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21.6.17

A FUEGO Y JUEGO. SOBRE "CUERPOS A LA DERIVA", DE ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO, ABADA EDITORES 2017.





A FUEGO Y JUEGO

Sobre Cuerpos a la deriva, de Alberto Ruiz de Samaniego

Miguel Ángel Hernández-Saavedra




Empecemos por el principio. Pero no hay un principio, sino dos. Está la infancia, y está el libro.

Como “ciencia” de los primeros principios, a la filosofía le vino encima un destino insospechado. La sospecha y el destino mantienen un vínculo esencial que solo se confirma al refutarse, en estricta falta de reciprocidad, es decir, al cumplirse el destino bajo la forma de algo que ni el miedo ni la angustia ni la perspicacia consiguieron adivinar. Cuerpos a la deriva (Abada Editores, Madrid, 2017), de Alberto Ruiz de Samaniego, es un libro insospechado, tan preciso como oracular. Sabido es que los oráculos se servían de la ambigüedad. Pero ¿hay algo más oracular que la exactitud cuando da que pensar, incitando a la acción? O dicho con Heidegger: a la “puesta en obra”. Su prosa atraviesa poéticamente todo indicio sospechoso en un juego de erudición y originalidad que deja al lector pasmado, armado hasta los dientes, amado desde el tuétano hasta la coronilla de los vientos y, por tanto, enteramente vivo y, además, pensativo. Porque esta clase de obras, sin luchas de otra clase, hacen del lector un tipo más amable, digno de erigirse en objeto de su propio pensamiento.

Se trata de dar nombre a la experiencia originaria de la que dependen tantas formulaciones subjetivas, realistas pretensiones, sustancias y postulados, revoltijos y vapores que aspiran a alcanzar la aparente inmediatez de lo que nunca nos es dado por vez primera. Siendo así, el origen es la experiencia de la pérdida, o esa “experiencia decisiva (…) que marca a fuego y juego la diferencia entre lo humano y lo lingüístico” (página 200). Dicho juego, nunca del todo dicho, tiene en el arte su palabra y su imagen, a semejanza de la vida y sus mejores potencias. Mas la vida es un juego que quema, un fuego que juega…

El mero hecho de procurar vivir la vida de uno se convierte también en una cuestión de poder (página 49).

Al margen de las virtudes (tan necesarias a otro respecto) y en resonancia con las pasiones, la estética es tanto más potente cuanto más vigorosa es la debilidad del artista, cuanto más artística es la prosa del esteta. Peligrosa alegría que suscita el empecinamiento en “la verdad”, sea ella lo que fuere: invocación, construcción, adecuación a lo imposible. Tres capítulos del libro, al menos tres, actúan como luminarias, perlas dentro de un conjunto acorazado, aunque felizmente “a la deriva”, que también regala al lector sus zonas de transición. A mi juicio son el capítulo con que termina la primera parte, “En el desierto blanco” (abrumadora narración, por su belleza, de la expedición de Shackleton a la Antártida), la joya con que concluye la segunda parte, “De un niño es el mundo. Cine e infancia”, y, desde luego, el ensayo que cierra el libro, “Cuerpos a la deriva. Fermentación de Venecia”.
 
El Endurance, barco de la expedición de Ernst Shackleton, atrapado en el hielo

***

Acaso no hay desilusión más grande para el artista, a la vez que tentadora, que verse incluido en una Exposición general de obras, conductas, temperamentos y decires. Semejantes amortizaciones someten la contingencia del arte a la idea de un Arte en general. Sabemos que el capitalismo obra ese “desmilagro” de manera especialmente inicua, a veces casi hermosa, con todo lo que tiene que ver con el arte. Pero ¿todo lo que tiene que ver con el arte es arte? ¿Qué tiene que ver el arte consigo mismo? Los Cuerpos a la deriva de Alberto Ruiz de Samaniego brindan la oportunidad de fijarnos en lo que “el Arte” –el mundo del arte, como se suele decir a menudo no ve. De ahí que este libro no forme parte de una Exposición general, ni siquiera a título particular. Sobre la huella impresa de sus palabras, surge la posibilidad de alejarse hasta contemplar un aura: “Pues con la huella, tal como sugirió Benjamin, nos apoderamos de la cosa; mientras que con el aura, es ella la que se adueña de nosotros” (página 229). Da la impresión de que a tales cuerpos –que responden a los nombres, entre otros, de Nietzsche, Thoreau, Cézanne, Walser, Kafka, Roussel, Wittgenstein o Michaux les vincula una especie de candaulismo filosófico, emocional e intelectual, que se definiría, siguiendo el conocido relato de Heródoto (en el que Candaules obliga a Giges a contemplar desnuda a su esposa, lo que acarreará la muerte del primero a manos del observador observado), por el afán de contemplarse a sí mismos –y al mundo con ellos, desaparecida la distancia que imprime el sujeto al margen de cualquier proceso de objetivación que exija reanudar ad infinitum la jugada. Lo que justifica la mención de la parafilia: no nos satisface la mera cópula (del yo con el mundo) si no va acompañada de un lujoso –tan inocente como obsceno desdoblamiento que permita dar reposo al juego sin que este, el juego mismo, decaiga en su actividad o movimiento. Dicho afán no procede del mismo modo en un cuerpo u otro (en cuyo caso no serían cuerpos, sino partes de un mismo todo). Sin embargo, aquello que los divide confirma su aire de rara familia, de familia “clásica” y exótica al mismo tiempo: su desaire en relación con los vientos acomodaticios y acondicionados de la época. Con palabras de Samaniego a propósito de Wittgenstein, siendo este, además del portador de su propio nombre (cuestión nada baladí, pensando en alguna de sus tesis), una clave desde la que acercarse a un sentido arcaico (arjé) o intempestivo del pensamiento, de la creación (y de la destrucción) bajo cualquiera de sus formas, y, desde tal acercamiento, una manera de acceder al sinsentido aureolado y misteriosamente próximo que nos aleja de la autocomplacencia, sucedáneo tibio de la serenidad inquieta, de la más pura posesión impersonal:

