Botonera

--------------------------------------------------------------
Mostrando entradas con la etiqueta Manoel de Oliveira. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Manoel de Oliveira. Mostrar todas las entradas

20.7.14

3. "CENTRO HISTÓRICO": GUIMARAES Y EL TIEMPO ("CENTRO HISTÓRICO", PEDRO COSTA, VÍCTOR ERICE, AKI KAURISMAKI Y MANOEL DE OLIVEIRA, 2012) - EL FANTASCOPIO







GUIMARAES Y EL TIEMPO
(Centro histórico, Pedro Costa, Víctor Erice,
Aki Kaurismaki y Manoel de Oliveira, 2012)



Nacho Cagiga



Cristales rotos, Víctor Erice




Soy y no soy aquel que te ha esperado
en el parque desierto una mañana
junto al río irrepetible en donde entraba
(y no lo hará jamás, nunca dos veces)
la luz de octubre rota en la espesura.
José Emilio Pacheco



La vida como fluir, como un río que pasa y en el que, como diría Heráclito, no te bañas dos veces en las mismas aguas. Este ha sido un tema concurrente en muchas obras, y más ahora cuando el tiempo como sujeto es el gran tema de los tiempos modernos. Desde Marcel Proust y su monumental En busca del tiempo perdido (1913-1927), ciclo narrativo cuyo colofón fue significativamente El tiempo recobrado (1927), última obra de la saga, los autores modernos se las han visto con el personaje del tiempo que aguarda su momento, acechándoles tras cada recoveco, para asaltarles.

Por su parte, también la ciudad como tema ha cautivado a muchos autores y cineastas. A lo largo de la historia del cine se han realizado muchos proyectos que tienen a la ciudad como sujeto central de su propuesta. Algunos de ellos han sido filmes colectivos, como Amor en la ciudad (L´amore in città, Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Alberto Lattuada, Carlo Lizzani, Dino Risi, Francesco Maselli y Cesare Zavattini, 1953), o Paris vu par… (Claude Chabrol, Jean Douchet, Jean-Luc Godard, Jean-Daniel Pollet, Éric Rohmer y Jean Rouch, 1965); otros han sido visiones personales, como Berlín: sinfonía de una gran ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Großstadt, Walter Ruttmann, 1927), A propósito de Niza (À propos de Nice, Jean Vigo, 1930), Niza: a propósito de Jean Vigo (Nice: À propos de Jean Vigo, Manoel de Oliveira, 1983) o Historias de Shanghai  (Hai shang chuan qi, Jia Zhang-ke, 2010). Así las cosas, tiempo y ciudad son dos coordenadas que están obligadas a cruzarse, como así ha sido en tantas ocasiones, hasta llegar a la emblemática Del tiempo y la ciudad (Of Time and the City, Terence Davies, 2008), obra capital de esta tendencia cinematográfica. Y por este camino llegamos, siguiendo nuestra ruta turística, al filme Centro histórico, cuyo origen se encuentra en la celebración de Guimarães como capital de la cultura europea en 2012. De esta celebración ha salido una rara avis que ha unido a cuatro de los más destacados cineastas del momento actual, y un filme que ya podemos catalogar de alguna manera como excepcional dentro del panorama fílmico actual.

Ninguno de los cuatro directores que componen el largometraje ha dejado de ser fiel a su mirada y universo. Parece que la conmemoración ha pesado poco en su ánimo, y si lo ha hecho ha sido precisamente para darle la vuelta al asunto. Ni asomo de discurso oficial o institucional, patriótico o pretencioso, las cuatro propuestas hablan sotto voce para constituir un filme secreto, construido sin aspavientos ni tramoyas enrevesadas. La sencillez expositiva de la que hacen gala los cuatros directores demuestra que la sabiduría cinematográfica no es una cuestión de artificios ni de modas, sino que tiene que ver con la experiencia de nuestra mirada sobre el mundo, la realidad, los demás o nosotros mismos. Este filme nos habla de nuestro presente en crisis, y esa constatación es el verdadero tema, lo que ocupa y preocupa a los cineastas implicados. Guimarães no es la protagonista de este filme, aunque no deja de estar ahí y nos sitúa en la materia espacial que expuesta al tiempo nos ofrecen estos cuatro relatos soñados. Es el lugar donde cada director ha salido a pasear con sus sombras particulares, fantasmas de otro tiempo, que nos permiten recuperar ciertas siluetas cinematográficas bajo la apariencia de Luis Buñuel, Jean Eustache, Jean-Marie Straub/Danièle Huillet o Yasujiro Ozu. Y, claro está, el acompañamiento de la invisible pero cierta presencia de Fernando Pessoa.



