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30.6.23

y V. "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.



IV
EL VIAJE: LA MELANCOLÍA DEL NO-LUGAR
(Fragmento inicial)


El Génesis es tremendamente escueto en lo que se refiere a la expulsión de Adán del paraíso. En 3.23 dice simplemente que Dios “expulsó al hombre del jardín del Edén para que trabajara la tierra de la que había sido sacado”. Sabemos, pues, que se trata del primer expatriado, un desterrado que nunca regresó. Imaginamos su rostro, su expresión corporal, su humor negro, al salir del placentero paraíso para tener que viajar a un mundo en sombras. Suponemos su desazón al saber que por su culpa la humanidad se vería condenada al sufrimiento, y que ya nadie podría regresar a aquel lugar que, de hecho, terminó desapareciendo de la faz de la tierra. Después ha habido otros “Adán”: Prometeo, el monstruo de Frankenstein, el Golem, Galatea… Y todos ellos tristes y melancólicos seres que sufren el saberse fuera del mundo, el no tener lugar en él. Adán se fue del Edén sabiendo que jamás habría retorno o Penélope.

En marzo de 2020, la humanidad fue expulsada al interior. Las autoridades del mundo entero decidieron salvar vidas recluyendo a los ciudadanos en un exilio de puertas adentro. Se mezclan en la memoria los sentimientos de aquellos tiempos extraños: miedo, responsabilidad, agobio, tedio, melancolía. Todo aquello fue ilustrado, en nuestro ámbito, por Madrid, int. (2020), una película mínima, humilde, autoproducida por Juan Cavestany y rodada con sus dispositivos electrónicos caseros por unas decenas de amigos y colaboradores del director, a los que encargó esa misión en aquellos extraños días de reclusión y paréntesis existencial y se grabaron a sí mismos. La película reunía una colección de pequeños rituales cotidianos que terminaban plasmando un estado de ánimo colectivo pues, en un encierro como aquel, la ritualización salva del descalabro psicológico, a pesar de (o quizá por ello mismo) conseguir que los días se pareciesen los unos a los otros como los de un condenado a prisión. Curiosamente, Madrid, int. comienza con una cita del BOE del 14 de marzo: “Se declara el estado de alarma con el fin de afrontar la situación de emergencia sanitaria…”. Pero es una pista falsa, pues nada hay de documento en sus imágenes, ni de testimonio fidedigno, ni de oficialidad costumbrista. Es más: Cavestany cortará después sin concesiones el vacío discurso que el rey Felipe transmitió a sus súbditos. Pero sí aparece otra cita, esta muy elegiaca, del poeta Dylan Thomas, que anticipa el tono del filme: “No entres dócilmente en esa noche quieta” (generalmente traducido más bien como “esa buena noche” a partir del original “good night”). Ahí está la simbología certera que habla de una muerte colectiva, de una noche generalizada, de un miedo social. Lejos del cinéma verité o del documental, Cavestany sustancia un discurso fluido, en un relato que se fabrica a sí mismo pero que seguro será, años mediante, un testimonio de un momento social tan concreto como este. Y hay tres instantes soberanos que resumen su sentido y alcance como pinceladas impresionistas que acaban configurando un lienzo. El primero es el mensaje de WhatsApp que el actor Miguel Rellán envía a Cavestany,  en el que afirma: “A pesar de estar confinado, la vida se me amontona”. El segundo es la risotada de María Pujalte que cierra el filme y que lo abre, por así decir, a la esperanza y la luz. El tercero, quizá el más hermoso de la película, es la reflexión que lanza, como un moderno anti-Ulises, Juanjo Millás, anticipando la anormal nueva normalidad que entonces se nos venía encima: “¿Cómo se vuelve a casa sin haber salido de ella?”.

En aquellas semanas, todos revivimos en cierta manera la experiencia de Adán. Adán es también el primer antihéroe. Y todo relato moviliza a un héroe, aunque solo a veces esa movilización implique un desplazamiento en el espacio y el tiempo a lo largo de un itinerario. En los relatos clásicos, el viaje siempre estaba motivado por la búsqueda de un bien, ya fuera material o espiritual, cuyos modelos narrativos canónicos serían la Ilíada, la Odisea, la Eneida o la Orestíada. Quizá los más fructíferos hayan sido el mito del retorno a casa de Ulises, que ha enfrentado el hogar (como lugar de encuentro donde imperan la ley y la institución) al viaje (como espacio de fuga y búsqueda donde triunfan el deseo y la pasión) y, por otro lado, el viaje expiatorio en el que el héroe debe purgar, a fuerza de superar pruebas, la falla de un error cometido en el pasado.

