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24.11.24

VII. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



ÚLTIMAS ESCENAS
FORMAS DE DECIR ADIOS
Faustino Sánchez


El caballo de Turín (Béla Tarr, 2011)



Ignorar, desconocer. La incertidumbre de la muerte es una de nuestras mayores salvaguardas –nos permite vivir sin cuenta atrás, sin la angustia de ver la arena cayendo en el reloj–, pero también impide, muchas veces, planificar con previsión la gran despedida y nos sume en lo imprevisible, lo incontrolable. Sin embargo, una vida está repleta de pequeñas despedidas, cada una de diferente tipo y alcance: la de la infancia o la adolescencia, la de un hogar o una amistad, la de una ciudad, un fetiche, una ilusión. Una de las despedidas más importantes, ya sea feliz o dolorosa, suele ser la que vivimos al dejar de trabajar, al abandonar la ocupación que más tiempo y probablemente esfuerzo nos ha robado en nuestro periplo. Es quizás el gran cambio vital. Y la ventaja de esta despedida es que muchas veces sabemos cuándo ocurrirá: a los 60, a los 65, a los 67… Las leyes cambian y la previsión no es exacta desde el primer día, pero hay un horizonte, una certidumbre, una imagen borrosa de destino. Se trata de una despedida esperada si no es interrumpida por un gran suceso, una gran sorpresa: puede atropellarnos un coche y mandarnos a la tumba o condenarnos a una mísera pensión de invalidez, pero también puede tocarnos la lotería o sorprendernos la herencia de un ancestro millonario sin descendencia. Nunca estamos ajenos al final abrupto y así siempre pueden sobrevenir las despedidas, pero es su baja probabilidad lo que nos permite vivir sin contar con ello, como si no existiera, como si no hubiera posibles desvíos ni callejones sin salida: al final, en lo cotidiano, se impone la fuerza probabilística de lo ordinario.

Pero hay personas cuyas propias vidas son un puro desvío de lo ordinario, del trabajo industrial o de servicios, y lo excepcional es su forma de existir, ya que viven enhebrando su fuerza productiva (su aporte a la sociedad) con la pulsión creadora. En muchos de esos casos excepcionales no es el trabajo un peaje de subsistencia, es la propia forma de vivir, y de esta manera la despedida de ese ciclo laboral no viene tan prefijado, queda más bien en manos de la fuerza de esa pulsión, aunque en ocasiones pueda acarrear también una forma de supervivencia, ya sea material o espiritual. Los creadores, las personas que se dedican al arte, y dentro de ellas los cineastas, son una buena muestra de la naturaleza de este selecto grupo. Por eso resulta interesante preguntarse de qué manera se despiden los cineastas de su propia vida creadora, o incluso si tiene sentido esa idea de despedida, ya que muchas veces su incertidumbre corre pareja a la de la muerte o a la de la imposibilidad física sobrevenida. 

No son pocos los cineastas que ruedan hasta el último día o mientras las fuerzas y condiciones físicas lo permiten, especialmente en el ecosistema del cine de autor. Se trata de cineastas con una reputación, una carrera consolidada, a quienes el prestigio y el capital reputacional permiten una financiación indefinida de películas. Esto suele ser más complicado en ámbitos intensamente capitalizados, en los que la productividad se cuantifica de forma más directa, como un balance de gastos y potenciales riesgos y pérdidas. Es el caso de lo que ocurrió en Hollywood a partir de los años ‘70, cuando los productores clásicos, magnates pero, a su modo, cinéfilos, dejaron su lugar a las empresas de Wall Street, para las que el cine no era más que una herramienta extractora de riqueza social para engordar sus cuentas. Esto provocó que muchos grandes cineastas, después de toda una vida asegurando ganancias a las productoras, no pudieran dirigir películas en sus últimos años ante la imposibilidad de que las compañías de seguros quisieran asumir el riesgo de una película dirigida por una persona de edad avanzada o con posibles problemas de salud, por lo que acababan pidiendo cifras astronómicas. Paradigmáticos en este sentido fueron casos como el de Billy Wilder o el de David Lean, quien invirtió sus últimos años de vida en intentar sacar adelante el rodaje de Nostromo, adaptando la novela de Joseph Conrad.

Seguramente, David Lean sabía que Nostromo iba a ser su despedida, pero no podemos asegurar hasta qué punto pensó que esa posibilidad existía ya con su anterior obra, Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), cuyo proyecto también fue muy difícil de materializar tras el fracaso de su anterior película, La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970), catorce años atrás. 

También existen casos excepcionales de abandono voluntario del cine por haber completado un proyecto artístico, como le ocurrió a Béla Tarr tras filmar El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011), aunque en ocasiones este propósito se cumple parcialmente, como le ocurrió a Ingmar Bergman, quien afirmó no dirigir más películas cinematográficas tras Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) pero acabó con una larga carrera post-cinematográfica con numerosas películas para televisión, incluida Saraband (2003), que redondeaba viejas aristas de su filmografía al plantear una secuela de su legendaria Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1974). Otros casos llamativos están sumidos en la duda sobre los motivos del abandono, como el de David Lynch, quien tras Inland Empire (2006) solo ha dirigido pequeñas piezas y una nueva temporada de su serie Twin Peaks (1992), y de quien siempre se anhela con expectación una vuelta a la gran pantalla. También está el caso de Quentin Tarantino, que anunció su despedida muchos años atrás, cuando afirmó que rodaría solo diez películas. El tiempo dirá si la película que hoy en día le falta por rodar será realmente la última. Y otro caso paradigmático de despedida prefijada del cine es el de Steven Soderbergh, quien en numerosas ocasiones se ha declarado harto del cine y de su industria, afirmando que iba a dejarlo o que rodaría una última película. Desde que hizo por primera vez aquella afirmación, Soderbergh ha dirigido decenas de películas de cine y miniseries de televisión, entre otros proyectos audiovisuales. ¿Quizá en su caso el espíritu creativo necesita la ilusión de creerse inmerso en la excepcionalidad de un último trabajo, la tensión, la energía, la chispa de un lugar en el que volcar las últimas voluntades, las últimas pulsiones creativas? Eliminar la coartada de lo que se hará “a continuación” del proyecto actual como acicate creativo para tener la libertad de lanzarse al vacío a tumba abierta, olvidar posibles hipotecas y peajes porque ya no importará fracasar, no habrá nuevas financiaciones que procurar ni credibilidad industrial que mantener. Aunque tenemos una opción más, la de aquellos que, en la tradición existencial que inauguró Melville con Bartleby el escribiente (1853), abandonan sin razón, dejan de hacer algo porque simplemente preferirían no hacerlo.

