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9.4.12

DERIVAS Y FICCIONES - HOOVER & THATCHER - EL BIOPIC BAJO EL SIGNO DE LAS MÁSCARAS

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET

HOOVER & THATCHER
EL BIOPIC BAJO EL SIGNO DE LAS MÁSCARAS


POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET

“Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario”
Clarice Lispector


Para narrar una vida se da un paso hacia atrás y se empuña una soga. Si apoyáramos nuestra cara sobre el lienzo de una pintura, si nos abandonáramos a la imagen con la cabeza en estado de reposo y ejecutáramos como último acto de voluntad la rendición sin reservas, nos succionaría la fuerza centrífuga de la abstracción. Inclusive la mímesis de una naturaleza muerta se disolvería en planos inasibles de color y el color sería como un viento que nos borra los rasgos de la cara.

Tomar distancia es la estrategia que impide la disolución y preserva la boca para el relato. Quien relata se coloca en guardia y ordena con la soga del sentido el desorden enloquecedor de la experiencia. La princesa Scherezade aplazó su muerte durante la larga noche en la que contó historias a un rey que había planeado asesinarla. Para sobrevivir la doble decapitación de la locura y la muerte, hay que narrar. La lengua es una encantadora de serpientes insomnes. También de ojos ajenos.

Leon Bakst, diseño para Sherezade, 1910


Hablamos, como Scherezade, para seducir y hacer olvidar al otro el destino que nos tiene reservado. El adjetivo con el que amenaza nuestro nombre. Queremos que nos quieran. La lengua del monstruo tiene, especialmente, una sed lacerante de amor. El conde Drácula entrega sus dominios por el cuello dormido de Lucy Westenra. Frankenstein sumaría a los clavos de sus sienes una corona de clavos, a cambio de que lo besaras en la boca. El lobo feroz nunca tuvo novia. Un monstruo es una sombra anhelante. Las sombras cuelgan de alguien pero nadie les hace compañía.


Boris Karloff en Frankenstein, 1931

El biógrafo de sí mismo se pinta sin lastimarse. Nada más mentiroso que un libro de memorias, porque es la memoria misma la que habla y la memoria no puede separarse de sí. Por ende, le es imposible esquivar sus propias garras pero hará lo que sea para salvarse. Nadie se escribe idiota. La gente suele escribirse, o hacerse escribir, de bronce, a varios pasos de distancia y con la soga tuerta que esmalta las uñas e inserta la prótesis donde se pudrió el diente.

El biógrafo de un tercero intentará hacernos ver lo que supone que ese tercero vio. Dado que ver es necesariamente recordar y que solo podemos recordar en imágenes, ese biógrafo asume, como el pintor de íconos Andrei Rubliov, la función de un médium. Un médium navega los epistolarios, los archivos personales y los diarios íntimos, el testimonio de esposos, amantes y enemigos y el fondo del armario y el espejo, hasta encontrar el secreto que concentra y coagula un rastro de verdad. El médium entra en trance ante el secreto y el secreto encarna en una cosa o en un cuerpo. Porque solo los cuerpos y las cosas pueden verse y ser, en consecuencia, materia de la imagen y superficie del recuerdo.

La cosa o el cuerpo es la casa donde habita el secreto y es, como su habitante, pequeña y sucia. No hay rastro de verdad en el discurso oficial, el monumento ecuestre o la gesta patriótica. El médium tiembla ante la cosa doméstica e impura. El biógrafo avezado se inclina a recoger cositas.


Andrei Rubliov, La transfiguración, 1405

Es inherente al secreto perdurar, aunque su casa parezca insignificante; el secreto transcurre en cámara lenta, como la enfermedad, las hendiduras o los amores prohibidos. Se lleva como un estigma aunque haya sido revelado, porque no es lo oculto sino lo intolerable. Sigue doliendo una vez dicho, como un miembro fantasma tras la amputación. Retorna a la memoria como un estribillo. El ritornello es su modalidad.  