Paradójicamente, la experiencia de retiro radical de la cabaña promete el máximo de impersonalidad, de objetividad incluso: la de alguien que tan sólo mira, y que ha desaparecido tras la imagen (del mundo). Objetividad extrema de punto de vista, o incluso de visión: no-humano, puramente óptico, cristalino. Sería el triunfo del clasicismo, si entendemos por lenguaje clásico precisamente aquel enunciado que sólo habla por sí mismo, que no tiene un sujeto detrás que lo fundamente o lo comente o lo deforme. De hecho, como sabemos, la expresión clásica pretende dar cuenta de la realidad sin un sujeto que la vea para luego decirla. La voluntad clásica no quiere decir lo que alguien concreto ve, sino lo que es. Aquello que objetivamente es. Cuando decimos que el lenguaje es un instrumento del sujeto situamos por tanto al individuo siempre antes del lenguaje, y por ello convertimos el lenguaje en una herramienta dependiente del individuo, fundada por la instancia previa, anterior a todo punto, que llamamos sujeto. El enunciado clásico, por el contrario, parece no depender de sujeto alguno, aunque, naturalmente, exista un sujeto “técnico” que necesariamente lo ha desplegado o construido. Lo mismo acontece en la lógica pura, donde, rigurosamente hablando, no hay ningún sujeto. La conciencia trascendental no es la conciencia de nadie. El objeto integral único de cada conocimiento debe reformularse y superarse en la integral de todos los enunciados verdaderos que sobre ese objeto disponga el universo. A este objeto infinito, y transempírico, debe corresponder, en suma, un sujeto que es una pura construcción, en ruptura absoluta con todo sujeto real, y cuyo cumplimiento en realidad es irrealizable (páginas 269-270).

La irrealización del objeto infinito va de suyo: si se realiza, se delimita. A este “infinito malo”, que diría Hegel, responde el arte (nunca “en general”) de maneras impensables. Un cierto legado kantiano parece reafirmarse sin necesidad de precisarlo. Al margen de otras consideraciones, al genio –digamos que al “cuerpo”, a estos cuerpos a la deriva- se le puede acompañar en sus manifestaciones, siguiendo su ejemplo en el mejor –o en el peor de los casos. Mas lo trascendental se torna ahora negativo, precisamente en tanto que constructivo, creativo: ninguna deriva es representable a priori. La crítica, como juicio reflexivo, también es creación; y la diferencia que separa a los buenos críticos de los críticos malos o previsibles no es menor que la que distingue a los grandes artistas de los artistas pequeños, aunque la previsible pequeñez sea también un “valor” o, como quisiera el parlamentarismo estético, un síntoma de buena salud democrática, amenazada siempre por lo imprevisible.

 Cabaña de Wittgenstein

***

Este libro es un objeto desclasado, un sujeto polimorfo, un conjunto disjunto (una comunidad heterogénea), una verdadera obra. Lo es porque actúa sobre sus objetos particulares (cabañas e infancias, cuerpos y obras, ciudades) formando parte de ellos. Y ello sin explicitar la jurisprudencia que lo hace posible (no hay prólogo, a modo de manual de instrucciones, ni epílogo que asegure el éxito que el propio devenir de la obra debe obtener por sí mismo). El texto es parte y juez de lo que manifiesta. La vida recorre sus lógicas, sus componentes textuales, y de esta nervadura nace y se mantiene la obra; ora erguida y suntuosa, ora yacente y conmovedora. Por si fuera poco, hay mucho de todo. Nada se divulga y todo se atesora, se pone en evidencia y –misterio de tales certezas- se encripta sin hermetismo. No se excava ni se eleva para mayor gloria de la vanidad de los sacerdotes de la cultura, sino que la cripta viene a ser un templo al aire libre. Bajo la rotundidad de una intemperie escogida, el médium –el autor, que es siempre un medio y un hábitat prescribe insurgencias, no regaña a nadie (en las antípodas, o en las Antártidas, de la crítica enfadada que necesita siempre enmendar a los otros) y elige a su vez, de entre los candidatos a formar parte de un cortejo sin jefatura, a los menos resabiados, a los más desmesurados e insumisos, especímenes difícilmente acomodables a la paz racional de los géneros.

Resultaría fácil afirmar que Alberto Ruiz de Samaniego es un bailarín que danza al son crucial del lenguaje, en la cuerda no siempre floja, a veces inflexible, de la existencia. De la insistencia. A poco que avancemos en las páginas de su libro, ya desde las primeras líneas, sabemos que nos tratamos con un entusiasta. En su caso, el entusiasmo no está reñido con la acumulación de conocimientos y el uso magistral de la cita. A juego con el pensamiento de Borges que nos es tan caro: para que “la inminencia de una revelación, que no se produce”, se produzca. Que se produzca al menos como inminencia y así se revele, y de este modo acontezca. Acaso no se puede esperar más ni se debe pedir menos.

