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28.9.16

"EL LLANTO DE LOS AHOGADOS", MANUEL MERINO. EN TORNO A 'LÁGRIMAS II', REVISTA SHANGRILA Nº 27




EL LLANTO DE LOS AHOGADOS
Manuel Merino



Foto sin localizar autoría


Querido:

Me equivocaba, no era locura sino un camino abierto que me ha llevado hacia el descanso y la palabra perfecta. Ya no me queda nada por hacer, ese ha sido mi premio y, mi mayor victoria, esta calma tan dulce que ahora me acuna, en la que yo también soy agua. Fuera del frío y definitivamente apartada de tanto temblor oscuro porque los miedos más antiguos se borraron conmigo. Floto y vuelo. Llueve dentro de mí. Mis manos empapadas, por vez primera libres, me recorren dormidas y entre mis dedos siento cómo se escurren aquellos cuerpos deseados, extraños, que aún existían en mi memoria lavada sin que yo lo supiera. Otros ojos me observan pero no me conocen. Ya nada pueden. Detenerme tampoco mientras me alejo y la distancia es un nuevo presente infinito compuesto por flexibles minutos de agitados ranúnculos, látigos verdes con flores blancas que a mi lenta deriva me enganchan por las alas de mis brazos abiertos, hundiéndose conmigo. Ahora me alimento de pétalos amarillos sumergidos y estambres rotos, de su roce en mis párpados apenas un segundo sin bordes mientras sigo adelante. La corriente me guía acercándome a mí, sobresaltando la calma azul de las libélulas. Sus reflejos esquivos. Elevándolas como yo misma hago sobre mi sombra que acaricia las losas tan oscuras que duermen más abajo. He roto el círculo del tiempo y su condena. Mi corona de plomo se ha fundido.
Leonard, te gustaría esta calma feliz que he tardado una vida en alcanzar. Casi mil años de lágrimas teniéndola tan cerca. Bastaba un paso más al final del paseo. Una decisión que quizá fuera mía pero no lo recuerdo. Un instante final que parecía tu primer abrazo donde se disolvió esa eterna tensión que me guiaba pues aquí, la memoria, cegada por la luz, tampoco existe. Solo hay sentidos que parecen filtrar lo esencial, defendiéndome. Escucha por ejemplo, cómo las voces ajenas, tan dañinas entonces, se van desnudando lentamente en susurros. Ya no son amenazas sino breves roces de seda humedecida con esa levedad que hace unas horas tuvo el paso de la piel de tus dedos por la mía, al ajustarme estos mismos pendientes. Sombra y ceniza.
De alguna forma estuve equivocaba hace un instante, al escribirte para despedirme buscando no procurarte ningún daño, no alimentar ningún temor tampoco. Pero todo cambia siempre demasiado deprisa. Lo sabes bien, y no es locura si ahora me veo contigo y solo soy silencio porque ya he alcanzado todo lo que buscaba arando las palabras, combinándolas de un modo siempre inútil para agotarme en ellas, vaciarme, comprenderme y olvidarme para que no me dolieran más dentro y finalmente descansar. Ahora es mi tiempo. Esta felicidad es solo mía. Lo siento, amor, pero no se la debo a nadie porque ni tú mismo habrías podido ayudarme a elegir el momento perfecto, ni tan siquiera a deslizar en mi bolsillo este ancla de ópalo que arde en mi costado. Puede que sea el último, pero ese ha sido el primer regalo que me he hecho como premio a esa larga espera de brasa que alguna vez fui, como pago por esas olas de frases que veía caer para volver a ser lo mismo indefinidamente un segundo después, dejando solo ruido roto a su paso y palabras trenzadas como hileras de insectos extraviados que ya no me servían. Todo ha tardado mucho pero ahora puedo besar en paz mi rostro reflejado contra el cielo en la superficie interior del agua. Al otro lado sé que hay nubes, golondrinas que arañan con su pico sediento mi perfume que sigue siendo tuyo, al servicio de esa solemne urgencia que lo pinza y eleva con pretensión de construir con tan poco el centro de su mundo, su extensión en el tiempo, su silencio de barro. Como alguna vez pretendí yo misma atravesando para siempre otras nubes iguales con los brazos abiertos como una red fallida.
Entiéndeme, no había otra posibilidad, otro descanso, ningún silencio tan necesario y hermoso como éste que te entrego. Para ello dejo escapar un guante en la corriente y en él envuelvo los gestos de todo lo que ya no podré escribir ni tampoco decirte, mañana. Las caricias que a veces te negué por entender que merecías otra cosa. Otro tipo de vuelo. Lamento tanto no haber sido idéntica a tu sueño y a cambio te agradezco haber duplicado la esperanza del mío. Ahora sí. Ya no hay error y la distancia entre nosotros se ha diluido. El agua gotea sobre mí, yo soy el cubo llenándome de mi cuerpo de lluvia. Soy una gota más y ya no hay culpa. Con lentitud me transformo en corriente y en el agua no hay lágrimas, entonces me bebo, me vacío de mí, de lo que acaso he sido en otros. De lo que solo fui para tus ojos. De tanto que me negué por miedo a ser como sentía.