EL CONQUISTADOR, CONQUISTADO




El conquistador, conquistado, Manoel de Oliveira



Contada con un minimalismo y sencillez extremos, la historia de Manoel de Oliveira le parecerá, a un espectador poco atento, una obrita insignificante. Lo cierto es que Oliveira ha alcanzado ya tal magisterio que no necesita hacer alarde alguno para ofrecernos algo que rezuma savoir faire cinematográfico. La historia, un pequeño cuento, desmonta sin embargo la Historia como discurrir asociado a cualquier grandilocuencia, algo que necesitamos como agua de mayo en estos tiempos en los que tan fácilmente se sacrifican las vidas de los hombres por un himno, una bandera, una ideología o un fastuoso pasado. Ya desde el comienzo del filme, con esa turista que mira la ciudad conmemorada a través de la ventana del autobús, Oliveira marca el tono ligero e ínfimo de su relato. Lo que se va sucediendo en la narración no tiene una mayor importancia dentro de lo que podría ser un viaje turístico programado, aunque el humor socarrón de Oliveira va dejando pistas por aquí y por allá sin subrayado alguno, como en el episodio de los militares que hacen su pequeño espectáculo ante los turistas sin ninguna convicción. La cámara no interfiere en este pequeño deambular de los turistas que siguen a un guía que, a su vez, va contando rutinariamente las mismas cosas expedición tras expedición. Y todo transcurre plácidamente, con la estatua del fundador de la ciudad supervisándolo todo en actitud guerrera. Como pasa con el mediometraje de Erice, sin su broche final el cortometraje de Oliveira hubiera sido un buen corto, pero algo nos faltaría. Si en el caso de Erice son los últimos planos asociados a la fotografía y el acordeón los que nos impelen a enfrentarnos con el pasado, en Oliveira es un único plano final el que da sentido a todo, pero que sin todo lo anterior tampoco tendría él mismo un sentido, o al menos, el sentido que nos aporta al verlo todo en su conjunto. Con Roberto Rossellini podemos concluir que un plano por sí mismo no es nada, sino que lo es en relación con lo que hay antes y con lo que vendrá después, aunque ese después sean los títulos de crédito finales.

Ese plano final, que dura apenas unos segundos, es el resultado de un supuesto cruce de miradas, entre el guía turístico y la estatua, entre el presente y el pasado, entre lo monumental y lo insignificante, entre la Historia (la ficción de la realidad) y la historia (la realidad de la ficción). La mirada augusta del fundador, aunque ciega y muerta, es recogida por el guía turístico (por cierto, un estupendo Ricardo Trêpa) que hemos visto tan en su papel de profesional serio y rutinario. De pronto su gesto cambia y en plano picado (colocada la cámara desde donde se encontrarían los ojos de la estatua) dirige un guiño cómplice a su glorioso antepasado. Sin embargo, ese gesto, su mirada y su actitud, no son los de una aguerrida postura que implique nostalgia por los belicosos tiempos pasados. Bien al contrario, lo que el plano transmite es la expresión de nuestro tiempo, marcada por la búsqueda de la concordia y de una actitud amistosa ante el extranjero. Oliveira parece decirle al glorioso guerrero a través de su actor y de la concepción de su plano (y por lo tanto de su montaje): lo siento amigo, ya no son tiempos de miradas iracundas y de tener la espada desenvainada y en alto en actitud amenazante; son tiempos para disfrutar de la paz, de la amistad entre los pueblos y de tomarse las cosas con humor y serenidad, aunque hayamos sido invadidos por un insípido grupo de turistas…

Oliveira que ha enfrentado el tiempo histórico al tiempo ahistórico parece apuntar que podemos vivir sin tantos discursos y retóricas huecas, y que también tenemos que saber desmitificar y reírnos de nuestro pasado, o de nosotros mismos. No deja de haber un toque chaplinesco en todo ello, lo que es especialmente significativo dentro de un filme conmemorativo, que nos habla de construir un mundo no a escala de las grandes estatuas, sino a la escala pequeña de los hombres. En coherencia con esta idea tenemos el estilo y el tono de carácter mínimo con que Oliveira ha compuesto su filme. No podía ser de otro modo, en especial en estos tiempos en que nuestras sociedades se encuentran azotadas por la penosa carga de la crisis (no tanto económica o social, como política y moral) que padecemos, precisamente por la rigidez que nos rodea, y apostando por una visión más desengañada a la manera de Pessoa.



