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15.4.24

IV. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



GIACOMETTI, EN TRÁNSITO
ENTRE GENET Y ROTHKO
[fragmentos iniciales]


JEAN GENET TOCA UNA ESCULTURA DE GIACOMETTI
HERNÁN MARTURET





“Mamá, te lo voy a decir, mamá… mamá, no volveré a la escuela porque en la escuela me enseñan cosas que no sé”, afirma Ernesto en La lluvia de verano (Marguerite Duras, 1990). Duras dijo en una oportunidad que no comprendía la afirmación de su personaje, aunque creía que podría tratarse del rechazo de Ernesto hacia quienes pretenden imponer ciertos saberes que a uno no le interesan, minando de esa manera la curiosidad genuina. 

Quizá la frase de Ernesto pueda interpretarse como la reivindicación de lo que conoce y del hecho de que considere suficiente dicho conocimiento adquirido. Si esta interpretación es correcta, la frase tendría un significado mucho más radical, pues sería una respuesta al malestar que genera el proceso de secularización e intelectualización al que está sometido el hombre moderno. Si, como advirtió Max Weber, la dinámica del pensamiento moderno está motivada por la búsqueda sistemática de lo desconocido, es lógico que este dinamismo vaya acompañado de una profunda crisis de sentido: no existe un “fin último” para el pensamiento moderno; la verdad que se alcanza es siempre provisoria, contingente, hasta nuevo aviso.  

Además, aunque de manera indirecta, la frase de Ernesto podría referirse al rechazo a la institución escolar como reserva de saberes supuestamente dignos de saberse y a su pedagogía como mecanismo para alcanzarlos. Aquí también contamos con antecedentes críticos en la teoría social, como la crítica de Michel Foucault a los “micro-tribunales” en los que se transforman las instituciones educativas, al otorgar premios y castigos morales, y a los modos de aprendizaje de estas instituciones, basados en un modelo progresivo, ordenado y profundamente jerárquico entre el maestro y sus alumnos.

En El atelier de Alberto Giacometti (1979), Jean Genet describe su experiencia con las obras del artista. Nos dice que las esculturas de Giacometti no representan cosas que no sepamos y tampoco requieren de un manual de instrucciones para ser percibidas de una manera adecuada. 
Sus diosas y cabezas de hombre y mujer (cuyos modelos fueron su mujer Annette y, particularmente, su hermano Diego, modelo y ayudante durante 35 años) están solas allí, en su pedestal, sustraídas a la ley del accidente, equivalentes entre sí.

No hay “restos de tinte humanos” que deban interpretarse –tales como la delicadeza, la tensión o la crueldad–, pues cada obra adquiere su propia belleza por el solo hecho de ser irremplazable, única. “El arte de Giacometti no es entonces un arte social que establece entre los objetos un vínculo social –el hombre y sus secreciones; sino que sería más bien un arte de pordioseros superiores, y tan puros que el vínculo entre ellos sería el reconocimiento de la soledad de cada ser y de cada cosa. Estoy solo, parece decir el objeto, presa entonces de una necesidad contra la que nada puedo. Si no soy más que lo que soy, soy indestructible. Siendo lo que soy, sin reservas, mi soledad conoce la de todos ustedes”.

Según Genet, las esculturas de Giacometti nos colocan ante objetos aislados, en soledad. No sin esfuerzo, advierte, debemos intentar que nuestra mirada recorte ese objeto de su lugar en el mundo, de su función. Si, por ejemplo, logro recortar un rostro del mundo que lo circunda, “entonces esa soledad acudirá a abarrotar de sentido ese rostro, esa persona, ese ser, ese fenómeno. Quiero decir que el conocimiento de un rostro, si pretende ser estético, debe negarse a ser histórico”. Esto también es válido si quiero conocer un perro, o un gato. 

[...]