***

Hay eruditos alegres, y los hay tristes. Hay formas alegres y tristes de erudición, tonalidades que no desempeñan una función neutral respecto al conocimiento, sino que, además de envolverlo, proporcionan una guía de transmisión. Todo conocimiento compartido es una forma de darse (entregarse o reservarse) al “otro”, empezando por uno mismo. Ningún erudito ha ejercido ni ejercerá jamás la función de una Suiza en el corazón del tumulto, a salvo de la guerra. Cuando se ha pretendido, su éxito ha dependido de los titulares de unos saberes conflictivos que, ávidos por conservar sus cuentas, acuerdan tácitamente (y tácticamente) dejar a buen recaudo, en apariencia neutral, los dividendos y patrimonios que sostienen sus fuerzas.

Ahora bien, ¿puede haber, en verdad, un conocimiento jovial (una gaya ciencia) que no dé la espalda –en una suerte de autoengaño (“Nada es más difícil que no engañarse a sí mismo”, recuerda Samaniego citando a Wittgenstein) a la desolación y a la muerte, a la enfermedad y a la pérdida, al vacío último del universo, ese gran existencialista que nos delimita, nos desborda y, finalmente, nos pone fuera de todo juego? ¿O, por el contrario, quien conoce de veras desfallece en verdad? No es difícil descubrir, sin forzar demasiado las cosas, dos tradiciones al respecto. Al margen de los enfrentamientos doctrinales, aun extemporáneos, incluso con independencia de que unas filosofías se ofrezcan como la inversión de otras, hay una especie de tradición, la más nutrida, que vincula el conocimiento a la alegría y hace de esta, también contra la posibilidad del ultramundo, una razón suficiente a favor del conato, de la preservación, de la conservación y del aumento (“de la vida en el devenir”, según la fórmula nietzscheana), incluso –y sobre todo si con la muerte se desvanece toda ilusión, cualquier alusión y juego o fuego de palabras. El tono de esta tradición admite moldes distintos, muy diversos modelos: moldes ascéticos, estéticos o propios de un materialismo sublime o sublimado (pensando en Spinoza o en el “platonismo de lo múltiple” de Alain Badiou). Estos autores joviales, por muy adustos que parezcan en sus otras formas, en sus modales, en sus pasiones y manías, dan “por bueno” lo que hay con tal de que lo que hay, incluso aunque no lo haya (el ser, la realidad con su tropel de irrealidades), pueda ser –y de hecho lo es, porque puede captado, aprehendido, expresado o, cuando menos, deje su marca, su huella, su aura o su impresión por un instante (aión). Instante que merecerá su elevación sub specie aeternitatis o su rememoración, mientras ello sea posible, a lo largo –a lo intenso de una vida finita, pero infinitamente dispuesta a concederse el favor de la imagen, del ídolo o de la Idea, de la palabra y del gesto, ya sea en la intuición, ya sea en la representación sensible (pensando de nuevo en Hegel) o bajo las formas recreativas (no abstractas) del buen concepto. De la sabiduría absuelta, al fin, de su gran manía: cerrar la vida por defunción del Tiempo, espaciando la más triste soberbia. Sobre los representantes de la otra tradición, lustrosos desnutridos –pensando en Cioran, por ejemplo, y en algunos “cuerpos a la deriva” del libro de Samaniego, cabe también la sospecha de que si perseveran, si perseveraron hasta proporcionar una forma a su recelo, a su desprecio, a su eximia desesperación, será por algo. ¿Por qué haces algo en vez de nada?

La posición restante, la no-posición de “lo neutro” –no a lo Suiza, sino à la Barthes se acomoda donde puede. Roto el paradigma –la oposición entre nutridos y desnutridos, la escritura se devora a sí misma. De ahí las maravillosas regurgitaciones del pasado próximo y los eructos insustanciales de los émulos del “grado cero”: llegado un punto, en la exploración subjetiva, cualquiera confunde sus miasmas con un océano. Del Uno se puede participar; el Dos se puede construir, pero el Cero es inimitable. Y en ello radica, tal vez, la posibilidad de pensar clásicamente una teoría postmoderna del genio. O viceversa.

Roland Barthes

***

Será por algo que el libro de Samaniego concluye en Venecia, en el cuerpo de una ciudad que gana su espacio al Tiempo, al agua, a la vez que pierde su tiempo poco a poco, oscilando entre la preservación de sus potencias y el acercamiento a Mestre, ese “paisaje-taller, monótono y humeante”, tan próximo al paraíso como la cruz de una moneda a su cara, confundidas ambas mientras juegan al aire su suerte, antes de caer en tierra. El libro de Alberto Ruiz de Samaniego cae de canto. Y es un canto fogoso a los elementos, la obra de un erudito alegre y, por lo tanto, de un poeta (si está escrito en prosa –decía Ashbery puede tratarse de un poema). De un creador que no puede evitar saber lo que sabe y que, pudiendo ocultarlo, no nos da ninguna pista que nos permita sospechar que lo hace. (El destino de su libro somos nosotros, sus destinatarios). No solamente muestra sus cartas, sus recursos, toda la gramática necesaria para pergeñar un estilo, sino que muestra y ejecuta, sin que en ningún momento se perciban las costuras, como suelen decir los críticos de fina sastrería, la tonalidad que envuelve el conjunto, que lo delimita desde fuera, ofreciéndolo como una totalidad abierta por mor de sus fragmentos. De sus derivas.

Las auténticas costuras no tienen que ver con un defecto de fabricación, sino con la costura esencial o inevitable a la que remiten las dos partes, formalmente consideradas, que dan cuerpo al texto, al tejido textual, en un dialelo heteroconstructivo (y autoconstituyente). Por un lado, el rigor analítico. Por otro lado, la apuesta que se alimenta de su propia inquietud. La visión clásica, en la acepción que le da Samaniego, resulta más próxima a una actitud que revienta las camisas de fuerza de su época, incluido el camisón estético, haciendo saltar las (otras) costuras, de lo que acaba siendo la actitud contraria, pretendidamente transgresora, sumida en la tolerancia pactista (y muy lucrativa) de la mercaduría artística. Por el contrario, la precisión analítica devuelve los cuerpos a su hábitat, a su medio…

Nunca insistiremos demasiado en la importancia del medio, y la forma en que cada uno ha de inscribirse y seleccionar el medio en que, como dijera Cézanne, nos desplazamos habitualmente (página 23-24).