En cualquier caso, aunque no haya una despedida del cine clara, prefijada, o consciente, siempre hay un horizonte, una zozobra de ver el tiempo y las películas pasar, una ligera certidumbre de que la próxima película puede ser la última o que el final se acerca. Así que la gran pregunta, desde la imposibilidad de saber la certidumbre que cada cineasta tenía de su canto del cisne, imprevisto o anunciado, es saber cómo afectó esa zozobra del fuego en extinción a las últimas películas de los grandes cineastas, qué ocurrió con el pulso, con la mirada: ¿se sosegó con la sabiduría de los años, se intranquilizó al pensar que esas películas podrían ser las últimas oportunidades, se oscureció como una elegía siniestra, se embelleció con placidez retrospectiva?

Seguramente, podríamos definir una manera distinta de afrontar ese final –o ese paso del tiempo, no deja de ser lo mismo– en cada cineasta sobre el planeta, pero en un ejercicio de categorización, de buscar patrones para encontrar algo de verdad en la naturaleza artística, he querido resaltar cuatro estados de ánimo, cuatro formas de decir adiós, de afrontar los últimos momentos o las cuentas pendientes de los grandes cineastas. Cuatro visiones o tendencias a las que cabe adscribir, en diferente grado y de distinta forma, a un buen número de cineastas que pueden servir de ejemplo. 



[...]



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16.5.23

VII. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




CRÍMENES DEL FUTURO, DE DAVID CRONENBERG:
UNA ANTROPOLOGÍA DEL PORVENIR
[Fragmento inicial]

Faustino Sánchez



Crímenes del futuro




El borde de las cosas, el lugar donde cambian de nombre, el espacio entre dos universos, la frontera, el límite. Si la misión del arte está en la exploración y la búsqueda de límites, el cine de David Cronenberg ha estado, desde sus inicios, comprometido con el arte hasta sus últimas consecuencias. A modo de genealogía de su obra, se puede trazar una línea que recoja las herencias modernas del S. XX y los artefactos diseñados por la posmodernidad para impulsarse más allá del S. XXI, en una tarea que busca imaginar el futuro del ser humano para revelar lo que somos.

Crímenes del futuro (Crimes of the future, 2022) es una película que recoge desde distintas dimensiones el conjunto de ideas del cineasta canadiense para llevarlas más lejos que nunca y para iluminar hipótesis espeluznantes cuya naturaleza terrorífica se pone en cuestión a través de la propia obra. No por casualidad, la película es una obra artística que reflexiona sobre el arte como elemento indisoluble de la vida o la política.


¿Dónde estamos?

Aunque siempre fue algo latente, nunca hasta esta película había puesto sobre la mesa David Cronenberg una equiparación tan clara entre vida, arte y política. Si miramos el conjunto desde lejos, las principales ideas, donde se fusionan filosofía y política, pueden resumirse en una dicotomía entre la preservación y el evolucionismo. Se plantea una tensión entre cuánto podemos cambiar sin dejar de ser nosotros mismos o, aún más allá, si merece la pena o incluso es necesario modificar nuestras esencias. Puede parecer la típica dicotomía entre conservadurismo y progresismo, pero en unos términos muy diferentes a los actuales, donde el progresismo parece haberse convertido en una herramienta de resistencia ante un cambio forzado por quien desea ampliar sus privilegios; es decir, un progresismo que busca preservar la esencia de un mundo cuya inercia de cambio atada a las necesidades de las élites impulsa una evolución hacia una nueva realidad. Y, en ese panorama, parece preguntarse Cronenberg, ¿qué es más inteligente, aferrarse a un pasado agónico, en descomposición, o buscar nuevas formas de ser, de vehicularnos y relacionarnos con el mundo?

En el mundo de Crímenes del futuro, el dolor ha desaparecido. No sabemos si por intervención directa de innovaciones científicas, medicamentos, ingeniería, o a través de una acción indirecta de estas cosas, que poco a poco han cambiado la naturaleza del ser humano hasta hacerlo inmune (o casi inmune) al dolor. Parece que esta desaparición no es total, y mientras algunos personajes alertan acerca de su peligro, asociado a que dejamos de tener en nuestro cuerpo la alarma de que algo va mal, otros anhelan poder sentir el dolor. ¿Llevó la desaparición del dolor a la anhedonia? Así como el silencio solo tiene sentido si existe el sonido, ¿el placer solo existe si hay dolor? ¿La desaparición del dolor implica la desaparición de la sensibilidad física? ¿Provoca también la aparición o relanzamiento de nuevas formas artísticas, nuevas maneras de entender nuestro entorno y comunicarnos con él?

Lo que es seguro, y se muestra claramente en la película, es que ese mundo sin dolor ha modificado los límites y los umbrales. Si la sensibilidad de nuestra audición se debilita, necesitamos muchos más decibelios para oír lo mismo que escuchábamos antes. ¿El peaje para eliminar el dolor es acabar con la sensibilidad del tacto, es decir, acabar con el cuerpo? Esta nueva condición acaba con los clásicos placeres de la carne (“el sexo a la antigua”, se llega a decir), por lo que es necesario buscar maneras más extremas de sentir, lo que conduce a otro de los eslóganes de la película: “la cirugía es el nuevo sexo”. En un mundo sin dolor, el placer del cuerpo es el límite de aquello que está entre el ser y el no ser, en el abismo de su propia destrucción. Los viejos tabúes se rompen eliminando esta condición de contorno.

Por otro lado, sí hay algunas personas que todavía experimentan dolor, y son aquellas, consideradas artistas, cuyos cuerpos generan tumores que se reconducen, nadie sabe si por voluntad de la persona o de forma independiente a ella, hacia la generación de nuevos órganos. Y en cualquier caso se abre otra pregunta que tiene que ver con la naturaleza del arte: ¿es imprescindible la voluntariedad y dirección de la creación para que algo pueda considerarse artístico? ¿Tiene sentido seguir hablando de arte en el sentido de sus definiciones clásicas en un mundo tan distinto como este? El protagonista de la película, Saul Tenser (Viggo Mortensen), es una de estas personas (enfermo-mutante-artista), y parece canalizar su creatividad en esa generación de nuevos órganos que, además, lleva implícito dolor y sufrimiento, vistos casi como un privilegio. Posteriormente, junto con su pareja artística Caprice (Lea Sydoux), realizan performances artísticas en las que se extirpan dichos órganos. Como reza uno de los eslóganes de la película, que se proyecta en las propias performances de los protagonistas, “body is reality”. En un mundo donde la representación y el simulacro se han vuelto hegemónicos, haciendo desaparecer las texturas de lo real, el cuerpo y la realidad parecen ser lo único importante. La frontera entre lo privado y lo público no existe desde que las viejas redes sociales acabaron con ellas. Lo importante es el cuerpo, la realidad. Todo lo demás parecen ser ruinas de un mundo abandonado. El acto de la performance es la extirpación quirúrgica, que se consagra como un rito sagrado; a su termino los momentos cumbre se repiten una y otra vez en las viejas pantallas de tubo que conforman la escueta decoración del escenario y entre las que los asistentes departen e interactúan en lo que parece una tranquila celebración del éxito. El cigarro después del orgasmo.

