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8.3.22

II. "FRITZ LANG Y EL EXPRESIONISMO", Marcos Jiménez González, Valencia: Shangrila 2022



PRÓLOGO

JOSÉ LUIS MOLINUEVO

Fritz Lang


Con frecuencia una categoría es la suma de malentendidos asociados a un nombre. Este libro nos introduce en algunos explorando de manera paradójica muchas de sus posibilidades. Raro es el creador que se reconoce en una etiqueta que le ubica para sus contemporáneos y le momifica para los siguientes. Siente que le roba lo que más aprecia, la relación inmediata con su público, envolviéndolo en una madeja de conceptos emocionales vacíos, pero le garantiza el paso a la posteridad. Es el óbolo textual de Caronte. Revisarla es, en cierto modo, revivirlo. Es lo que hace este libro. 

Su título es escueto, pero no simple ya que apunta a una realidad compleja: la vinculación de alguien catalogado como genio y un tópico que siempre le ha acompañado y del que reniega parcialmente, el expresionismo. El autor, como muestra de respeto no muy frecuente, ha procedido a contrastar las opiniones del Lang con el análisis icónico de la obra antes de sumergirse en la ingente literatura producida en torno a ella. Quizá esto no se perciba en la obligada presentación lineal del libro y es necesario subrayarlo pues constituye uno de sus múltiples aciertos. Raramente la exposición, que parte de resultados, reproduce la investigación que va siguiendo ilusionada hipótesis nacidas de la percepción de las imágenes. Desarrollarla implica un doble esfuerzo argumentativo: textual e icónico. Merece la pena detenerse en ello.

La argumentación textual descansa en el conocimiento de la literatura especializada y de la cita oportuna. Ambas cosas se encuentran de entrada en un grado no habitual incluso para los estándares académicos. Pero, a diferencia de estos, el autor no se limita a reproducir y acumular, sino que tiene criterio, dialoga y toma postura ante los temas controvertidos de una forma tan clara como matizada. Eso explica la diáfana estructura del libro, la llamada de atención al lector sobre sus diferentes partes y el camino recorrido y por hacer junto con la precisión en las afirmaciones, a veces en apariencia demasiado taxativas, inhabituales en este tipo de textos, pero en modo alguno gratuitas. Vienen sustentadas en lo que ha sido el substrato de la investigación previa, no solo en el contraste con la literatura especializada, sino de modo particular por el análisis minucioso de las imágenes y de los recursos estilísticos empleados. Junto al diálogo sostenido con otros intérpretes cabe destacar, sobre todo, la argumentación icónica bajo la forma de mostrar, describir, aquello de lo que está hablando mediante las “correspondencias” explícitas de las imágenes. Afinidades y diferencias de estilos y etapas quedan así iluminados en el claroscuro. No estamos ante el típico libro que habla de imágenes sin que estas aparezcan en él, deban ser imaginadas por el lector, o sirvan de mera ilustración a los conceptos ya preconcebidos. Insiste el autor en que el suyo es un análisis estético, que parte de la obra, no de la teoría y logra transmitir al lector el placer inteligente de su percepción. 

La estética de una época es su tiempo en imágenes. La insistencia de Marcos Jiménez en la atención debida al contexto ya sea social o artístico, no es baladí. Bastan dos de las imágenes que introduce de Moloch, sus correspondencias en Metrópolis y Kubin, para darse cuenta de ello. A una Europa convulsa de comienzo del siglo XIX por las guerras napoleónicas le corresponde otro en el siglo XX con la Primera Guerra Mundial. Ambos casos suponen la crisis y final del idealismo, pero no del romanticismo en sus múltiples versiones, incluso bajo el nombre de modernidad estética y vanguardias. El autor pone el acento con razón en ello. Los primeros manifiestos del cine que celebran el que “ha llegado el tiempo de la imagen” (para el que se sentían tan poco preparados entonces como ahora) creen ver en el cine el único arte capaz de expresar directamente su época, sin mediaciones, sin traducciones, un nuevo “esperanto” dirá Fritz Lang, en la crisis del final de las artes, la literatura y la filosofía. En su reverdecer francés no podrá por menos de considerarse un “dinosaurio” de ese proyecto mirando melancólicamente las cabezas tintadas de los dioses en El desprecio. El paso del cine como arte a la industria más o menos cultural fue devastador para esa generación. 