Emil Cioran

***

Finalmente, a uno le da por pensar en el principio. En otros caminantes y en otras infancias. ¡Qué sensación cuando el niño dice!: “aún soy muy pequeño para eso”. Todavía soy muy pequeño: ¡no me lo digas! ¿Quién dice eso? ¿Acaso es un tercero, como en el desierto blanco de Shackleton, buscando salida? ¿Es ese “uno más que camina a tu lado”, según el verso de Eliot? ¡Qué jugada tan magnífica: la del Tiempo en manos del niño que juega, muy seriamente, a ser mayor sin darse cuenta! Esas otras infancias que van de la mano de un mismo niño…

Lo que la infancia nos dice y exige es que para ese querer y esa conquista se precisa inocencia, ausencia de culpas o deudas con el pasado, y entregarse a la inutilidad del juego, sin preocupaciones por compromisos convencionales, sin depender de estimaciones extrañas a su propia vitalidad. De hecho, esta manera de afirmar la existencia es la fórmula trágica en su sentido más profundo. La expresión del pensamiento que no pretende orígenes ni fines determinados, que no tiene últimas metas, que no proyecta hacia el porvenir, ni fuera de este mundo. Alegría máxima de un pensamiento cuya intensidad es directamente proporcional a la crueldad del saber (página 198).

La infancia es nómada. (Otros, como John Ashbery en el último de sus Tres poemas, cuestionarán esa mitología del infante en la que Samaniego no incurre, pero sí los precursores del reencuentro con una esencia psíquica original: psico-hegelianismo del Berrido Absoluto, del cólico lactante en forma de Idea). Lo recuerda el autor citando a Deleuze: el nomadismo es cuestión de intensidad y no cosa de un incesante ir a tontas y a locas por el mundo (con la esperanza, ni siquiera ciega, de reencontrarse el viajero con su identidad). Piensa uno entonces, también, en esos paseos de Kant que permitían a los vecinos poner el reloj en hora o hacerse a la idea del paso diario de las estaciones, de las labores, según doblaba la esquina. En el interior del día, el devenir de los trabajos y las rutinas. Delimitándolo, alguna vez, el colmo de una sensación: una configuración realmente extraña, irrealmente verdadera, externa al conjunto (donde lo externo y lo interno no son más que metáforas), que lo delimita y que, como afirmaba el solitario de Skjolden –en busca de la más absoluta familiaridad respecto a lo que no puede ser dicho, proporciona sentido o felicidad, ambas cosas o ninguna, a los hechos duros e impuros que conforman la existencia. Se trata de otra forma de pensar el tiempo, de pasarlo o de matarlo quizá. Pero…

“Efectivamente: nunca se dirá la última palabra sobre este secreto”. Es la palabra final.

Robert Walser

 


1.4.15

BI(T)IBLIOGRAFÍA - "LAS HORAS BELLAS. ESCRITOS SOBRE CINE", ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO, Madrid: Abada Editores, 2015.





Las horas bellas
Escritos sobre cine
Alberto Ruiz de Samaniego
Abada Editores, Madrid, 2015

(1)
VOLVER A MIRAR
Aarón Rodríguez Serrano




Hace cosa de un par de años, fumándonos el pitillo del descanso entre mesas congresuales bajo la lluvia bilbaína, varios de los cómplices de la AEHC andábamos revolucionados por unas declaraciones de Zunzunegui a propósito de la necesidad de dejarse de tanta hibridación, tanta metodología mixta y tanto ir tocando de oídas los distintos palos del análisis textual. Así, los psicoanalistas hablaban de la necesidad de asumir la castración, los semióticos de delimitar las barreras del texto y los postestructuralistas de desvelar las rugosidades culturales. Fumamos mucho allí el cigarrillo metodológico de maestrillos inspirados y nos llevamos mucho la contraria sobre si se puede, se debe o se recomienda ir picoteando de distintos aparatajes metodológicos varios para ir desbrozando la cosa del cine. Huelga decir que no hemos llegado a ninguna conclusión desde entonces.

A todo esto, hubiera estado bien haber tenido Las horas bellas encima de aquella mesa congresual para ir defendiendo, desde lo concreto, que es posible hacer una síntesis (comedida, humilde e inteligente) entre distintos rasgos del decir cinematográfico. No se trata, como podría parecer, de servir ese aguado y deprimente café para todos que escancian los maestrillos pobres de nadie cuando se tiran el farol citando de refilón a Foucault o a Deleuze y rezan en silencio para que nadie note que no se los han leído. Lo peor de las relaciones entre filosofía y cine, qué vamos a hacerle, es que citar a Nietzsche da siempre el empaque de ser un autor leído, pelín transgresor, algo así como un digno portador de ese bigote salvaje y aristocrático que el alemán lucía en los atardeceres de Basilea. Nada de esto tiene que ver con el libro de Alberto Ruiz de Samaniego, que muy a la contra, nos devuelve la fe en un posible diálogo entre filosofía y análisis cinematográfico en el que ambas disciplinas pueden mirarse a los ojos, discutir y encontrarse en la calma, con la calma, hacia lo íntimo de verdaderos problemas. No se trata de realizar fuegos de artificio para pasear una nómina de referentes apresuradamente almacenados, sino antes bien, comprender que cada autor, cada película, cada trazado temático requiere un enfoque filosófico preciso. Y, vale la pena decirlo, un enfoque que no es necesariamente deudor de los lugares comunes de la reflexión estética, sino que puede admitir con mayor o menor frontalidad distintos atravesamientos de la hermenéutica, la fenomenología o, en algunos lugares, la biopolítica.