Las sobremesas y tardes de sábado siempre me hacen recordar la emoción melancólica de la aventura, uno de los paraísos perdidos de la infancia y adolescencia cuya experiencia Fernando Savater llamó, cuando todavía amaba las cosas hermosas, La infancia recuperada. “Sesión de tarde”, de TVE, programaba, tras la lacrimógena vivencia de la orfandad en Marco o Heidi (aquello sí era empatía con el sufrimiento del otro), películas grandes y pequeñas, maestras y mediocres, oscuras y luminosas, que pertenecían a lo que genéricamente podríamos llamar “aventuras”. Allí aprendimos, por ejemplo, antes de leer a Arthur Schopenhauer y su bello texto titulado “La moral”, que tres son los resortes esenciales que impulsan las acciones humanas: la perversidad, el egoísmo y la conmiseración; que las dos últimas construyen la columna vertebral del relato del héroe aventurero y se oponen a la primera, propia del antagonista; y que, desde aquellas viejas epopeyas homéricas, el lector realiza un pacto para dejarse arrastrar por el relato en forma de viaje, de itinerario que necesariamente debe ser de ida y, después, de vuelta: el héroe aventurero se dirige a algún sitio, alcanza su objetivo y regresa con vida a Ítaca. Jorge Wagensberg: “El cerebro se inventó para salir de casa y la memoria para volver a casa”, y eso es algo que saben muy bien los perros. El viaje es, sin duda, además de una lucha por la supervivencia (es decir, huida de la muerte), el encuentro con uno mismo, pues importa más —como en el caso de los peregrinos, como en el propio acto de narrar— el trayecto en sí que la consecución de la meta, a veces difuminada, borrosa o moralmente cuestionable. Y todo trayecto lleva implícita la noción de deseo, por lo que relato, trayecto y deseo vienen a coincidir en muchos textos de la tradición y la modernidad; leamos así, sin ir más lejos, Las mil y una noches, libro de libros en el que Sherezade ejerce de aventurera a la vez que de fuerza motriz que aúna el deseo, el trayecto y la narración, o Los cuentos de Canterbury, ejemplo claro de libro y relato “en ruta”, siendo esta a la vez moral y física. Así lo vio y nos lo enseñó Jesús González Requena en un modélico texto de la añorada revista Contracampo (“Cuerpo a cuerpo”, número 20, de 1981) sobre un filme que, encuadrado generalmente dentro de los parámetros del western, es uno de los más canónicos relatos de aventuras que ha dado el cine: Tambores lejanos, de Raoul Walsh (1951). “El protagonista (el héroe, el personaje que detenta los atributos fálicos) es la figura de articulación de ambos niveles [el de la acción y el del deseo], su bisagra. Es lógico, por ello, que confluyan en la secuencia final. La muerte del antagonista y el beso sellarán así el enunciado final del relato”. Tras el viaje exitoso y el deseo consumado se produce, volviendo a Schopenhauer, el triunfo del egoísmo conmiserativo (el del héroe, el nuestro) sobre el egoísmo perverso (el del villano). Es lo que Jack London denominó, en el título de uno de sus libros, La llamada de la selva: el deseo inconsciente, de aventura y narración a la vez. Algo hay de infantil (de infancia recuperada) en ello, como bien intuyera Mark Twain en Las aventuras de Tom Sawyer, al reconocer tácitamente que las narraciones de aventuras no cuentan otra cosa que la conversión de un niño en un hombre, tránsito que es también, de manera intrínseca, un gran viaje: “Aquí se acaba esta crónica. Siendo exclusivamente la historia de un chico, tiene que terminar aquí; no podría ir mucho más lejos sin trocarse en la historia de un hombre. El que escribe una novela de personas mayores ya sabe exactamente dónde hay que rematarla: en una boda; pero cuando se escribe de chiquillos tiene que pararse donde mejor pueda”. Twain incluía en el “Prefacio” de este libro una lúcida reflexión: “Aunque este libro esté compuesto principalmente para solaz de muchachos y muchachas, espero que no por eso haya de ser desdeñado por la gente talluda, pues entró también en mi propósito el intento de hacer que los mayores recordasen con agrado cómo fueron en otro tiempo y cómo sentían y pensaban y hablaban...” (cursiva mía). Palabras que remiten a uno de los principios básicos de la aventura: el relato como experiencia inherente al acto de crecer, lo que sabiamente ha filmado Linklater en la antes comentada Boyhood. La aventura permite comprobar el doloroso trance de crecer, y también que, por muy lejos que viajemos, la realidad del “aquí y ahora” se cierne sobre nosotros; bien lo comprobaron los románticos, cuyos viajes “exóticos” no eran sino una fuga de su entorno. Lo mostraron igualmente con tino los responsables (Pixar) de Toy Story 3, al iniciar el filme con la proyección de un viejo VHS en el que un Andy aún niño disfruta del juego y la diversión inocente e infantil; con diecisiete años, ya adolescente, el protagonista irá a la universidad, se acabará una etapa feliz de su vida y sus ojos perderán el brillo de antaño para incorporar una extraña melancolía. Pero no solo el tiempo ha pasado para Andy; también para los juguetes, que acusan el golpe: otrora vivían activamente con el pequeño y ahora pasan a ser objetos para la nostalgia pasiva, chatarra o simplemente basura. 