GIACOMETTI CONVIVE CON MARK ROTHKO
MARIEL MANRIQUE





Muchas tardes, voy hasta el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y me siento un rato en el suelo frente a “mi” Rothko, el “Rojo claro sobre rojo oscuro” pintado entre 1955 y 1957, cuando Rothko ya estaba en pleno dominio de su etapa “clásica”, la de los enormes rectángulos verticales de colores pintados con la antigua técnica de la veladura, esos campos de color de bordes difusos que se expanden (brillantes, saturados, vivos) o se contraen (oscuros), o hacen las dos cosas al mismo tiempo, que parecen respirar, transpirar, coagular en ciertos puntos nodales, chorrear o llorar, sostenerse apenas. No voy a ver “mi” Rothko para que me enseñe ni me explique nada, voy solo para que me muestre lo que ya sé y, en ese conocimiento compartido, me haga compañía, en silencio, que es quizá la forma más alta y pura del amor: hacerse compañía sin pronunciar una palabra, como la compañía que nos hace un animal desde la sabiduría sin fondo de su reino. 

“Mi” Rothko es animal, se mueve lentamente. Apartaría el espacio vacante entre mis órganos perdidos hace tiempo y lo colocaría donde estuvo mi estómago y el aparato que se suele llamar “reproductivo”, hasta que las cicatrices de esa pintura coincidieran con las mías, porque nunca he sido tan bien radiografiada. He llegado a pensar que “mi” Rothko calzaría exactamente con mis vísceras, que si el óleo con su sangre dispar transmigrara a mi cuerpo la fusión sería casi perfecta. Casi, porque no hay líneas rectas ni ángulos incólumes en Rothko. No hay una forma pintada y velada y vuelta a velar de una vez y para siempre. No solo porque sus cuadros son enormes e invitan a entrar en ellos para desestabilizarlos, o desestabilizarse, no solo porque su propósito declarado es la intimidad y su superficie última está determinada por el pacto con los ojos de quien mira. Es sobre todo porque Rothko nunca está quieto, como si fuera un raro organismo nacido de los desgarros de la psiquis, porque zurce esa psiquis mientras se metamorfosea, porque late y babea y envuelve mis trepidaciones mentales como la veladura de su técnica, avanza sin moverse de su sitio e inevitablemente toma posesión. 

Tampoco yo necesito moverme para que me invada, solo tengo que mirarlo, como si lo digiriera o lo gestara, esa primera actividad en la que me reeduqué para ralentizar mi masticación como un rumiante y esa segunda actividad que aprendí a expandir y a reconocer en ciertos campos, en los que me olvido de mí misma y me mareo, me disocio y me voy a otra parte. A Rothko me lo como en cámara lenta, voy pariéndolo en horas de transmutación. Mientras lo miro, me entrego y no ofrezco resistencia. No tengo que tocarlo, tampoco, y no solo porque en los museos esté prohibido. Practico con “mi” Rothko un ritual tántrico en el que desde el primer momento aspiro a disolverme. No voy a verlo para sufrir. Voy para cesar, para dejar de existir, para ser un rojo claro sobre un rojo oscuro, algo así como un exaltación o un pulso vital derramado sobre un carro fúnebre, que persiste en emitir sus últimos destellos. Porque Rothko jamás se oscurece del todo. Nunca se evade o se retira a una noche infranqueable, no se amuralla ni se alisa hasta endurecerse y volverse rígido y opaco. De este lado, que es la pura superficie de Rothko porque ni en él ni en nadie más ni en el mundo entero hay otra cosa que no sea pura superficie, de este lado Rothko sobrevive, deshecho en el óleo que eligió para transfigurarse. 