CRISTALES ROTOS



Cristales rostos, Víctor Erice



Víctor Erice nos habla de una fábrica de hilados y tejidos fundada en 1845 y que tras una profunda crisis cerró sus puertas en el 2002. Actualmente se la conoce como la “Fábrica de los Cristales Rotos”, lo que da el título a su segmento. Todo el filme está planteado como unas pruebas, de localizaciones y de casting para una posible película, en apariencia distinta a la que en verdad vemos, pero en realidad esta estructura es la excusa para ayudar a situarnos como espectadores de esta auténtica película.

El filme se abre con el sonido de unas gotas de agua que caen mientras la pantalla se encuentra en negro. Luego tras unos créditos explicativos que nos introducen en la historia, vemos la imagen de la fábrica en la actualidad, un espacio abandonado y vacío donde, en efecto, vemos un suelo encharcado y seguimos escuchando el goteo de un agua invisible, como si fuera el reflejo y eco de una imagen tarkovskiana. Otro plano, a continuación, nos permite ver el entorno del paisaje de la fábrica, a través de una pared con múltiples ventanas, como si de una multipantalla se tratara. Finalmente, la localización se sitúa en el antiguo refectorio de la fábrica. Allí, en su interior, encontramos una enorme fotografía sobre una de las paredes, acompañada por un sonido ambiente de exterior en el que escuchamos pasar un tren, a unos pájaros, unas campanas y el ladrido de un perro. Pronto la foto va a adquirir una importancia especial, constituyéndose en la auténtica protagonista del filme. A través de unos fundidos encadenados vamos a ir aproximándonos a las figuras, personas, trabajadores de la fábrica, en una foto antigua, no datada, pero que nos hace pensar en nuestros padres o abuelos. Podríamos decir que esta introducción nos permite una aproximación sensorial, nos permite traspasar un umbral físico, material y telúrico, introduciéndonos en el mundo del trabajo (la fábrica) y de la clase obrera (la fotografía), pero sin que desde la sensación que nos producen esas primeras imágenes vayamos más allá de una primera percepción que nos sitúa en una actitud de espera ante lo que, más sugerido que expresado, se anuncia.

Nos adentramos entonces en el núcleo del filme articulado en dos partes. La primera parte supone un desfile de testimonios de trabajadores de la fábrica. Todas las intervenciones se han grabado de espalda a la fotografía, y cuentan las experiencias personales de esos trabajadores centrándose en la experiencia personal de los testimonios, en una mezcla de intelecto y emoción que nos informa de sus experiencias personales, de su vida alrededor de la fábrica, de lo que ha ido quedando o desapareciendo en sus trayectorias vitales y laborales.. Después se inaugura otra tanda de intervenciones con los mismos entrevistados de antes, pero esta vez en un fijo primer plano (frente a los planos medios, primeros planos y planos detalle del bloque inmediatamente anterior), colocados tras saltarse la cámara el eje de grabación en una posición diametralmente opuesta a la que tenían en la primera fase de preguntas.

Con la cámara enfocando a los rostros en primer plano, los entrevistados, posicionados ahora de cara a la fotografía, nos hablan de ella, analizándola y reflexionando a partir de sus propias experiencias. El paso de las primeras entrevistas a las segundas es el paso que va de la reflexión sobre las emociones (lo que los entrevistados han sentido desde su experiencia), a la emoción de una reflexión (lo que los entrevistados sienten al ver la fotografía), y este cambio lo atestigua Erice con ese salto de eje, pero enlazando cuidadosamente ambos bloques, pues en realidad tanto la primera parte de las entrevistas como la segunda son las dos caras de una misma moneda, y no hay propiamente una ruptura o un cambio de registro, sino de matiz, en relación al papel que la emoción y la reflexión van a jugar en cada uno de  esos dos momentos.

Hay todavía dos testimonios más, pero significan algo diferente a lo que hasta ahora habíamos visto y por eso Erice los deja fuera del anterior bloque, como si fueran dos experiencias que van más allá de la fábrica, al menos en cuanto a que están relacionadas con experiencias artísticas. La primera tiene que ver con el teatro (el monólogo dicho por el actor Valdemar Santos), mientras que la segunda tiene que ver con la música. Son una suerte de coda final que nos permite llegar al desenlace. A decir verdad, si el filme se hubiera quedado aquí estaríamos hablando de un trabajo interesante, por su recuperación de la memoria y de reconstrucción de un pasado, por la preocupación y amor hacia la clase obrera que Erice logra transmitir a través de los testimonios utilizados, por el tratamiento que hace del momento de la historia por el que está pasando la clase trabajadora. Un filme ya a la altura de Erice, pero un tanto menor, un bosquejo de su arte cinematográfico. Pero Erice, al igual que le ocurre al cortometraje de Oliveira gracias a su cierre, consigue llegar más lejos y hacer una pequeña obra maestra que cobra todo su sentido con el final que proporciona a su filme. Es gracias a este último tramo que su película alcanza una dimensión más profunda que la de la sensación y la percepción, o que la de la emoción y la reflexión.

