Botonera

--------------------------------------------------------------
Mostrando entradas con la etiqueta José Luis Castro de Paz. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta José Luis Castro de Paz. Mostrar todas las entradas

28.11.23

II. "ALFRED HITCHCOCK EN LA TELEVISIÓN (1955-1965): EL SURGIMIENTO DEL TELEFILME", José Luis Castro de Paz, Valencia: Shangrila, 2023.

 

Prólogo

COINCIDENCIAS FATALES

Santos Zunzunegui


Alfred Hitchcock


No puedo iniciar este texto sin recordar que para las personas de mi generación el nacimiento de la cinefilia era algo que, casi siempre, llegaba mediante una serie de encuentros imprevistos. En mi caso concreto las primeras fechas que puedo traer a colación se sitúan, ambas, en la primavera de 1960 cuando un imberbe adolescente de provincias se topa con las primeras películas en las que es capaz de discernir, sin siquiera intuir los motivos, que en esas imágenes y sonidos hay algo que le concierne de manera profunda. Me acababa de dar de bruces, casi al unísono, de un lado con Misión de audaces (The Horse Soldiers, John Ford, 1959); de otro, con Falso culpable (The Wrong Man, Alfred Hitchcock, 1956). No lo sabía pero algo comenzó en ese momento.

Por eso no es extraño que tampoco haya podido olvidar que, justo un año después, ya embarcado en la caza y captura de películas de toda laya (no conocía todavía el anglicismo “film”) en la que pudiera satisfacer mi curiosidad por lo que cada vez más me resultaba obvio constituía un territorio que debía explorar a fondo, tuve que bregar con una de esas decepciones difíciles de sufrir para alguien tan impaciente como yo.

La propaganda que había precedido el estreno en mi ciudad de la película había sido poco convencional. Páginas enteras de aquellos cotidianos del franquismo que te manchaban tanto las manos como el alma, se dedicaban a publicitarla. Los anuncios buscaban la implicación del espectador potencial antes y después de que pasara por la sala oscura, mediante una combinación de “mano dura”, primero, y búsqueda de complicidad, después. Una advertencia imperativa: nadie podrá entrar en la sala una vez que la proyección haya comenzado. Algo insólito para el espectador acostumbrado en aquellos días a lo que se llamaba “sesión continua” por permitir el acceso a la sala en cualquier momento de la misma. La búsqueda de complicidad se ubicaba sobre un territorio que habría satisfecho a los actuales defensores de eso que se conoce entre los bulímicos consumidores de series televisivas como spoiler (cuando lo podemos llamar “destripe”, de forma más jugosa y menos hortera). Básicamente se rogaba a los espectadores que, por favor, no revelaran el final a sus amigos que aún no habían pasado por taquilla. Como decía, mirando fijamente al espectador desde los afiches con sus pícaros ojos, el director de la película: “No tenemos otro”. Ambas estrategias combinadas servían para conceder a la película una dimensión singular, convirtiéndola en un objeto cinematográfico no identificado. No hace falta que les diga que estoy hablando nada más y nada menos que de una de las películas más importantes de su autor, un orondo y simpático aunque inquietante inglés afincado para entonces hacía ya más de dos décadas en Hollywood, llamado Alfred Hitchcock: Psicosis (Psycho, 1960). 

Todo lo anterior viene a justificar que otro de los momentos fundadores de mi cinefilia tiene una severa componente negativa. Me veo a mí mismo en el vestíbulo de mi casa esperando con impaciencia el retorno del cine de mis padres que, con puntualidad religiosa para evitar ser rechazados en la entrada, habían salido de casa con tiempo más que suficiente. Cuando llegaron de vuelta cumplieron escrupulosamente con la segunda condición, no sin antes indicarme que la película era muy impactante y sorprendente y añadieron de su cosecha que estaba bien que se vetase el acceso a las salas en las que se proyectaba a jóvenes como yo (de hecho, estaba rigurosamente prohibida para menores de 18 años) dado lo morboso del tema.

Tardé años en ver Psicosis por vez primera. Desde entonces la he visto innumerables veces siempre con la conciencia de ver una obra maestra y sin dejar de ser para mí una película que, además de cambiar en de forma radical las reglas de juego del cine de terror, acababa situándose más cerca de la vanguardia que de las adocenadas formas narrativas que cultivaba el cine americano de aquellos días. No en vano, forma parte de las cuatro películas que pueden hacer de ese annus mirabilis de 1959-1960 uno de los más significativos en la evolución de la estética cinematográfica: L’avventura (Michelangelo Antonioni), Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard), Shadows (John Cassavetes) y, por supuesto, Psicosis.

*

Todo lo anterior viene a cuento porque en el libro que tienes entre manos y en el que con mi intromisión de prologuista estoy retrasando tu entrada, querido lector, muchos de sus caminos conducen a Psicosis. Lo que no sería poco si no fuera porque el tránsito global por sus capítulos puede calificarse con una sola palabra: apasionante. En la medida en se ocupa en profundidad, cubriendo todos los niveles de su geología creativa y moviéndose con soltura poco habitual entre una mirada global y una mirada próxima. Miradas que, al combinarse, hacen buena la idea de que toda obra artística solo puede explicarse en un contexto “pertinente” del que se nutre y le otorga su sentido. 

Vayamos por tanto al tema. ¿Un libro más sobre Alfred Hitchcock? Para responder a esta pregunta me permitiré señalar que en estos días puede afirmarse, sin despertar ya escepticismo alguno entre los guardianes de la (inexistente, por otra parte) ortodoxia cinematográfica, que la batalla en defensa del genio cinematográfico del cineasta está definitivamente ganada hace ya tiempo. Sobre todo después de esa magna exposición que se celebró sucesivamente en Montréal y en París en el año 2001 titulada Hitchcock y el arte: Coincidencias fatales, comisariada por Dominique Païni y Guy Gogeval. Exposición que iba varios pasos más allá del acotado territorio cinematográfico en el que se mueve la casposa cinefilia de andar por casa para colocar el foco en el papel central que la obra de Hitchcock tenía en el marco del arte moderno y contemporáneo, en donde nuestro hombre dialogaba sin desdoro no solo con nombres como René Magritte, Salvador Dalí, Giorgio de Chirico o Edward Hopper (hasta aquí nada inesperado para un ojo medianamente familiarizado con su trabajo), sino con otros menos previsibles como George Rouault, Odilon Redon, Dante Gabriel Rosetti, Robert Delaunay, Ernst Braque, Maurice Vlaminck o tantos otros. 

Terminaba así la batalla iniciada a partir de la primera mitad de la década de los años cincuenta del siglo pasado por los “jóvenes turcos” de Cahiers du cinéma, bajo la mirada mitad apreciativa, mitad escéptica de André Bazin para imponer la evidencia del genio, como le gustaba decir a Jacques Rivette, de un cineasta único. Batalla librada que conoció victorias importantes en la década siguiente con motivo de la publicación de tres textos fundamentales: el libro (1965) dedicado al cineasta firmado por Robin Wood y la inclusión de Hitchcock en el “panteón” de grandes cineastas americanos conformado por Andrew Sarris (1968), por supuesto. Pero, sobre todo, gracias a la aparición en 1966 de ese volumen decisivo que contiene el largo diálogo a calzón quitado que el Maestro mantuvo con François Truffaut acerca de los secretos de su arte, titulado de forma tan simple como justa El cine según Hitchcock. No estamos lejos de un auténtico evangelio cinematográfico que, afortunadamente, no propone al lector verdades que compartir sino métodos que admirar y tomas de postura ética y estética que comprender.

*

En este “evangelio” recogido por Truffaut, los trabajos televisivos de Hitchcock casi brillan por su ausencia más allá de alusiones poco desarrolladas. No se me ocurre otra razón que pensar que, quizás, Truffaut no los conocía suficientemente a fondo para poder entrar a debatirlos. En cualquier caso el libro que ahora tiene el lector en sus manos se ocupa de cubrir todas las dimensiones y facetas de la incursión televisiva de Hitchcock que, como es bien sabido, se concentra de forma fundamental en una década: de 1955 a 1965 y se despliega básicamente en dos programas el primero, Alfred Hitchcock Presents (siete temporadas; 1955-1962), y el segundo The Alfred Hitchcock Hour (tres temporadas; 1962-1966). Destaquemos que una veintena de telefilmes fueron dirigidos personalmente por el maestro (a un ritmo de 3 por año entre 1955 y 1959; 2 en 1960 y 1961 y 1 en 1962).