Foto sin localizar autoría


Pero es extraño, no estoy acostumbrada a una calma tan dulce, a tanta somnolencia, a este vuelo nocturno tan perfecto, a no pesar tampoco. Aunque no, no estoy asustada. Debo dejarme ir. Es mi deseo. Mis acciones son como esas palabras, diferentes, iguales, siempre quizá la misma que no se atreve a oírse, mi propio nombre gritado ahora para siempre bajo el agua. Frases que veo brotar de una fuente que esconde la voluntad de mis manos tan frías, y que tan poco supieron entregarme. Hoy en cambio, ha sido en una piedra cualquiera donde he encontrado la calma más perfecta. Llevaba esperando una eternidad a que mis manos escribieran sus bordes echándola al bolsillo sin urgencia. Piedra, otra palabra tan feroz como cualquiera, materia que volverá a hundirse entre otras parecidas a ella, indiferente a su importancia, eternamente sumergida como una espada fabulosa o una llave de oro hasta el final de todo. Elevarla ha sido mi último esfuerzo al otro lado del silencio. Lentamente. Su tacto escurridizo por el verdín de las crecidas de las últimas tormentas poniendo el punto final a todo aquello que tan bien conoces. A lo que nunca he podido decirte. Doblegar el estéril resumen de todo lo que intenté cosechar con palabras.
Todo es tan raro, Leonard, que a veces creo vivir en un mundo de símbolos. Hace un momento lo fueron el palillero nuevo que al final deseché por elegir tu pluma. Era una forma de volver a tocarte. La última. De conectar nuestros tactos antes de ser agua o río y aire, nunca dolor. Una deriva insomne bajo el frío definitivo de la corriente quieta. Este día de marzo que también es otoño y verano y una tenue promesa de primavera que por ellos se niega. Como el mar en la niebla, ahora arriba y abajo se confunden. Giro. Vuelo de nuevo con los brazos en cruz. Palpo el liquen a mi paso. Los dedos tan cansados. Verdín bajo las uñas, nenúfares dormidos. Cierro y abro los ojos. Soy un todo completo que te nombra. Un vuelco demasiado sereno que imagino perfecto. Una esperanza de equilibrio finalmente alcanzada. Incluso todo cuanto quise decir sin conseguirlo y los abrazos dados que, desde que sentí cómo empezaba a flotar sin hacerlo, también dejaron de dolerme.
Me gustaría que pudieras sentir esto. Verme ahora con mis ojos cerrados. Estar dentro de mí como una negación para que no tuviese necesidad alguna de contarte lo que siento. Como siempre, adoro tu paciencia. Si no te hubieras ido quedando tan atrás, serías más tú mismo como siempre acostumbras, callado, previsor, adelantándote a mis necesidades sin parecer hacerlo y así te vería solícito y amable, apartando ahora las oscuras raíces para evitar que me arañen los labios como hacen. Despejando mi frente con las palmas abiertas, apenas la punta de los dedos vacíos, rozando mis cabellos revueltos. Ordenándome. Buscando ese pendiente que acabo de perder. Pero no te preocupes. Tu voz en mi silencio repite tu misma frase tantas veces oída, esperada. No pasa nada. Era solo algo más de todo lo que vieron nuestros ojos. Algo eterno que viajará siempre conmigo. Gracias por tanto.
Es curioso pero ahora todo lo siento al mismo tiempo y este instante es aquel iluminado, cuando te vi por vez primera y también el día de tu regreso y ese otro, después, en el que supe que viajarías a mi lado para siempre. Hasta ahora mismo. ¿Lo notas tú también? Esto ya nos ha sucedido antes. Lo sé y elijo recordarlo. Es un breve camino hacia el descanso que solo yo he sabido encontrar entre la hojarasca caída sobre el agua y las raíces hundidas de las zarzas, el nido abandonado del mito y el refugio, tan frágil, del erizo dormido. Mejor calla, no me preguntes nada. No tengo más respuestas y hace demasiado que tampoco me escucho. Las usadas no sirven y las nuevas ya no son necesarias. Viajo de nuevo hacia la costa donde espera mi sombra para darme un abrazo. Me ha perdonado. La vida es solo eso, amor. De nada valieron hasta ahora  los sueños, las mudanzas, la construcción de un mundo propio, tan fallida siempre, los libros, los paquetes, los nudos sobre ellos, el cansancio de mis uñas, los cortes del papel en las yemas, los borrones de tinta donde nunca hubo anillo, los otros viajes sin destino, demoledoramente de ida y vuelta, las casas sucesivas que no supieron serlo, la guerra, los muertos, la guerra, siempre la misma vieja y maldita guerra. Los muertos, siempre los muertos pesando en nuestra lengua como piedras. Pero calma, todo coincide ahora en este punto exacto de mis ojos abiertos pero cerrados por dentro bajo el agua. Ya estás de nuevo aquí, puedo verte a mi lado. Sentir cómo me entiendes. Darme la mano ahora para llegar más lejos, como siempre. Eres la primera vocal de todas mis palabras. Lo sabes. Sin ti no soy ni la ilusión de este silencio que tantas veces soñé que compartía contigo. Ven. Mi miedo era pensar que todo iba a desaparecer cuando todo pasara. La belleza también. Pero eso no es posible. Ahora lo sé. He acabado con todo lo innecesario y tú sigues aquí. Amor, hemos ganado todas las batallas. Debí atreverme antes. Me acuerdo de tu última mirada. Ya lo sabías. Mis ojos te lo estaban diciendo. No es una rendición, no lo veas cómo lo harán los otros. Sabes bien que no podía retrasar más la voluntad de ser cómo siempre sentí. Perdóname por todo. Tu dolor de no verme por fuera es incompleto. Sabes dónde buscarme y encontrarme. Por eso y tanto como pasamos juntos, entiende que no he sabido hacer mejor mi vida, pese a haberlo intentado. Pero eso ya lo sabes y es inútil gastar el tiempo que no existe en recordártelo.