Así como “hay otros mundos, pero están en este”, no hay duda de que después de visitar otros mundos, estamos más preparados para aceptar nuestra propia muerte. Por ello, esa experiencia iniciática —y, por tanto, traumática— del dolor de crecer ha sido también amplia y fértilmente tratada por la ficción de aventuras. Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955) y Viento en las velas (Alexander Mackendrick, 1965) son algunos de sus jalones fílmicos más sobresalientes, aunque sea la figura de Sabú la que la encarna con prototípica iconografía en El libro de la selva (Zoltan Korda, 1942). “A partir de ahora, este niño ya no se llamará Toomai el pequeño, sino Toomai el de los elefantes, que es el nombre que llevó su bisabuelo antes de él. Lo que nunca ha visto un hombre lo ha visto él durante toda una noche, y cuenta con el favor de los elefantes y de los dioses de las selvas. (...) Todo aquello era en honor de Toomai el pequeño, que había visto lo que jamás ha visto un hombre: ¡el baile de los elefantes, de noche, solo, y en el corazón de las montañas de Garo!” (Rudyard Kipling en la novela original). Efectivamente, la aventura conlleva la revelación esplendorosa de un secreto, de un arcano: nadie acaba tras ella igual que la comenzó. La experiencia cinematográfica es, así mismo, el acceso a la caverna platónica, una de las primeras incursiones de la literatura occidental conocida; de ahí el enorme y doble impacto que provoca la aventura contemplada en la pantalla, como fascinación que retrotrae a la infancia y como oráculo resplandeciente a través del cual se accede a lo absoluto a través de lo metafórico, lo metonímico o lo alegórico. Nadie sale de un cine —de una caverna luminosa poblada por fantasmas, poblada por representaciones de nosotros mismos— igual que entró, porque en el cine tampoco se deja de crecer y porque el cine también puede ser el descubrimiento, a veces doloroso, de un conocimiento vital. Quizá por ello el cine de aventuras es, antes que nada, manifestación de un espíritu libérrimo, como corresponde a su legado romántico, heredado de las novelas decimonónicas o de las primeras décadas del S. XX surgidas de las plumas de Stevenson, Doyle, Dumas, Sabatini, Scott, Verne, London, Conrad, Melville, Hughes, Kipling, Traven, E. Rice Borroughs... La pasión aventurera va íntimamente ligada a la recreación exótica (tanto espacial como temporal), pero también, y sobre todo, al aliento individualista y ácrata que inspiraba, por ejemplo, al pirata y al cosaco de Espronceda, al Sandokán de Salgari —totalmente desaprovechado por el cine, salvo alguna estimable y poco conocida película italiana de clase B— o al Nemo de Verne, que en el terreno del celuloide revive en gozosas películas como El mundo en sus manos (Raoul Walsh, 1952), basada en una novela olvidada de Rex Beach y máximo exponente de la apología de la vida al margen de la ley (“mi ley, la fuerza y el viento”), dentro del fértil subgénero de piratas que en los años ‘50 ofreció notables manifestaciones bajo la firma del propio Walsh, y de Tourneur, King, Siodmak o Curtiz.


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29.6.23

IV. "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.



III
ESCENIFICACIONES DE LA MELANCOLÍA:
DUELOS Y CUERPOS
(Fragmento inicial)


Como si se hubiera inspirado en una lectura atenta del Eldorado de Howard Hawks, Georg Lukács afirmó: “Dos grandes sentimientos matizan toda gran novela: ironía y melancolía… Melancolía porque la lucha con el mundo está perdida de antemano”, en relación con su idea de novela moderna, aquella protagonizada por un individuo problemático que habita un mundo contradictorio, como ocurre con tantos losers de la gran novela norteamericana del S. XX. Y también se ha dicho a veces (creo que el propio Lukács lo hizo) que la melancolía es el estado subjetivo permanente de cualquier manifestación poética, como ya vislumbrara Aristóteles en su asociación entre el hombre de genio y la melancolía propuesta en el Problema XXX, que Santos Zunzunegui ha visto, por ejemplo, en el caso de Orson Welles. El ser melancólico ve potenciada su sensibilidad y, con ella, su capacidad creativa, según una tradición que se abre en el primer Renacimiento y se relanza en el Romanticismo; ya un temprano Ramon Llull sostuvo que la melancolía potencia la imaginación, y David Hume la entendió —a la manera de una catábasis griega— como el origen y la raíz de su filosofía:

“Cuando me canso de tanta diversión y compañía, y tiendo a irme a meditar a mi cuarto, o bien paseo en soledad junto al río, siento mi mente completamente absorta en sí misma, y me veo naturalmente inclinado a conducir mi visión a todos esos asuntos sobre los cuales encontré tanta disputa en el curso de mis lecturas y mis conversaciones. No puedo dejar de tener curiosidad por los principios morales del bien y el mal, la naturaleza y el fundamento de los gobiernos… (…) Ese es el origen de mi filosofía” (Libro I del Tratado sobre la naturaleza humana).

Sin duda esto fue lo que llevó a Paul Hindemith a distinguir la melancolía de la impotencia, la que oscurece, incapacita, disminuye, de la melancolía de la capacidad, que estimula la creación y reaviva el ascenso de la inteligencia y de la lucidez. Søren Kierkegaard siempre se refirió a sí mismo como un ser melancólico, y escribió: “¿Cuál es mi enfermedad? La melancolía. ¿Dónde se asienta esta enfermedad? En el poder de la imaginación”. En su caso, aunaba ambas vertientes de la dolencia: “La melancolía ensombrece todo en mi vida, pero es también una inefable bendición”. 

En uno de sus libros de memorias, Linterna mágica, Ingmar Bergman confiesa al lector que, en un momento de depresión creadora, enamorado de una joven actriz, y horrorizado ante la idea de repetirse, “me retiré a mi isla (Farö) y escribí, en un largo ataque de melancolía, una película titulada Gritos y susurros”. No en balde es esta, precisamente, una de sus más bellas y terroríficas películas. Pero en el hecho cinematográfico la melancolía es también un estado de ánimo, quizá permanente y necesario, en el espectador. Por ello, este es uno de los sentimientos que más veces se pone en escena. Melancolía procede de los términos griegos melas, negro, y kholé, humor, y literalmente por tanto es un humor o bilis negra, aunque los diccionarios expresan también su consecuencia, “tener humor triste o sombrío”, y recogen el sustantivo melankholía y el adjetivo melankholicós (existe en el actual castellano un verbo de escasísimo uso, melancolizar, definido como “Entristecer y desanimar a alguien dándole una mala nueva, o haciendo algo que le cause pena o sentimiento”). Los romanos calcaron el término al latín en la voz atrabilis que, curiosamente, todavía recoge el diccionario de la RAE en la 23ª edición de 2014, la del Tricentenario, como “f. Med. Uno de los cuatro humores principales del organismo, según las antiguas doctrinas de Hipócrates y Galeno”, junto al adjetivo atrabiliario

Humor y bilis sugieren viscosidad, un elemento constitutivo del cine lacrimógeno que, a la vez, supone la interacción dualista de lo físico y biológico —la secreción orgánica de un determinado líquido, especialmente las lágrimas— con lo espiritual —el resultado que provoca en la vertiente anímica del individuo—; de ahí que la propia palabra humor haya derivado semánticamente hacia el segundo de los territorios en expresiones como estar de buen humor o tener un humor de perros. Se atribuye a Hipócrates (Sobre la naturaleza del hombre), o a su yerno y discípulo Pólibo, en el S. V antes de Cristo, la idea de que toda enfermedad estaba causada por un desequilibrio entre los cuatro humores del organismo registrados por Empédocles: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. A partir de una alteración de esta última (la bilis fría y seca que en el nuevo mundo de la biopsiquiatría podría ser la serotonina, o más bien 5-hidroxitriptamina) se originaba la melancolía, enfermedad fisiológica cuyas dos características más determinantes eran la tristeza y el miedo. Y, como también haría Galeno ya en el S. II de nuestra era, Hipócrates hizo corresponder los cuatro humores con otros tantos temperamentos básicos del ser humano, entre ellos el melancólico, asociado a la estación otoñal (símbolo también de la decadencia de la persona), seca y fría, a la tierra (frente a los otros tres elementos básicos) y al planeta Saturno, el más alejado del Sol de los entonces conocidos y, también, el más frío y lento de todos ellos. De ahí que pronto se asociara el carácter melancólico con un temperamento “saturniano” e, incluso, llegara a llamarse a la melancolía “mal de Saturno”, hasta que Baudelaire habló de Las flores del mal como “libro saturniano, / que es orgiástico y melancólico”. Bartolomeo Ánglico, monje franciscano del S. XIII, describía ese planeta en De proprietatibus rerum, con esta sugestiva mezcla de literatura y astronomía:

“Saturno es un planeta maligno, frío y seco, nocturno y pesado, y por eso en las fábulas se le presenta viejo. Su círculo es el más alejado de la tierra, y a pesar de ello es para la tierra el más nocivo... En cuanto al color, es pálido o lívido como el plomo, porque tiene dos cualidades mortíferas, a saber, la frialdad y la sequedad. De ahí que el niño nacido y concebido bajo su dominio, o muere o le caen en suerte las peores cualidades. Según Ptolomeo en su libro de los juicios de los astros, hace al hombre atezado y feo, malhechor, perezoso, pesado, triste, rara vez alegre o risueño”.

Se nota en tal descripción el carácter bipolar saturniano, pues si en ocasiones aparece como el dios de la abundancia y de la actividad (una especie de guía intelectual y artística), también es el representante del miedo, la angustia y la depresión, como pone de manifiesto la abundante y terrible iconografía que lo muestra devorando a sus propios hijos (Rubens, Goya, entre otros).


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28.6.23

III. "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.



II
EROSIONES Y SEDIMENTOS DEL TIEMPO
(Fragmento inicial)


El cineasta Isaki Lacuesta ha ilustrado en La noche que no acaba (2010) el ya lejano periplo de Ava Gardner por tierras españolas. Si algo me interesa de esta película singular es la descripción del proceso de deterioro físico y moral que experimentó la actriz en ese lapso, el que va de Pandora y el holandés errante a Harem, es decir de 1951 a 1986. Gardner aparece como mito erótico —en terminología ya algo avejentada—, como estrella rutilante de Hollywood, pero también como sujeto expuesto al envejecimiento y a la pérdida de la belleza por la acción devastadora del tiempo, como aquella patética Norma Desmond (Gloria Swanson) que se resistía a ajarse (“En tanto que de rosa y azucena / se muestra la color en vuestro gesto…”) en El crepúsculo de los dioses (1950) y cuyos afeites solo conseguían incrementar la constatación de su vejez o, por mejor decir, de su falsa juventud (“…y que vuestro mirar ardiente, honesto, / enciende al corazón y lo refrena…), como ha ocurrido con esos tres monstruos de Frankenstein que han terminado siendo Nicole Kidman, Mickey Rourke y Renée Zellweger, entre otros. Que el proceso de envejecimiento del cuerpo humano no se puede detener es algo que ha quedado de manifiesto en las últimas décadas con los retoques que tantas y tantos han efectuado en sus cabellos (“…y en tanto que el cabello, que en la vena / del oro se escogió, con vuelo presto…”), rostros, labios, cuellos (“…por el hermoso cuello blanco, enhiesto, / el viento mueve, esparce y desordena…”), pechos y muslos, hasta convertirse en una summa de retazos o de piezas de un puzle sin acabar. Como en el cine mismo: la Ava Gardner que se baña en el mar en Pandora no es Ava Gardner, sino su doble, una muchacha de Tossa de Mar que en su día sustituyó a la diva y que en la película de Lacuesta, sesenta años después, vuelve a salir desnuda de las aguas —ahora en plano frontal— con envidiable dignidad, mostrando a la cámara y al espectador voyeur sus carnes octogenarias, sin retocar, como en un cuadro geriátrico de Rubens. En 1951, una anónima chica que simulaba ser el cuerpo de Ava se bañaba desnuda en las aguas de Tossa; y como todo tiene su repetición (ni tragedia ni farsa, en este caso), en 2010 recrea ese baño nocturno, ya como Ana María Chaler, que así se llama la anciana que fue adolescente: Ana es, pues, el verdadero doppelgänger de Ava. Un palíndromo, Ana, que sustituye a otro palíndromo parecido, Ava.

Melancolía del doble o sustituto que en las películas pone su cuerpo (y a veces algo más: su integridad física, incluso la propia vida) al servicio de la estrella que se lleva los loores. Melancolía del profesional anónimo que presta el cuerpo o una parte de él (pechos, culos, piernas, nucas) creando esa criatura de Frankenstein en la pantalla, quizá un todo formado por pequeñas partes de otros todos anónimos que lo han compuesto en silencio.

Y Lacuesta sabe, y hace saber, que el mérito de Gardner fue vivir en plenitud (“…coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre…”), sin freno, aligerando con ello lo irremediable: “…marchitará la rosa el viento helado. / Todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre”, es decir, la reducción de la belleza a los escombros de un viejo y hermoso edificio (Ruin Lust). Las imágenes de Harem, que muestran a Gardner desesperadamente marchita, con arrugas, ojeras y una mirada derrotada, están rodadas unos cuatro años antes de su muerte en 1990 y riman perfectamente, como en plano/contraplano, con las de su edad dorada (ambas son Ava), pero a la vez desentonan abruptamente (ambas no son la misma Ava).