Si nos fijamos, por un momento, en los años en que se concentra la incursión televisiva de Hitchcock, veremos que coincide de lleno con la época en que su aportación a la gran pantalla alcanza las mayores cotas de audacia artística. Entre 1956 y 1964, el cineasta británico rodará Falso culpable (1956), De entre los muertos (Vertigo, 1958), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), Psicosis (1960), Los pájaros (The Birds, 1963) y Marnie, la ladrona (Marnie, 1964). Si traigo esto a colación es para señalar que la “dedicación televisiva” del artista, que siempre se mostró irónico con respecto a las posibles virtudes artísticas de los telefilmes (aunque nunca perdiera de vista lo que contribuían a popularizar su nombre), no afectó en nada a su creatividad cinematográfica propiamente dicha. Las razones de que esto fuera así están analizadas de forma excelente en el capítulo que Castro de Paz dedica a la creación de Shamley Productions, su organización empresarial y, de manera especial, sus métodos de trabajo. Desatado este nudo es difícil aceptar la manera de ver las cosas que Joyce W. Gun, colaboradora de los Cahiers en Nueva York proponía a los lectores franceses en 1956, cuando al hablar de sus programas televisivos sostenía que “no se puede considerar que se trate exactamente de obras de Hitchcock: se limitan a generalizar una concepción superficial del autor, limitada al touch”.

Tanto más cuanto que una mirada atenta a los episodios dirigidos personalmente por Hitchcock —y aquí brilla la sagacidad de Castro de Paz para pegarse a la materialidad de los telefilmes yendo de lo general abstracto a lo concreto material para sacar a la luz las opciones estilísticas del artista— permite que ver que en multitud de facetas la actitud del cineasta con relación a sus trabajos se parecía más —su estatuto en Hollywood se lo podía permitir— a la de un productor tipo Selznick que a la de un mero funcionario de un estudio limitado a cubrir meras tareas de puesta en escena. No por azar los dos cineastas elegidos por Cahiers como punta de lanza de su reivindicación del cine americano —el otro por supuesto es Howard Hawks— gozaban de una consideración similar ante los mandamases del mundo de los estudios. Lo importante es entender que, en un contexto distinto al de las grandes producciones cinematográficas, Hitchcock sabía rodearse de un equipo que le permitía moverse con soltura en las aguas pantanosas de los presupuestos estrictos y los rodajes rápidos. 

Desde el punto de vista crítico la aproximación de Castro de Paz a la obra televisiva de Hitchcock devuelve toda su enjundia a la gestión de un conjunto de piezas de un rompecabezas en las que tan importante (o mucho más) que la tarea de puesta en escena propiamente dicha reside en tareas de concepción, control y gestión y, por supuesto, contacto directo con el público. Lo que nos pone delante, pero esta es otra historia, de una posible necesidad de revisar la misma noción de “autoría” para verla desde un ángulo más abierto que el que suele ofrecer el de la tan traída y llevada “puesta en escena”. En un momento del libro se resume de forma adecuada y sintética dónde residía una de las virtudes primordiales del artista, lo que ahí se denomina “la forma singular del arte hitchcockiano”: “una tensión en el interior del plano, que atrapa la mirada en tanto hecho visual, creadora de su propio verosímil, anterior al significado consciente, densificando textualmente el telefilme [me permito añadir, y cualquiera de sus filmes], más allá de la irónica, macabra y/o espectacular originalidad de tal o cual anécdota narrativa”.

El genio multifacético de Hitchcock, y aquí entro en la consideración de uno de los hallazgos esenciales del libro, puede sintetizarse, en el caso que nos ocupa, en su capacidad para hacernos comprender cómo el cineasta no se limita a ofrecer al público un ejercicio de “miniaturización” y “naturalización” de sus principales virtudes cinematográficas (que también) sino que lo combina con la utilización de esos telefilmes como banco de pruebas de algunos de sus más arriesgados estilemas. Aludiré rápidamente apenas a unos pocos casos para evitar redundar en cosas que Castro de Paz explica in extenso y con más solvencia que la mía: los casos de obras como Venganza (Revenge, 1955) que no solo le sirvió para presentar a su nueva estrella Vera Miles sino para poner a prueba una forma puramente cinematográfica de hacer visible el tema principal de la historieta que relata; o el hallazgo visual que reaparecerá en Los pájaros años después, experimentado primero en A las cuatro en punto (1957). Por supuesto, y retorno al comienzo de este prólogo, es preciso aludir al conjunto de motivos que hace que todos los caminos conduzcan a Psicosis (1960), en la medida en que el cineasta “ante la negativa acogida al atípico y oscuro proyecto por parte de los directivos de Paramount, (…) propuso financiarlo el mismo por medio de Shamley Productions, realizando el filme en blanco y negro y con la rapidez, el equipo técnico y los modestos medios de Alfred Hitchcock Presents” (Castro de Paz en su capítulo significativamente denominado “Grafismo, forma económica, adecuación y utilidad del estilo” desarrolla este tema trascendental). 

Solo me queda añadir que la noción de “forma económica” que se supone tiene que acompañar a cualquier ejercicio narrativo televisivo tiene siempre dos significados complementarios si queremos referirla a un artista como Hitchcock que nunca da puntada sin hilo: uno que no hace falta explicar tiene que ver con aquello que le convierte en uno de los artistas cinematográficos a los que el éxito económico siempre le vino de cara y que esta aventura televisiva confirmó una vez más; otra, patente en un filme como Psicosis que enhebra, primero, todo un conjunto de elementos “ensayados” en otros lugares, los despliega luego como en un abanico a medida que avanza su relato y se confirman con un imprevisto twist cuando el filme se clausura. 

A Hitchcock le gustaba decir que él ponía en escena al espectador (y a los críticos, podríamos añadir). Hacer esto mediante un pequeño filme que nace de multitud de cosas “aprendidas” mientras se movía en el terreno minado de la emergente televisión; que, se presenta travestido de filme de terror (que, además, modifica los códigos vigentes en aquel momento) cuando es, eso sí de manera encubierta, un filme de vanguardia, da idea de lo que el talento de Hitchcock era capaz. Además de corroborar que para nuestro autor su trabajo como hombre de imagen consistía en tender puentes entre los distintos avatares tecnológicos, sociales y estéticos que las imágenes iban adoptando en su desarrollo.  

Si ahora contemplamos con una mirada globalizadora los logros conjuntos —cinematográficos, televisivos— de su carrera entre los años 1955 a 1966, no nos costará nada hacer nuestro el juicio con el que los Cahiers hacían balance de su relación con el cine americano en enero de 1964 antes de emprender un viaje en una nueva dirección. Juicio sobre Alfred Hitchcock que no me resisto a utilizar como colofón (la escueta nota venía firmada por André S. Labarthe) de este ya demasiado largo prólogo:

La figura central del cine americano y de nuestras mayores certidumbres críticas. Hitch es un maestro; incluso sus detractores lo reconocen. La prueba de su grandeza podría buscarse en la multitud de las interpretaciones que florecen alrededor de cada una de sus películas. Nosotros no tenemos necesidad de esto. Nos basta seguir su carrera filme tras filme y constatar, una vez más, que Hitchcock es el único que sabe cada vez: 1º sorprendernos; 2º ofrecernos un manojo de llaves; 3º retirarnos esas llaves una a una, para dejarnos delante de esta evidencia: una puerta siempre batiente en el umbral mismo del misterio. 




27.11.23

NOVEDAD: I. "ALFRED HITCHCOCK EN LA TELEVISIÓN (1955-1965): EL SURGIMIENTO DEL TELEFILME", José Luis Castro de Paz, Valencia: Shangrila, 2023.

 


398 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127366-7-0


Las series televisivas producidas, presentadas y (muy parcialmente) realizadas por el director británico entre 1955 y 1965 (Alfred Hitchcock Presents y The Alfred Hitchcock Hour) constituyen un destacado campo de análisis para adentrarse en el tortuoso periodo histórico en que se produce el imparable surgimiento del telefilme en los EE. UU. Nacido de una dificultosa simbiosis de elementos, el nuevo relato televisivo parte sin duda de una estandarizada simplificación de los dispositivos de puesta en escena del cine clásico de Hollywood, que habrán de convivir con decisivas influencias del medio radiofónico, convocando además un amplio y complejo volumen intertextual. Determinado por su prioritaria finalidad publicitaria, constreñido en su estricta duración, el telefilme acabará volviendo imposible la continuidad histórica del modelo fílmico a partir del cual se había formado. 

En dicha situación de encrucijada, las series de Alfred Hitchcock constituyen un ejemplo de interés excepcional. De hecho, mientras tal proceso de esquematización del modelo clásico se producía desde las parrillas de programación de las grandes cadenas televisivas norteamericanas, sufría a su vez otras radicales presiones, encarnadas textualmente en la progresiva complejización de unas escrituras manieristas en cuyas experimentaciones Hitchcock ocupaba igualmente un singular protagonismo. Se trata, pues, de profundizar en la paradójica posición de un cineasta que forzando el cine clásico, tirando de él —decididamente y con todo su peso— desde ambos lados de la soga, se constituye en pieza clave para comprender históricamente tanto el asentamiento de las fórmulas televisivas como la desintegración del modelo clásico de representación.