Una película es, como un libro, la puesta en escena de recuerdos. Pero el cine, a diferencia de la literatura, muestra las cosas del recuerdo en lugar de nombrarlas. No las alude. Las expone. Un recuerdo vacío de secretos se parece a una casa saturada de cosas que gritan, con una localización intercambiable. Por el contrario, un fotograma perdurable nos persigue, impregna el anterior y se posa en cada fotograma sucesivo, como si se hubiera derramado, porque sus cosas insisten en callar sin abandonar sus puestos. Un fotograma es una colección de cosas y una película, una colección de fotogramas enhebrados, por obra del montaje, como una cadena de recuerdos que pueden aullar para desvanecerse o perseverar en su sitio, atesorando un secreto hasta doler.  

Un biopic es, según el diccionario de los géneros fílmicos, la narración cinematográfica de una vida. Léase: la suma visual de los recuerdos que cifrarían nuestra identidad, ejecutada por observadores que no estuvieron allí. “Allí” es el lugar donde se declina tu memoria, es tu cuerpo y el tacto de tus propios ojos en las cosas, esto es, un lugar donde se está definitivamente solo. Los observadores que construyen un biopic ponen su lupa en las huellas tangibles de la vida que narran y eligen un lugar imaginario desde dónde narrar. Como en todo relato, se escoge un “qué” y un “dónde” que no deberían ser controvertidos, a riesgo de erigirse en pedagogo y dueño de una verdad monógama.


Edipo ante la Esfinge
Reconstrucción del tondo de un kylix ático de figuras rojas, 480 - 470 AC

En Edipo Rey, Sófocles decidió que Edipo se arrancara los ojos en Tebas. Es estéril cuestionar por qué Edipo elige la ceguera en una ciudad diezmada por la peste, porque Edipo Rey no es exactamente eso sino, en definitiva, la forma en la que Sófocles elige contarlo: Edipo Rey debe leerse en última instancia como un “cómo”, el modo de mostrar del biógrafo de un rey tebano. Del mismo modo que el labriego de Van Gogh es “mostrado” por la manera en la que el biógrafo Van Gogh ha pintado sus zapatos y no por el hecho de que Van Gogh haya elegido zapatos fuera de un campo de labranza para hablar del labriego.

Las caras de la monarquía o el campesinado serán siempre máscaras (por eso Robert Bresson buscaba en la calle a sus actores y los instigaba a actuar como modelos o autómatas). El biógrafo honrado persiste en el intento de horadar esa máscara para mostrar “lo que nadie mostró” y preservar, al mismo tiempo, la intangibilidad del secreto. El secreto pide a pudor al biógrafo: “noli me tangere”. El doble movimiento de exhumar, sin profanar jamás, el cadáver.


Vincent Van Gogh, Zapatos del labriego, 1886

J. Edgar Hoover dicta sus memorias, sepultado bajo un grotesco maquillaje, en "J. Edgar" (J. Edgar, Clint Eastwood, 2011). Los cortocircuitos cerebrales de la senilidad sacuden a Margaret Thatcher, aferrada a broches antiguos en los sacos, enormes camisones y spray para el cabello en “La dama de hierro” (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011).

Dos monstruos huérfanos por exceso de padres, asediados por el ritornello del secreto y el arpón del flash-back. Dos actores del star system, invisibilizados para poner a hablar a dos monstruos estelares: el hombre que dirigió sin tambalear, durante casi medio siglo (1924-1972) y ocho presidencias norteamericanas, el FBI; la primera mujer en convertirse en Primera Ministra en Gran Bretaña, burlada, resistida y reelecta desde las entrañas del partido tory. Dos biopics que no celebran ni lapidan a sus protagonistas célebres, tan desmadrados en su ego como para no ver al prójimo, tan convencidos y lineales en su paranoia que quién podría afirmar no ser un proto-Edgar, una Maggie larvada.