Piedras río Ouse, Chris Barnham


Escucha. Escucha ahora como resbala el agua por mi frente. Es un beso. La colmilleja que encontramos un día, muerta sobre la arena, bajo el puente, ¿te acuerdas?, la misma que empujé sobre una hoja de sauce flotando en la corriente de abril, dormida por entonces como una pequeña pantera submarina, se ha acercado a mirarme. Me ha contado su historia, su nostalgia de selvas, sus miedos en la noche, su vocación de ave. Me ha dejado un grano de arena en las pestañas. Un planeta perfecto con exagerados continentes y océanos y también ríos donde ella y yo pronunciamos tu nombre envuelto en una lágrima perfecta que nos refleja juntos para siempre. Pero no todo está detenido. Debes saber que la corriente a veces cobra fuerza, parece viento ciego que se ilusiona por demostrarse y lo consigue. Entonces nuevamente soy un giro en mi cuello donde la espuma se retiene para escapar después y deshacerse como un recuerdo imaginado. Todo está bien ahora. Todo sería perfecto si no fuera por esas amenazas que vuelven. ¿No las oyes? Las voces. Nuevamente los viejos gritos y su espanto. Los golpes de los remos en el agua, las zancadas urgentes con las botas de goma que este agua que soy, cubre y desborda, defendiendo mi calma, sin conseguir lograrlo. Afiladas siluetas que desde el puente caen con sus formas borrosas de brazos y dedos extendidos, inquietos, señalándome, para encogerse después hacia sus bocas. Y un instante después, acaso horas más tarde, no podría decirte exactamente porque este día acuático ya es otro, lo que empezó siendo sorpresa en un gesto de espanto, ahora son palos que me empujan urgentes y voltean. Una cuerda que flota y luego se hunde lentamente rozando mi cintura como un pájaro ahogado, y aunque su tacto contra mis párpados no es áspero, las voces sí lo son. Gritos de esparto que buscan organizarse urgentemente de algún modo, enganchándome, consiguiendo que deje de abrazar la sombra sumergida de este puente que tantas veces pronunció mi nombre cuando paseamos juntos. Era verano. Aquí sigue su eco. Nos asomamos al pretil y nuestros reflejos, como ahora, casi se besan en el fondo oscuro de tanta calma oscura compartida donde una golondrina bebía también entonces con urgencia.
Pero las manos, siempre ellas, nuevamente las manos de los otros me agarran ahora con esfuerzo estando ya curada. La ropa pesa tanto como solo es posible en otro cuerpo ajeno. La palabra piedra me ayuda pero la derrota a veces también pierde y alguien pronuncia varias veces la ilusión de mi nombre y tu apellido. Calla. No te han visto, sigue aquí debajo, escapa, sálvate amor, suéltame la mano y sigue volando en la corriente de este beso tan suave. Has conseguido encontrar mi pendiente. Te amo tanto. Llévatelo apresado como lo tienes entre tus dedos lentos por si en adelante necesitas sentir lo que no pude ser. Descansa ahora de mí y no te preocupes por lo que quizá digan, creen que les sobra tiempo y por eso lo gastan, volverán a hacerlo cuestionando lo nuestro. Me quitarán la piedra, la tirarán con asco a la corriente que saltará en pedazos como un vidrio roto por la metralla y a su llamada fría, nacerá la palabra que me imponen buscando definirme. Loca, repiten. Muy pronto vendrán nuevos curiosos a revolver lo que no existe procurándote una tristeza innecesaria, otra cicatriz con la forma de mi huida en el centro exacto de tu cuerpo, pero piensa que ya no pueden hacernos nada malo sus equivocaciones, y las nuestras, lo sabes bien, nunca lo fueron.
Ahora te llamarán a casa, puede incluso que alguien se acerque a la carrera llevándote la noticia encharcada de lo que ya sabías. Acaso me buscabas desde que leíste mi otra carta, nervioso, vencido, gritando triste mi nombre en el jardín. Pero no corras. En este tiempo abierto y desdoblado ya no hay prisas. Mira las burbujas que forman nuestros nombres trenzados, cómo escribe mi pie descalzo tu nombre sobre el lodo de la orilla. Se han dado cuenta ellos, los bienintencionados que lo gritan nombrándome cuando apenas aparece el cuerpo, ese objeto erróneo que todo lo confunde. Nada más ver el borde revuelto de mi cara salpicada de golpe por tantas incomprensibles tristezas al sacarme del agua, al apartarme el pelo de los ojos, abiertos y borrosos, empapados de tanto llanto hundido, su única defensa cuando las palabras o los gestos no sirven. Lágrimas que no pueden salvarnos de los otros y con ellas, todo, definitivamente todo, hasta esta simple felicidad que parecía ser eterna, de una manera absurda se detiene.




Después de escribir este Manuscrito,
Virginia Woolf se llenó su abrigo de piedras y se arrojó al río Ouse.








20.10.15

DERIVAS Y FICCIONES - SALIDAS DE TIERRA. ALGUNAS IDEAS SOBRE "SWAMP", UN FILME DE NANCY HOLT Y ROBERT SMITHSON (1971), Alberto Ruiz de Samaniego.





 
Nancy Holt y Robert Smithson


Aimlessness es una palabra hermosa, un tanto beckettiana. Significa “falta de sentido, de objetivo, de orientación”. Robert Smithson recurrió a este término para definir de alguna manera la intención de este filme. Filme que no es verdaderamente un filme, que no llega a serlo, sino más bien una tentativa, una propuesta, o un tanteo. Tiene también un nombre sugerente, henchido de promesa y fatalidad: Swamp, ciénaga, pantano. Él dijo: "It's about deliberate obstructions or calculated aimlessness". (1)

1. SMITHSON, Robert, "The Earth, Subject to Cataclysms, is a Cruel Master, interview with Gregoire Muller”, en Robert Smithson: the Collected Writings, edited by Jack Flam, The University of California Press, Berkeley and Los Angeles, California; University of California Press, LTD. London, England; 1996 , p.179