Mientras lo miro no sueño con serpientes ni con Atlántidas ni con revoluciones. Me dejo ir, me dejo llevar y espero que el puerto de arribo, que el proceso mismo, sea la nada. Es como si flotara hacia Rothko, boca abajo, exhausta. Como si algo en el cuadro tirara de mí, o su respiración fuera un susurro, un canto de sirenas. Soy un manojo de arterias y tendones, un puñado de huesos gastados, una mujer sin himno ni banderas, sin hijos y sin nombre, un cuerpo anónimo que fue a mirarse a un Rothko que es su espejo de rojos sobre rojos. Si pudiera descomponerme en estos óleos, en sus pigmentos y su trementina, impregnarlos, penetrar el soporte, apoyar la cabeza en sus radiaciones apenas perceptibles. Recostarme y deshacerme. No vengo a traficar, a exigir una respuesta, a abismarme para encontrar tesoros. No hay tesoros abajo, no hay abajo. Vengo a reconocerme más allá del jardín del bien y del mal,  a lamerme los huecos de las bombas, como un perro, a deponer toda noción de control o de soberanía. No soy nada, nunca seré nada y no tengo ni quiero tener en mí ninguno de los sueños del mundo. Simplemente quisiera dormir, entrar en el sueño como se entra al agua, como quien entra a un color, un rojo-Rothko.


[...]



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1.5.18

XVI. "MELANCOLÍA" - EL ARTE PERDIDO DE LA CONVERSACIÓN. MARGUERITE DURAS & RICHARD SERRA EN "LE SQUARE"




Marguerite Duras
Equal-Parallel: Guernica-Bengasi, Richard Serra, 1986
Representación teatral de Le Square, compañía Ilot Théâtre



No solo las personas son capaces de iniciar el arte de la conversación. También las cosas pueden hacerlo. No solo las cosas pueden tener la apariencia de monolitos, exhibirse distantes de su entorno e indiferentes a la presencia de los visitantes. Las personas también pueden adquirir la forma de menhires, vueltas sobre sí mismas y apartadas de los ojos de los otros. Las cosas, como las personas, pueden ser melancólicas. 

Las obras de arte a veces incitan a estos juegos de la imaginación. Como el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, el mundo privado de las imágenes estimula la curiosidad, las libres asociaciones y la apertura a las comparaciones más inusitadas. O quizá provoque algo mucho más radical: ejercicios mentales de transmigración entre el mundo de las personas y el mundo de las cosas, al punto de volver indistinguibles ambos mundos. Aún entre fenómenos tan diferentes como una nouvelle de Marguerite Duras y una obra site-specific de Richard Serra.

La “muchacha” y el “hombre” son los únicos personajes de Le Square, una nouvelle escrita por Duras en 1955 y posteriormente adaptada como obra teatral en 1965. Un square es un espacio público de origen inglés, ajardinado, que ofrece, además de un descanso, y como dice el “hombre”, la “ocasión para hablar un poco”. El urbanismo parisino bajo la administración del barón Haussmann (el “artista de la demolición”, como lo definió Walter Benjamin) hizo de estos espacios verdes en miniatura un lugar de sosiego esparcido por toda la ciudad de París, propicio para el encuentro fugaz. Duras se encarga rápidamente de no hacer del encuentro entre el hombre y la muchacha un momento romántico o de felicidad impresionista opuesto al tiempo de la utilidad. Para los personajes de Le Square no hay tiempo que perder, pues coinciden en que el hermoso tiempo de la conversación es casi siempre brevísimo, confrontado al tiempo constante de las relaciones sociales de dominación y los fracasos personales [...]


El arte perdido de la conversación.
Marguerite Duras & Richard Serra en Le Square
Hernán Marturet








13.12.15

XXIX. LA SUPERVIVENCIA. HERRAMIENTAS MÍNIMAS - REVISTA SHANGRILA Nº 25.




The White Rose, Daniel Spoerri, 2014




El zoólogo holandés Jan Swammerdam, que dedicó su vida al estudio de los insectos y a la construcción de sus propios microscopios, aseguraba demostrar la existencia de la Divina Providencia en la anatomía de un piojo. Son las pequeñas cosas las que suelen dar respuesta a las grandes preguntas. Buena parte del arte moderno se comporta como Swammerdam, cuando utiliza objetos comunes y vulgares, deshechos incluidos, para darnos pistas acerca del significado de lo que somos y de lo que hacemos. 
También un sociólogo como Georg Simmel supo encontrar en el hastío o la indiferencia de los transeúntes (rasgos al parecer menores para una disciplina que piensa en grandes magnitudes) ciertas claves para la comprensión de la experiencia típica de la vida moderna y las formas de supervivencia adoptadas frente al torbellino social de las grandes metrópolis.