¿Por qué no muestra Eastwood la ejecución del carpintero Bruno Hauptmann, acusado por Hoover en el caso Lindbergh, electrocutado en la silla eléctrica? Según los documentos de la época, lo electrocutaron en presencia de medio centenar de invitados y transcurrió un cuarto de hora desde que se activó la palanca hasta que se lo declaró muerto. ¿Por qué Eastwood no muestra la deportación a Rusia de la anarquista Emma Goldman, calificada por Hoover como la mujer más peligrosa de América? ¿Por qué no muestra el escarnio de las víctimas grabadas por un micrófono oculto, reducidas a un órgano sexual o a un carné comunista en un archivo impiadoso? ¿Por qué Eastwood no muestra el dolor de algunos, al menos algunos, de todos aquellos que Hoover persiguió y finalmente cazó como un perro de presa?



¿Por qué no muestra Lloyd la impotencia del minero inglés, la muerte en huelga de hambre del líder militante Bobby Sands, en lucha por el reconocimiento como presos políticos, y no como presos comunes, de los prisioneros del gobierno británico pertenecientes al Ejército Republicano Irlandés? Thatcher calificó su muerte como una “inanición autoimpuesta” y a Bobby Sands como un “criminal convicto” y se ahorró hasta el pésame protocolar. ¿Por qué no muestra Lloyd los cadáveres adolescentes del Crucero General Belgrano, brutalmente torpedeado sin previo aviso ni ultimátum por un submarino nuclear británico fuera de la zona de exclusión militar durante la Guerra de Malvinas, la complicidad thatcherista con las dictaduras latinoamericanas, las arrasadoras consecuencias en Gran Bretaña de la batida en retirada del Estado de Bienestar y la entronización en la era Reagan-Thatcher del capitalismo salvaje?


 
Movie propaganda posters


Porque Eastwood y Lloyd han resuelto mostrar un “qué” divorciado de las expectativas previsibles del espectador y hacerlo desde un “dónde” que es la propia cabeza de sus biografiados. Si en la génesis warneriana y posterior desarrollo iconoclasta del biopic late la voluntad de canonizar o demoler al personaje público sobre el que ya existe una opinión formada (porque el juego del biopic se juega sobre un territorio conocido, para abonarlo o dinamitarlo según la ocasión, con la complicidad de una platea previamente convencida), el tándem Eastwood-Lloyd problematiza el “saber” común, a riesgo de incurrir en delito de “cobardía ideológica” frente a un par de Repudiados Terminales.

Eastwood-Lloyd despliegan una narración clásica, sin trucos de estilo ni efectos especiales, contaminada por la irrupción continua de flash-backs sospechosos: si en un relato la verdad, esa perpetua pasajera en tránsito, no está siquiera en la suma de sus partes, y el recuerdo no logra nunca coincidir con lo vivido, un biopic vuelto campo minado por la inestabilidad de la memoria es, también, una mentira al cuadrado.

Hoover y Thatcher legitiman sus crímenes, al amparo del “estado de excepción” que exige líderes de pulso firme y corazón helado. Hoover dicta en su vejez memorias falsas y la memoria anciana de Thatcher es un río revuelto. No les creas. No les creas tampoco a Eastwood ni a Lloyd cuando desnuden la represión ejercida sobre estos niños-monstruos en su país de origen, ese lugar llamado infancia del que uno no se recupera jamás. Si miente el biografíado que recuerda, ¿cómo podría no mentir el biógrafo devenido médium? La única certidumbre será la del secreto, que vendrá a trastornar el orden conocido y a ofrecerte, como un regalo envenenado, la complejidad de un mundo sin respuestas.