Las horas bellas, en cierto sentido, podría considerarse como una personalísima Historia del Cine escrita en los márgenes de un diario filosófico. Sin embargo, la apuesta –necesariamente subjetiva- no teme configurarse más allá de lo canónico, de los sentidos tutores y de todo aquello que un expertillo apresurado consideraría “necesario”. No se trata, gracias a Dios, de un libro para estudiar Historia del Cine, sino antes bien, para ver cómo hay distintas historias que se anudan y se retuercen en distintos cines. Tampoco se trata de deslumbrar con el exotismo y la novedad de los objetos de estudio: antes bien, lo que Ruiz de Samaniego propone puede encontrarse con relativa facilidad en la estantería de cualquier cinéfilo más o menos informado.

Así, por ejemplo, resulta llamativa la ausencia casi en bloque de todo lo referente al cine clásico. Si bien encontramos fragmentos destinados puntualmente a ciertos pioneros del Modo de Representación Primitivo o de los orígenes de la animación –hay un texto de Meliès con bruja mefistofélica exquisitamente estimulante-, no volveremos a encontrar aquí el repaso por los Fords, Hawks y McCareys habituales. En su lugar, el autor parece sentirse mucho más cómodo mirando hacia ese paréntesis que se establece entre los latidos de un cierto manierismo (con manifestaciones generalmente tan poco pensadas como las connotaciones plástico-filosóficas de la obra de Saul Bass), y que acaba desembocando en lo más grande de la modernidad europea.

Y es que, seamos claros, no hay que dejarse vencer frente a esa postalita de pensamiento que parece apartarnos de volver a pensar a Fellini, a Bergman o a Tarkovsky. De hecho, uno intuye –y los textos de Ruiz de Samaniego así lo demuestran- que siempre quedan cosas por decir y que es en su obra precisamente donde la posibilidad del encuentro metodológico plural encuentra un mayor sentido. El problema, por supuesto, es hasta dónde puede tirarse de un aparataje, pongamos por caso, estrictamente lacaniano (el autor se vale en varios momentos de la tramoya de pensamiento del francés) consiguiendo que la idea propuesta siga siendo accesible para el público en general y no aplanar, a la contra, el rigor y la complejidad de la herramienta en sí misma.

Y aquí nos sentimos obligados a realizar, por cierto, la única advertencia al lector desprevenido: que no espere una colección de textos fáciles –de esos que se alardean de ser divulgativos y acaban convirtiendo las películas en repugnante pasta wikipedica-, ni tampoco un estilo dado a la contención. Ruiz de Samaniego no teme demostrar una potencia expresiva riquísima que en ocasiones puede dejar exhausto al más pintiparado. Sus textos son un juego de prestidigitación y sinonimia que exige un alto nivel de concentración para poder ir disfrutando de los núcleos principales de su pensamiento. No habrá resúmenes explicativos ni senderos fáciles para seguir al autor. Sin embargo, esto no debe confundirse con pedantería gratuita ni con una erudición de baratillo: detrás de cada construcción barroca hay un cierto atravesamiento y una cierta invitación a la mirada sobre el texto original que merece la pena ser perseguida y tomada muy en serio. Es el libro de un pensador que ama el cine para cinéfilos que aman pensar. Escapar de esos parámetros es torcer la letra y condenar todo el trabajo a un desierto lamentable.

(Adenda: De entre todos los capítulos, uno de ellos en concreto –Pasiones tristes: Notas cinematográficas sobre la enfermedad- que me atrevería a decir claramente que es de los mejores conjuntos de páginas sobre cine que he leído en los últimos años. La referencia a Foucault hace unos párrafos no era baladí: creo que toda la fuerza del libro se encuentra colapsada ahí, en esa reflexión entre ojo, mirada, enfermedad y ascensión hacia la posibilidad de encontrar la psicopatología íntima y la ajena al trasluz de una pantalla. Otros momentos del libro hacen una apasionante defensa de la belleza y se relajan dibujando un cine bien diferente, pero creo que Ruiz de Samaniego encaja a la perfección la altura de su propia escritura y de la problemática que radiografía y, en ese espacio difuso, escribe. Se trata, por lo tanto, de un capítulo preciso y precioso, humano y de gran altura filosófica. Uno de los mejores ejemplos de, como intentaba defender frente a mis colegas de la AEHC bajo la lluvia bilbaína, es posible pensar con varias cartas en la mano si se piensa bien, con humildad, con rigor, pero sobre todo, con cuidado y profesionalidad. Ruiz de Samaniego demuestra que no se trata tanto de hacer tratados de intelectualidad impostada, sino antes bien, de volver a mirar. Desde una posición compleja, rica, posible. Pero, sobre todo, volver a mirar).