Prologada por Santos Zunzunegui, esta nueva edición corregida, actualizada —tras revisión de la práctica totalidad de la bibliografía y las tesis doctorales publicadas sobre el tema desde 1999, lo que ha permitido añadir algunos datos y ampliar ciertas discusiones— y (definitivamente) ilustrada, muestra la plena vigencia de la investigación original y cambia ligeramente su título para situar el nombre de Alfred Hitchcock en el lugar protagónico que en justicia le corresponde.



 

JOSÉ LUIS CASTRO DE PAZ

(A Coruña, 1964). Licenciado en Historia del Arte, doctor en Historia del Cine y catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Santiago de Compostela. Director del Centro de Estudios Fílmicos de la USC (CEFILMUS). Presidente de la Fundación Wenceslao Fernández Flórez.

Ha participado en obras colectivas y coordinado volúmenes sobre diversos aspectos y figuras de la historia del cine español, entre ellos, con Julio Pérez Perucha y Santos Zunzunegui, La nueva memoria. Historia(s) del cine español (1939-2000) (Vía Láctea, 2005). Autor de una cincuentena de artículos en revistas especializadas, entre sus numerosos libros destacan títulos como, Alfred Hitchcock (Cátedra, 2000), Un cinema herido. Los turbios años cuarenta en el cine español (1939-1950) (Paidós, 2002), Fernando Fernán-Gómez (Cátedra, 2010), Del sainete al esperpento. Relecturas sobre cine español de los años 50 (con Josetxo Cerdán, Cátedra, 2011), Sombras desoladas (Shangrila, 2012), Cine y exilio. Forma(s) de la ausencia (Shangrila, 2017) o Formas en Transición. Algunos filmes españoles del período 1973-1986 (Shangrila, 2019). En 2021 dirigió, con Santos Zunzunegui, el doble volumen Furia española. Vida, obra, opiniones y milagros de Luis García Berlanga, cineasta (1921) (Generalitat Valenciana y Filmoteca Española). Ha comisariado ciclos y exposiciones para el Centro Galego de Artes da Imaxe/Filmoteca de Galicia, Filmoteca Española,  Generalitat Valenciana o Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. 



29.9.23

IV. "ANNETTE / TITANE. UN CUENTO DE CANCIONES Y FURIA", Shaila García Catalán e Iván Bort Gual, Valencia: Shangrila, 2023



EPÍLOGO

José Luis Castro de Paz



Annette / Titane


Es difícil separar la calidad, la inteligencia del corazón, del dolor. Se diría que este es el crisol en que aquélla se elabora (...). Por eso, he procurado siempre, más o menos conscientemente, hacer la desgracia fecunda, incluso creadora.

María Casares

 

Aunque (hasta ahora) solo tuve el placer de compartir tres o cuatro días con Shaila García Catalán e Iván Bort Gual, lo cierto es que aquéllas fueron jornadas con seguridad inolvidables tanto para los futuros autores del volumen que el lector acaba de concluir —pues se trataba nada menos que de la defensa de la relevante Tesis Doctoral de Iván (“Nuevos paradigmas en los telones del relato audiovisual contemporáneo: partículas narrativas de apertura y cierre en las series de televisión dramáticas norteamericanas”) en 2012, de cuyo tribunal formé parte; y del brillante acceso de Shaila a su plaza de Profesora Titular de Comunicación Audiovisual en 2021, en cuya Comisión participé también— como para mí, tan sorprendido como confortado por el sincero interés hacia mi trabajo y el cariño que me demostraron entonces y vuelven a mostrarme ahora al regalarme el honor de escribir este pequeño epílogo para un libro inmenso. Ambos felices acontecimientos —y sus comidas posteriores…: guardo imborrable recuerdo de una exquisita paella en Vila-real— tuvieron lugar en Castellón, en el seno del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I comandado por el profesor Javier Marzal, con el que me une asimismo una profunda amistad forjada a través de décadas de estrecha colaboración profesional y fructíferas conversaciones sobre la historiografía del cine y el necesario papel que —continuamos convencidos— el análisis textual de raíz semiótica y psicoanalítica, pero también próximo a ciertas metodologías de la historia del arte y de la literatura, debía jugar de cara a una necesaria historización de las formas fílmicas capaz de desterrar definitivamente las superficiales recopilaciones de datos o, en el mejor de los casos, las aproximaciones meramente centradas en el contenido de las películas.

El tejido de saberes que conforman la tan sólida como sinuosa red en la que reposa —y se sosiega— el inaudito fulgor de la apasionada, febril y dolorida escritura de las cuatro manos profundamente entrelazadas que han puesto negro sobre blanco esta tan académicamente densa como íntima y hermosa investigación-Cuento “de canciones y furia” que ahora concluye, no podría analizarse cabalmente entonces sin señalar la influencia en ella de la labor docente e investigadora —en verdad decisiva contribución al vigoroso desarrollo actual de los estudios fílmicos españoles— de sus profesores y compañeros de la UJI, entre los que, además del propio Marzal, parecen claves las figuras de Francisco Javier Gómez Tarín, José Antonio Palao Errando y el más joven pero no menos talentoso Aarón Rodriguez Serrano, así como, por supuesto, las de los más destacados teóricos, historiadores y analistas españoles de la celebérrima “generación Contracampo”: Santos Zunzunegui, Jesús González Requena y Juan Miguel Company. 

Pese al bien perceptible deseo —cuya energía y hondura, en forma de vigor y temblor enunciativo, el lector habrá percibido con gozo desde las primeras páginas— de enfrentarse a la carne y la sangre de las pregnantes imágenes y sonidos de los dos tan singulares como extraordinarios filmes que analizan, Shaila e Iván no han dejado de exponernos, previamente y con rigurosa nitidez, sus posiciones teóricas y metodológicas, que hilvanan en fruición fructífera el análisis textual centrado en el trabajo enunciativo y el estudio psicoanalítico de inspiración freudo-lacaniana. Bien pertrechados, nuestros escritores encaran entonces las obras que les (nos) “tocan” y que —como ocurre asimismo con buena parte de las películas, cineastas y actores a los que he dedicado y dedico mi experiencia investigadora, como Vida en sombras, 1947; Vertigo, 1958, Alfred Hitchcock, o las obras “exiliadas” de Jomí García Ascot y María Luisa Elío (En el balcón vacío, 1961) y la personalísima trayectoria fílmica en el exilio francés de la actriz gallega María Casares, cuya cita inicial es bien elocuente de lo que late realmente en el fondo de las mismas, y en la que por cierto ocupa destacado lugar Le Testament d’Orphée de Jean Cocteau, título también de 1960, el primer año clave del discurso que el libro construye y auténtico disparadero y aldabonazo de lo que ha de venir, y en el que Casares interpreta, de nuevo, a la Princesa de la Muerte)— son en verdad irradiantes “películas enigma”. Filmes que “se aposentan pesadamente sobre nosotros y nos interrogan” y en los que el “trabajo de cineasta” puede entenderse en cierto modo como mecanismo que permite a este no caer enteramente en la sombra de la melancolía al ser capaz de “arrojar una forma (fílmica)” (y así tomar distancia de) sobre los densos y oscuros núcleos dramáticos —en sí mismos irrepresentables (e insoportables)— que los constituyen.

No es menester insistir ahora —pues han podido degustarla sobradamente— en la profundidad alcanzada a lo largo del portentoso análisis de Annette y Titane que se nos ofrece. Partiendo con toda lógica de los acercamientos críticos más destacados, que conforman un primer y utilísimo colchón interpretativo, y de las declaraciones de los cineastas (se trata de textos de radical subjetividad, autoconscientes y brutalmente autorales), apoyándose asimismo con fluida erudición en las influencias pictóricas y literarias de las que los directores parten o con las que se relacionan consciente o inconscientemente, y sin pasar por alto el preponderante papel que merece en ambas el deslumbrante uso de la música (obviamente central en el inaudito musical que es Annette), Shaila García Catalán e Iván Bort Gual se adentran en esa “habitación siempre en llamas” del deseo y desde allí, a la vez reflexivos y apasionados, dolientes y lúdicos, penetran hasta el fondo oscuro y terrible de estas dos extremas e inolvidables “historias de amor” que iban a alzarse con los más destacados galardones en el Festival de Cannes de 2021. 

