Botonera

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9.4.12

BI(T)BLIOGRAFÍA - "FLUJOS DE LA MELANCOLÍA. DE LA HISTORIA AL RELATO DEL CINE"

COORDINADOR: AGUSTÍN RUBIO ALCOVER


Losilla; Carlos Flujos de la melancolía.
De la historia al relato del cine
.
Ediciones de la Filmoteca, Valencia, 2011
POR JOSÉ MIGUEL BURGOS







Flujos de melancolía, o cómo liberar al cine de su propio mito

Unos años después de su encuentro con Sylvia, el dibujante, un ser anónimo de vocación contemplativa, llega a una ciudad de aspecto europeo seducido por la apariencia sofisticada y cosmopolita en la que se ha convertido el lugar de su idilio. El fruto de la breve estancia entre sus habitantes es un cuaderno de bocetos, en el que el autor parece haber comprendido el destino de todos aquellos que le precedieron y vendrán después de él. Como todos ellos, trata de recrear la plenitud del momento únicamente para sentir el peso de la ausencia. Sin embargo, todo lo que ha podido recoger de esa experiencia creativa ya no se da en una mirada fija y fundadora sino en el testimonio de los obstáculos que impiden llevar lo que percibimos a la palabra. En esa disfunción, el orden de lo que es registrado está al servicio del desfile repetitivo de todo lo que pasa por delante, apoderándose incluso del sujeto que lo observa. Frente a él el mundo pasa. Se suceden los rostros, la mujer misteriosa que no habla, el vagabundo africano a quien nadie compra, el chico del supermercado que siempre se equivoca devolviendo el cambio. Las mujeres fotografiadas por el cineasta que lo filma aparecen registradas en el cuaderno del protagonista en el instante en que cada viandante se une para siempre a su gesto más íntimo y cotidiano: desviar el pelo de dirección, la espera, tensa y apasionada, de una compañía o la indiferencia, el tedio y el aburrimiento de una pareja son momentos anotados por la cámara y por el lápiz sin que ningún rostro termine de fijar la atención del protagonista.
Esta modalidad creativa, que extiende la constatación de la falta como el signo de lo moderno, es constitutiva negativamente de la pasión reconstructora de la historia. La historia debe su éxito a que ha intentado ofrecer dar una respuesta articulada a la insoportable melancolía que se consagra en la pérdida absoluta. Construyendo un conglomerado de relatos que celebran la gloria del pasado, la historia ha levantado una sima de datos, anécdotas y aventuras legendarias que hacen inteligible el pasado al precio de perder toda relación con lo que en él está más vivo. La historia del cine, que opera desde la misma lógica, no es una excepción. En ella abundan los mitos, el juego infantil por los chismes y el culto inconfesado de imaginarios ajenos a nuestro entramado afectivo. Empeñada en diferenciar, catalogar y clasificar, la historia del cine ha permitido que su pasado se degrade en una sucesión lineal de etapas que se suceden bajo la línea maestra del progreso tantas veces representada en la estereotipada sucesión de clasicismo, manierismo y postmodernidad que domina buena parte de la historiografía.
 La “escritura cinematográfica” (p.9) con la que, según Adrian Martin, Carlos Losilla filma su libro refuta esta lectura simplificada y superficial consiguiendo transformar los presupuestos teóricos que sostienen el hermetismo de la división tripartita habitual (la mencionada sucesión de Clasicismo, Manierismo y Postmodernidad) en una imagen mucho más problemática. La clave de esta complejidad es la melancolía. Permanecer clavado a la memoria de lo perdido no es un simple objeto de análisis ni un soporte narcisista, sino la potencia que concierne íntimamente a la Historia del Cine hasta implicar su forma misma. Se trata de una fuerza que no puede medirse en términos de evolución y progreso ni capitalizarse en historias made in Hollywood, pero cuya repetición determina la constitución de todo saber. La Historia del Cine, en otras palabras, no está prohibida, ni ensombrecida, sino constituida por la ausencia primordial que señala el lugar de la melancolía.
 De este modo, la posición melancólica que según Carlos Losilla define buena parte de la cinematografía contemporánea no sólo cuestiona la concepción convencional del pasado, sino que nos pone en contacto directo con la estructura genética de las  imágenes, para el autor plenas de ambivalencia melancólica. Lejos de intentar reconstruir un estado precedente, los Woody Allen, Lynch, Godard o James Gray se relacionan con el pasado como el melancólico lo hace con su objeto de deseo. Para todos ellos la melancolía no se concibe como un defecto o una falta ante un bien que se ha perdido, sino como un proceso creativo que, alentado por el deseo más verdadero, logra transformar la perdida en imágenes vivas capaces de leer el presente.