Swamp, Nancy Holt y Robert Smithson, 1971


En Swamp vemos cómo a través del lenguaje, un hombre: el director (el propio Smithson) trata de dirigir al cámara (Nancy Holt): a la cámara. Pero las órdenes orales, las propuestas de acción que Smithson elabora y propone, y que la técnica virtualmente dispone, se ahogan frente a un muro crudo e hirsuto de realidad: la maraña de maleza y cañas que dificulta o impide a menudo el paso de la lente, que estorba y emborrona la voluntad de visión precisa y distinta del objetivo de la cámara. Podría decirse que las cañas, enhiestas o envolventes, se vuelven lanzas frente al cristal, o se atrincheran en un movimiento de repudio y violencia no exento por instantes de belicoso dramatismo. Hay un límite, pues, para la visibilidad en que esta topa con un punto ciego o una resistencia: la turba confusa –una turbación– que impide el paso y la imagen –el pasaje de la imagen–. Que obtura el tránsito mismo y esperable de la operación verbal y visual, y que, en definitiva, puede o se impone ante cualquier pretensión de razón, dirección o lenguaje. He ahí la experiencia del aparecer de la tierra. Como quien dice: plantada ella misma ante la cámara, revelándose en tanto que hosquedad y cerrazón. Mostrando verdaderamente su carácter inhóspito. Casi diríamos que es por medio de la cámara como la naturaleza, que siempre estaba ahí, se nos revela, y se rebela. La cámara le da un relieve y una presencia, incluso una potencial agresividad, que antes no tenía o no era  considerada.

La pareja que desea hacer el filme quiere ir directo o derecho al fondo, al grano elemental (straight in, directly in, just keep going in, keep advancing in as much as you can le ordena la voz a la muchacha de la cámara). Para ello se comporta como un explorador; casi, incluso, como un agrimensor: la función de la máquina de filmar ha de ser, por tanto, implantar una determinación y distribución, tomar medidas y distancias, marcar o definir contornos. Señalar, indicar. Ellos ansían quizás convertir ese territorio agreste en paisaje. Estabilizar lo caótico y evanescente. Pero Swamp funciona, en este sentido, como una ficción distópica o, incluso, como una película de inquietud y ligero terror en que seguimos a dos seres penetrando dificultosamente en la imprevisibilidad desgarrante de un ámbito natural. Aimlessness. Un cul-de-sac existencial y estético donde todo anhelo y acción humana se ve derogado o negado: anegado en una ciénaga hipnótica y definitiva de obstrucción y desorden. Allí la condición humana, efectivamente, se yergue en medio de lo Unheimlich, de lo inhóspito.

Hay, desde luego, algo amenazante, ominoso, en esta pequeña avanzadilla sin (re)solución; frente a ese cerco divisorio, casi una muralla defensiva, que ha desplegado el cañaveral. Algo también sin duda beckettiano, como de fin de partida, o de juego que se trunca y reinicia permanentemente. La cámara (la mujer y la máquina) se vuelve entonces nómada; se ve sometida a incesantes pruebas, al continuo salto y replanteo frente a la persistencia o la dureza impía y oscura de la tierra. (2) Aimlessness: pues la tierra también habla, y los signos que ella emite tan solo parecen indicar un mismo y único mensaje, como una condena: prohibido el paso.

2. En este aire como de fuga y de pesadilla final u originaria, y en los propios trazados que la cámara realiza en medio de la naturaleza, Swamp recuerda a otro experimento ansioso y elemental –y de lo elemental–: Le Révélateur, de Philippe Garrel (1968).



Swamp, Nancy Holt y Robert Smithson, 1971


Como si fuesen la pareja primordial, Nancy Holt y Robert Smithson, buscando la intimidad del contacto desnudo con la tierra, han alcanzado el cenagal del sentido, la ciénaga de los sentidos. Swamp es el filme imposible que emerge, como una serie de gestos truncados, desde un espacio de negación. Film que habla de y desde el carácter refractario, hermético o impenetrable, de la tierra misma: a la palabra, a la visión, al cuerpo, a la técnica.

No ha lugar. No hay lugar para ningún filme. Pero el filme está ahí: nosotros lo vemos. Él es el resultado, hasta cierto punto, de ese mismo hiato visual y cognitivo. La marca de su resistencia y, acaso, su superación, de un modo ciertamente ambiguo pero hermoso. Pues ese No es, en definitiva, quien dirige el pas, el paso y el pasaje tortuoso de una narración que se hace y viene de la retractilidad misma de la naturaleza, (en)vuelta maraña, turba, pantano. Tierra haciéndose tierra.

Lo que Swamp nos dice, en primera instancia, es que en el trabajo artístico se desfundamenta o desvía todo programa previo. Que él es como una proposición sin orientación, sin meta fija: calculated aimlessness. Porque en él se da, más bien, la entrega recíproca, en una conjunción aventurada, de las cosas oscuras, borrosas y confusas de la materia –con toda su pesantez y su fuerza,  con su elemental recusación– con la palabra y la intención o disposición técnica y reveladora, alumbradora, de los hombres. Combate de tierra y mundo, si queremos utilizar la socorrida expresión de Heidegger, en donde el mundo tiende a hacerse patente y exponerse a la luz, mientras la tierra se oculta y retrae sobre sí misma. En este combate -de extirpe cezanniana- estuvo siempre el interés de Robert Smithson, y en él se despliegan la mayoría de sus intervenciones, como acredita, por ejemplo, una de sus ideas más radicales y admirables: la construcción de una sala de cine en una caverna o una mina abandonada. Smithson sugería, además, filmar el proceso de construcción de este dispositivo subterráneo. “Esa película –escribió– sería la película proyectada en la caverna. La cabina de proyección estaría hecha de gruesas vigas; la pantalla estaría tallada en la pared rocosa y pintada de blanco; las butacas podrían ser bloques de piedra. Sería realmente un cine ‘underground’”. (3) Underground es aquí mucho más que un chiste fácil: remite directamente a la posibilidad de proyectar en el fondo de la tierra, y de hacer de este subsuelo y de la acción de su espaciamiento y penetración el objeto de la proyección misma.