Ese claro que a encender ese “deseo” de los autores hubo de contribuir, también, el tratarse de películas que retorcían y revolucionaban el fantástico francés y que, dirigidas por un hombre y una mujer de generaciones distintas pero tradiciones en parte coincidentes, abordaban, cada uno a su intransferible modo, las cuestiones centrales que ya latían —y sin duda continuarán haciéndolo, como no puede ser de otra forma— en buena parte de las investigaciones de la pareja: parecían decirles algo sobre “el estatuto del cine y del arte de nuestro tiempo”; se posicionaban “ante el péndulo masculino/femenino (…) desde posiciones dolorosas”;  planteaban “el problema de la paternidad y la maternidad en un mundo en el que ya no se pueden esconder bajo la alfombra los pecados del patriarcado”, “las mujeres hablan o si no, lo hacen sus cuerpos”, “los vínculos simbólicos son frágiles” y los padres decepcionan. Pero películas en las que, aun así y pese a todo, el (inaudito y fantástico) nacimiento de sus descendientes —“que transportan el brillo de un último gesto de belleza, no son de este mundo”— les suscitaba preguntas sobre de qué manera el imaginario de la ficción contemporánea se enfrenta a la reformulación del papel del hijo, “su irrupción y su falta” (“ser padre o ser madre requiere aceptar que los hijos alteran el orden simbólico. Tener hijos es aprender a perder”).

Pero permítanme que como historiador del cine —y para dar por terminado un texto ya demasiado largo después de la densidad de las casi seiscientas páginas que acaban de leer— destaque finalmente el solvente arrojo de nuestros autores a la hora de proponer sugestivas hipótesis historiográficas sobre las que habrá que pensar con detenimiento, precisamente por centrarse su trabajo en películas tan recientes. Si la “historia” que nos plantean tenía su origen en ese ya citado 1960,  año de la irrupción de la Nouvelle Vague y en general de los cines de la modernidad, y en el que dos enormes filmes franceses (Les quetre cents coups de François Truffaut e Hiroshima, mon amour de Alain Resnais) obtenían respectivamente la Palma de Oro y el Premio de la Crítica en Cannes, otros dos cintas de aquel país, sesenta y un años después, volvían a triunfar en el certamen, convocándoles a indagar en una hipotética “suerte de nueva ola que todavía está por llegar”.

Ciertamente, el cine moderno que entonces nacía iba a consumar el Neorrealismo italiano —adherido a los traumatismos de la 2ª Guerra Mundial— en lo que este suponía de nueva mirada sobre el mundo y de problemática moral relacionadas con la Historia y las catástrofes colectivas. Si, como agudamente señaló Jacques Aumont, ya algunas escrituras (Dreyer, Chaplin, Wyler) y determinados avances tecnológicos habían preparado el camino con la aparición de innovadores relaciones dramático-espaciales que trataban “en todos los casos de añadir tiempo y movilidad al espacio, de captar este como una duración, de no remitirse ya a la exploración analítica típica de la edad de oro clásica” (1), la nueva poética solo se iba a dilucidarse en Europa tras la contienda, en forma de violento retorno a lo real. Después de una larga temporada entre bambalinas, la visión y la conciencia del horror lo transformaba todo, confrontando la fábrica de sueños con la industria de la muerte: el “gesto” documental frente al gesto teatral; una imagen opaca, dispersiva, insignificante, frente a la confiada y confortable representación clásica del mundo; una narración débil, errática y oscilante frente a la linealidad tradicional, “un encuentro con la historia y sus ruinas. El definitivo final de la inocencia”. (2) En este trayecto inexorable, L’avventura iba a alzarse como filme clave a la hora de indagar en las fracturas causadas en el relato cinematográfico de ficción por el impacto de la Shoah —la nunca resuelta desaparición de Anna en la película antoniniana toma cuerpo en un espacio vacío “no vacío”, cargado de ausencia, un agujero “entre la indiferencia y el olvido” (3)— y esa ausencia no sería entonces (en cierto sentido y de acuerdo con las bien conocidas tesis de Gilles Deleuze y su tan influyente concepto de “imagen-tiempo”) más que una continuación del movimiento italiano en tanto conciencia intuitiva de la nueva imagen en ciernes, desarrollada ahora intelectual y reflexivamente por la Europa de la modernidad cinematográfica y “las nuevas olas”. 

1. Jacques Aumont, El rostro en el cine, Barcelona: Paidós, 1998, pp.116-117.

2. Domènec Font., Paisajes de la modernidad. Cine europeo 1960-1980, Barcelona: Paidós, 2002, p.31.

3. Domènec Font, Michelangelo Antonioni, Madrid: Catedra, 2003, p.139.

Si entonces la herida trágica de Auschwitz —y el terrible vacío y la “ausencia” infinita resultantes— se convertía en obsesiva indagación del arte moderno, en su más angustioso “meollo” representacional, su incidencia en los estilos y modos de representación cinematográficos hubo de producir también y por lógica decisivos efectos, visibles todavía —mediante asimismo la trascendental influencia del monumento documental de Claude Lanzmann— en ese cine inicialmente llamado “slow cinema” pero denominado más tarde y con más precisión “cine de la ausencia” (Lisandro Alonso, Gus Van Sant, Wang Bing, Pedro Costa, Aki Kaurismaki, Tsai Ming-liang, o Carlos Reygadas…), caracterizado a  grandes rasgos por su extrema economía estilística y por el despojamiento de una narración casi siempre esquiva e irresuelta, y que iba a triunfar en los más destacados festivales cinematográficos en el entorno temporal del cambio de centuria y de milenio.

¿Será posible que filmes como Annette y Titane, que cineastas como Leox Carax y Julia Ducournau, nos señalen de algún modo las nuevas preguntas y angustias de un mundo tan agotado como cambiante e inestable inaugurando así —más allá de sus indiscutibles precedentes— un cine transgénero capaz de darles forma, como nos sugieren los autores del libro? Quizás tengan razón, pues no parece del todo descabellado pensar que el “meollo” representacional de nuestro convulso presente pueda en parte hallarse en la violenta radicalidad formal con la que se nos obliga a adentrarnos en los sufrientes cuerpos desgarrados que protagonizan las películas analizadas y en las fallas simbólicas que tan dolorosamente nos dan a ver. Escuchemos pues con atención a Iván y Shaila, y reflexionemos pausadamente sobre las relevantes cuestiones que han situado sobre el tapete las páginas precedentes:

La cámara no pierde [ahora] a los cuerpos que filma, como ocurría en la modernidad europea, sino que recorta las distancias y se pierde en ellos, se desorienta en sus cortes. El cuerpo es el altar imaginario del sujeto contemporáneo, campo simbólico de reivindicaciones pero, empapado de goce, nos ofrece su peor cara. El cuerpo es lo irreversible del tiempo.






27.3.20

RESEÑA DEL LIBRO "FORMAS EN TRANSICIÓN. ALGUNOS FIMES ESPAÑOLES DEL PERIODO 1973-1986", José Luis Castro de Paz, Shangrila 2020




Reseña del libro Formas en Transición.
Algunos filmes españoles del periodo 1973-1986,
José Luis Castro de Paz, Shangrila 2020,
en el último número de Caimán. Cuadernos de cine.

Por Carlos Losilla

- - - - - - - - - - - - - - - - - -




3.12.19

IV: INTRODUCCIÓN (y iii) A "FORMAS EN TRANSICIÓN. ALGUNOS FILMES ESPAÑOLES DEL PERIODO 1973-1986", José Luis Castro de Paz, Shangrila 2019



INTRODUCCIÓN (y iii)

Formas y representaciones sociales en el cine español de la Transición democrática (1973-1986)






2. Un cine político de ficción: del reino de la metáfora al cine de género

Pese a que –como podemos comprobar– en los años de la Transición las transformaciones sociales y políticas impregnan de una forma u otra todas las películas, cabría hablar de un cine específicamente político para el cual el franquismo y la actualidad política constituyen su verdadera razón de ser.

Incluso considerado como género o subgénero autónomo se podría hablar de una evolución que sigue en paralelo el desarrollo de los acontecimientos políticos del momento y del resto de tendencias del cine español de la época, evolución presidida por una ampliación de lo decible que lleva a que entre 1973 y 1976 el tratamiento de los distintos temas solo sea posible a través de estrategias metafóricas, que empero dejan entonces de tener sentido y son sustituidas por aproximaciones más directas, en ocasiones dentro de los cánones de géneros como, por ejemplo, el policial. Al mismo tiempo, la visión crítica del franquismo será reemplazada por un seguimiento de la actualidad que, por la vía de la inmediatez, buscará influir en el presente político. Por supuesto, la desaparición de la censura previa de guiones en febrero de 1976 y la abolición definitiva de la censura en noviembre de 1977 jugará un papel determinante en esta inflexión del discurso cinematográfico, por mucho que en el marco de otras tendencias o géneros solo vaya a tener un reflejo acusado en la proliferación de desnudos femeninos.