Como tampoco es Ava (¿o sí?) la escultura de Ava que preside el paseo marítimo de Tossa de Mar desde la altura de una pequeña fortaleza, y parece mirar con nostalgia la playa en que rodó Pandora, como diciendo “Ahí estuve yo, y esta playa y esta película me inmortalizaron”. Pero no. Todos tenemos nuestro doble, por supuesto, y ningún doble es tan perfecto y, a la vez, tan disímil como el que encarnamos nosotros mismos años después de ser nosotros mismos. ¿Soy yo el doble, el doppelgänger, de aquel niño de cinco o seis años que aparece en tal o cual fotografía, de ese adolescente de mirada incierta, de este chaval que sale del juzgado tras casarse? ¿Soy yo, ahora, mi propio doppelgänger de aquellos yos perdidos para siempre en el tiempo? Porque si están en algún sitio es, evidentemente, en mi memoria. De nuevo Verlaine: “Recuerdos, ¿qué esperáis de mí?”.

Lo dijo Susan Sontag a propósito de la fotografía, pero nosotros lo podemos extender al cine: cine y fotografía siempre dejan la huella de una ausencia, aunque su cometido sea verificar una presencia. No lo dijo Sontag, pero lo dio a entender: cada fotografía es un cadáver. Si contemplamos una foto que nos tomaron treinta, cuarenta años atrás, verificamos nuestra presencia (allí estábamos), pero también sospechamos una ausencia (los que estábamos allí ya no somos nosotros). Si contemplamos la foto de alguien que ya ha muerto, el efecto se multiplica. Nunca podemos ver un espejo vacío que no nos devuelva nuestra propia imagen, pero sabemos que, si no nos ponemos frente a él, el espejo solo denota nuestra ausencia. En Sobre la fotografía, la escritora aseguraba que su misión es “arrancar la máscara al mundo”; ese carácter revelador, casi esotérico, se cimenta en su capacidad para hacer visible lo no visible (como decía Paul Klee a propósito de la pintura), para desvelar los aspectos ocultos de lo real: en la mirada, en el gesto, en la postura, podemos descubrir en nuestras imágenes pretéritas aquello que ni siquiera sabíamos que estaba en nosotros. La fotografía es el arte elegíaco y crepuscular por excelencia, y el cine ha aprehendido buena parte de ese carácter, dándole además el consabido movimiento: pocas cosas hay que rezumen más melancolía por todas sus perforaciones que aquellas apolilladas imágenes en súper-8 o vídeo de viajes, celebraciones familiares, juegos infantiles y vacaciones. Cadáveres, fantasmas redivivos que hacen aflorar la nostalgia; bien mirado, esto sí son auténticas weepies. Probablemente la fotografía no captura el alma, como creyeron y creen algunos nativos americanos, pero sí es capaz de arrebatar al sujeto ese “algo” de vida y devolverle su reverberación, a modo de eco, años después. En su admirable Pasión (En passion, 1969), Bergman nos dibuja un presuntuoso arquitecto y fotógrafo interpretado por Erland Josephson que confiesa: “Creo que no puedo llegar al alma con mis fotografías”, pero da la sensación de que en su fuero interno piensa que sí.


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27.6.23

II. "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.



I
ESPLENDOR, RUINA, MELANCOLÍA
(Fragmento inicial)


La ruina es el resultado de sumarle al esplendor el paso del tiempo. A mediados de 2014, la Tate Britain de Londres inauguró una exposición, Ruin Lust, que tenía como función indagar en la fascinación humana por las ruinas, los escombros y los restos de edificios: avisos del carácter efímero de todo periodo de apogeo. Pocas actividades pueden resultar tan tristes y subyugadoras a la vez como contemplar aquello que el tiempo ha respetado de lo que en su día fueron palacios, castillos, casas de campo, monasterios, cafeterías, centrales eléctricas, piscinas, capillas, centros comerciales, edificios administrativos. El cuadro forma parte del imaginario colectivo, con sillas volcadas, alfombras raídas, puertas descoyuntadas, cortinas arrancadas, muebles despedazados, cristales rotos: el alma de lo que antes fue esplendor, la certificación de la idea de paraíso perdido. Los románticos —con la anterior intervención de Giovanni Battista Piranesi, el gran pintor de la ruina— partieron de la estética gótica para poetizar la certeza de que la naturaleza, por divina, es eterna y más poderosa que lo fabricado por el hombre, frágil y perecedero como él mismo. Las ruinas son, pues, esa sabia advertencia que envía el pasado (como en los cuadros de J. M. W. Turner): eso mismo será de nosotros. Lo que destruyó ciudades, civilizaciones, fortalezas y castillos no hará excepción con nuestros cuerpos, que también serán ruina y escombro algún día. “Polvo serán”…