El mundo futurista que plantea Cronenberg, que no deja de ser una ampliación y prolongación de los apéndices que en la actualidad van apoderándose de la realidad, es un mundo en el que la ciencia y la tecnología, a diferencia de lo que parece actualmente, no han cambiado el contexto, sino la esencia del ser humano. Y cuando muta la esencia el contexto se degrada a velocidad de vértigo, porque la escala de prioridades varía, lo importante se convierte en accesorio y aquello en lo que antes nadie se fijaba se convierte en la gran aspiración de la humanidad.


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13.6.22

X. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022




CINE DEL PRESENTE, COORDENADAS CENTENARIAS

Faustino Sánchez







100 años de expresionismo

En 2022 se cumplen 100 años del estreno de dos películas emblemáticas del expresionismo alemán: El doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, F. Lang, 1922) y Nosferatu (F. W. Murnau, 1922). Se trata de dos obras cumbre de la historia del cine, de las que se han escrito ríos de tinta e infinidad de ensayos, análisis e interpretaciones, pero cuya relación con el cine contemporáneo y el mundo actual no se ha explotado de la misma manera.

A pesar de ser dos de las películas más famosas del mítico movimiento germánico, si nos fijamos en ellas vemos rápidamente que a nivel estético no son las más representativas del movimiento; más bien son rarezas, objetos únicos fuera del espacio y del tiempo que, quizás por esa razón, tienen un alcance universal que puede resultar muy útil para pensar otras realidades. 

En el caso de la película de Lang, estamos ante una obra que centra su dirección y su vigor en el montaje, con una narrativa frenética y una fuerte carga simbólica de los conceptos tratados, que revelan una determinada realidad social a través de la fantasía, la acción y el juego conspiranoico. Fantasía, realismo social, policiaco, noir… Los géneros se hibridaban antes de que maduraran en el propio cine, quizás porque los géneros, procedentes de otras artes, nunca llegaron a ser puros. 

La obra de Murnau, sin embargo, reviste un aliento más poético. Nosferatu es una película llena de planos abiertos, en escenarios reales, con algunas imágenes luminosas y atmósfera naturalista. Se suelen recordar, en Nosferatu, las sombras, el castillo del conde Orlok y la imponente figura de Max Schreck, pero incluso estos elementos, tan propios del misterio, el terror y de los temas recurrentes del expresionismo alemán, están tratados con una mirada mucho más libre de artificios, precisa hasta el extremo, pero limpia. 

Solo habían pasado dos años del éxito de El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920), pero la aproximación estética ya se había abierto, enriquecido y parecía abarcar universos más complejos y totalmente alejados del expresionismo primerizo de Wegener o Wiene. Ya no tenemos esos abigarrados y sinuosos decorados pintados, ya no tenemos esos movimientos ortopédicos de los intérpretes ni una dualidad tan básica (aunque no poco interesante) en el uso del plano general y el primer plano. La herencia pictórica de Die Brücke pasó a ser menos directa, más sofisticada y tamizada por otras influencias. El cine, de repente, en esos dos años, alcanzó un grado de sofisticación y de madurez impensable en otras artes o en otras épocas históricas.

Bien es cierto que, más allá de la estética y del uso de recursos formales, estas dos obras de Lang y Murnau siguen interesándose por lo siniestro, lo macabro, por el papel del Mal en la sociedad y su influencia en el individuo. De hecho, lo que ambos consiguen en sus películas a este respecto llega aún más lejos de lo que consiguieron sus predecesores. Una estética con menos marcas, menos subrayada, consiguió un efecto más profundo y más complejo en la descarnada disección que practicaron al alma humana, a la vez que comprendieron que lo individual no se puede separar de lo social. Núcleo y contexto son indivisibles. La percepción no se escinde.


Categorías clásicas

Tradicionalmente, el cine se ha representado a través de una rígida taxonomía que pone sobre la mesa dos categorías o, mejor dicho, dos filiaciones que podría catalogarse como más filosóficas que estéticas: la de los hermanos Lumière y la de Georges Méliès. Esto ha servido, muchas veces con brocha gorda, para lanzar a un lado y a otro el cine de no ficción y el cine de ficción o, en su versión algo más sofisticada, el cine de la realidad y el cine de la imaginación.

Con el paso de los años han ido quedando patentes algunas máximas sobre la relación entre realidad y representación o no ficción y ficción, como aquella afirmación de Rossellini que decía que toda ficción es un documental de su propio rodaje, o la evidencia de que ninguna película documental está a salvo de su carácter de representación.

La afirmación de Rossellini, de profunda raigambre baziniana, parece estar hoy en día más vigente que nunca, y periódicamente es reivindicada por algún teórico o cineasta. Acerca de ella, resulta elocuente una anécdota que tuvo lugar en el año 2019, cuando la revista británica Sight and Sound, fiel a su tradición de generar cánones cinematográficos universales, lanzó una encuesta entre críticos, programadores y cineastas sobre los mejores documentales de la historia del cine, pidiendo a cada uno de ellos una lista de sus 10 favoritos. La mera decisión de generar una lista en torno a ese vago concepto dual de ficción o no ficción ya resultaba polémica, y la respuesta del cineasta James Benning estuvo a la altura cuando en su lista incluyó una única película, Titanic (James Cameron, 1997), incluyendo el siguiente comentario: “Este es mi único voto: un documento asombroso sobre la mala interpretación. Y, debo añadir, todas las películas son ficciones”. (1)

1. This is my only vote: an amazing document of bad acting. And, I might add, all films are fictions.

Acerca del hecho de que todo documental es una representación, sabemos que cualquier documental (si es que tiene sentido seguir utilizando este término), como cualquier ficción audiovisual, está impregnado de puesta en escena y de decisiones que condicionan el resultado, como la posición de la cámara o el momento en el que empezar o terminar un plano. La representación está en la propia naturaleza del cine, en la manera de aproximarse a su materia primaria: el espacio y el tiempo.