El representante más notorio del cine metafórico en estos años es (o, mejor, seguía siendo) Carlos Saura, que –como analizaremos– había realizado en 1965 La caza, la película que iniciaba esta corriente –y cerraba a su vez una por desgracia fugaz tendencia sauriana hacia un naturalismo hipertrófico y salvaje–. Tras un período de aparente agotamiento de su discurso, Saura filma ahora algunos de los títulos más extraordinarios de su destacadísima filmografía, entre ellos La prima Angélica (1973), un monumental encontronazo con la censura que le dio a conocer ante un público infinitamente más numeroso que el que hasta aquel entonces se había acercado a su cine. Muy influido por el cineasta sueco Ingmar Bergman, probablemente también por la “exiliada”, esencial y poco conocida En el balcón vacío (México, Jomí García Ascot, 1962), Saura hace interpretar a su actor protagonista, José Luis López Vázquez, un doble papel, el de un niño en 1936 y el de un adulto en 1973 que es incapaz de olvidar el pasado represivo de un franquismo que, cual fantasma, interfiere en su presente. Filme sobre la recurrencia de la memoria y las peores pesadillas personales, esta película es también la última y más lograda colaboración de Carlos Saura con el guionista Rafael Azcona.

La muerte de Franco había coincidido en 1975 con el estreno del filme más famoso internacionalmente del cineasta aragonés, Cría cuervos. Una película construida en torno a la mirada de Ana Torrent, la niña que había protagonizado El espíritu de la colmena dos años atrás, en la que Saura abandona en cierto modo la metáfora en beneficio de la elipsis. La influencia del cine de Erice será todavía mayor, como ya se ha dicho, en su siguiente título, Elisa, vida mía (1977), posiblemente su filme más complejo y ambicioso. En él contará por primera vez con el coruñés Fernando Rey, el actor español que más se ha identificado con el cine de Luis Buñuel, un director al que Saura siempre ha admirado, aún a pesar que el referencialismo metafórico de este poco tiene que ver con el surrealismo.

Luego de algunas dudas, el cine de Carlos Saura parecerá sufrir una tremenda crisis de identidad, en parte motivada por el fracaso de los filmes que se querían continuadores de los realizados durante el franquismo, lo que le lleva a retomar con Deprisa, deprisa (1979) los ambientes de la delincuencia juvenil que habían centrado el interés de su ópera prima, Los golfos (1959). Deprisa, deprisa forma parte protagónica del llamado “cine quinqui” (Libertad provisional, Roberto Bodegas, 1976; Perros callejeros, J. A. de la Loma, 1977; Navajeros, Eloy de la Iglesia, 1980), subgénero crítico y populista –que habrá de convertirse con los años en uno de los iconos más potentes de la memoria de la Transición (Exposición CCCB 2009)– y que incide sin ambages en las contradicciones del desarrollismo iniciado en los años 60 (chabolismo, marginación, paro, delincuencia como vía de escape para una juventud desclasada y abandonada a su suerte…). Como señala con sintético acierto Juan Carlos Ibáñez, este tipo de películas –interpretadas por auténticos delincuentes juveniles reclutados en barrios marginales (El Torete, El Mini, Valdelomar, Manzano, Pirri)– nacen “con la intención de convertirse en un cine que combina denuncia y entretenimiento para un público joven y popular, dispuesto a conectar con el estilo de vida rebelde y con la épica hedonista y libertaria de sus héroes, o con la estética hiperrealista y desaliñada en la que casi siempre descansa la puesta en escena de sus hazañas-fechorías, adornadas con canciones que se convierten en auténticos himnos de la lírica y la cultura existencial quinqui”. (10)

10. IBAÑEZ, Juan Carlos., op. cit., pp.72-73.

Con Bodas de sangre (1980) iniciará Saura su trilogía sobre el flamenco y una sucesión de títulos centrado en la música y el baile, títulos que irán abandonando poco a poco el argumento para centrarse en una elaborada reconstrucción –en cierto modo próxima al “documental”– de números musicales.

También serían encuadrables dentro de la tendencia metafórica títulos como Los restos del naufragio (1978), dirigida por un Ricardo Franco que había alcanzado resonancia internacional con su Pascual Duarte (1975, adaptación destacada y marcadamente política de la novela de Cela, sobre la que volveremos) o las primeras películas de Manuel Gutiérrez Aragón. En realidad toda su filmografía de esta época se inscribe de una u otra manera dentro del cine metafórico, desde Habla, mudita (1973), una producción Querejeta que, como El espíritu de la colmena o Los viajes escolares, de Jaime Chávarri, todas ellas producciones del mismo año, sitúan en la infancia el origen de todos los traumas originados por el franquismo. Luego de Camada negra (1976), en torno a los jóvenes cachorros del fascismo, el cine metafórico de Gutiérrez Aragón alcanzará su cenit con Sonámbulos (1978) y El corazón del bosque (1978), filmes de gran hermetismo que, bajo una estructura directamente inspirada en el cuento de hadas, la fábula o el relato infantil, abordan los últimos estertores del franquismo y la lucha de los maquis, respectivamente. Con Maravillas (1979) reorientará su cine hacía una mayor narratividad, conjuntando elementos costumbristas y mecanismos propios del thriller. Finalmente, Demonios en el jardín (1982) representará una apuesta más nítida por el relato clásico y por el gran público, al tiempo que su revisión del franquismo, como veremos, definirá una de las corrientes capitales del cine español de los años ochenta y cuyo verdadero origen habría que rastrear igualmente en otros títulos de este período: Pim, pam, pum... ¡fuego! (Pedro Olea, 1975), retrato de la posguerra en la que vencedores y vencidos constituyen los nuevos estratos sociales, Los días del pasado (Mario Camus, 1977), una reivindicación de la lucha sorda de los maquis a lo largo de tantos años, Las largas vacaciones del 36 (Jaime Camino, 1976), etc. 

La política de la Transición aflora de modo explícito en una serie de filmes que abordan los sucesos o los cambios sociales más significados del momento. Esta tendencia de un cine que podríamos calificar sin ambages como político presenta una vertiente genérica en los thrillers que siguen el modelo del cine político italiano (7 días de enero, Juan Antonio Bardem, 1978; La verdad sobre el caso Savolta, Antonio Drove, 1978; Operación Ogro, Gillo Pontecorvo, 1979). El análisis del fascinante filme de Drove, ambientado en la Barcelona de 1917, nos permitirá adentrarnos en uno de los más radicales discursos realizados desde la ficción sobre lo que supuso nuestra Transición democrática, sobre los múltiples intereses y mecanismos en juego ocultos por detrás de bien conocidas apariencias. 

Por su parte, los virulentos, contundentes y eficaces melodramas-“panfleto” de Eloy de la Iglesia consolidan el proyecto de intervención social del cineasta, ya iniciado en el tardofranquismo, a través de un cine popular que opone la lógica de la igualdad a la del consenso. Sus películas transicionales se centran en desvelar ciertos comportamientos sexuales (La criatura, 1977; El sacerdote, 1978; La mujer del ministro, 1981) o en analizar los temas más espinosos de la actualidad política (El diputado, 1978; Miedo a salir de noche, 1979; El pico, 1983), incidiendo en la tensión existente entre los cambios democráticos y las pervivencias del anterior régimen. (11) Inequívocamente inconformistas, los filmes del realizador donostiarra plantean asuntos tan escabrosos como reivindicativos, resueltos con pasmosa nitidez y contundencia pese a su tosquedad, conformando una filmografía de un radicalismo y audacia inaudita en el panorama cinematográfico de la época. 

11. GÓMEZ MÉNDEZ, Carlos, Eloy de la Iglesia: cine y cambio político, Universidad Carlos III de Madrid, Tesis Doctoral Inédita.

La extraordinaria diversidad del cine de esta época queda también de manifiesto si recordamos que en estos años se abordan temas que hasta ese momento podrían considerarse como inéditos nuestra cinematográfica, al menos desde una perspectiva abierta y no constreñida por la censura, desde el ya citado surgimiento de un cine autonómico de reivindicación nacional con títulos como La ciutat cremada (Antoni Ribas, 1976) a las innumerables películas que fijan su atención en aspectos o conflictos sexuales desde una perspectiva autoral: A un Dios desconocido (Jaime Chávarri, 1977), Cambio de sexo (Vicente Aranda, 1977), Bilbao (Bigas Luna, 1978), L’orgia (Francesc Bellmunt, 1978), Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978), etc.


