poema es en parte consecuencia del rastreo del dolor-sedimento que lleva siempre aparejado.


Hacer una poesía que hable con el dolor, que hable de él en su reapropiación y que mire también hacia los otros: eso hacía Adrienne Rich. Escribía poemas que eran cirugía y erupción. Pero poemas que también construían ese habitáculo, siempre provisional, de aquellas criaturas decisivamente escindidas, las que no aparecen ni aparecerán todavía en el "libro de los mitos". Adrienne Rich fue una Sexton de verso prolijo, y podríamos leer a Sharon Olds como a una niña que bebe crucialmente de su rabia. De ese modo las mujeres se anillan y hacen madriguera, hueco, con sus voces. De ese modo la poesía escrita por mujeres en ocasiones se cruza y brota de un similar chasquido. Brasas que crujen. Porque la experiencia de las mujeres, de su radical otredad, en la que se abisma y construye aliento su poesía, es en parte una experiencia de la desposesión. La poesía escrita por mujeres es a veces una casa donde los hilos divergen, pero donde, a la vez, se atrapan peces. Adrienne Rich es una carpa, una mujer sedienta y prominente, una fuente de la que surgen aguas en las que podemos girar y alimentarnos. Adrienne quiso buscar el lenguaje retorcido en la curva, el lenguaje con el que hablar también de lo que hace el silencio. Es precisamente aquello que podemos leer en las historias de la literatura: Safo vista como fuente de la lírica occidental y Safo mutilada; el monstruo bífido del canon patriarcal que reconoce y premia a una poeta como origen y desdice después su lengua, abandona su trama, el continuum (por utilizar una expresión que a Rich le hubiera gustado) de su decir.


La tarea de la poeta fue hacer una arqueología de esa separación, de la obra calcinante de ese monstruo. Porque el lenguaje es poder y el poder nos forma, nos hace ser quienes somos y el poema, como dice en los versos que he elegido como epígrafe de este artículo, puede estar fundado en una mentira. La poeta que fue Adrienne Rich solo poseía “el polvo” y sin embargo hizo de esa posesión precaria una tarea de amparo. Y amparar, hacer una casa, ser en nosotros casa o bastidor, aunque sea solo a través del polvo reunido y acumulado a los pies y en las manos, es lo que hacen a menudo las voces de los poetas. O al menos de aquellos poetas que, como Adrienne, no escriben para ennoblecer y ornamentar la lengua, sino para hacernos ver sus fronteras venenosas y el callado, callado daño que contienen.