Quizá los sociólogos sepan explicar por qué la atracción por la ruina y el escombro resurge, al parecer de manera extraordinaria, en periodos de crisis colectivas. No faltó, de hecho, quien asoció la citada exposición con la quiebra del “estado del bienestar” a causa de la gran recesión iniciada en 2008. Como suelen ser más osados, sí ha habido críticos cinematográficos que han explicado en términos similares la profusión de películas de ciencia-ficción que se recrean con la destrucción del mundo y muestran algunas de las principales ciudades del orbe reducidas a ruinas y escombros, con rascacielos semiderrumbados, parques devastados, barrios enteros incendiados y monumentos reconocibles que solo se tienen en pie para verificar que allí mismo estuvo, algún tiempo atrás, el esplendor. Una película española lo escenificó con acierto: Los últimos días (2013), de Álex y David Pastor, que muestra la destrucción de la Barcelona de los Juegos Olímpicos, la torre Agbar (o, mira por dónde, torre Glòries) y los centros financieros, convertida en un futuro muy próximo en cenizas, humo y oscuridad tras lo que se supone un cataclismo atómico. No está mal como metáfora, cierto que poco sutil, de muchos deseos conscientes e inconscientes. Y también del miedo a perder lo que se ha tenido y que no fue, como dijo aquel poeta medieval, más que verduras de las eras. 

También un fotógrafo español, Pablo Genovés, ha dedicado algunas de sus colecciones a mostrar los efectos de la devastación sobre teatros, museos, iglesias, palacios, bibliotecas... Son collages que introducen elementos desasosegantes en estos espacios del orden aristócrata o burgués: inundaciones, piedras, escoria, barro, humo, hielo. Es la destrucción provocada en luminosos salones de la cultura del poder lo que estimula la reflexión (hasta lo más bello y elevado puede ser aniquilado por la naturaleza o el tiempo) y la sensación de melancolía (allí donde antes hubo valiosos sillones, cuadros, tapices, lámparas o alfombras ahora solo hay suciedad, agua, lodo, tierra). Cronología del ruido y El ruido y la furia son los títulos de estas exposiciones, que introducen en el juego propuesto por Genovés el elemento sonoro perturbador, ese sonido inarticulado y desorganizado que es el ruido, en el marco de una armonía concertada. El fotógrafo escupe esas imágenes no reales, ideales (¿un pedregal o una ciénaga en el suelo de un lujoso salón rococó?) para alertar de una doble conciencia: la posibilidad de que haya resurgimiento tras la catástrofe, renacimiento tras el oscuro caos, pero también de que esas imágenes no sean más que un anticipo de lo que, tarde o temprano, realmente ocurrirá en esos espacios, cuando el efecto devastador del tiempo, de la erosión o de las catástrofes naturales convierta en escombro verdadero, en ruina, lo que ahora es un floreciente templo que muestra el esplendor de la humanidad. No hace falta recurrir a los ángeles trompetistas del Apocalipsis, anunciando la caída de pedrisco, fuego y estrellas incandescentes sobre la Tierra, o a sus más recientes y abundantes recreaciones fílmicas, para comprender que somos precisamente porque un día no fuimos y algún día no seremos. Y algo anterior, y del mismo autor, es Precipitados, en la que salones rococó, bibliotecas neoclásicas, escalinatas con enormes arañas e interiores estilo imperio son anegados por la arena del desierto o las aguas del mar. La belleza creada por el ser humano devastada por la hostil naturaleza. 

Las de Genovés o Pastor son imágenes contemporáneas que parecen venir a ilustrar aquellos lúcidos versos de Rodrigo Caro, poeta español del S. XVII: 

“Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa;
aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor. (...)
Solo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales”.