El examen de las pequeñas cosas no solo funciona como un insumo para la innovación y la creación sino también como un auténtico banco de imágenes que sobrevive al paso del tiempo. Son imágenes simples, no solo porque abrevan en lo “menor” sino porque pueden ser utilizadas por cualquiera, en cualquier momento. Quizá por ello sean, también, imágenes democráticas (...)

  "Ahora que ya sabemos que somos malos"
Hernán Marturet 
en La supervivencia. Herramientas mínimas

Revista Shangrila nº 25




11.12.13

XVI. "TODO SE ROMPIÓ ENTRE LÁGRIMAS. LA REVOLUCIÓN PERDIDA EN "EL VIAJE DE LOS COMEDIANTES" Y "ALEJANDRO EL GRANDE", Mariel Manrique / Hernán Marturet, Shangrila revista nº 18-19, "Theo Angelopoulos. El paso suspendido: punto de encuentro".




Jannis Kounellis




"Todo lo sólido se desvanece en el aire"
Kal Marx,
Manifiesto del Partido Comunista, 1848




Una troupe de comediantes deambula con sus maletas y un baúl a cuestas, en El viaje de los comediantes (O Thiassos, 1975), por una Grecia progresivamente desgarrada por la dictadura del general Metaxas, la Segunda Guerra Mundial, la resistencia a la ocupación nazi, la liberación por las tropas aliadas, la intervención británica en la política doméstica, la guerra civil, la derrota comunista y la instauración, con apoyo norteamericano, del régimen del mariscal Papagos. La narración se inicia con el regreso de la compañía, en 1952, a la ciudad de Aegion y se ramifica en múltiples bucles temporales regresivos lanzados en forma cronológicamente desordenada entre 1952 y 1939, para cerrarse con un plano semejante al de inicio. Con la estación de tren de Aegion a sus espaldas, en 1939, avanza la totalidad de los integrantes originales de la troupe, embarcada en una gira de presentación de la pieza popular Golfo, la pastora, típica del repertorio de las compañías trashumantes, escrita por Spyridon Peresiadis en el s. XIX.

Ahora sabemos, porque la acompañamos en su travesía, que la compañía que vimos al inicio del filme, en esa misma estación de tren a su regreso a Aegion en 1952, fue una pequeña comunidad diezmada y que solo un puñado de sus actores de (...)


Todo se rompió entre lágrimas.
La revolución perdida en
El viaje de los comediantes y Alejandro el Grande
Mariel Manrique / Hernán Marturet







THEO ANGELOPOULOS
EL PASO SUSPENDIDO: PUNTO DE ENCUENTRO
Shangrila revista nº 18-19
20x28cm. - 328 páginas










14.7.13

DERIVAS Y FICCIONES: HENRI MATISSE, EL COMBATIENTE CALMO

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE – HERNÁN MARTURET


HENRI MATISSE 
EL COMBATIENTE CALMO



POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET





1.   El fin de las certezas





Vivir en la modernidad es (Marshall Berman dixit) vivir en una época en la que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Una época, en términos nietzscheanos, de "destrucción creadora", en la que instituciones y valores cambian permanentemente y exigen estrategias de supervivencia y adaptación. 