Por este motivo, el propio origen de esta categoría adolece de este problema: las películas de los hermanos Lumière son emblemas de puesta en escena. No solo porque tenían actores que interpretaban un papel, lo ensayaban y representaban frente a la cámara (desde el regador regado hasta los jugadores de la partida de cartas), o por la mera elección de una u otra toma, sino también porque la propia decisión de cómo disponer los elementos en el cuadro, desde dónde filmarlos y cuándo filmarlos determinan indudablemente el punto de vista. Como dice Benning, todas las películas son ficciones.

Pero se puede ir más lejos todavía en esa linde entre realidad y representación. Obviando ese punto de vista del realizador, que sería el sujeto, también existe un condicionamiento decisivo en el objeto, en lo filmado, desde el momento en que ese objeto son personas conscientes de que están siendo filmadas. La presencia de una cámara condiciona su comportamiento, sus gestos, su mirada, y por lo tanto su vida desaparece durante unos momentos. La persona filmada se convierte en un fantasma, ya que no existe para sí misma sino para aquello que está siendo filmado. Vive durante un tiempo para cumplir un rol, para ser otro: su imagen proyectada.

Estas disquisiciones, antiguas y tan ampliamente abordadas, volvieron a salir a la luz en el S. XXI con el advenimiento del digital y su capacidad para intentar sortear estos límites. El mejor ejemplo puede ser el caso del cineasta chino Wang Bing, quien convive filmando a sus personajes hasta que la cámara desaparece por la costumbre, si esto es posible, o al menos minimiza su interferencia en la realidad. El cine digital, con sus cámaras pequeñas y su capacidad de grabación casi ilimitada, puede plantearse este objetivo de diluir realidad y representación.

Sin embargo, ya entrada la tercera década del S. XXI, nos encontramos con que el efecto mayoritario en el audiovisual ha sido el contrario: la representación ha colonizado la vida; todo instante es susceptible de ser grabado, toda nuestra existencia podría ser perdurable y, de tal manera, la propia identidad muta condicionada por esa imagen de espejo corregido que intentamos dar. La sobreexposición acaba llevando a una pregunta: si cuando la representación era una excepción de la realidad la ficción era su mecanismo de exhibición, ¿cuál es el mecanismo de exhibición de la realidad cuando la excepción es la propia realidad íntima y la norma es una realidad performativa susceptible de ser grabada? ¿Tiene sentido, en un momento en el que el diario íntimo, la creación y la confesión conviven diariamente en las redes sociales, hablar de categorías que ya son indiscernibles e impregnan no solo el cine sino la vida? [...]






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8.9.21

RESEÑA DE "DEBORD EN LAVAPIÉS", Faustino Sánchez, Valencia: Shangrila 2021

 




Por Juan Jiménez García


Unos cuantos pensamientos alrededor de Leonardo Sciascia (¡qué tendrá que ver!). Más que alrededor, a partir. La lectura de Todo modo me lleva a algo muy presente en cierta parte de su obra: el misterio. El misterio sin solución, irresoluble. Es más, necesariamente irresuelto. Como en el viaje, lo importante no es el destino sino el viaje en sí mismo. Cuando empecé a leer Debord en Lavapies, inmediatamente vinieron a mi cabeza dos nombres: William Gaddis y Jacques Rivette. Diría (y que alguien me corrija de lo contrario… o mejor, que nadie me corrija aun errando) que son la columna vertebral, el tronco del que surge todo lo demás, la fuerza que sustenta el resto, lo otro. No puedo sacar a su autor del texto y por eso sé que también los dos suponen esos polos de atracción alrededor de los que se mueve: la literatura y el cine, el cine y la literatura. En el libro, Gaddis es la fuerza de los diálogos generacionales, constructores de la historia, la historia en sí misma (siempre nuestra historia). Rivette es el misterio. La abstracción de ese misterio. Porque para Rivette lo importante no es lo visible sino aquello que nunca se revela, que no es más que sugerencia, que apela a nuestra intuición. Digámoslo claro: el misterio en Rivette es su inexistencia. Volviendo a Sciascia, lo importante es todo lo que nos revela su búsqueda.

A partir de ahí, Faustino Sánchez construye en Debord en Lavapiés el sueño de una noche de primavera, surgido en unas plazas un 15 de mayo. Un sueño de juventud que tal vez buscaba repetir aquel mayo del 68, olvidando que seguramente aquellos a los que se reclamaba algo, un futuro, son los herederos de ese otro, de esos otros tiempos. Y ahora, pasados los años, ya no sabemos lo que pensar, de modo que mejor quedarnos con esa búsqueda utópica que nos presenta el libro, ese plan B, que a mí se me hace cierto al revés, por las infiltraciones de la derecha en la izquierda más que por las de la izquierda en la derecha. Ingenuamente, pensamos en la existencia de los extremos, cuando la vida, si algo ha revelado, es que es circular. El escritor aprovecha todo este entramado para construir una obra total, en la que, como decía, a la manera de Gaddis, se habla de todo, empezando por el cine, porque ese todo es la novela. En esos jóvenes salidos de aquellos días y noches, en lo que ha quedado de ellos, en el plan que se han marcado, en sus derivas por las calles del barrio de Lavapiés, un poco de ese otro Madrid más allá de él, en esa vida alrededor de la Filmoteca, en este París en el que Laura es Juliet Berto, Alicia en el País sin Maravillas.

Retrato sociológico de una generación más que perdida, extraviada. Extraviada en sus propias contradicciones, en realidades e irrealidades, en extenuantes duelos dialectales que ahora, comodidad de los tiempos, se trasladan a las redes sociales, y en los que esta pandemia solo ha sido una constatación más de que todo está perdido y que por eso somos eternos optimistas. Y al final comprendimos, gracias a esas redes, lo que siempre había estado ahí. Ahora un algoritmo nos hace entender uno de esos mecanismos que mueven el mundo: solo hablamos para aquellos convencidos como nosotros y solo vemos aquellas opiniones de nuestros semejantes. Revoluciones de salón en lejanos planetas. Me pregunto si Faustino leyó El contexto, porque tengo la seguridad de que vio Excelentísimos cadáveres (cuestión de buen gusto). Cómo no relacionar las derrotas de todos… Pero aún en esas derrotas, hay algo bello. En las derrotas de todos: soñadores, Gaddis, Rivette, Sciascia,… Y es que pierden porque lo intentaron. Cada a cual a su manera.