Al final del trayecto, Erice nos lleva hasta una dimensión metafísica, que introduce en su relato gracias a la música, melancólica y soñadora, de un acordeón que toca el último de los entrevistados, puesto también de cara a la fotografía, y a ese retrato colectivo donde su mirada va a detenerse. La música está dedicada a ese público mudo y estático de los trabajadores de la fábrica en el refectorio mientras comen, que como fantasmas atrapados en el instante eterno fotográfico nos proyectan sus vidas, algunos dándonos la espalda, otros mirando directamente a nuestros ojos a través del objetivo fotográfico. Y es aquí que todo lo que hemos visto y oído con anterioridad alcanza su punto trascendente. Porque si bien es cierto que todo lo anterior se hubiera quedado a falta de algo fundamental sin ese final, tampoco ese final hubiera sido lo que es sin toda esa puesta en montaje que el edificio abandonado y las experiencias humanas nos han ofrecido. El paso del tiempo, la erosión de un espacio, las experiencias de esos hombres y mujeres que constituyen la comedia humana que se ha vinculado a la vida de la fábrica, esos “cristales rotos” que han llevado sus vidas a costa de pequeñas conquistas y de grandes renuncias, pues el tiempo deja su huella en todo, como un río desbordado, son el sujeto de este hermoso filme.

La simbiosis entre la música y los retratos de esos trabajadores que habitaban y se transformaban en sus puestos de trabajo, cada uno con su gesto, su forma de mirar, de darnos la espalda o de situarse ante la congelación del tiempo que supone la fotografía, funciona como una epifanía, como una revelación de la condición humana, en tanto que experiencia de vida y de trabajo, en relación al irreversible paso del tiempo. Los retratos de esos seres que un tiempo atrás fueron fotografiados nos hablan de nuestra misma fragilidad humana y laboral, pues quizás también un día nosotros seremos los espectros que habitarán el futuro reconocimiento de otros espectadores, para los que seremos los nuevos cristales rotos de unas ventanas a través de los cuales ver el verdadero valor de la experiencia humana. La catarsis se ha producido y uno siente en su fuero interno lo que nos une a cada uno con la larga cadena humana, quizás la única manera de encontrar una salida a la debacle actual.



DULCE EXORCISTA




Dulce exorcista, Pedro Costa



El mediometraje de Pedro Costa es también una invitación a la reflexión. La contraposición pasado-presente se hace a través del concepto de revolución, y muestra, a partir de dos momentos revolucionarios de la historia de Portugal, lo que en estos momentos de crisis salvaje hay en juego. Los revolucionarios del presente, como Ventura, no son hombres armados y uniformados, dispuestos a la retórica del combate. Son seres situados al margen de todo, de la ciudad, de las instituciones, de la sociedad. Habitan en las afueras, junto a los árboles, en cuevas y montañas, a cielo abierto. Costa juega a un simbolismo en el que contrapone Naturaleza a Estado, y el ascensor donde se produce el encuentro entre el revolucionario de antaño y el nuevo revolucionario supone un espacio atemporal, mágico y metafórico, en el que desde el comienzo, con esa estética de filme de terror, las diferencias entre uno y otro son palpables. Y finalmente el filme supone un ejercicio para liberarse del peso del pasado, un exorcismo para no perder de vista de qué hablamos cuando hablamos de la actual revolución, que ya no es una lucha meramente antifascista, sino un no volver a dejar en la cuneta a los perdedores de la Historia, una apuesta de raigambre utópica por los marginados y los desheredados, por una clase obrera maltratada (también por sus propios dirigentes y representantes políticos) y por pequeños seres que solo aspiran a vivir lejos de las grandes fanfarrias (reaccionarias o revolucionarias).

No parece haber conmemoración alguna tampoco para Costa. Hay la constatación de un momento difícil político y económico. Un momento que necesita de respuestas, pero estas no tienen que venir de un pasado que ya es ajeno a los que ahora están pagando los platos rotos por tanta euforia ideológica de uno u otro bando. Ya no hay “motor de la Historia” que valga. Los defenestrados por todo tipo de sistemas políticos no están aquí y ahora para sustituir a una clase por otra, a un Estado por otro, a una Iglesia por otra, a un Poder por otro. No se trata de construir un opuesto dialéctico para que la Historia avance. No hay ya una teleología marxista. Esos seres hermosos que habitan fuera de la ciudad, que se esconden entre los árboles o entre las rocas, son las semillas, los frutos que anuncian que otras formas de vida son posibles, lejos de los eslóganes y los catecismos. La renuncia a un orden ya caduco es el primer paso de estos seres que viven paradójicamente escondidos a la vista de todos. Solo hace falta mirar y reconocerse, superar el peso claustrofóbico del pasado y dejarse acariciar por la noche y por el día del presente y del futuro, redescubrir cuánto hay de amoroso, de libre y de poético en nuestro pequeño e insólito mundo humano. Y aprender a compartirlo. Sonará a utópico, pero quizás sea el momento de sustituir la dialéctica por el exorcismo ideológico.