Como bien explica el autor, Lang vivió en lo que se ha dado en llamar el “tiempo de los dioses”, no necesariamente el mismo para todos y los mismos dioses. La caracterización de su cine como la lucha del individuo contra el destino y las circunstancias, interpretado en clave griega, se beneficia de ello. A la crisis del romanticismo clásico cuando el individuo se siente abandonado por el infinito, dios o la naturaleza se une en el romanticismo oscuro el rechazo de la sociedad. Los nuevos héroes trágicos no conservan la grandeza equívoca de los antiguos, pero los enriquecen con su ambigüedad llena de claroscuros no ejemplares. Es el fruto del mestizaje de las dos líneas estéticas de luz y oscuridad cuya dialéctica ha enhebrado Marcos Jiménez como aportación original más allá del tratamiento estrictamente cinematográfico o biográfico. Y es así como la palabra Destino con mayúscula se concreta en la palabra circunstancias, en apariencia minúsculas, pero tan paralizantes como los hilos de Gulliver, ya sea el vecino maledicente, el trabajo alienante o la injusticia que desata la venganza. El autor ha utilizado muy bien esa oscilación entre el destino y las circunstancias para trazar un puente entre las dos etapas, la alemana y la americana. 

Conviven, pues, en Lang tanto la clave mitológica, el retorno de los dioses a través del “poder de las imágenes”, como la crítica social con bases documentales. Lang se remite a las gestas de un equívoco y moderno Prometeo, pero también recurre a la crónica de sucesos amarillista para nutrir los imaginarios de sus películas. Ello ha propiciado una obra compleja tildada a veces como contradictoria, sin sacar todo el jugo a la palabra y condicionando su recepción: unos simplifican destacando la vecindad con lo totalitario y otros no ven la crítica social si no es a través de la denuncia explícita, verbal, a ser posible. El autor da un paso más allá de la contradicción evidente y utiliza en su análisis estético la categoría del fin de las categorías, la de lo interesante, ambigua y llena de posibilidades de conocimiento. Se entiende así mejor esa atracción poco “ejemplar” en el arte por la fuerza estética de lo negativo, trágico, por el mal, en definitiva, a la vez que la rebelión contra esa condición humana atrapada por un inexorable destino antiguo llamado ahora imprevisible circunstancia. 

Fritz Lang, acaso pensando en el Fausto de Goethe, dijo que cuando alguien teoriza sobre algo es que ya está muerto, pero no se ha resistido a tejer su propia leyenda prometeica para la posteridad, perfilándose con monóculo vintage y coqueto parche negro de pirata, recreándose en sucesivas variantes sobre los motivos de su exilio, ejerciendo de genio tirano en los rodajes y posando de humilde trabajador del medio en las entrevistas, dejando un puñado de filmes irrepetibles que han pasado a la historia del cine y se siguen viendo con asombro aún entre los jóvenes. Marcos Jiménez, autor de este libro singular y lleno de matices, le ha hecho beber en él, como Ulises en la Odisea, la “negra sangre” de la teoría y lo ha revivido estéticamente para nosotros en toda su complejidad.

21.4.15

XI. "PIER PAOLO PASOLINI. UNA DESESPERADA VITALIDAD", Revista Shangrila nº 23-24, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




LA FUERZA POÉTICA
DE LA CONTRADICCIÓN
José Luis Molinuevo





Accattone, 1961 / El cadaver de Pasolini, 1975





Todo comienza y acaba en una imagen. En el momento en que se le escapa la vida a Accattone, ese Franco Citti de andar bamboleante, cabeza baja y mirada atravesada, Pasolini le hace decir: “Aaaah... Mo sto bene!”. Imagen final que aparentemente se funde con otra de 1975 en que su creador ve cumplidas las palabras del personaje: “O me mata el mundo o lo mato yo a él”. El mundo los ha matado pero el resultado son imágenes asimétricas: una es poética, la otra es prosaica, un rostro transfigurado, un cara desfigurada. Las palabras que acompañan a la primera son contradictorias: cuando se le escapa la vida por la herida en la cabeza verbaliza un pensamiento de plenitud mientras que, lejos de la desesperación, el rostro refleja una serena felicidad de quien por fin, él, todo, está bien. Y, sin embargo, más que satisfacción se percibe en Accattone el alivio contextual de que, por fin, todo, el sinsentido errante de su vida, ha acabado. La imagen del cadáver de Pasolini trasmite su evidencia última de que todo solo puede ir a peor. Es una de las víctimas intolerables de la intolerancia profunda del nuevo fascismo que alumbra la segunda mitad del siglo XX y plenamente operativo en el XXI: el fascismo de la tolerancia. Con el gesto anónimo e instintivo de los talibanes en todas las épocas han destrozado su cara, para que no mire, para que no diga más, después de haberle dejado decir (casi) todo lo que quería, naturalmente.