Cada cual a su manera y el OuLiPo en todos lados. Porque aquí también surge el oficio del escritor (que no el oficio de escritor, aunque también) y en su construcción adivinamos el gusto por el juego, por el cálculo de probabilidades, las matemáticas, esa sangre que recorre las venas del taller de literatura potencial. Debord en Lavapiés se convierte pues en la obra total, una explosiva mezcla que hay que manejar con cuidado. Con el cuidado con el que lo hace Faustino Sánchez, para entregarnos un retrato de unos días, que luego fueron meses y más tarde años, y qué quedó de aquellas ilusiones y hacia dónde podrían haber marchado irónicamente. Entre vampiros, vidas eternas, empinadas calles y más empinados destinos. Vencer, vencer de verdad, hasta la derrota. Como en una película de los años sesenta de aquellas que tantos nos gustaban. Cuando París nos pertenecía.



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28.6.21

NOVEDAD NARRATIVA: "DEBORD EN LAVAPIÉS", de Faustino Sánchez (Shangrila 2021)





356 páginas - 14x20cm - ISBN: 978-84-123523-3-7

 

Un grupo de amigos, la atracción por el cine, la tensión entre institución y activismo, el poder de la imaginación, la fuerza de la tecnología. Estos y otros elementos se dan cita en Debord en Lavapiés, novela de múltiples tonos, geométrica y heterodoxa, fantástica y realista, donde los anhelos de los protagonistas se esconden entre la noche y la bruma.

Debord en Lavapiés es una sátira de lo individual y lo colectivo, una ficción cinéfila, un viaje conspiranoico al corazón de Madrid. La novela se asoma a unas vidas condicionadas por el arte y la política y lanza una mirada a la burbuja de una generación que quizás nunca existió.

Construida a través de una narración en tres hilos correspondientes a tres tiempos en los que el núcleo principal se desintegra paulatinamente, Debord en Lavapiés proyecta las viejas sombras del Oulipo o del Situacionismo en el mundo actual, jugando con la intertextualidad, el humor, la reflexión y, sobre todo, desvela una contrahistoria que impulsa los deseos y aspiraciones de cambio de los protagonistas.

Decía Guy Debord que «los sectores de una ciudad son hasta cierto punto descifrables, pero el significado personal que han tenido para nosotros es incomunicable, como toda la clandestinidad de la vida privada, respecto de la que no poseemos más que lastimosos documentos». Sobre esa vida privada, inaprensible y desplegada sobre el mapa de un territorio, se superpone una ficción política que dialoga con el sueño novelístico que Ricardo Piglia expresaba en Respiración artificial: «en mi caso no se trata de narrar (o describir) esa otra época, ese otro lugar, sino de construir un relato donde sólo se presenten los posibles testimonios del futuro», refiriéndose a «un historiador que trabaja con documentos del porvenir».
  

Faustino Sánchez. (Albacete, 1983) compagina desde hace años una vida profesional ligada a la ciencia de datos y a la inteligencia artificial con sus dos grandes pasiones, el cine y la literatura. En 2011 publicó junto a Aarón Rodríguez el libro de análisis fílmico Retratos de familia, tránsitos del cine y desde 2007 ha publicado textos sobre cine y literatura y artefactos diversos en Shangrila, Detour, Transit, Visual 404, El rayo verde, Narrativas y El problema de Yorick. Apasionado desde la infancia por la literatura, admira a autores diversos: clásicos decimonónicos como Stendhal, George Eliot o Dostoievski; posmodernos estadounidenses como Thomas Pynchon, Don DeLillo o David Foster Wallace; heterodoxos como Georges Perec, Iris Murdoch o Fleur Jaeggy.

Es Ingeniero de Telecomunicación, Doctor por la Universidad Politécnica de Madrid y funcionario del Cuerpo Superior de Sistemas y Tecnologías de la Información de la Administración del Estado. Desde 2010 vive en Lavapiés, recorriendo sus calles, observando sus fantasmas y su vida en comunidad.

Debord en Lavapiés es su primera novela.
    

Más información:




16.10.20

XVII. "NIEVE. POSTALES DESDE EL FRÍO", Pasión Rivière (coord.), Shangrila 2020




NIEVE GRIS
Faustino Sánchez



Ted Croner, Sin título, 1947




He necesitado esperar a la jubilación para cumplir el sueño de mi infancia: vivir en un lugar donde nieva copiosamente media docena de veces al año. En realidad, solo se trata de la mitad de mi sueño. La otra mitad la cumplí durante los cuarenta y cinco años en los que fui primero detective privado y, luego, inspector de policía. Mi avidez nunca vino tanto por el lado de impartir justicia o perseguir malhechores, sino por el de encontrar la verdad y demostrarla a los demás, y puedo decir que eso se ha cumplido en buena parte. Sin embargo, moriré con la desazón de que aquel sueño único de infancia haya necesitado atomizarse para ser cumplido. Nunca conseguí ser un detective en la nieve, solo un detective urbano y ahora un jubilado en la nieve.

Hace ya cerca de sesenta años de mi primer recuerdo de la nieve, que, viviendo en un barrio pobre de gran ciudad, era normal que estuviera asociado a una pantalla de cine. Necesitábamos una ventana al exterior de un barrio que constituía todo nuestro universo. Ir al cine era embarcarse en una aventura intergaláctica; expandía nuestros sentidos convirtiéndose en nuestro mayor instrumento de conocimiento y emancipación. Conocimiento compartido en comunidad. Compartir películas era compartir experiencias.

Suelo recordar la historia que contaba James Baldwin sobre el cambio que el cine produjo en su infancia, cuando era un niño pobre de Harlem, negro, homosexual, de ojos saltones. En esos primeros años ‘30 nadie podía imaginar que Baldwin fuera a convertirse en el gran escritor y activista que fue, que rellenaría de oro las páginas de la historia del arte y la dignidad del siglo XX. Él, como yo en mi barrio, no pensaba que pudiera salir de su pequeño Harlem, de la burbuja de su entorno. Hasta que en una de esas sesiones de sábado por la tarde en las que el cine era el lugar de encuentro comunitario, una pequeña película de Michael Curtiz se cruzó en su vida: Veinte mil años en Sing Sing. En aquel momento no era importante que Curtiz estuviera detrás de la cámara. Lo importante es quiénes estaban delante, quiénes expandían la mirada de los espectadores. Eran dos estrellas de Hollywood, Spencer Tracy y Bette Davis, estrellas pioneras pero aún no rutilantes surgidas de ese nuevo cine que acababa de empezar a hablar.