EL TABERNERO




El tabernero, Aki Kaurismaki



El inicio de Centro histórico supone el fin de este artículo. No es casualidad que haya elegido el orden justo inverso de cómo las cuatro piezas se han presentado a través de la película. También Kaurismaki nos habla del transcurrir del tiempo, pero esta vez se trata de un tiempo personal, atomizado. La historia de un finlandés en Portugal, de un extranjero y su relación con la ciudad que ha elegido para vivir. Quizás Kaurismaki habla un poco de sí mismo, pero la historia se hace universal al contar las peripecias de este extranjero al que no acaban de salirle bien las cosas. Ni en el restaurante que regenta, ni en sus relaciones personales, ni en la soledad final de la noche encuentra nuestro protagonista aquello que busca. El humor y la ironía de Kaurismaki resuelven con una comicidad gélida las desventuras de esa especie de álter ego. Su soledad en la penumbra de su casa, mientras de fondo se escucha un partido de fútbol, es un buen gag del toque Kaurismaki. Quizás sea precisamente sobre la soledad de lo que estamos hablando. Ya la primera vez que vemos al tabernero lo vemos solo, andando por una ciudad que empieza a levantarse, camino de la taberna. Esa soledad le acompaña todo el día, incluso en el único momento del filme en el que tiene un contacto humano de carácter íntimo, la secuencia del baile que se nos muestra como un recuerdo, no deja de trasmitirse una buena dosis de incomunicación entre él y su partenaire. Su soledad empero, no le hace olvidarse de poner un platito con leche para que acuda algún hambriento gato callejero, porque como se dice en la canción que se escucha de fondo, también en la desgracia se puede hacer el bien.

Aunque la forma verbal del tiempo en su filme es la del presente, Kaurismaki nos hace retroceder al pasado en dos ocasiones. La primera, a través de ese flash-back en el que le vemos bailar intentando ser un buen compañero de baile. La segunda, de manera elíptica, pues entendemos que su vida pasada en otro país le hace difícil la vida presente en esta Guimarães en la que de alguna manera resulta un extraño, pese a todos sus esfuerzos por integrarse. Nuestro pasado, el bagaje del que disponemos y que nos acompaña como un equipaje adquirido en otro tiempo, pretérito, nos condiciona en el presente, pero nos da nuestra personalidad. Un hermoso fado de otra época, “Senhora do Monte”, sirve de despedida a Kaurismaki, pues esa música está hermanada con los tristes tangos nórdicos habituales de muchos de sus filmes, y nos recuerda que este extranjero es en realidad un hombre de otra época, como también el cine de Kaurismaki parece anclado en un tiempo atemporal y evocador de un cierto cinema clásico puesto poéticamente al día.


El tabernero, Aki Kaurismaki



Al final, cuando uno termina de ver este inusual filme le asalta una pregunta: ¿por qué no ha habido apenas una repercusión, ni popular, ni crítica, ni cultural, ni cinematográfica? Y después, ¿qué incomoda de un filme como este? En una época mediática como la que vivimos la mayoría de los filmes que se hacen demuestran una gran desconfianza en la imagen cinematográfica. Una propuesta como la de Centro histórico es justo lo contrario. Es una vuelta al cine como reconstrucción, testimonio y experiencia de la realidad, pero de una realidad espectral, que nos muestra el doblez que se esconde tras la pátina de lo cotidiano para contarnos lo que anida tras nuestras pequeñas y pasajeras vidas. El Pessoa de El libro del desasosiego (1913-1935) asoma su impenetrable rostro para, a través de sus homólogos cineastas, dar voz al silencio de innumerables almas y situarnos en ese margen que habita el paso del tiempo y el río (no andamos lejos de Thomas Wolfe).