3. Cine independiente y documental

Dentro del cine documental de clara vocación política habría que destacar en primer lugar los trabajos de Basilio Martín Patino realizados en la primera mitad de la década pero prohibidos en su momento por la censura y no estrenados hasta después de 1975 (Canciones para después de una guerra, 1971, Queridísimos verdugos, 1973, Caudillo, 1975). Nosotros dedicaremos un capítulo a Queridísimos verdugos, filme extraordinario que podría de hecho ser muy justamente considerado como un documental esperpéntico no debido a la realidad miserable y tremenda a la que se enfrenta, sino por el uso de ciertas estrategias discursivas por medio de las cuales Patino convierte a los ejecutores en inconscientes títeres que se confiesan a un “narrador” que conoce y se distancia de sus criaturas, reencontrando uno de los filones más fructíferos de la tradición cultural española, aquella que dibuja lo que Amado Alonso denominó “modelos de indignidad plástica”. (12)

12. ZUNZUNEGUI, Santos, “Queridísimos verdugos. Memoria de tanto dolor”, Nosferatu nº 32 (enero, 2000), pp.80-83. 

Deben citarse también documentales tan relevantes como La vieja memoria (Jaime Camino, 1977), sobre la República y la Guerra Civil, tal y como fue vivida desde el bando republicano; Después de… (Cecilia y José J. Bartolomé, 1981), en torno a la Transición a la democracia; El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979), centrado en el célebre proceso contra integrantes de ETA; o la ejemplar El desencanto (Jaime Chávarri, 1976, producción de Elías Querejeta), en el que –como veremos– se nos propone una visión documental de una a la postre sórdida y deprimente familia franquista real –la del poeta Panero–, tema que había centrado buena parte del cine metafórico. En efecto, como si cargase a cuestas con un pasado sin cicatrizar, en el filme la ausencia paterna se convierte en una opacidad de gran elocuencia y alude a otra todavía mayor: la del dictador, el padre putativo de todos los Panero y, por desgracia, de tantos otros españoles que debieron aclimatarse a la opaca noche del terror franquista. (13)

13. La metáfora paterna está obsesivamente presente en muchas obras del periodo. Citemos, por ejemplo, a Juan Goytisolo, que en “Libertad, libertad, libertad” (1977) incluye el texto “In memoriam F.F.B”. Un fragmento dice así: “Su presencia omnímoda, ubicua, pesaba sobre nosotros como la de un padre castrador y arbitrario que gobernara nuestros destinos por decreto”.

En la segunda mitad de los años setenta se irá generalizando el salto al cine industrial de muchos de los nombres más destacados del Cine Independiente. Superados los formatos no profesionales, estos cineastas compondrán, a partir de la evolución desde el underground, la experimentación o la vanguardia, una suerte de cine radical insólito en el panorama cinematográfico español que no tendrá continuidad. Y eso a pesar de que dos directores que habían surgido al amparo de la Escuela de Barcelona, Pere Portabella o Joaquín Jordá, realizaron en este periodo documentales como, respectivamente, Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública (1976), una militante indagación en la política de una Transición todavía en ciernes, o Numax presenta… (1980), el epitafio al último intento por parte de unos trabajadores de mantener en pie como cooperativa una fábrica al borde del cierre. Pese a situarse, sobre todo en el caso de Portabella, entre los productos más “convencionales” de sus carreras, ninguna de estas dos películas alcanzó un estreno normalizado.

Igual suerte corrieron otros dos documentales a los que también prestaremos atención, casi nula repercusión acaso más comprensible dado lo desasosegante de las foucaultianas miradas que Manuel Coronado y Carlos Rodríguez (Animación en la sala de espera, 1980) y Ángel García del Val (Cada ver es…, 1981) trazaron respectivamente sobre un psiquiátrico y un depósito de cadáveres, y ejemplos ambos de la candente preocupación social –y por tanto también del nuevo cine en libertad– por las razones y los límites de la locura, la situación de los “manicomios” y “el uso y abuso de estrategias clínicas y psiquiátricas para esconder o reprimir problemas relacionados con la miseria, la falta de educación o la exclusión”. (14) Ambientadas en el límite de lo socialmente visible, la locura en el caso de Animación en la sala de espera y la muerte –pero también la locura en su primer segmento– en Cada ver es…, ambos filmes, radicales en extremo, lejos de ocultar su condición de tales, hacen gala de las formas materiales que los construyen.

14. BÁÑEZ, Juan Carlos, op. cit., p.77.

Todos estos documentales se vieron acompañados de los debuts dentro del largometraje industrial de algunos de los más renombrados directores independientes, caso de Antonio Artero (Yo creo que..., 1974), Paulino Viota (Con uñas y dientes, 1977), Gerardo García (Con mucho cariño, 1977) o Álvaro del Amo (Dos, 1979). Antoni Padrós realizará todavía dentro del underground una película de imposible comercialización como Shirley Temple Story (1976), anticipando en cierto modo el gusto por el pastiche y la vocación transgresora del primer Almodóvar. 

De todos ellos, el único que logró una distribución más o menos normalizada hasta el punto de convertir a su película en una obra de culto fue Ivan Zulueta y su Arrebato (1979). En su caso la experimentación, como veremos, se integró con aparente normalidad en un universo genérico –el del cine fantástico y más concretamente el del vampirismo, de mayor calado popular– para elaborar desde allí un discurso sobre el cine que se emparentaba directamente con la fascinante obra maestra del cine español Vida en sombras (Lorenç Llobet-Gràcia, 1948). Películas sobre el cine y a la vez escrituras negras de la modernidad, elaboradas a base de parches y retazos, la extraña monstruosidad, el dolor y la culpa embargan y arrastran no solo a los cineastas protagonistas, sino también a los que las dirigen, enfermos todos de una cinefilia de la cual, si surgía como defensivo cobijo ante la cruda y mezquina realidad que les tocaba vivir, históricamente fechada, intuían inconscientemente sus demoledoras consecuencias psíquicas. 


4. Un nuevo modelo cinematográfico

Con la victoria del PSOE Pilar Miró accede al puesto de Directora General de Cinematografía, cargo desde el que llevará a cabo una política cinematográfica con una impronta que no se recordaba desde los tiempos de García Escudero. Sus resultados serán igualmente contradictorios. Mediante el Decreto Ley publicado en 1984, conocido como “Ley (sic) Miró”, se promoverá un cine de calidad a partir de un nuevo sistema de ayudas inspirado en el modelo francés de las subvenciones anticipadas sobre proyecto que convierte al director en la pieza clave de las producciones. Este cine de calidad será un cine también de mejor acabado industrial, más “europeo”, más caro, por lo tanto; un cine edificado en torno a las adaptaciones literarias de prestigio y la participación de reputados actores. Una especie de centro cinematográfico que representará el fin de toda la vasta producción de porno blando que se resguardaba bajo el anagrama “S”, de las comedias a lo Ozores protagonizadas por cómicos tan populares como Fernando Esteso o Andrés Pajares, del barato cine de género que se había desarrollado a partir de las coproducciones mediterráneas de los sesenta… pero también de las prácticas más experimentales e independientes. Suele ejemplificarse el nuevo cine español surgido del decreto Miró en la adaptación que en 1984 Mario Camus realiza de la obra homónima de Miguel Delibes, Los santos inocentes, protagonizada por Paco Rabal y un reconvertido Alfredo Landa, actores que se alzarán con el premio de interpretación en el Festival de Cannes de ese año. En realidad, la tendencia se había iniciado antes y lo que hace el decreto Miró es reforzarla y auspiciarla desde la praxis legislativa. Arrancaría en 1981 con el conocido como “decreto de los 1.300 millones” que promovía las relaciones cine-televisión con la producción de productos híbridos para uno y otro medio basados en clásicos de la literatura española, el más exitoso de los cuales había sido precisamente otra obra de Camus, La colmena (1982), a partir de la extraordinaria novela de Camilo José Cela y sobre la que volveremos. 

Pese a que existen notables excepciones –como la sensible y sutilísima La plaça del Diamant/La plaza del Diamante (Francesc Betriu, 1982) a partir de la novela de Mercé Rodoreda–, nace así una qualité a la española sustentada, desde un punto de vista narrativo y de puesta en escena, en una estética que se aproxima a lo televisivo y cuya característica más distinguible en su conservadurismo: la televisión exige un producto que alcance a un público mayoritario; el productor busca rentabilizar al máximo su inversión y fomenta un tipo de cine sin aristas, que pueda vender con facilidad. Es así como en el plazo aproximado de un lustro proliferan todo tipo de adaptaciones: se adapta a Sénder, Jesús Fernández Santos, Lorca, Marsé, Delibes, incluso a ciertos escritores considerados como inadaptables: Valle-Inclán, Benet, Martín Santos. Hasta que, por fin, la fórmula se agota tras varios fracasos comerciales y la literatura acaba por refugiarse en la televisión. Como ya había ocurrido con el Nuevo Cine Español, un modelo cinematográfico impuesto voluntariosamente desde la administración se da de bruces con la indiferencia del público y las reclamaciones de sectores de la industria que denuncian cómo, en muchas ocasiones, los adelantos a fondo perdido de las subvenciones superan las propias recaudaciones brutas de las películas. 