3. Cita recogida en AUMONT, Jacques, Materia de imáges, redux, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.

Como Swamp, esta idea esplendorosa nos habla, aún más, de la necesidad de integrar estos dos extremos. Pues sin la dureza, y la rudeza y la ocultación de la tierra inerte, el mundo no resplandecería ni, acaso, podría permanecer, o mantenerse. Swamp se sostiene en la remisión recíproca de ambos puntos, como si estos solo se diesen en una copertenencia que es a la vez un desgarro. Como si sólo tuviesen sentido integrando dentro de sí al otro como su propia contraposición. Hablamos de una difícil conjunción, del ajuste o el acorde extremadamente tenso entre el estar aquí del ser humano y el ser de aquí de las cosas mismas. Hablamos no tanto de un hacer maquinal cuanto de un crear, entendido como un dar lugar, un dejar espacio, justamente, a la opacidad de la tierra.

Por eso no puede haber un filme, tal como solemos entender este extraño término, sino tal vez y únicamente un tanteo, la tentativa o el proceso de conseguir una visión, que es al tiempo su anegamiento.


Swamp:





23.6.15

DERIVAS Y FICCIONES: TU LIBRA DE CARNE - "127 HOURS" ("127 HORAS", DANNY BOYLE, 2010)




127 HOURS 
(127 HORAS, DANNY BOYLE, 2010) 

TU LIBRA DE CARNE


POR MARIEL MANRIQUE



Según la lógica del accidente, la roca que te pone al borde de la muerte no es hija del azar. "La roca te espera desde que naciste", dice Aron Ralston, escalador amateur, en 127 horas (Danny Boyle, 2010). La roca asume la forma de tu modo de estar en el mundo. Tiene la estabilidad y el peso de tus elecciones. Caerás primero en el vientre del gran cañón que la naturaleza, impúdica, exhibe para deslumbrarte. El gran cañón es tu perdición; es tu carnada. Luego la roca caerá sobre tu brazo, concediéndote el grado mínimo de movilidad que te permita convertirla en tu precaria mesa de operaciones. Atrapado en una fisura en la que rigen solo dos mandamientos de supervivencia (no desmayarse; no volverse loco) aprenderás que, con nuestra modesta navaja made in China con linternita incluida en la módica oferta del supermercado, jamás lograremos mover la roca.

Cuando la vida decide llamarse Shylock, no se trata de mover la roca sino de negociar. Ya estamos dentro de la vida, dentro del gran cañón y con la roca cortándonos brutalmente el flujo sanguíneo del brazo derecho. Atrapados (ay, el eterno retorno...) en la hipnótica vagina de piedra, que nos exige, ya que nos atrevimos a volver y desafiarla, su derecho de peaje, el gran tributo. 

Importa el modo en el que hayamos sido antes de caer, porque el proceso de la caída no nos cambiará: será la evidencia de una forma preexistente de pasar las horas, que en el caso de Aron implica la huida de las multitudes para palpar en solitario la naturaleza y reírse aun cuando su bicicleta muerde el polvo. Aron no teoriza. Se mueve con la frescura y la espontaneidad de quien necesita poco para hacer cumbre, arriba o abajo.


En la infancia, las grandes montañas nos protegen. Después aprendemos, en carne propia, la violencia que sus mordiscos pueden asumir. Porque las montañas tienen mandíbulas y muerden. Y no lo saben. La naturaleza no tiene moral, por eso su belleza es mortífera pero inimputable. Podemos observarla, estremecidos; podemos recorrerla desde la fascinación y el temblor. Ella, sin embargo, no nos mira. Un paso en falso y nos succionará, en sus interminables y enigmáticos laberintos. Así de indiferente y lejana es también, de algún modo, la infancia recordada desde el accidente.






Antes de caer en el Blue John Canyon, Aron se lo apropió para gozarlo, en compañía de dos viajeras extraviadas con cuyas vidas intersectó la suya en un par de momentos gloriosos: sostener el cuerpo entre las angostísimas paredes del cañón, utilizando esas paredes de punto de apoyo, y lanzarse al agua repetidamente desde la altura. Ese goce previo al accidente es más importante que el accidente mismo y define, hasta cierto punto, el método de salida de este último. 

Aron decide dónde quiere estar, con quiénes y cómo, sin encadenar sus decisiones en un derrotero auto-destructivo y lineal (es, de algún modo, el reverso exacto de la coetánea Nina Sayers de El Cisne Negro - Darren Arronofsky, 2010). Lo hace como quien celebra una fiesta y con el entusiasmo de aquel para quien aun los preparativos son parte de la celebración. Si Aron hubiera muerto en el pozo del Blue John Canyon, uno siente que hubiera vivido una buena vida, ordinaria y breve, no estridente ni heroica, pero buena. Porque Aron no espera ni busca: experimenta.      

La inmersión en el agua queda doblemente registrada: en su memoria y en la cámara de filmación que empezará a funcionar como un reservorio de imágenes de emergencia y una interlocutora muda. Con su cámara, Aron verificará, al borde de la extenuación, que no delira. Y será el testigo de la naturaleza, el archivista de los momentos en los que su historia se unió a la piedra que lo tiene de rehén.

Tres usos posibles de la tecnología: una segunda memoria inmediata, que reafirma y auxilia la memoria original en crisis; una compañía silenciosa, cuando la cordura puede llegar a perderse en los meandros tramposos del monólogo; y un diario de viaje audiovisual, cuya lente nunca predomina sobre el ojo desnudo. Hablar y recordar en medio del desastre, para que la virulencia del desastre no nos aniquile; filmar un diario de viaje, para dejar constancia de lo que ha sido. 