Fanny y Alexander, Ingmar Bergman, 1982



(2)
UNA ONTOLOGÍA DE LA IMAGEN
Alberto Sucasas





Con Las horas bellas prosigue Alberto Ruiz de Samaniego una personal indagación sobre la naturaleza de lo imaginario. En esa medida, el nuevo libro es continuación natural de propuestas contenidas en textos anteriores y, muy en particular, en su inmediato predecesor, Ser y no ser, publicado en 2013 y consagrado, como proclamaba el subtítulo, a explorar figuras en el dominio de lo espectral. Bien cabría caracterizar la inquietud de fondo, común a ambas recopilaciones ensayísticas, como el intento de categorizar el ser, ambivalente y escurridizo, de lo icónico; de elaborar, pues, una ontología de la imagen. A sabiendas de que esta en modo alguno puede constituir un capítulo, entre otros varios, de la ontología convencional, cuya meta es elucidar el ser de lo real (eso que habitualmente llamamos mundo). Erraría quien viese en las imágenes un mero sector de existentes intramundanos. No: encarnan una realidad aparte, irreductible al mundo y sus leyes, y, en consecuencia, su tematización no puede desembocar en una nueva ontología regional. Obliga más bien a transitar espacios donde la legalidad ontológica, el orden de lo mundano, ha perdido vigencia; donde se impone otra ley. El paso de la percepción de la montaña a su plasmación paisajística, o del rostro contemplado a la efigie retratística, o del árbol admirado en el jardín a su doble fotográfico, suponen cierto abandono del mundo, de lo real, y el ingreso en una dimensión nueva, como si la presencia de la imagen implicase de suyo el ausentarse del mundo. Imponiendo un mentís a su pretensión de verdad, la imagen inaugura un ámbito presidido por una exigencia, infinita e inagotable, de alteridad. Basta con que, en la noche de la sala de proyección, los ojos acojan el espectáculo proyectado en la pantalla para que, abolido el sistema de lo diurno, se instituya otra escena: «Cuando asistimos a la proyección de una película, nuestro tiempo se convierte en el tiempo de otro(s), y en otro tiempo» (p. 5).

Los ensayos reunidos en Las horas bellas constituyen sendas aportaciones a esa ontología (con igual justicia se podría hablar de meontología, pues aquí, lejos de contradecirse o excluirse, ser y no-ser traman entre sí múltiples complicidades) de lo imaginario. En una vasta travesía cuyo arco temporal se confunde con la propia historia del cinematógrafo: si los dos primeros ensayos abordan momentos fundacionales del séptimo arte (los orígenes de la animación; la producción de Méliès), el volumen se cierra con unas páginas, breves pero de notable intensidad, sobre quien acaso represente hoy, ejemplarmente, la capacidad inherente a la imagen fílmica de reinventarse periódicamente (Béla Tarr, el cineasta húngaro, ofrece en sus creaciones un atisbo o anticipación de lo que bien podría ser el mejor cine futuro). Entre ambos extremos, un siglo de creación audiovisual del que Ruiz de Samaniego, con una mirada a la vez apasionadamente cinéfila y rigurosamente analítica, entresaca algunos momentos mayores. En unos casos, se abre paso una consideración de conjunto que reconstruye la estilística de todo un corpus fílmico (Méliès; Lang; Hitchcock; Saul Bass; Fellini; Svankmajer; Marker). Sin que prime la erudición historiográfica: mediante una prosa magnífica (su belleza sabe celebrar la de las obras que comenta), la escritura de Las horas bellas, presuponiendo en su lector una familiaridad con los filmes analizados, pretende, ante todo, atrapar la singularidad de una mirada, su peculiar trabajo sobre la imagen. En otros casos, Ruiz de Samaniego opta por desentrañar, en minuciosos ejercicios de lectura, la poética de creaciones concretas; surgen, así, estudios monográficos sobre piezas de referencia de Tarkovski (La infancia de Iván y Andrei Rubliev), Kubrick (2001), Bergman (Fanny y Alexander), Duras (Il dialogo di Roma), Sokurov (El arca rusa) o Carax (Holy Motors) o, también, acerca de creaciones relativamente marginales dentro de los corpus respectivos (es el caso del ensayo sobre los Appunti pasolinianos o, con mayor razón aún, del que aborda la creación pictórica del Antonioni de Las montañas encantadas).

Así, en vista panorámica, el volumen, sin por ello pretenderse una historia del cine, sí ofrece al lector un selecto recorrido por la evolución del arte fílmico; contribuye a ello la ordenación cronológica de los capítulos. Para decirlo en términos cinematográficos: Las horas bellas constituiría una obra plural donde una multiplicidad de secuencias conforman, en virtud de su seriación, una pieza unitaria. Pero la arquitectónica subyacente al libro, de la que se hacía eco el párrafo inicial de esta reseña, sugiere una lectura alternativa, de acuerdo con la cual no estaríamos tanto ante el despliegue secuencial de ensayos autónomos cuanto ante un único plano-secuencia discursivo cuyo referente es en mayor medida el ser de la imagen (y todo el repertorio categorial, signado por la negatividad, que aquel arrastra consigo: ausencia, muerte, noche, ruina, laberinto, espectralidad, fantasma, vacío…) que los nombres propios —de creadores o creaciones concretos— invocados para elucidarlo. No se trata de plantear una alternativa, pues el texto es ambas cosas: recopilación de trabajos monográficos sobre cine y reflexión, de amplio vuelo teórico, sobre la ontología (o meontología) de la imagen. Ambas modalidades de lectura son, pues, legítimas. Constituye un gesto de pensamiento y escritura la decisión de no emprender separadamente las dos tareas (por un lado, establecer una teoría de lo imaginario; por otro, ponerla a prueba en el examen de productos fílmicos), sino entrelazarlas en un trabajo ensayístico donde lo universal (esfuerzo teorizador; plano del concepto) y lo singular (creaciones fílmicas), hermanándose, se potencian recíprocamente.