Baldwin estaba viendo la película con agrado, disfrutando como solía hacerlo del cine, cuando de repente, con una sola imagen, algo cambió en su cabeza. Bette Davis, en primer plano, bebía un sorbo de su copa de champán mientras miraba a cámara con sus enormes ojos de rana. Una mirada dirigida a James Baldwin, quien, en ese momento, vio sus propios ojos al otro lado de la cámara, del universo, del mundo. Ahí estaban, ojos de rana y estrella de Hollywood. Fealdad y éxito. Cortocircuito mental. Baldwin sabía que podría salir de la miseria y hasta hacer cosas importantes. Una mirada de Bette Davis en una sala oscura le cambió la vida de una manera que en ese momento todavía no era capaz de calibrar.


Veinte mil años en Sing Sing



Mi experiencia fue similar cuando, aún más pequeño que James Baldwin, vi una película de un policía violento, desarrapado, de vuelta de todo. Era un policía antipático que recuerdo que me asustaba. La película era urbana y agreste. En realidad, no presentaba una realidad muy diferente de las cosas que yo miraba o intuía al otro lado de la ventana de mi casa. Pero me permitía verlas de cerca. Aquellas eran las cosas que mi mirada, acordonada por la distancia del peligro, no llegaba a atisbar. Sin embargo, en la película, de repente, todo cambia. El conflictivo policía es desterrado. Lo envían a resolver un caso a las montañas y la ciudad queda atrás. Era un paisaje como no había visto en ningún otro lugar, o quizás recordaba haber visto con frialdad en la ilustración descolorida de algún libro infantil. Porque las montañas las reconocía bien. Me impactó, no obstante, el manto que cubría todo de un gris mucho más claro que el gris de la ciudad: un gris uniforme, suave, de tonalidad degradada. Un gris que se asentaba conforme iba goteando del cielo, como cuando mi madre lanzaba pellizcos de sal sobre la comida. Pero la sal se diluía en la comida, no formaba ese manto maravilloso que solo deseaba tocar, por el que soñaba deslizarme [...]






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16.10.19

VIII. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





Muñecas dulces, muñecas que matan
Acerca de El extraño caso de Angélica
(Manoel de Oliveira, 2010)

Faustino Sánchez

El extraño caso de Angélica



Comienza como una fábula decimonónica. Quizás como un cuento gótico. Una noche oscura, madrugada cerrada, con una tromba de agua cayendo sobre una calle empedrada, el capataz de una finca pide a voz en grito, dirigiéndose a un balcón, un fotógrafo cuyos servicios requiere con urgencia. El fotógrafo se hace rogar; “no está”, le dicen desde el balcón, cuando un paseante casual lo redirige a otro fotógrafo y, finalmente, encuentra a un joven desconcertado ante la petición, pero que acaba prestándose a hacer el trabajo siguiendo la recomendación de la casera de la pensión donde se aloja: “Es una casa de una señora muy importante. De suma importancia, ciertamente”.

Al señor Isaac lo reclaman para fotografiar a una muerta, un cadáver joven, cuando la tragedia todavía está latente en el hogar, en la familia. Isaac se siente un intruso en ese momento de intimidad, al interrumpir el velatorio, y Manoel de Oliveira filma estos instantes como si él mismo estuviera experimentándolos, con una cámara firme y estática que contrapone la rigidez de la familia en duelo con la fragilidad del joven fotógrafo, pues se adentra en la casa con precaución, como si entrara poco a poco en la boca del lobo. La extrañeza se multiplica delante de Angélica, un cadáver de naturaleza tan angelical (su nombre no es casual) que el joven señor Isaac se siente incapaz de retratarla. Busca un ángulo tras otro, se mueve con incomodidad sintiendo la presión de la familia a sus espaldas pero, al mismo tiempo, es incapaz de terminar la tarea. Angélica no es un cadáver: es demasiado perfecta para eso, la piel es demasiado tersa, demasiado suave; su atuendo, vestido y flores, irreal hasta para un instante fuera del tiempo. Angélica es porcelana, bella y calma. Angélica es una muñeca que parece estar a punto de cobrar vida. Sobre el objetivo de la cámara, el señor Isaac percibe un parpadeo, una sonrisa. Da un respingo. Vuelve a mirar. La muñeca sigue inmóvil, está donde la encontró. Nadie parece haber visto nada. ¿Dónde está el desajuste, en la percepción dispar de los espectadores o en la doble naturaleza de lo observado? El antes y el después son invariables, pero en el intersticio entre ambos momentos algo ha pasado, algo de lo que ya no hay pruebas, algo volátil que la fotografía, al perder la oportunidad de retratar el misterio, lo invisible, no ha podido capturar. Si el cine filma a la muerte trabajando, como decía Jean Cocteau, la fotografía evidencia el misterio de la vida a través de la omisión. La fotografía viene a ser la elipsis audaz que el cine difícilmente alcanza. Aunque el cine evidencia también el misterio al no ser capaz de filmar lo que ocurre entre un veinticuatroavo de segundo y el siguiente. Si la sonrisa hubiera sido tan rápida como para abarcar menos de un veinticuatroavo de segundo, ni siquiera el cine habría podido ser un testigo fiel [...] 










   



22.10.18

X. "CARTAS, CUERPOS, ESCRITURA", Revista Shangrila nº 32, Shangrila 2018




LA INTIMIDAD FILMADA
A PROPÓSITO DE JONAS MEKAS Y
EN EL CAMINO, DE CUANDO EN CUANDO, VISLUMBRÉ BREVES MOMENTOS DE BELLEZA (2000)

Faustino Sánchez

En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza



Quizás sea el concepto de lo íntimo aquello que une herramientas expresivas tan similares y tan diferentes entre ellas como la carta y el diario; del mismo modo, lo íntimo siempre ha tenido relación con lo espiritual, por lo que de esta forma podríamos hablar de Jonas Mekas como uno de los grandes cineastas espirituales de la segunda mitad del S. XX. No es nuevo decir que Jonas Mekas representa mejor que nadie nuestro viejo siglo de sobresaltos, inspiraciones y turbulencias: tras nacer en Lituania, ser apresado por los nazis e internado en un campo de trabajo, Jonas Mekas, junto con su hermano Adolfas, consiguió finalmente huir a EEUU, establecerse en Nueva York e integrarse en la escena artística y experimental de los años ‘50. En ese círculo, sus amigos (poetas, cineastas, artistas vinculados al pop-art, a la generación beat y a movimientos rupturistas de todo tipo), se iban a convertir en fundamentales en su vida y en su obra, iban a delimitar su forma de vivir y de filmar, y hasta su manera de respirar. Poeta, cineasta, preservador de la memoria y del patrimonio fílmico, divulgador. Mítico en todas sus facetas, con sus libros de poemas, sus películas-diario, sus Anthology Film Archives, su columna en el Village Voice. Jonas Mekas es el S. XX.