Aron afirma que ya no sabe si es la roca la que aprisiona su mano o su mano la que sostiene la roca. Son las dos caras de la misma moneda. Dado que sabe que la roca no se moverá, la única opción, si quiere seguir vivo, es entregar su brazo a la naturaleza encarnada en la roca. Shylock exige tu libra de carne. 


La navaja doméstica es impotente frente al mineral pero efectiva frente a arterias y tendones. En la situación límite, cada pequeño objeto adquiere una dimensión protagónica: el cuervo que sobrevuela los cañones cada mañana a la misma hora, la hormiga gigantesca que nos recorre el rostro, los exactos 15 minutos diarios de sol que alumbran la fisura. 



Tan centrales devienen las mínimas y elementales cosas de un entorno exiguo que se adueñan del punto de vista: no es Aron quien ve el fondo casi vacío de su vaso térmico, sino el fondo de ese vaso térmico el que observa la lengua de Aron, lamiendo sus bordes con la sed del desesperado. Cuando Aron bebe su propia orina para hidratarse, las burbujas de orina toman posesión del plano y, en el acto de la amputación, es la sangre que fluye por dentro, y no por fuera, la que reclama la totalidad de la escena.

Esa amputación debe, necesariamente, estar en el cuadro. La decisión de no enviarla a un fuera de campo es coherente con la frontalidad de Aron y el carácter absolutamente orgánico del film. Aron no cerrará los ojos ni mirará de costado cuando corte. Así como se detiene a contemplar los ciclos de la naturaleza, con sus puntuales e incesantes renovaciones, así contemplará el instante único e irreversible en el que su brazo se convierta en muñón, equiparando el brazo perdido a un lastre y ese muñón, a una resurrección que le permita volver a la fiesta. 

Asimismo, Aron nos ha conducido, porque es imposible no hacerlo (especialmente si James Franco se ha calzado su experiencia), a acompañarlo. Nos ha seducido en buena ley para que nos involucremos en sus tácticas inagotables. Sería un acto de inmensa cobardía dejarlo solo y no ser, también, sus ojos, en esta instancia en la que entrega a Shylock lo que Shylock pide, mientras se guarda lo que necesita para seguir. Para seguir escalando, incorporándole al muñón una prótesis metálica que oficie de obstinado pico de alpinista. 





Es mérito de Danny Boyle evitar naturalmente el tono solemne y la vena trágica, no solo ofrendándole el film a un personaje que lo último que cedería a Shylock es su sentido del humor sino construyéndolo, en forma coherente con la vitalidad exuberante de Ralston, con pantallas divididas, cámaras en mano, flashbacks e imágenes de vídeo, jalonadas por las imágenes de una naturaleza de colores saturados hasta el hueso (obra de la fotografía de Anthony Dod Mantle, con quien pareciera operar telepáticamente), como saturados de energía parecieran estar los canales sensoriales de Ralston. 

Hollywood se relame con las historias de superación y supervivencia, y su insoportable "canto a la vida", especialmente cuando, como en este caso, el filme se basa en una "historia real". 127 horas excede, largamente, ese género plañidero con final feliz. 

Dice, con la voz de Aron, que vivir está bueno aun cuando la roca nos oprima el brazo; que la irrupción de Shylock es inevitable y que no hay tiempo (porque tenemos muy poco, porque Aron tiene, solo, 127 horas) de despedidas lacrimógenas, ataques de histeria y ridículos rostros circunspectos a la hora de la transacción. Y que hay pasiones en nombre de las cuales habrá que depositar, en bandeja y aunque nos tiemble el pulso, nuestras libras de carne. Nadie nos prometió un jardín de rosas. No regrets, my friend. No hard feelings.  








20.5.15

DERIVAS Y FICCIONES - TU CABALLO POR MI REINO, SOLO SI YO SUPIERA: 'RED SOCIAL' ('THE SOCIAL NETWORK', DAVID FINCHER, 2010)





THE SOCIAL NETWORK 
(RED SOCIAL, DAVID FINCHER, 2010)

TU CABALLO POR MI REINO, 
SOLO SI YO SUPIERA




POR MARIEL MANRIQUE


Una sospecha horrenda recorre el mundo: Mark Zuckerberg, el creador de Facebook (al menos tal como ha sido guionado por Aaron Sorkin y filmado por David Fincher en Red Social - 2010) jamás ha tenido un Rosebud. Si la sospecha se propagara como un virus por las plataformas 2.0, a Zuckerberg no le importaría. Pero flota como el perfume de la peste en un mundo con el que Zuckerberg no puede lidiar: el mundo real que te lleva puesto, a menos que le opongas tu escudo íntimo de experiencias personales. Experiencia entendida como Erfahrung (esa "moneda en la ranura", diría Walter Benjamin, ese acontecimiento vital imbuido de peligro, digno de ser narrado y susceptible de generar, como la piedra arrojada al río, múltiples ondas concéntricas) y no como Erlebnis (la vivencia superficial y efímera que se agota al instante de ser experimentada). 

Facebook fue concebida como un bruñido Erlebnis, como acto de venganza y último tributo a una novia fugitiva que seguramente hubiera preferido recibir un ramo de flores (ni hablar del sublime bonus track que hubiera significado agregar una tarjeta dedicada de puño y letra) o, como mínimo, ser escuchada en lugar de que se le corrijan sus faltas de ortografía.

Porque Zuckerberg es un lisiado emocional. Desde el pedestal altísimo de su IQ, su vocación y su condena es el monólogo a velocidad de vértigo, escupido con la misma ansiedad con la que estruja el teclado al que desplazó su líbido y sobre el que bien podría derramar, frenético y finalmente exhausto, todo su semen. Zuckerberg no solo no puede elaborar una respuesta (a preguntas que invariablemente le resultan estúpidas) sino que tampoco puede prestar su oído, clausurado y de espaldas a las necesidades de la "gente común". 