El marxismo define los procesos modernizadores como “potencias infernales” que pondrán fin a la prehistoria del hombre, signada por la lucha de clases y la insatisfacción de las necesidades humanas. Para superar esa prehistoria dolorosa, es necesaria una revolución en la que se pase por las armas al viejo régimen. 

Pero a fines del S. XIX se impone en Francia la ideología positivista de Auguste Comte, según la cual el progreso moderno agotará por definición la conflictividad social y conducirá a una situación de orden generalizado, con prescindencia de todo movimiento político revolucionario (v.gr., las revueltas parisinas de 1830, 1848 y 1870).

En el Salón de Otoño de 1905, el crítico Louis Vauxcelles se escandaliza ante la convivencia de una escultura de corte renacentista y un conjunto de piezas inclasificables. Es como si hubieran rodeado de fieras (de "fauves") al pulcrísimo Donatello. A Vauxcelles lo ha indignado el fauvismo, un modo de pintar que no da espacio a las falsas promesas de felicidad de la modernización socio-económica.

2.       Un puñado de salvajes

El fauvismo surge como la rama francesa del movimiento expresionista, nacido como un arte de oposición. Implica la liberación del temperamento y del instinto. ¿Por qué no pintar un perro color verde en el cuaderno escolar, aunque lo reprueben los maestros que nos dicen que un perro "no es así"? ¿Qué es, realmente, ser "así"? La "normalidad" es una dictadura. Dijo Derain: “los colores eran para nosotros cartuchos de dinamita”.

Encarnado, entre otros, en Marquet, Derain, Vlaminck, Friesz, Van Dongen, Rouault, Braque, Dufy y Matisse, el fauvismo se opone al cientificismo (en base al cual Renoir aseguraba que “es el ojo el que hace todo” y Seurat proponía un fundamento científico para el estudio del color) y al “tono de felicidad” del impresionismo, ajeno a los problemas subyacentes a la aparente calma del orden social.

Vlaminck rechazó todo tipo de autoridad, desde la familiar a la artística: “El uniforme cubista es para mí demasiado militar. El cuartel me pone neurasténico y la disciplina cubista me recuerda demasiado las palabras de mi padre: el cuartel te hará bien y te dará carácter.

Maurice de Vlaminck
Tugboat on the Seine, Chatou (1906)


Su pintura derivó hacia un pesimismo de corte anarquista, con una paleta semejante a los colores sombríos del primer Van Gogh. Obreros industriales, campesinos y casas precarias serán los temas por los que se hará conocido como el “pintor delegado de los proletarios”.


3.       Autonomía del color, planitud y reduccionismo




El paradigma cultural modernista implica una reflexión del artista sobre los aspectos formales de la obra, la composición de sus elementos constitutivos y la complementariedad de los colores.

Si la pintura tradicional supeditaba estos aspectos a la representación de un tema (v.gr., retrato, naturaleza muerta o suceso histórico), la pintura moderna se libera de dicha finalidad, rechaza el mimetismo y reivindica el reinado de los colores puros.

Frente al principio consolidado de dejar rastros que sugieran las emociones del artista, las pinceladas “atomistas” de Cézanne se alzan como evidencia de la autonomía del color.

Los fauves recogen los axiomas fundamentales del post-impresionismo: la independencia de la línea y el color de los objetos representados y la afirmación de la autonomía de los elementos básicos de la pintura que luego se combinarán en la tela (i.e.: el método analítico-sintético).

Matisse persigue la expresión, entendida como “la satisfacción de orden puramente visual que puede procurar una obra”, y se entrega a la composición como “arte de disponer de manera decorativa diversos elementos”. Las diversas tonalidades deben equilibrarse para evitar su anulación recíproca, porque el agregado de una tonalidad implica la aparición de nuevas relaciones entre los colores.

“Una vez que he dado con todas las relaciones tonales, el resultado es un acorde vivo de colores, una armonía análoga a la de una composición musical".