Versos escritos precisamente en otro gran periodo de crisis general como fue el Barroco. Si existe la melancolía colectiva, el motivo visual de la ruina la expresa con exactitud y solvencia. El esplendor pretérito, lleno de la vanidad humana, se ha convertido ahora en reliquia, señales, memorias funerales. La melancolía colectiva activa, por un lado, la nostalgia por el boato pasado ahora en decadencia o por la honrosa derrota que trajo la destrucción; pero también actúa como eco insoportable de lo que jamás debió suceder. Un paseo por los dos campos polacos de Auschwitz y Birkenau, entre la ruina y la conservación (igual que ocurre con el cadáver de Lenin obscenamente exhibido desde hace casi un siglo en un mausoleo de la Plaza Roja de Moscú), moviliza una melancolía bien distinta: no asistimos a los restos de una Itálica desmoronada que se contemplan para evocar la grandeza del pasado, sino a unos restos que tienen como motivo único evitar el olvido del horror y mantenerlo en la memoria, pero también recordar y certificar al visitante que aquel, el horror, efectivamente tuvo lugar. Y fue allí. Recorrer lo que fue Auschwitz, esas ruinas de la abyección, supone enfrentarse a dos sentimientos complementarios: la ira y el dolor. Pero solo otro sentimiento, el de la melancolía colectiva, es capaz de ponerlos en juego; solo así se explica que en algunas estancias del campo de exterminio nazi se conserven intactas (como reliquias laicas del pasado) maletas, gafas, calzado y hasta pelo de los miles de personas que dejaron allí sus vidas. O que de las paredes de no pocos pasillos de los barracones del primer campo cuelguen centenares de fotos de víctimas anónimas que ponen de manifiesto que aquellas tenían rostro, mirada, gesto. Cada una de esas imágenes devuelve al visitante su propia mirada de décadas atrás, como si entre el prisionero de 1944 y él mediase la mínima longitud, apenas un centímetro y apenas un instante. Ese es el poder evocador de la ruina si en su contemplación brota la melancolía.

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26.6.23

NOVEDAD: "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.

 

176 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-126814-4-4


Memento mori! (¡Recuerda que eres mortal!). En los momentos victoriosos, así se le recordaba al militar romano su finitud. Sentimos a diario los avisos de la muerte y del (paso del) tiempo, y sobre ellos se edifica buena parte de la actividad artística, filosófica y narrativa del ser humano a lo largo de la Historia. No solo es una fórmula que articula narrativamente tantos relatos, sino también la causa de un habitual derrumbamiento en la desdicha: la imposibilidad de recuperar el pasado, la nostalgia provocada por una juventud perdida, la melancolía estimulada por su devenir, el recuerdo de un viejo amor... El propio transcurso del tiempo es capaz de provocar tristeza, pero la memoria es el proceso mental que activa el dolor, ese sufrimiento provocado por la dificultad para olvidar y borrar, y convierte a muchos personajes cinematográficos en seres anclados en el pasado, con el que se torturan morbosamente, incapaces de vivir en el presente o entrever un futuro esperanzador. Y el tiempo (sobre todo aquel que pasa, que huye irremediablemente y nos convoca a la vejez y la muerte: la dolorosa experiencia de un tránsito fugaz) se erige en un ingrediente esencial del cine, pues este es el arte del tiempo y de la memoria por excelencia: es el regreso a los lugares del pasado, para poner en justa evidencia la implacable diferencia entre la plenitud de antaño y la desolación presente, y activar la nostalgia del pretérito huido. En definitiva, la inscripción de la biografía en el relato, que se asocia a la nostalgia como la trágica consciencia de lo irreversible; un sentimiento que se acomoda también al cinema en cuanto arte del tiempo, que no puede acelerarse, ni retroceder ni suspenderse.

“Oh, melancolía, señora del tiempo”, cantaba el cubano Silvio Rodríguez. Este libro ensaya una teoría de la melancolía en el cine (y en la literatura, y en la vida) a partir del análisis de secuencias que evocan ese sentimiento de inefable tristeza y contagian al espectador un amargo deleite que resulta tan estimulante como satisfactorio.  

 

PABLO PÉREZ RUBIO

(Zaragoza, 1964). Autor de más de una veintena de libros sobre temas cinematográficos. Entre ellos: Thelma y Louise / La ventana indiscreta (Dirigido por), Maenza filmando en el campo de batalla (Gobierno de Aragón), El cine melodramático (Paidós), Voces en la niebla. El cine durante la Transición española (1973-1982) (Paidós), Jerry Lewis (Cátedra), Escritos sobre cine español. Tradición y géneros populares (Institución Fernando el Católico – CSIC), Dolor en la pantalla. 50 melodramas esenciales (Universitat Oberta de Catalunya), etc. Ha estudiado, con Javier Hernández, el cine aragonés en diversas monografías: Antonio Artero, Moncayo Films, Antón García Abril, Adolfo Aznar… Además, ha colaborado en numerosos libros colectivos y en revistas culturales como Turia, Dirigido por, Cuadernos de la Academia, Versión Original o Nosferatu. Es también autor de un libro de narrativa: Locos de cine y otros relatos (La Fragua del Trovador). En Shangrila Ediciones ha publicado El cine de Frank Tashlin. América satirizada y ha colaborado en el volumen Josef von Sternberg, estilización y deseo.