Ciertos nerds hackean sistemas amurallados como Pentágonos virtuales pero que se preparen, en esta sociedad supuestamente tolerante a la diversidad, si son judíos, feos y faltos de verba florida; si no logran llenar con sus dones congénitos los cristalizados casilleros de la aceptación social. "Cero glam", será el sello que porten en la frente, como un estigma. El glam que a ellos les ha sido negado, otros lo derrochan. Como Sean Parker, el creador con purpurina de Napster, que merodea a Zuckerberg como un tiburón. No ha olido sangre sino billetes. Que unan fuerzas, entonces, para mudarse de un modesto e ignoto garage a una mansión con piscina en Silicon Valley, ser billonarios y portada de revista, levantarse chicas de ojos redondos o rasgados y tomar alcohol hasta el amanecer. Porque en eso consiste "llegar", en la carrera ciega de los magos de las redes sociales.


Red Social muestra en forma directa y evidente, con la misma falta de espesor que su "objeto de estudio", que el "goce" 2.0 es sustraerse de un mundo intolerable y de la densidad aterradora del tiempo para dejar volar las horas en estado "wired" ("conectado", con la misma abstracción de un obrero en las líneas fordistas, a la burbuja autoprotectora) o aspirando líneas de coca sobre el vientre desnudo de una amante casual. El "goce" de los nenes .com es rápido y carente de novedad, por eso no hay respiro entre los planos y contraplanos de un montaje clásico, musicalizado con los bits electrónicos de Trent Reznor y Atticus Ross y jalonado con el retorno del  Edward Grieg de In the hall of the mountain king.

El regreso al biopic de factura clásica no es casual, porque uno de los temas nodales de Red Social (el ascenso, la degradación y la soledad del poder) es tan antiguo como Shakespeare. Solo cambia la escenografía. Sabemos que Zuckerberg pasará del rechazo en los clubes de élite del campus universitario a la categoría renacentista y paradójicamente perimida de "genio", que en ese tránsito traicionará a su mejor amigo y primer inversor licuándole impiadosamente sus acciones corporativas y que acumulará una fortuna cuyos ceros no tienen sentido.

Porque Zuckerberg tiene obturado el principio del placer (y es como si esa obturación estuviera tallada en su propio cuerpo, rígido y envarado, del que no muestra un centímetro de piel) y no gasta un dólar. No es un filántropo, un avaro ni un asceta sino un autómata en sandalias que habita una pecera sin contacto con el mundo "exterior" (casi todo la película transcurre, en efecto, en interiores).

En esas sandalias radica su excentricidad: son la silla de ruedas del que jamás podrá integrarse al "círculo" de los "comunes", porque carece del equipaje emocional para hacerlo. Deberá deslizarse entonces hacia el círculo áulico de los "triunfadores", donde (como bien le advirtió su novia antes de abandonarlo y le recordará su abogada al concluir el filme) seguirá siendo el imbécil que fue. Vaya una mención especial para estas mujeres, las únicas dos que parecen calzar cerebro entre una pléyade de subnormales que actúan como groupies o consumen el merchandising estudiantil estampándose en las bragas el nombre de su universidad. 


El horror, ya se ha dicho, es que aquí todo es presente absoluto y un Rosebud sería un objeto vintage quizá solo apreciado por los anunciantes, mientras los inversores de capital abren sus puertas al pobre niño rico. 

En cuanto al estado de las cosas, poco ha cambiado aunque se multipliquen las pantallas. El gobierno egipcio de Mubarak ordena el bloqueo a Internet, pero en la Plaza Tahrir vuelan metales y piedras y el resultado se define por la cantidad de muertos y cuerpos ensangrentados.

No se trata de que Zuckerberg pensara en un instrumento "revolucionario", en el sentido de intervención de ese instrumento en los modos estructurales de la vida, los mismos modos (intolerantes, competitivos y hostiles) que condujeron a Zuckerberg, un paria universitario, a construir Facebook. Se trata, en el extremo opuesto, de definir a Facebook, en su origen, como un instrumento netamente "conservador", un puzzle cuyas piezas andaban sueltas por ahí (en el algoritmo de su amigo Edoardo Savarin y en la idea de los gemelos Wincklevoss) y que Zuckerberg tuvo la clarividencia de encastrar (o, si se prefiere, robar) para salir del anonimato y devolver, en forma, el daño que ese anonimato le infligió.


Si por “revolución” se entiende la puesta en marcha de un proceso de cambios radicales en los modos de vida de las sociedades capitalistas avanzadas, la “creación” de Zuckerberg no pertenece en absoluto a dicho proceso. Se trata, por el contrario, de un nuevo medio de comunicación en el que circulan viejas formas de interacción social determinadas por las clases sociales.

Más allá del trillado y previsible abordaje de Facebook desde la perspectiva de la incomunicación y la soledad individual (tomando como epítome al adolescente fletado por la novia al inicio del filme, que agoniza esperando que ella confirme, en la vocación circular de la última escena, su "solicitud de amistad"), debiera quedar claro que Facebook no es un “punto de partida” que permite establecer relaciones con nuevos “amigos” sino, muy por el contrario, un “punto de llegada” de sus “usuarios”, previamente tamizado por un conjunto de instituciones socio-culturales y fuertemente condicionado por el lugar asignado en la distribución social de la riqueza.

Los “gustos” e “intereses” formadores de los “perfiles” de los usuarios de Facebook ya fueron escritos. Estos usuarios solo completan un multiple choice establecido “desde arriba”. Nada más ilusorio, como advirtiera Freud, que la creencia en la autonomía individual a partir de lo que uno “cree” que es.