Con el fin de captar y reproducir este proceso creativo el autor divide el libro en dos capítulos o imágenes. El análisis de la fuerza deconstructiva que esta modalidad de imágenes cobra en las Historie(s) du Cinema de Jean-Luc-Godard constituye el objeto principal del primero. Testimonio mismo de la perdida, las imágenes de las Historie(s) du Cinema nos enseñan que el límite no puede ser eliminado, que la grieta que nos constituye ya no es un obstáculo que se debe franquear para poder seguir. Se trata de imágenes que cuestionan radicalmente el estatuto mismo de la imagen, dejándonos ver que su composición es heterogénea, indefinida temporalmente, rota en su lado más íntimo. Como para el melancólico, la imagen consiste en esa escisión. A través del rigor meticuloso y casi obsesivo del montaje, Godard dota a esa escisión de un sentido nuevo, en gran medida político. Descomponiendo y alterando las imágenes fijas del pasado, Godard no busca recomponer una nueva imagen sino remontarse a las circunstancias que la fijaron como origen. En este punto la imagen se transforma en lo fue siempre, su propia imposibilidad. De ahí que lo que veamos esté habitado por la invisibilidad, el presente se confunda con  el pasado o del sentido brote el sinsentido.
Aún así la fuerza que imprime la melancolía de Godard no reside únicamente en el uso del montaje. Por el contrario, su verdadera aportación se encuentra en llevar esta operación deconstructiva sobre un material cinematográfico que, al mismo tiempo que es utilizado, nos obliga a preguntarnos sobre el objeto de su deseo, las imágenes producidas por el cine. Esta reflexión contiene una primera indicación valiosa: de lo que se trata no es de asegurar una posibilidad al futuro, sino de aprender a mirar el pasado pero no para instalarse en él sino para devolverlo al presente y así poder redimirlo en una imagen pura, es decir, inauténtica, impropia, contradicha. Y otra decisiva: el modo de redimirlo se ajusta a una tonalidad emotiva, la melancólica, que no por casualidad marca el destino de las imágenes. En las de Godard lo importante no reside sólo en la pérdida imaginaria que cubre al melancólico y de la que se sirve para negar la realidad exterior, sino en la capacidad para recoger de esa negación un principio de realidad que sitúa al melancólico en una nueva dimensión. Entre el pasado que no pasa y el presente que no llega, el mecanismo melancólico logra hacerse con un lugar en el que “lo que es real pierde su realidad para lo que es irreal se vuelva real” (1), situándose de ese modo en un lugar intermedio, en una tierra de nadie epifánica, entre la pasión narcisista y el objeto elegido, y donde el locus severus del melancólico coincide con el lugar de las imágenes.
En esa estancia melancólica donde se reúnen pasado y presente la bilis negra cinematográfica también es corrosiva con el propio cine: la pérdida de autonomía, incluso de utilidad, de los recursos que fueron concebidos como el ADN del lenguaje cinematográfico los ha convertido en objetos obsoletos, extraños, vacíos. Todo lo que pasó a comprenderse como puesta en escena se ha vaciado hasta el punto de proclamar su absoluta inutilidad a no ser que se ponga en escena a sí misma para proclamar su propia imposibilidad (Raúl Ruiz).
Para evitar que la imposibilidad del pasado, hacia la que sigilosamente se acercan las Historie(s) du Cinema, suponga su revitalización como mito negativo, Carlos Losilla dedica el segundo y último capítulo al análisis de los fragmentos más relevantes de Inland Empire de David Lynch, según el autor la gran película de la postmodernidad (p.65). En ellos, la grieta ontológica que pesa sobre las imágenes del cine y que con tanta eficacia detecta Godard, se transforma en la figura inocente de un devenir que diluye toda tentación de fijar el pasado mediante una apoteosis del cambio en todas sus posibles mutaciones. En este sentido, ya no hay estancias melancólicas que interrumpan (Godard, Lanzmann), sino ausencias que se propagan (Nolan), se difunden (James Gray) o se infiltran (Scorsese) hasta propagar la vida en un eterna cinta sin fin. De la historia al devenir, de la dramaturgia a la circulación infinita de sentido, de la melancolía al flujo. En ese devenir las historias han perdido todo centro y con ellas sus personajes, así como los recursos técnicos y las narraciones que buscaban su lugar en el mundo, lo que no deja de dar valor a lo variable o a lo voluble que se afirma cuando brota la vida. El mundo se mueve, parece decir Lynch. Y ese movimiento debe ser recogido por una “imagen en movimiento que cuenta algo, aunque sea en su propio discurrir” (p. 65). De un lado a otro nos movemos del plató a la calle, del principio que no acaba al fin que no empieza, y todo dentro de las imágenes cuyo baile no se puede teorizar sino simplemente crear. Menos mal que existe el cine -sugiere el autor-, de lo contrario tendríamos que plegarnos al juicio de la historia al que nos obliga la restitución, equivalencia o producción infinita del pasado.
El movimiento de esas imágenes tiene su sede en el cine, cierto, pero también en la crítica que, como la de Carlos Losilla, convierte el flujo melancólico en algo visible, inteligible y como tal dispuesto a ser interrogado. Por eso la inclinación pública del autor a entender su libro como un material de transición, provisional e inacabado, no debe entenderse como la proclamación de su imposibilidad sino como la tentativa de encarar sus propios fantasmas, vitales y cinematográficos, y de dominar en una escritura cinematográfica lo que de otro modo apenas podría intuirse.



1. AGAMBEN, G., Estancias, Pre-textos, Valencia, 2001.

Jean-Luc Godard