La obra de Jonas Mekas ha ido oscilando a lo largo de su carrera entre dos polos, el de la misiva y el del diario, y en ocasiones su delimitación o clasificación no es sencilla. Como decíamos, si hay algo en común entre ambas, y que queda perfectamente visible a través del estilo y personalidad fílmica de Jonas Mekas, es la intimidad y, en una segunda derivada, la espiritualidad.


La intimidad de lo privado

Tanto la carta como el diario son, en principio, comunicaciones privadas. El diario está escrito para uno mismo, mientras que una carta está escrita para otra persona, pero una persona específica. Conocer el destinatario, por lo tanto, permite delimitar códigos, afinarlos, dejar de decir todo aquello que emisor y receptor conocen de manera implícita. No es necesario describir el contexto del mundo cuando este contexto es común, cuando se escribe conociendo las circunstancias, pensamientos, vivencias, del destinatario. Por eso, en muchas ocasiones, cartas o diarios no son legibles, o no se pueden entender en su grandiosa complejidad. Son grandes poemas elípticos, en los que un tercero no puede más que comprender la superficie de las cosas. Por esta razón, cuanto mayor es la relación y el conocimiento mutuo entre emisor y receptor de una carta, más compleja es la descodificación por parte de un tercero [...]




   



19.4.18

VIII. "MELANCOLÍA": LA MELANCOLÍA DE LOS FANTASMAS. LEVITACIONES ENTRE DAVID FOSTER WALLACE Y APICHATPONG WEERASETHAKUL




David Foster Wallace / Apichatpong Weerasethakul



En ocasiones vemos fantasmas, pero rara vez los oímos llegar. Los fantasmas están ahí, carcomiendo las espigas del deseo, fabricando fantasías imposibles, anhelos que nunca podrán llegar a ser. Los fantasmas son melancólicos por naturaleza, ya que dejaron asuntos pendientes, pero en ocasiones sus asuntos son irrealizables, y por eso siempre vagarán, como el holandés errante, ya sea acompañando a aquellos que conocieron, acechando a nuevos seres o deambulando sin más propósito que matar el tiempo. Efectivamente, su Pandora nunca existió.

Si la auténtica melancolía corresponde a aquello que nunca tuvimos ni podremos tener, entonces todos seremos siempre fantasmas, todos tendremos cuentas pendientes, dejaremos tristezas sin realizar, mandatos propios por obedecer. La crónica de una vida es la historia de todo aquello que no llegamos a hacer, porque en las palpitaciones del deseo entendemos nuestra naturaleza amorfa mejor que en un hierático registro de logros, actividades y parlamentos [...]


La melancolía de los fantasmas.
Levitaciones entre David Foster Wallace y
Apichatpong Weerasethakul
Faustino Sánchez


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11.12.15

XXII. LA SUPERVIVENCIA. HERRAMIENTAS MÍNIMAS - REVISTA SHANGRILA Nº 25.




El tahúr del as de diamantesGeorges de La Tour, 1635

Intentemos llegar a un acuerdo. El juego puede salvarnos. Correcto. El juego puede matarnos. Correcto. El juego nos salva. Incorrecto. El juego nos mata. Incorrecto. Es el “puede” lo que nos libera de lo falso, lo que nos previene del error. El “poder” admite matices, pues basta con una ocurrencia del suceso para no poder descartar la proposición. No importa que todo se derrumbe mientras un último escalón siga en pie. Podemos sobrevivir. Podremos volver a decir que podemos, aunque la probabilidad se haya reducido al mínimo. Lo importante es no llegar al 0. Tampoco al 100. En los extremos se habrá acabado todo. Victoria o game over, no hay nada después. Más allá de los límites está la muerte. Celebremos que aún podemos. Celebremos el relativismo, las probabilidades, la lógica difusa, aunque puedan encarnar el mayor de los peligros. ¿Nos queda alguna otra opción? (...)

  "La felicidad, probablemente. Juego y combinatoria",
Faustino Sánchez
en La supervivencia. Herramientas mínimas

Revista Shangrila nº 25





24.8.14

RETRATOS DE FAMILIA - TRÁNSITOS DEL CINE






Madrid, 4 de Mayo de 2011

Estimado Faus:


Creo que (sobre)vivimos, precisamente, por las contradicciones y por la extrema lucha con ellas. El placer de trabajar con un compañero de libro tan alejado metodológicamente pero tan cercano por una cuestión puramente generacional es ir descubriendo que, al margen de los referentes, somos capaces de intuir los mismos problemas en el tapiz sociológico que nos ha tocado afrontar. En ese sentido, quizá una de las vertientes más reivindicables del trabajo que hemos realizado en paralelo durante los últimos meses haya sido bregar precisamente contra nuestras propias contradicciones: nuestros intereses, nuestras herramientas. Probablemente a nuestro pequeño Frankenstein teórico se le noten demasiado las hendiduras, las cicatrices, los balbuceos y las desavenencias entre nuestras dos miradas teóricas pero, después de todo, ¿no somos nosotros mismos ya hijos de una sociedad de discursos tartamudos, balbuceantes, contradictorios?