La creencia en esa supuesta autodeterminación es intrínsecamente conservadora del statu quo. No solo porque los “perfiles” reproducen lo que ya es valorado socialmente (los “usuarios” saben perfectamente qué es lo que se valora y cómo repercutirá virtualmente su elección) sino porque la propia “creencia” genera el espejismo de la autonomía individual.

Se trata de un espejismo de “máxima”. A diferencia de los gestos de distinción social comunes a una sociedad de consumo condicionada por el dinero, ahora el espejismo es ilimitado: en la creación de los “perfiles” no hay límites (incluyendo la mentira). Todo puede ser incluido y todo puede ser mezclado para seducir, potencialmente, a todo el mundo. Podemos crear nuestro doppelgänger perfecto. Nos mostramos como queremos que el mundo nos vea y ocultamos en los álbumes personales las peores fotos.

En este sentido, Facebook podría aparecer como la máxima expresión de la individualidad y la igualdad. Lo que ni las religiones ni los regímenes políticos modernos han podido crear, habría sido creado por la “atmósfera” Facebook. Sorteado el límite de la electricidad, la computadora propia y el acceso a Internet, las nuevas redes sociales se presentan como una república democrática virtual.


Una vez puestos a “navegar”, el mundo virtual es simplemente uno e indiviso, sin clases sociales ni modos de opresión o represión a revertir. Lo único que existen son distinciones personales, determinadas por “gustos” e “intereses”. Y nada hay más democrático que el culto a las distinciones: lo que define (distingue) a los usuarios es sencillamente lo que eligen, ya sea una serie televisiva, un equipo de fútbol o una marca de comida rápida.

Claro que esta república es falsa. Es un pasatiempo en un mundo atroz y, aun en el juego de “lo virtual”, ofrece a sus ciudadanos escasas libertades. Las plantillas en las que volcamos nuestros “gustos” e “intereses” ya están establecidas y no permiten sutilezas ni ambigüedades. Las expresiones “me gusta” / “no me gusta” se presentan como alternativas binarias radicales, matizadas por el breve “comentario” personal. Facebook permite inventarse una identidad y, como ese golem gigantesco y evasivo bautizado Wikipedia, actuar con la impunidad de los avatares. Facebook, con su formato de formulario burocrático y su convocatoria a la diversión y el bienestar personal, ha sustituido el antiguo diario íntimo guardado bajo llave, ese cuya lectura por un extraño se consideraba un ultraje y en el que se volcaba la desesperanza y la pena.  
Un insumo de la “república virtual” es el look de su propio mentor, un chico “común y corriente” que aparenta ser “uno de nosotros”. Será por ello que la palabra “billonario” asociada a Zuckerberg no genera espanto, náuseas ni pudor. Quizá no genere escándalo que un chico de apenas 26 años sea billonario y esto también es muy poco revolucionario en la vida de Zuckerberg. Es más bien una evidencia, como creían los viejos calvinistas, de la recompensa al esfuerzo y la creatividad individual.


Conforme a esta retórica puritana, podremos alcanzar nuestras “metas” si nos esforzamos lo suficiente. Esta es la faceta emprendedora de Zuckerberg, el geek que ofrenda su vida al monitor para “hacerse a sí mismo”. De ahí a afirmar que quien fracasa en la consecución de sus metas es porque no se ha esforzado “lo suficiente”, hay un paso. “El futuro está en mis manos” no es solo una vulgar sentencia del burgués emprendedor sino la utopía del individualista.

Bajo esa pastoral del esfuerzo se esconde ni más ni menos que una lucha encarnizada por el éxito, motorizada por una inicial intoxicación de resentimiento y una progresiva avaricia emocional sin tapujos. 


El daño propinado al  Zuckerberg "invisible" se encarna en los destinatarios básicos del sopapo creativo que lo catapultará a los espacios VIP, convirtiéndolo en una suerte de estrella pop: los gemelos Wincklevoss, rubios líderes de la manada, expertos remeros y principitos de Harvard, representantes de los "viejos millonarios" que Zuckerberg (el judío "en guerra" con los WASP) humillará con sus billones, en la cadena progresiva de "nuevos ricos" tan cara al capitalismo duro y puro. 


Los Wincklevoss reinan con su carisma en los clubes universitarios donde se los entrena para el éxito a toda costa y se simula socializar mientras se revisa la agenda. Zuckerberg ingresará a esos clubes no para destruirlos sino para perpetuar, bajo nuevas formas, el cálculo y la hipocresía de sus cimientos.  


En una escena agudísima de Red Social, Fincher muestra el perfil difuso de un asistente a la tradicional Henley Royal Regatta, la competencia de remo disputada en el Támesis en la ciudad de Henley, Inglaterra, desde 1839. La escena, con su panorámica de exteriores desmarcada del resto del filme, es estrictamente tributaria de la estética del S. XIX. Los remeros Wincklevoss pierden por muy poco. Apenas un poco más y hubieran triunfado. Apenas un poco más y hubieran sido los Wincklevoss, y no Zuckerberg, quienes inventaran Facebook. La escena denota cómo, por tanto y por tan poco, cambian los nombres en el ranking de fortunas del S. XIX al S. XX.




Los inversores eligen las manos en las que depositarán sus capitales. Su ley es la acumulación y la garantía del cumplimiento de esa ley, la reproducción del orden existente.

Quizá Zuckerberg desee cambiar su reino por un caballo. O un Rosebud. Pero no sabe cómo hacerlo y ha hecho todo lo posible por no saber, por no tener un Rosebud, por olvidarlo si lo ha tenido o por hacerlo pedazos.

Mientras tanto, cada uno podrá hacer con Facebook lo que quiera. Ignorarlo o intentar expandir los límites de su conservadurismo, agitando, desde adentro, los casilleros de sus formularios.