Al espectador de la intensa y brutal Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975), al lector de los Escritos corsarios (Scritti corsari, 1975) y Cartas luteranas (Lettere luterane, 1976), le invade la sensación de que no hay salida, de que se ha llegado al final de un proceso. Pero esto no quiere decir, en su caso, agotamiento, sino plenitud creativa, que todas las energías vitales están siendo tensadas hacia lo que ha sido el punto de fuga existencial: esperar sin esperanza. Él emplea dos palabras para definir el proceso, ese “avanzar a través de oposiciones”: “contradicción” y “oxímoron”. Es la metodología del (auto) excluido que toma de sus arquetipos míticos, en especial de Edipo. Su actitud de rechazo como temple existencial va más allá de las opciones concretas respecto a las que se está constantemente pronunciando. Se inscribe, más bien, en ese hecho (no sé si biológico antes que cultural) que refleja Saramago en Historia del cerco de Lisboa (1989): la gran división entre las personas es entre los que dicen sí y los que dicen no. O en sus propias palabras: “el rechazo ha sido siempre un gesto esencial. Los pocos que han hecho la historia son aquellos que han dicho no”. ¿Se puede hacer una historia que no sea la de los vencedores o vencidos, sino de la contradicción y el oxímoron? En otras palabras ¿Cómo es posible una historia entendida como ejercicio de la libertad pero en la que las cartas están ya marcadas? ¿Cómo seguir siendo marxista en la conciencia de que se forma parte de las condiciones a eliminar? ¿Cómo ser “auténtico” sabiendo que se vive de aquello que se critica y de aquellos a quienes se critica? Todo ello configura el drama del intelectual burgués de todos los tiempos ya que es precisamente la burguesía, a la que dice odiar, y no el pueblo, al que se imagina amar, quien le da de vivir, siendo la única con poder adquisitivo y nivel cultural para comprar su obra. Es difícil responder a este dilema desde la historia sin caer en una parálisis, y de ahí su recurso frecuente a la protohistoria, al mito (...)




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13.11.14

VII. "LAS DISTANCIAS DEL CINE (INTERSECCIONES)", REVISTA SHANGRILA Nº 22, SANTANDER: SHANGRILA TEXTOS APARTE, 2014





REALIDAD SIN FICCIÓN.
EL HOMBRE SIN NOMBRE
José Luis Molinuevo

El hombre sin nombre, Wang Bing, 2006




La necesaria deshumanización del cine

Cuando en los años ‘80 del siglo pasado se diagnosticó la muerte del cine (sentimental), la huida hacia adelante fue la puesta en marcha de otro cine (intelectual). También en la crítica y los libros sobre cine. El proceso era mucho más complejo y afectaba el conjunto de la cultura. Pero de modo inmediato la deshumanización se entendía aquí como el fin del cine de autor y, al menos, de un tipo de espectador. No se vislumbraba que también se estaba procediendo a una metamorfosis de lo que se entendía como “obra”. Puestos a buscar culpables, críticos, directores y espectadores señalaban a los nuevos medios, la televisión, el consumo, lo digital en el horizonte:
in celluloid we trust, hacía profesión de fe un Herzog que luego se serviría de todo ello desde el reverso del dólar. En realidad, todo este proceso formaba parte de algo más amplio que llega hasta ahora y consiste en el paso del director-artista al director-trabajador y del espectador al coautor-trabajador. Esto último es el marco de la propuesta de este ensayo.

Hasta entonces los directores reclamaban la relación directa y emocional con sus espectadores sin advertir, al parecer, que su consagración dependía de la crítica. Los nuevos medios deshumanizaron (afortunadamente) el cine al permitir otros experimentos no basados exclusivamente en la proyección sentimental, ni tampoco en la antinomia, tan querida para los directores y tan falsa, entre concepto y sentimiento. Ha habido varios factores, pero especialmente uno, que han propiciado el cambio en el que las nuevas tecnologías se han convertido de instrumentos de fantasías de deshumanización (transhumanismo, poshumanismo) en un elemento decisivo de humanización en el cine.
La consolidación de lo digital a comienzos del S. XXI como una herramienta corriente, una tecnología invisible, ha permitido en el cine unas nuevas humanidades icónicas, un nuevo realismo, tan lejos de lo virtual como del neorrealismo. De ello se ha beneficiado especialmente ese género que emerge poderosamente desde la crisis de un determinado tipo de cine: el documental. No es una alternativa, sino una nueva posibilidad. Una de sus características es precisamente la síntesis y se mueve mal en antagonismos dualistas como los de concepto o emoción, realidad o ficción. Por ello, encontramos en su análisis una complejidad desconocida en el cine, pues es un crisol de viejas teorías y el intento de dar respuesta a esas nuevas prácticas.

El desajuste entre las nuevas prácticas y las teorías se pone de manifiesto cuando se leen (...)