Sus obras pueden evaluarse desde una perspectiva de "armonía", rotundamente opuesta a la armonía sostenida desde el S. XVI al S. XIX por la pintura occidental, que supedita cada uno de los elementos cromáticos a un "tema" y, por ende, a una naturaleza común, para crear una “atmósfera”.

Con el advenimiento del fauvismo, dicha “sensación atmosférica” cede al dominio del color, concebido como elemento autónomo. La armonía fauve es una armonía autónoma de los colores, emancipada de la mímesis.

Henri Matisse
 Luxe, calme et volupté (1904-1905)

En la escultura Desnudo de espalda, Matisse tiende a la planitud y al reduccionismo gradual, lo que se observa en la secuencia de esa relación fondo/figura que semeja un travelling hacia adelante. Mientras la primera figura parece querer “escaparse” del fondo (esto es, del “mundo exterior”), la última parece adentrarse en ese mundo, imbricándose armónicamente.

Henri MatisseLa espalda (I), ca. 1909, y La espalda (II), 1916

Henri MatisseLa espalda (III), 1916, y La espalda (IV), 1931


4.       El mundo-Matisse

Desde el punto de vista pictórico, Matisse sintetiza cuatro tendencias heredadas del post-impresionismo.

Toma de Signac el uso del color puro y la organización del plano de la imagen por medio de contrastes de pares complementarios, garantizando la tensión colorista del cuadro. De Gauguin y Van Gogh, los planos lisos, no modulados y de color no mimético, y los gruesos contornos con ritmo propio. De Van Gogh, especialmente, adopta la diferenciación del efecto de las marcas lineales, mediante variaciones de grosor y de proximidad. Y de Cézanne, la concepción de la superficie pictórica como un campo totalizador en el que todo, incluso las zonas blancas sin pintar, desempeña un papel constructivo a la hora de reafirmar la energía de la imagen.

Henri Matisse
Le bonheur de vivre (1905-1906)


Le bonheur de vivre condensa los rasgos definitorios del fauvismo: una gran escala de planos lisos de color sin modular, bidimensionales, con choques violentos de colores primarios; simplicidad formal y reduccionismo; una sensación de profundidad que no emerge de mecanismos de perspectiva sino de yuxtaposiciones cromáticas; contornos gruesos pintados en tonos brillantes; una deformación de las anatomías y discrepancias de escala; y referencias a múltiples fuentes de la pintura occidental (desde Ingres a la pintura rupestre, como en las cabras presentes a la derecha de la obra).

Henri MatisseVentana abierta en Colliure (1905)


Henri Matisse 
  Retrato de Madame Matisse
La línea verde (1905) 



En las imágenes precedentes pueden ordenarse fácilmente los pares de colores complementarios que las estructuran, lo que hace que la visión no se detenga en ningún punto en particular. La línea verde en el rostro de Madame Matisse testimonia la arbitrariedad del cromatismo fauve.




Dicha arbitrariedad funciona de manera semejante a la lingüística de Saussure: el significante es arbitrario con respecto al significado y el valor de la obra está determinado por la vinculación interna de los significantes.




Se trata de una “auto-reflexión” formal inherente al modernismo: la forma (es decir, el significante) se independiza del significado, se “auto-legisla” y adquiere una gradual opacidad respecto al significado de la obra.





Al independizar el significante del significado, la reflexión sobre los colores deviene la preocupación fundamental del artista. Dice Matisse: “un centímetro cuadrado de cualquier azul no es tan azul como un metro cuadrado del mismo azul”.


Matisse sueña "con un arte equilibrado, puro, apacible, cuyo tema no sea inquietante ni perturbador, que llegue a todo trabajador intelectual, tanto al hombre de negocios como al artista, que sirva como calmante cerebral, algo semejante a un buen sofá en el que descansar de las fatigas físicas”.