   



2.12.19

III: INTRODUCCIÓN (ii) A "FORMAS EN TRANSICIÓN. ALGUNOS FILMES ESPAÑOLES DEL PERIODO 1973-1986", José Luis Castro de Paz, Shangrila 2019



INTRODUCCIÓN (ii)

Formas y representaciones sociales en el cine español de la Transición democrática (1973-1986)






1. Comedia

La Transición política resuena de inmediato en el más popular de los géneros del cine español: la comedia. En ella se dan cita todas las tendencias políticas del momento, al tiempo que se observa una evolución desde los modelos más enraizados en el franquismo hacia aquellos que habrán de constituirse en representantes de la futura democracia. Y todo ello a partir de una sucesión de tipologías de personajes que, interpretados por actores muy conocidos, singularmente populares, encarnarán al español medio que, en el curso de unos pocos años, pasará de sufrir los horrores de la dictadura a gozar de los placeres de una libertad a la que en un primer momento le resulta difícil amoldarse. Evolución apresurada que, partiendo del personaje interpretado por Alfredo Landa, se irá transformando, primero, en José Sacristán y, más tarde, en Antonio Resines.

La entonces llamada “comedia sexy”, de estética grosera y planteamientos ideológicos marcadamente reaccionarios, domina ad nauseam el panorama rutinario del género. Aunque su correspondencia no es exacta, el término landismo es casi otra forma de denominarla, dada por el personaje que interpreta en numerosas películas Alfredo Landa, sobre todo a partir de ¿Por qué te engaña tu marido? (Manuel Summers, 1969, a partir de la novela de Wenceslao Fernández Flórez) y de la popular No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970). Esto es, una suerte de españolito de a pie que acumula todas las represiones posibles: políticas, culturales y, obvio es, sexuales. Se trata de filmes cuyo paradójico esquema moral suele consistir en exhibir y divulgar costumbres –y los títulos Cuando el cuerno suena (Luis María Delgado, 1974), Dormir y ligar todo es empezar y Fin de semana al desnudo (ambas de Mariano Ozores, 1974), Los pecados de una chica casi decente (Mariano Ozores, 1975), Esclava te doy (Eugenio Martín, 1976) son suficientemente elocuentes– que, a la vez, se denuncian como corruptoras o disolventes de la (supuesta) Arcadia franquista. Dentro de esta corriente podemos encontrar películas como Lo verde empieza en los Pirineos (Vicente Escrivá, 1973), en la que se tematiza la represión imperante a partir del itinerario que siguen los personajes que incorporan José Luis López Vázquez y José Sacristán y que cruzan a Francia en busca de sexo fácil, aunque, como casi siempre ha de ocurrir en estos casos, su aventura se habrá de saldar con una conservadora reconsideración y sanción de sus actos. Pero no olvidemos que, en buena medida, este melancólico y conservador (e hipócrita, al mostrar para disfrute escópico del espectador aquello que critica) “cualquier tiempo pasado fue mejor” es compartido por sectores de “las clases populares, en su mayoría emigrantes de aluvión sin demasiada fortuna, que han de soportar el desarraigo y las enormes tensiones provocadas por la crisis social y económica que llega a España en los años setenta del siglo XX”. (4) 

4. IBAÑEZ FERNÁNDEZ, Juan Carlos, Cine, televisión y cambio social en España, Madrid: Síntesis, 2016, pp.70-71.

Muy populares actores y actrices, además de Landa, poblaran este celuloide en general tan aparentemente elemental como en verdad complejo desde el punto de vista antropológico (Lina Morgan, José Sacristán, José Luis López Vázquez, Rafaela Aparicio, Juanito Navarro, Florinda Chico, Gracita Morales, Andrés Pajares y Fernando Esteso o Laly Soldevilla), aunque quizás –y junto a Landa– haya que destacar, en su peculiar star system, la icónica figura de Paco Martínez Soria –El abuelo tiene un plan (1973), El calzonazos (1974), El alegre divorciado (1975), Estoy hecho un chaval (1975), Vaya par de gemelos (1977), etc.– “abuelo cabal” cuyo sentido común (que proviene en línea directa de la moral del patriarcado rural) se presenta, a la postre, como el mejor remedio contra los peligros de la modernidad. Más allá de la descalificación unilateral o de la deliberada indiferencia con la que en su día fueron recibidas estas comedias desde la historiografía “progresista”, se impondrán con los años aproximaciones rigurosas capaces de penetrar sin prejuicios en el análisis de esta fórmula cinematográfica, inspirada en el teatro popular español de fines del XIX y comienzos del XX (sainete, género chico, astracán, etc…) y que alcanzó un incuestionable refrendo en taquilla. (5)


5. PÉREZ RUBIO, Pablo y HERNÁNDEZ, Javier, op. cit.


El trasfondo ideológico (ultraderechista) es perceptible más que en ningún otro caso en películas como Vota a Gundisalvo (Pedro Lazaga, 1977), la serie de Rafael Gil adaptando las novelas de Vizcaíno Casas (…Y al tercer año resucitó, en 1979, Hijos de Papá, en 1980, o Las autonosuyas, que no llega a estrenarse en Cataluña, en 1983 y que “responde” de modo bien poco sutil a las películas que surgen de [y abordan] la nueva situación sociopolítica de las autonomías) (6) o en algunos de los títulos de Mariano Ozores: Alcalde por elección (1976), Todos al suelo (1982) o ¡Que vienen los socialistas! (1982), últimos coletazos de un tipo de cine que encontrará un imposible acomodo en la legislación cinematográfica que impulsará Pilar Miró, pero que también se verá perjudicado por el cierre progresivo de los cines rurales y de barrio, su mercado natural. A partir de la abolición de la censura, algunos de estos cineastas, pero también otros de largo recorrido en la historia del cine español, caso de Ignacio F. Iquino o Jesús Franco, empezarán a incorporar desnudos “por necesidades del guion” en sus películas, para muy pronto dar lugar a un nuevo y prolífico subgénero: el cine “S” o porno blando, ya que el cine X con sus correspondientes salas especiales no se legislará hasta 1984.

6. “Producidas y realizadas en la periferia: el entonces denominado ‘cine de las nacionalidades’, generalmente impulsado y promovido desde los incipientes entes autonómicos. En el caso de Cataluña (Ribas, Forn, Bellmunt, Camino) y el País Vasco (Uribe, Zabala) se sentarán unas bases más o menos sólidas para el futuro y, en otros, se llevarán a cabo pequeñas (por modestas y aisladas) tentativas que fructifican en textos fílmicos de relevancia, como es el caso de Gonzalo García Pelayo en Andalucía, Alejo Lorén y Antonio Artero en Aragón, Vicente Escrivá y Carles Mira en Valencia o Chano Piñeiro en Galicia. Salvo excepciones, estos tanteos autonómicos no perdurarán (al menos en el terreno del largometraje) y prácticamente desaparecerán al comenzar la década de 1980” (PÉREZ RUBIO, Pablo y HERNÁNDEZ, Javier, op. cit., p.186).

En cualquier caso, no debemos olvidar que algunas singularísimas –en verdad excepcionales– operaciones fílmicas de auténtico calado político y cultural habrán de ponerse en pie a partir del detritus que esta burda, rijosa, grosera, vulgar y oportunista tipología de comedia sexy “celtíbera” suponía en el fondo de los mismos materiales populares que nutrieran el más fecundo cine español desde el mudo y la II República y que, Guerra Civil e inmediata posguerra mediante, habían dado lugar a esa moderna crispación ibérica que los grandes títulos de Fernán-Gómez, Marco Ferreri o del propio García Berlanga de la primera mitad de los años sesenta ejemplificaban paradigmáticamente. El propio maestro valenciano había iniciado el proceso con la espesa y abrupta ¡Vivan los novios! (1969), y, en los años que nos ocupan, será continuado en películas tan destacadas y a la vez dispares entre sí como la tan desternillante y absurda como tremendista y desgarrada Duerme, duerme, mi amor (1975), en la que Francisco Regueiro trasladaba a esta en principio tan poco atractiva carcasa su inhóspito y viscoso universo personal, y El puente (1976) de Juan Antonio Bardem, que volvía a partir de las más arraigadas y casposas convenciones del landismo para –invirtiendo su sentido– poner un pie un didáctico discurso político de clara vocación realista, popular y nacional. A ambas películas dedicaremos atención analítica, del mismo modo que nos detendremos en la operación –solo en cierto modo similar, pues su jocoso y con todo eficaz jugueteo reflexivo está muy lejos tanto de la nítida intervención política de Bardem como de la extrema densidad textual de Regueiro– puesta en pie tres años después y con gran éxito popular por Ramón Fernández (y Camilo José Cela): La insólita y gloriosa historia del Cipote de Archidona (Ramón Fernández, 1979).