Fernando Pessoa


Thomas Wolfe



Frente a otros balbuceos fílmicos de nuevos cineastas que mejor o peor trabajan este margen, Centro histórico, y cada uno de sus cuatros directores, son un hecho consumado y notable de esta estética, y como tal, en mi opinión, tendría que haber sido saludado. Desgraciadamente no ha sido así, una vez más, la crítica, los festivales y las instituciones culturales han fallado al no darle su verdadera significación a este sensible filme que muestra un valioso camino, en lo que tiene de suma de esfuerzos, para ayudarnos a salir de la crisis actual (política y fílmica), y de mirar hacia el porvenir con el escepticismo, pero también con la ilusión, que necesitamos.



Manoel de Oliveira

Víctor Erice


Pedro Costa




Aki Kaurismaki



2. "CENTRO HISTÓRICO", Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Víctor Erice, Aki Kaurismäki (2012).







1. "CENTRO HISTÓRICO", Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Víctor Erice, Aki Kaurismäki (2012)






2.5.12

BANDA APARTE - "EL CONVENTO" ("O CONVENTO", DE MANOEL DE OLIVEIRA, 1995). RIESGOS INTELECTUALES Y PRECIPITACIONES ORDINARIAS.

COORDINADOR: JESÚS RODRIGO GARCÍA


Banda Aparte
 
está compuesto por una selección de artículos aparecidos en
 
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver (1994 - 2001)



EL CONVENTO (O CONVENTO, MANOEL DE OLIVEIRA, 1995)
RIESGOS INTELECTUALES Y PRECIPITACIONES ORDINARIAS

POR MIGUEL A. LOMILLOS




Imagínense ustedes a un octogenario cineasta europeo, más viejo que Bergman, Antonioni o Resnais pero perteneciente a la misma estirpe que estos, e incluso de más ilustre abolengo pues empezó en los tiempos del mudo, que en los últimos 14 años ha realizado nada menos que 11 largometrajes y otros tantos cortos y documentales.


El viejecito en cuestión procede de un país muy lejano a nuestra conciencia cultural (nuestra mala conciencia: por poner un ejemplo, su primer filme estrenado en España fue ¡en 1993! Con esa obra maestra que es El Valle Abraham), pero muy próximo a nuestra conciencia histórica y geográfica: nos referimos al cineasta portugués Manoel de Oliveira, un jovenzano de 87 años.

Pero no sólo realiza obras desbordantes de creatividad a una edad en que Picasso invariablemente se repetía sí mismo, sino que se adelanta, con una impaciencia febril, a los proyectos literarios todavía en curso de sus escritores colaboradores. Es el caso de su último trabajo El Convento (O Convento, 1995), basado en personajes y situaciones de la novela Las tierras de riesgo de la escritora portuguesa Agustina Bessa-Luis. Según  cuenta el propio Oliveira, al terminar La caja (A Caixa, 1994), su amiga Agustina le contó por teléfono las líneas generales de la historia que estaba tejiendo en aquellos días y Manoel decidió escribir, por su cuenta y riesgo, un guión inspirado en esa historia (todavía inédita, Revista de Occidente publicó un capítulo de Las tierras de riesgo en diciembre de 1994, en el monográfico dedicado a Portugal).

Curiosamente, esta singular colaboración, más allá de las bifurcaciones particulares, viene a demostrar la armónica afinidad y compenetración de estos dos creadores portugueses: novela y filme mantienen un envidiable espíritu irónico y liberalizador, ambas tocan la misma tecla en el diapasón crítico y desmitificador.

El Convento es sin duda el filme más posmoderno de Oliveira, tanto en la aceptación meramente constructiva o descriptiva del término, como en su condición valorativa y crítica respecto al entramado cultural occidental.






Se trata de un relato pretendidamente deslavazado, enjuto, abierto, donde los personajes son como fichas de un juego tan básico como los propios impulsos humanos (amor, codicia, orgullo, atracción… cristalizan en su esencialidad las líneas maestras del organigrama textual), fichas que se “ecuacionan”, mezclando y comprometiendo los perfiles nítidos de cada figura, en movimientos de oposición o duplicidad. Obviamente, por si hace falta decirlo, el que mueve las fichas de este tablero “dualéctico” no es otro que el Autor que firma el texto.

El arranque del filme tiene inspiración netamente borgiana: el profesor americano Michael Padovic (John Malkovich), acompañado de su mujer Hélène (Catherine Deneuve), acude a la biblioteca del convento de la Arrábida para investigar los documentos que acrediten el origen judío español de Shakespeare.

Una vez presentados los cuatro personajes centrales, la mínima peripecia argumental se ensaya como un dispositivo de atracciones y rechazos: Baltar (Luis Miguel Cintra), el guardián de la biblioteca, se siente fuertemente atraído por Hélène, que aparentemente le repudia y el profesor Padovic, que parece prestar más atención a los estudios que a su mujer, siente una turbadora atracción hacia Piedade (Leonor Silveira), la enigmática mujer que le asesora en las tareas bibliográficas.