Si nos atenemos a la dimensión categorial que atraviesa, transversalmente, todos los capítulos del libro, se impone reconocer que convoca, a la vez, una reflexión antropológico-fundamental (lo imaginario se cuenta entre las determinaciones fundamentales de lo humano —homo pictor— y su explicación insta a revisitar nuestros más ancestrales orígenes como especie) y un diagnóstico epocal (la proliferación icónica de nuestro tiempo, en la que florece «la esclerosis narcotizada y la ceguera de la hipervisualidad» [p. 315], señala una mutación histórica, de consecuencias todavía incalculables, en la que el creciente, tecnológicamente desbocado, devenir-mundo de la imagen se traduce en verificación histórica del sombrío anuncio nietzscheano: «El desierto aséptico, distanciado e imperturbable de lo virtual/visual no deja de crecer» [p. 316]). Ambos enfoques gravitan sobre las páginas de Las horas bellas.

En lo que a lo primero respecta, se traduce en una meditación sobre el nexo, indisoluble y atávico, entre imagen y muerte. Dando por descontada la evidencia antropológica de que la genealogía de la imagen remite al culto a los muertos, Ruiz de Samaniego sugiere, con sistemática insistencia, que la imagen, en su esplendor icónico, vela o amortaja una figura cadavérica (recordemos que, etimológicamente, imago designa la mascarilla de cera que reproducía los rasgos del difunto) y que, en consecuencia, la presencia de la imagen no es sino anuncio, en el modo del encubrimiento, de la radical ausencia de la muerte. Desvelarla equivale a restaurar su revés o trasfondo siniestro. Y, por tanto, a proclamar la hemorragia icónica de una constante pérdida de mundo: Fiat imago, pereat mundus. Tal sería la verdad transmitida por la intrínseca falsedad de la imagen: la inconsistencia última de un ser, o mundo, condenados a la extinción. Justamente allí donde más prolifera la producción imaginaria (fantástico de Méliès; apoteosis felliniana de lo espectacular; teatralidad de la Praga mágica de Svankmajer) con mayor vigor se abre paso la evidencia de que en su fondo no hay sino muerte y ausencia. Aunque con mayor contención y austeridad, proclaman lo mismo otros cineastas: así, Marguerite Duras (Il dialogo di Roma) cuando cifra la realidad de Roma, la Ciudad eterna, en la ruina que la constituye, o Tarkovski al poblar La infancia de Iván de seudo-presencias fantasmales donde ya no cabe decir si los protagonistas son vivos o muertos. De ahí proviene, asimismo, el trabajo de lo negativo que induce a algunos creadores, como Bass o Antonioni, a erosionar la imagen, a someterla a una operación de borrado o desmantelamiento, de volatilización. En su voluntad de presencia, la imagen audiovisual no es sino transmisión cifrada de la ausencia: «Pues la pantalla es, verdaderamente, como un presagio de mortaja donde todo se cubre y se vuelve opacidad y polvo, si no sombra» (p. 238).

Pero esa tanatología de lo icónico se sobredimensiona en cuanto transitamos de la imagen pre-moderna al frenesí de la iconosfera contemporánea. Entonces la reflexión de Ruiz de Samaniego incorpora un designio epocal crítico para con nuestro presente. Sobre él inciden, esencialmente, dos instancias: por un lado, las consecuencias de un proceso secularizador —nietzscheana muerte de Dios— que desemboca en la catástrofe nihilista; por otro, los efectos devastadores de la producción tecnológica de imágenes, desde los dispositivos fotográfico y cinematográfico hasta Internet y la realidad virtual. En ese escenario, la imagen no solo prolonga una milenaria vocación de muerte y ausencia, sino que transforma su potencial destructivo en sistema de administración audiovisual de cuerpos y conciencias, de vida alienada en lo icónico. Al tiempo que creadores de imágenes, los grandes cineastas —Pasolini o Kubrick son invocados con justicia al respecto— son develadores de la colonización audiovisual, hasta su liquidación, de las existencias. En ese sentido, Lang habrá sido el gran prefigurador de nuestra tragedia: la voz descorporeizada, acusmática, de Mabuse domina soberanamente, en una suerte de teología política perversa, una ciudad espectral; confirma, asimismo, el control panóptico de una mirada que, omnipresente a través de las técnicas reproductivas, consagra «el espionaje, ya no como una actividad marginal sino como fenómeno que sostiene todo el cuerpo social» (p. 68). La imagen es poder; poder soberano sobre la vida y la muerte. Y nada indica que podamos liberarnos de la jaula de hierro (virtual, pero no por ello menos eficaz como instancia carcelaria) cuyo laberinto nos atrapa.

Tal es la lección, desoladora, que este magnífico libro suministra. Por un lado, la inversión, perversa, de la lógica operante en las cosmogonías tradicionales: «De manera que, si en el principio fue el Verbo, en el final bien podemos acreditar que se hallará la Imagen» (p. 337). Por otro, la constatación del nihilismo consumado, fruto, a partes iguales, de barbarie desatada y banalidad mediática: «Desde luego, es difícil salir impune —o esperanzado— de las dos grandes haches del siglo: Hitler y Hollywood» (p. 76).


La infancia de Iván, Andrei Tarkovski, 1962



15.12.14

BI(T)BLIOGRAFÍA - "LOS BEATLES EN EL CINE: 50 AÑOS A TRAVÉS DEL ESPEJO", Ramón Alfonso, Madrid: T&B Editores, 2014.