A pesar de su sueño, la crítica peyorativa de Marcel Nicolle (1905) relacionará las técnicas fauvistas con la pintura infantil y sostendrá que no tienen “absolutamente nada que ver con la pintura” y se asemejan a “la diversión bárbara e ingenua de un niño que juega con una caja de colores que acaban de entregarle como regalo de Navidad”.




Los lienzos de Matisse (como La femme au chapeau, adquirida por Gertrude y Leo Stein) provocaron la hilaridad de la muchedumbre como ninguna obra desde la Olympia de Manet (1863).

Henri Matisse
La femme au chapeau (1905)


Matisse desafía el canon académico impuesto por la École des Beaux-Arts y problematiza los “esquemas clasificatorios” (i.e., el habitus) del observador. Centrado en la forma y abocado a una búsqueda específicamente pictórica, borra o reduce la referencia naturalista tendiente a la “ilusión” de lo real y asume un hermetismo que lo distancia del espectador aficionado. 




Las críticas al fauvismo y a Matisse parecen justificadas, pero no precisamente porque su obras parezcan pintadas por un niño sino por su ruptura radical con la tradición pictórica de Occidente.


Le Bonheur de Vivre no es solo una crítica a la "institución-arte". También perturba, desde el punto de vista psicoanalítico, las diferencias sexuales establecidas, al ofrecer imágenes polisémicas que evocan una serie de pulsiones sexuales contradictorias.
La conjunción de crítica institucional y crítica ideológica, con su efecto de shock en el espectador, trasciende la preocupación por la forma, típica de las obras modernistas, y aproxima Le bonheur de vivre a la obra de la vanguardia histórica, caracterizada por la crítica radical a la academia y las normas y valores imperantes.




5.   Hacia una estética de combate


En Matisse pueden destacarse tanto aspectos modernistas (el “plano de color”) como vanguardistas (la crítica antes referida a la institución-arte y los preceptos sociales).
La primera línea, de carácter modernista, continúa y profundiza la ruptura representada por Cézanne con su auto-reflexión sobre el procedimiento artístico (particularmente el uso y el efecto del color), que conducirá al expresionismo abstracto de Mark Rothko y Barnett Newman.

Desde el punto de vista político, esta línea será una línea de “resistencia” a las industrias culturales propias de la sociedad de masas. La “opacidad” de la obra, producto del definitivo triunfo de los significantes sobre los significados, se opone negativamente al mundo circundante y constituye un ejemplo de lo “otro”, alternativo y opuesto a la razón instrumental.



La segunda línea, de carácter vanguardista, agudiza la distorsión de los significados (los objetos representados en la obra) presente en los trabajos de Daumier y Van Gogh, lo que conducirá al art brut y el arte povera.
Políticamente, esta línea será una línea “ofensiva” frente al formalismo artístico divorciado de la vida cotidiana, al incorporar, sin distinciones jerárquicas, lo “otro” encarnado tanto en el arte primitivo como en el arte infantil e inclusive en el detritus del que el canon abjura.


Los paneles decorativos La Danza, La Música y Juego de bolas muestran que las relaciones de color son, ante todo, una articulación entre superficie y materia pictórica.


Henri Matisse
                 La danza II (1910)                   
     
Fred Astaire y Ginger Rogers 
bailan Cheek to Cheek (Irving Berlin)Sombrero de Copa, Mark Sandrich, 1935


Henri Matisse
La música (1910)

El séptimo sello, Ingmar Bergman, 1957

Henri MatisseJuego de bolas, 1908


Sonatine, Takeshi Kitano, 1993



Bibliografía 
Arte desde 1900, VV. AA., Madrid, Akal, 2006.
Barilli, Renato, El arte contemporáneo, Bogotá, Norma, 1998.
Bourdieu, Pierre, Creencia artística y bienes simbólicos, Buenos Aires, Aurelia Rivera, 2003.
De Micheli, Mario, Las vanguardias artísticas del siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 2001.
Matisse, Henri, Escritos y consideraciones sobre el arte, Madrid, Paidós, 2010.