A los márgenes de estos juegos de afinidades, los personajes secundarios, herederos del coro griego y de la dramaturgia popular y shakespeariana, comentan, cual caja de resonancias, las peripecias, sin entremezclarse en los devaneos y escarceos de los protagonistas. Este es uno de los rasgos distintivos del cine de Oliveira: personajes corales y populares que son al mismo tiempo el “aparte” teatral, narradores y comentadores, convidados de tercera vía al banquete principal, portavoces irreverentes de los juicios del autor. En El Convento cumplen este cometido dos empleados del mismo: un tipo irónico y flemático. Baltazar y la pitonisa esotérica Berta (El otro papel secundario es el pescador, sobre el que luego hablaremos).

Evidentemente, los cuatro personajes principales cristalizan fuerzas mayores, aleaciones de metales selectos: el profesor Padovic representa el ansia de saber, su afán prometeico es descalificado como simple deseo de alcanzar la celebridad; Hélène es lo que el nombre griego expresa (casi tan elocuentemente como el rostro de la actriz francesa); Baltar es el personaje mefistofélico con ciertos problemas para mantener el elevado trono que representa y Piedade encarna las cualidades opuestas al anterior; el bien, la pureza, la entrega, la inocencia.





El tono irónico y desmitificador recorta o desfigura estas esculturas supremas: Baltar se burla con fina inteligencia del anonadado profesor, a propósito de Piedade se dice que ya no hay jóvenes inocentes, Baltar es incapaz de seducir a Hélène y sólo el pacto de ésta dice más sobre la naturaleza del mal que todas las peroratas de aquél, e incluso Piedade (siempre las mujeres, luces incandescentes en el cine de Oliveira) es la que finalmente se lleva al huerto o al hoyo a Baltar y no al revés.

Hay un momento álgido del relato –solución final a los vaivenes y cruces de la doble pareja- que parece arrastrarlo hacia el cuento o la fábula. Hélène, espoleada más por el orgullo de mujer que por verdaderos celos, propone un pacto a Baltar: se entregará por fin a sus brazos si, gracias a sus conocimientos profundos del bosque, consigue deshacerse para siempre de Piedade. Lógicamente, el espacio por excelencia del cuento, el bosque –definido por Baltar como un espacio donde las ramas son como brazos que protegen la obscuridad de los peligros de un sol prehistórico-, condiciona el sentido del filme pero no lo ahoga, El estilo austero, contenido y sin ningún tipo de manierismos de Oliveira le permite trabajar a gusto con todos los materiales y registros.

Estamos en la curva final del relato y en cuanto Piedade y Baltar desaparecen de la faz de la tierra (de la faz del Texto), ya que se los traga el bosque, a Hélène le cabe ahora la misión de recuperar a su marido, de “desencantarlo”, que es una manera de volverlo a encantar. Es en esta brecha del texto donde surgen sus mayores ambigüedades: ¿Es Piedade la que en realidad deja el espacio libre para Hélène?, ¿qué extraño hilo conecta a estas dos mujeres? ¿es Hélène, al final, una prolongación o transfiguración de Piedade? Las cábalas de Berta no aportan más luz que las notas de horóscopo: “las dos son géminis, bellas y enigmáticas.” Pero debemos remitirnos al cuerpo textual para orientar los interrogantes abiertos y ver en su construcción la forma en que se muestra este hermanamiento, esta conexión de almas gemelas, Se trata de una escena nocturna, en montaje paralelo y composición idéntica, donde las dos mujeres, recostadas en sus respectivas camas, sufren una extraña excitación, como poseídas por un deseo o sueño pecaminosamente sensual.

“Tengo saudade de Dios”, le dice Piedade al íncubo Baltar que con grandes espasmos, se tiene que agarrar a un árbol para no derrumbarse. La escena se da en el bosque, poco antes de la misteriosa desaparición in promptu, y la larga conversación que mantienen puede verse como el viejo desafío entre el Bien y el mal, donde las virtudes que encarna Piedade desarman por completo a Baltar, inutilizando sus artimañas diabólicas. Que el Bien se lleve –no sé sabe dónde- al Mal de la mano y en su propia morada demoníaca, no deja de ser una aguda ironía del cineasta portugués. Hoy día no es el Bien el que tiene miedo de la perversión, sino en Mal que tiene verdadero pavor de la bondad y la gracia (si es que todavía existen Piedades por ahí).