Los Beatles en el cine:
50 años a través del espejo
Alfonso, Ramón
Madrid: T&B Editores, 2014


HAIL TO THE POP CULTURE!
Aarón Rodríguez Serrano



Si algo nos demostró José Luis Pardo con su excelente ensayo Esto no es música (1) es que la cultura popular ha sabido ser pensada en España con profundidad, seriedad y rigor. Lo mismo se puede aplicar a las crónicas de un Diego A. Manrique o a la capacidad enciclopédica que Pepe Martínez comparte entre propios y extraños por las redes sociales. Tomarse en serio la cultura pop es tomarse en serio la manera en la que la cultura habla, se trenza, configura los sujetos y expone sus riquísimas significaciones. Precisamente en estos tiempos en los que palmeros e iluminados varios con ínfulas de mesías intentan re-politizar la estética en torno a sus apetencias personales –enmascarándose, por supuesto, detrás de la alegre y absolutamente incomprendida metáfora del procomún- es necesario reivindicar estudios serios que den cuenta de los diálogos que se establecen entre los distintos textos de la cultura pop y sus consumidores.

En esta dirección, el ensayo propuesto por Ramón Alfonso es, con mucho, una de las propuestas más sugerentes que se han publicado en nuestro país sobre la filmografía de los Beatles. Con una estructura sorprendente y una prosa rápida y amplia, se puede considerar casi como el inventario definitivo del paso de los cuatro de Liverpool por el universo fílmico publicado en castellano. No hay que confundirse: lo que esconde un tono leve y divulgador es una precisa catalogación de títulos tras los que uno intuye horas y horas de labor investigadora y visionados.

Los que, peor o mejor, hemos intentado analizar el cine de los Beatles con cierta seriedad nos hemos dado cuenta de que el verdadero poder estético de su obra está muy por encima del producto de consumo rápido y de la celebración palomitera o nostálgica de un mundo pop.  Antes bien, entender la forma fílmica de las películas relacionadas con los Fab Four no sólo es un reto todavía no agotado –pueden dar prueba de mi fracaso personal las pocas páginas que le dediqué en Apocalipsis pop!, no tanto por pereza como por asumir de entrada que ese reto pertenecía a otro hipotético libro-, sino que nos permite paladear y tomar el pulso a las modificaciones más profundas de la imagen en ese paréntesis utópico comprendido entre las primeras apariciones televisivas de los Beatles y el apoteósico cierre final en la azotea de Let it be (Michael Lindsay-Hogg, 1970).

Lo mejor del libro de Alfonso es, contra todo pronóstico, que la trayectoria del cine de los Beatles –la etapa Lester, el Magical Mistery Tour, su despedida crepuscular- apenas ocupa las primeras páginas del libro. Su búsqueda se escinde dedicando cuatro capítulos individuales a cada uno de los miembros del grupo, analizando con precisión los méritos, los claroscuros y los temblores de cada una de sus consecuentes filmografías. Se genera así un crisol minuciosamente construido que nos lleva, por así decirlo, al cine después de los Beatles, pieza clave para entender las significaciones y los pulsos artísticos de cada componente. Si la disolución del conjunto generó cuatro islotes musicales opuestos, contradictorios, todavía queda por escribir la manera en la que dicha topografía despertó cuatro vectores, cuatro miradas sobre lo pop de las que, con mayor o menor fortuna, se sigue nutriendo nuestro imaginario musical. Alfonso conoce perfectamente esta contradicción y la utiliza como el mejor argumento de su libro, explorando allí donde se impone el lenguaje del fan por encima del académico, el del coleccionista de esquirlas por encima del bibliotecario. Capítulos de los Simpsons, dvd´s descatalogados, piezas de arte y ensayo, extrañas comedias románticas prácticamente olvidadas, conciertos honoríficos y grabaciones inéditas… Todo compone, todo significa, todo es a la vez testigo de una escritura y de una época. Todo entraña una cierta nostalgia, pero a la vez, todo es una celebración de nuestras pequeñas conquistas y de nuestra autobiografía.

Cuando David Buckley escribió su fabuloso libro sobre David Bowie (2), señaló por algún lugar que ciertas figuras estaban tan estudiadas desde la historiografía pop que lo único que quedaba por decir ya estaba en las manos de los fans. Creo que el libro de Alfonso apunta libremente en esta dirección y, en un gesto valiente, no esconde las costuras de su fascinación ni su deuda intelectual -¿quién no la tiene?- contraída con los elepés del cuarteto. El buen fan no sólo es un archivero enamorado –quizá un “completista”, como decimos en el argot los fanáticos del vinilo-, sino que además siempre es capaz de entenderse y entender el mundo al trasluz de su objeto de fascinación. Alfonso quizá no enarbola una metodología de análisis textual precisa y sesuda, pero sin su trabajo no se podría tener un mapa tan definido que nos permita a los demás seguir sus pasos. Que se alejen los que esperen un aparataje intelectual de altos vuelos y recurran mejor a los textos de la colección Popular Culture and Philosophy de Carus Publishing: Alfonso prefiere el tono de voz casi íntimo, el guiño, la enumeración, el placer del encuentro con el objeto disparatado, inesperado, fascinante.

Queda, por supuesto, realizar siguiendo sus pasos el análisis formal de toda esa tonelada de materiales, buscar sus aristas, dejarse seducir por los estilos y las heridas que emergen. A la espera de que reunamos el tiempo, el equipo y las energías para encarar semejante trabajo, siempre podemos fantasear con sus resultados volviéndole a pegar una escucha al, pongamos por caso, Revolver. En cierto sentido, ahí ya estaba todo escrito: ahora necesitamos aprender a leerlo de nuevo.

1. PARDO, Jose Luis, Esto no es música: Introducción a la cultura del malestar de masas, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2007.
2. BUCKLEY, David, David Bowie: Una extraña fascinación, Barcelona, Ediciones B, 2001.


Let it be, Michael Lindsay-Hogg, 1970