Fuera de esta tendencia, aunque relacionada por la vía genérica y más enraizada en la tradición de la comedia esperpéntica y grotesca española de raíz sainetesca, podríamos citar las películas de directores como José Luis García Sánchez (El love feroz, de 1973, o Las truchas, de 1977), Francisco Betriu (Furia española, de 1974, y Los fieles sirvientes, de 1980), así como el veterano Luis García Berlanga, con películas como La escopeta nacional (1977) o Patrimonio nacional (1980), feroces parodias de la actualidad política de trazo más grueso, quizás, que sus grandes obras maestras de las dos décadas anteriores, pero con el inequívoco sabor (y estilo) berlanguiano. En Las truchas, por ejemplo, García Sánchez utiliza un gran banquete (acto donde el franquismo más y mejor se ha expresado públicamente) como locus metafórico del ocaso del Régimen. Pese al mantenimiento de un ritual hueco y trasnochado, las truchas podridas del título intoxican a unos comensales que, enfrentados con amplios sectores de su base social que quieren desplazarlos de sus posiciones, solo les resta esperar un final cuya única esperanza parece ser una piadosa momificación. Emparentable a ciertos filmes contemporáneos de Carlos Saura –pues vendría a ser, como a su (peculiar) modo la citada Los fieles sirvientes, una versión castiza y popular del llamado “cine metafórico” del aragonés–, la película de García Sánchez es mucho más divertida y conecta mejor con la imaginería que el pueblo ha forjado del mundo franquista; también complejiza el universo social sobre el que se asienta este mundo: debajo del restaurante están las cocinas y los trabajadores; entre estos y aquellos los camareros; y más allá, el dueño del restaurante, la pequeña empresa, que, de acuerdo con la historia, comienza situado al lado de los comensales, para, al terminar la película, irremediablemente arruinado, encontrarse en las cocinas confraternizando con sus trabajadores. 

Mucho menos conocido es cómo, ya en 1980, un debutante realizador proveniente de la extrema izquierda –había abandonado poco tiempo atrás el revolucionario Movimiento Comunista de España, de tendencia maoísta–, Javier Maqua, va a servirse de dicho modelo para, conjugándolo con los modos y recursos expresivos del Teatro Independiente, ofrecer una lectura airada, furiosa y rupturista de la Transición (Tú estás loco Briones) pese a que –estrenada poco después del golpe de estado de Tejero en 1981– la película fuese durísimamente criticada desde la izquierda y, en especial, puesta políticamente en entredicho por sus propios excompañeros de partido. 

Dentro de la comedia costumbrista cabría encuadrar la conocida como “tercera vía” en principio auspiciada por el productor José Luis Dibildos a partir de películas dirigidas por Roberto Bodegas y Antonio Drove y con guiones de José Luis Garci (e incluso más allá de la comedia, asumida tras la muerte de Franco por muchos otros destacados directores a la búsqueda de un público más amplio que el proclive al cine de autor). Con la aspiración de llegar a un espectador de clase media tan alejado de la comedia de destape como del discurso autoral y realizadas por “profesionales progresistas, algunos de ellos incluso militantes de partidos clandestinos de izquierdas” (7), su origen habría que situarlo en Españolas en París (Roberto Bodegas, 1969), a la que seguirían títulos como Tocata y fuga de Lolita (Antonio Drove, 1974), Los nuevos españoles (Roberto Bodegas, 1974) o Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe (Antonio Drove, 1974), en los que se pretendía dignificar el género por la vía de un tratamiento de temas moderadamente críticos. La tendencia, irónicamente definida en su día por el colectivo crítico Marta Hernández como “cine comercial más cine de autor partido por dos”, tendría una sin duda más sutil continuación en la primera película dirigida por el propio Garci, la emblemática, a la vez cómica y melodramática, Asignatura pendiente (1977), en la que se expone el desencanto de una izquierda que arrastra las frustraciones de tantos años de franquismo; frustraciones políticas y sentimentales que, pese a la coyuntural simplicidad del discurso, la convirtieron en extraordinario éxito (como lo será igualmente la inmediatamente posterior Solos en la madrugada, 1978) y, a la postre, en icono y lema de la Transición.

7. TORREIRO, Casimiro, “Del tardofranquismo a la democracia (1969-1982)”, en VV. AA., Historia del cine español, Madrid: Cátedra, 1995, pp.341-397.

Pese a emparentarse todavía y de algún modo con el modelo anterior, algo (incluso radicalmente) nuevo se respira en las primeras películas (y casi únicas, pues singularmente coyuntural, el subgénero se transformará casi de inmediato) de la superficialmente llamada “comedia madrileña”, en especial en las que pueden considerarse sus títulos más representativos, firmados por los dos directores de mayor trayectoria de este coyuntural subgénero: Tigres de papel (Fernando Colomo, 1977) y Opera prima (Fernando Trueba, 1980). Durante criticadas en su estreno desde la izquierda por su ambigüedad y superficial análisis de las contradicciones de la progresía, anuncian no obstante –con más perspicacia de la entonces supuesta y a partir del reciclaje de elementos provenientes tanto de la comedia clásica norteamericana como de la Nouvelle Vague– la reivindicación posmoderna “de un nuevo tipo de sensibilidad democrática, mucho más natural y flexible, más pegada al contexto de la vida cotidiana y a ámbitos microsociales de acción (el trabajo, los amigos, la pareja, etc.)” y en el que sobresale una mujer resuelta, autónoma y libre, que expresa sus necesidades y sentimientos con naturalidad en una intimidad cotidiana y doméstica. (8) “Hiperrealistas” a su modo, rodadas con extraordinaria simplicidad, prescindiendo de cualquier complicación sintáctica, incidiendo en el plano secuencia a fin de descargar su intensidad en los diálogos y la interacción de los actores, el uso del sonido directo contribuye a ese sensación de natural inmediatez que las caracteriza.


8. IBAÑEZ FERNÁNDEZ, J. C., op. cit., p.85. 


A medio camino entre la comedia madrileña, el esperpento y el cine underground surge la figura de Pedro Almodóvar. Su primer largometraje en formato profesional, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) fue descrito por Santos Zunzunegui como construido “bajo los principios del feísmo, del amateurismo, de lo informe y de lo grosero”, pero –más allá del tópico “posmoderno”– partía de la revisitación ejemplar de “innumerables formas estéticas de la tradición española” (del tebeo al sainete costumbrista, del bolero a la copla, de la espectáculo arrevistado a la música pop, de la tauromaquia a la iconografía religiosa…), profundamente estilizadas por una escritura que –reciclándolas y sometiéndolas a las lógicas transformaciones derivadas tanto de la coyuntura histórica como de la particularidad autoral del cineasta– las ponía así, a la muerte de Franco y en el contexto de la “movida madrileña”, al servicio de nuevos significados. (9) Su rocambolesco argumento es la definición más nítida que pudiéramos encontrar del estilo cinematográfico de este Almodóvar primerizo y de un modo de rodar fruto de la ingenuidad, la insolencia y la falta de prejuicios. En constante evolución formal y semántica (Laberinto de pasiones, 1982; Entre tinieblas, 1983), a partir de ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! (1984) –el título al que dedicaremos nuestra atención analítica– su estilo se hará más y más estilizado y abstracto, incluso más clásico si se quiere y en cierto sentido, para profundizar una y otra vez, a medida que paradójicamente pierde en apariencia su carácter transgresor, en lo que podríamos denominar la deconstrucción psicológica del melodrama hollywodiense, pero partiendo a la vez de referentes culturales propios, como el cine de José Antonio Nieves Conde (Surcos, 1951) o la obra más crispada y esperpéntica de Fernando Fernán-Gómez (El mundo sigue, 1963; El extraño viaje, 1964) [...]

9. ZUNZUNEGUI, Santos, “Epílogo”, en CASTRO DE PAZ, José Luis, PÉREZ PERUCHA, Julio y ZUNZUNEGUI, S. (dirs.), La nueva memoria. Historia(s) del cine español. A Coruña: Vía Láctea, 2005, pp.492-493.