Parafraseando a Ángel Crespo (en la Revista de Occidente ya mencionada), la saudade, el sentimiento luso por excelencia, “es también una actitud vital, un estar en el mundo o entregado al mundo”. En cierta forma, nostalgia (la pena que nos aflige con la añoranza o evocación), “sólo que la verdadera y más auténtica saudade es también una nostalgia del futuro, de lo futuro”. En un texto fílmico plagado de platicas sobre el esoterismo y el cultismo, como reflejo de la actual degradación de lo trascendente, manifestar “la honda añoranza de Dios” (en una bella imagen poética que reúne Dios con la saudade), no deja dudas sobre el verdadero sentido que otorga Oliveira a la desacralización del mundo.





Los escarceos y piruetas de estos cuatro personajes no se recubren de grandes arrobos y pasiones (Oliveira huye de cualquier asomo de realismo), sino de prosas, conversaciones y diatribas sobre el alma humana. Existen menciones a la fe mística (los antiguos frailes del convento), a las tentaciones a Cristo (emuladas por Baltar al profesor Padovic en la cima de una montaña), citaciones directas al Fausto de Goethe, libro que le regala Piedade al profesor (esta referencia es un elemento estructurante en el relato), cierta autocrítica a la cultura portuguesa (el saudosismo, el pensamiento filosófico), y en fin, toda una colección de marcas y guiños a la tradición ilustre de la cultura occidental (Homero, Shakespeare, Nietzsche, etc.).

En relación a la construcción de las imágenes y sonidos, destaca sobre todo el empleo polivalente y distanciador del montaje y el uso potente de la música (composiciones de Mayurimi y Stravinski que potencian las ambigüedades míticas y sombrías del texto). La cámara prefiere retratar los laberintos y vericuetos del convento y sus alrededores boscosos que los bellos parajes de la sierra y la costa de la Arrábida. No faltan los planos fijos sobre objetos sacros y profanos del convento (como el plano que muestra el engranaje recurrente del Cristo crucificado, esculpido en piedra, que modula una cierta sintaxis (hay un momento en que, a partir de las cualidades plásticas, Oliveira busca una relación metafórica de esta escultura con su discurso religioso, al hacer pasar un haz de luz sobre este plano fijo y prolongado).

El final del filme, caracterizado por el empleo de recursos deux ex machina, retoma la línea argumental o narrativa, pero ahora desde otro personaje marginal y secundario: el pescador. Éste es en realidad un simple testigo ocular de la última escena del filme: el reencuentro del matrimonio en la playa. El profesor busca a Hélène (¿o tal vez a Piedade?) que de repente sale del agua, imaginamos que desnuda, y recoge en la arena la túnica griega, su cetro antes perdido.

Una voz over que se concede el derecho de transcribir lo que el pescador vio o previó (o tal vez se inventó), narra la peripecia final de la historia, imprimiendo sus palabras, a modo de excurso, al pie de la imagen. Nos cuenta el destino banal del matrimonio, llevando una vida ordinaria en París dedicados a las ciencias ocultas y que Baltasar y Berta ocuparon entonces los puestos de la biblioteca dejados por Baltar y Piedade.





El Convento es un valiente ejercicio de auto ironía: su crítica al discurso intelectualizado y al mundo del saber recae sobre todo en el propio texto fílmico, en el propio cine de Oliveira.

De todas formas, dando por sentado que la película ironiza los dos universos –la vida intelectualizada y la vida ordinaria-, esta oposición que plantea el final del filme resulta premeditadamente simplista, tanto en sí misma (puesto que solo se ha retratado una de las dos), como si se analiza, tarea inútil, según los criterios y sentidos desarrollados a lo largo del texto (¿o es que se ha de suponer que en la vida de Michael y Hélène, entregados a los intereses mundanos en París, su particular choque de fuerzas entre el bien y mal sea más armónico y equilibrado?).

Oliveira tiene el extraño don de decir cosas serias con seriedad irrisiva y corrosiva (de ahí el humor un tanto dry, falto de irrigación). Con su discurso dirigido a la inteligencia (y despreciando al espectador mediocre), nos habla de la morbidez estrecha del intelectualismo (en el convento los únicos que tienen relaciones en la cama son los sirvientes Berta y Baltazar), y de las lindezas de la vida ordinaria (que seguramente transformará los conventos en templos de esoterismo comercial).

En esa superficie ríspida y precisa, al mismo tiempo hermética y nítida, plana y profunda, que es El Convento, tal vez el viejo sabio portugués nos quiera decir que está presto a expirar el tiempo de las obras maestras y que, por lo tanto, sería fatuo pretender buscarla en dicha superficie (y además, seguramente el pescador pensaría: ¿y quién tiene necesidad de obras maestras?).


Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver nº 4
Ediciones de la Mirada, Valencia, febrero 1996.