Me gusta, en cualquier caso, esa polaroid movida que lanzas sobre una familia -la retratada en Yang- capaz de moverse “entre la necesidad y el dolor”. La familia ha pasado de convertirse en el pilar maestro de edificación ideológica y social de las sociedades del primer mundo a una especie de último héroe crepuscular de un mundo pasado (y no por ello, debo añadir, menos reivindicable). En otro momento hablas de que la familia “debería estar abierta a cualquier variación, interpretación y mutación”. Y aquí, afortunadamente, es quizá donde me atrevo a discrepar con mayor fuerza con tu línea teórica y donde -si todo va bien- se apreciarán con más fuerza nuestras divergencias en el análisis. La familia, en tanto construcción, es necesariamente el resultado eficaz y soberano de una emergencia personal vivida en ciertos textos, digámoslo sin miedo, fundacionales. Por supuesto, nos topamos de bruces con el problema de los márgenes y de los sujetos que viven en los márgenes, pero eso no me impide definir(me) en la familia con una perspectiva necesariamente reflexiva/defensiva sobre, pongamos como ejemplo, la función simbólica del padre. Comprendo que mi posición es ciertamente más incómoda -por no decir, retrógrada o suicida- y, sin embargo, no puedo sino dialogar con los textos en busca de evidencias que sustenten o desmonten esta misma intuición. Una cinta de la que no hemos hablado casi ni en nuestros correos ni en nuestros cafés es la muy intensa (y sabiamente postmoderna) C.R.A.Z.Y., esa pequeña joyita que nos habla de una familia en la que se propone un constante debate entre su interior simbólico, su diálogo con los márgenes (la homosexualidad, el mundo no occidental) y su identidad dentro de un marco en el que la cultura popular parece fagocitar lo que antes pendía de la presencia de lo sagrado. Creo que una cinta de esas características engloba también con gran precisión el reto y las posibilidades de diálogo que pueden desprenderse de la sociedad líquida. Sin embargo -y antes de deslizarme en un peligroso claqué relativista del que no saldría muy bien parado- prefiero trabajar desde la eficacia simbólica para, una vez cómodamente asentado en su tejadillo, intentar mirar con sospecha los huracanes distópicos de nuestro querido y criminal siglo XX.

Y supongo que bien podría ser ésta mi declaración de intenciones inicial. Poco me queda añadir sino abrir las puertas del análisis para que cualquiera de nuestros -más o menos problematizados- lectores pueda disfrutar (que al final es de lo que se trata) de esa experiencia brutal y hermosísima que acaba cristalizando en dos obras mayores de nuestro tiempo como Infiel y Yi Yi. Y agradecerte, por supuesto, tu valiente participación como compañero de viaje en esta pequeña aventura cinematográfica. Utilizando una metáfora que sin duda será del agrado de nuestros anfitriones en Shangrila Textos Aparte, aunque lleguemos a arrecifes opuestos y sensiblemente contradictorios, la travesía por las dos cintas ha sido un inmenso placer.

Un abrazo -que bien podría mandarte desde el arrecife de Donovan.

Aa. R.



Madrid, 6 de mayo de 2011

Estimado Aarón:

Como bien sabes, yo también he tenido dudas con respecto a la diferencia de nuestras miradas o a nuestra divergencia metodológica, pero tu último correo viene a ratificarme algo que ya me pasaba por la cabeza: es precisamente ese contraste de perspectivas el que puede ofrecer la riqueza de un análisis que, al final, como cualquier otra reflexión, debe de hacernos pensar en nosotros mismos dentro del mundo. Por eso espero que sea este cruce de miradas que hemos propuesto lo que permita a cualquier lector generar nuevas preguntas, nuevos planteamientos que, probablemente (y afortunadamente, porque si no la responsabilidad sería un lastre demasiado pesado), no tendrán respuesta. Me gusta que vivamos de esa falta de cohesión que a veces es virtud, porque así nuestro texto podrá ser deconstruido, fragmentado, eludido o reforzado, y de esta manera vivirá nuevas vidas, que es una idea que no se puede separar de la época que nos ha tocado habitar, la época después de Godard. Y siento volver a mencionar tan pronto a Godard, convertido últimamente casi en un lugar común, pero creo que buena parte de su fuerza está en sus fogonazos, sus destellos sincopados, sus discursos tantas veces contradictorios y, en el fondo, tan coherentes con Godard mismo… Porque como tú decías, es la contradicción lo que nos hace sobrevivir en un mundo, o sobrevivir a un mundo, tan abstruso como el de hoy. Nuestro querido mundo de retazos y fibras desmadejadas, de horizontes e ilusiones perdidas.

Pero más allá de nuestras divergencias, también estamos en muchas cosas más cerca de lo que pudiera parecer (esas cosas inmutables que necesitan ser reveladas), porque, como vienes a decirme en el correo anterior, de nuestros análisis sí se desprende la detección de ciertos problemas comunes, ciertas alarmas y miedos que compartimos y en cuyo deslizamiento, en cuya posibilidad de sortearlos, reside precisamente la diferencia de orientación. Ambos tenemos objetivos comunes, intenciones equiparables, y es la ruta y la mirada personal la que marca la diferencia. Sobre esto, me atrevería a decir que es mi mirada la que con más facilidad puede caer en ese relativismo al que antes aludías y que por lo tanto la convierte en más peligrosa aunque a primera vista pueda resultar más atractiva. Me atrevería a decir que mi enfoque de esos deslizamientos proviene de una postura ideológica que bebe de un cierto miedo a lo que fue la Historia y de la consiguiente necesidad de que hagamos las cosas mejor que en el pasado. Y por eso quizás se deba a una remanente ingenuidad, a una extraña falta de pragmatismo, o a la herencia de esta generación nuestra de la que hemos hablado, a ratos ilusionante, a ratos caprichosa, a ratos egoísta y cruel, lo que me hace querer creer que son nuestros modelos sociales y familiares los que deben adaptarse a nosotros y no al revés. Quizás todo eso lleve al caos, pero aún quiero soñar que la distopía puede transformarse en utopía. Decías que tu mirada podía parecer anticuada, pero creo que la mía ya lo es y en eso estoy un poco abocado al pesimismo, porque no sin razón suena sesentayochista y caduca, propia de un mundo que no supiera lo que son el capitalismo ni el mercado;  y sin embargo, a día de hoy, todavía no soy capaz de pensar de otra manera.

De todos modos, una de las principales conclusiones que saco del trayecto que hemos recorrido juntos está en la confirmación de Infiel y Yi Yi como dos películas extraordinarias, cuya grandeza reside en la cantidad de hilos diferentes que pueden llegar a lanzar y en las maneras diferentes, una por cada espectador, de recogerlos en un ovillo que se puede interpretar como una bola de cristal que reflexione sobre el pasado, que abra puertas de futuro, o que muestre el difuso tránsito del uno al otro.

Para terminar con estos correos que deben servir para que cada uno sea consciente de las bases sobre las que se asientan nuestras reflexiones y nuestros análisis, yo también quiero agradecerte la compañía en esta travesía que me ha supuesto todo un placer y que me ha permitido aprender tanto sin sentir ninguna deuda pendiente. Creo que nuestro entendimiento, a través de cristales de aumento tan distintos, puede simbolizar una nueva esperanza para que no dejemos de soñar con una Shangrila que quizás no se perdió en los lejanos horizontes de Hilton ni de Capra.

Un fuerte abrazo, desde mi arrecife utópico.

Faustino.