Louise Bourgeois, Maman, 1999

Porque Edgar es puto y habrá que decirlo así, como a él le aterraba que se lo dijeran. Tristísimo puto que no puede decirlo ni ejercerlo y persigue, en consecuencia, no solo un casamiento de ocasión con la primera chica avispada que se cruce, de la secretaria con boca de tumba a la pin-up Dorothy Lamour, vendedora de bonos de guerra, sino también la delación y el escarnio infinito, tanto de putos como de especies catastróficas afines (comunistas o negros). “Puto” es la sentencia y la marca infamante; decir “homosexual” o “gay” sería un eufemismo calma-conciencias. La mamá de Edgar (que, además, tiene la cara de Judi Dench) prefiere un hijo muerto a un putísimo “daffodil”. A Maggie, la hija con dientes de roedor y grandes aspiraciones del almacenero, talibana del pensamiento y mutilada de la sensación, se le burlaban en ramillete, y en cámara lenta, las chicas con tacones del barrio. Este será su el ritornello, su íntimo infierno musical.

Así se forjan las grandes personalidades que salvan a un país de la amenaza del “otro”, controlan la inflación y son lo suficientemente tiernas y terribles como para pasar a la historia y agenciarse un biopic. Así, sin poder decir lo que se siente mientras la máscara les petrifica las arterias.     

I.          La fatal ambivalencia del carácter

Eastwood nos muestra cómo mutan las virtudes de Edgar, con la inestimable colaboración familiar y el acompañamiento público, en suculentas taras funcionales al gobierno de turno. Edgar no nace “loquito”. Es el chico sencillo de los mandados, en gorra y bicicleta, que en pleno auge de los Palmer Raids se angustia ante la contaminación de la escena del crimen. Quiere limpieza y orden. Empieza usando guantes plásticos para no perder pruebas y termina secándose las manos, sacándose de las manos el sudor ajeno. Su afán investigativo y su pasión por los métodos científicos viran a una taxonomía exasperada de los vicios, almacenada en la biblioteca del Congreso como quien acumula en un templo santos sudarios.

Su leitmotiv es no ensuciar lo aparente. Pulcritud en los trajes de los agentes federales, brillos de espejo en los zapatos de la tropa, prístinas secretarias con discreción de esfinge y clasificación obsesiva de papeles. Su vocación acaba siendo descubrir, esconder y escupir la “basura” privada, utilizar el acceso al “secreto” como mecanismo extorsivo y valerse de cuanto recurso haya a su alcance, dentro o fuera de la ley, para dejar registrado el pecado ajeno. De ejemplar empleado a censor nacional, transita el cursus honorum con esmero lunático, mientras mamá arma un álbum de recortes de prensa que cuentan los progresos del niño tartamudo.

Ha apretado el primer recorte contra su pecho ajado, como si fuera el único billete de lotería disponible para vengar el anonimato familiar. “Gracias a Edgar sabrán quiénes somos nosotros” (tu mamá tiránica, tu papá senil y tu obediente hermana). El peso de esa revancha se sella en un anillo que le pone mamá, como un ancla tremenda o una alianza: de matrimonio incestuoso y sociedad filicida, excitada con la perspectiva del poder.



Una primera bomba eyecta a Maggie-niña de abajo de la mesa. Corre a cubrir, para que no se pudra, un pan de manteca con una campana de cristal. No es la niña aterrada con espasmos de llanto cuando estallan las bombas en los Palmer Raids. Está decidida, en la Segunda Guerra, a conservar el stock del almacén y abajo de la mesa ya está haciendo cálculos, guiada por el principio del conservadurismo y exiliada del principio del placer. Lo que hay que hacer, cueste lo que cueste, es salvar la manteca y la nación. Porque si todos trabajamos como se debe y todos hacemos lo que se debe hacer, las puertas del cielo, del partido, de la Cámara de los Comunes y del Nº 10 de Downing Street se abrirán indefectiblemente a nuestro paso.

Si ella, la hija aplicada y estudiosa de un almacenero, ha podido abrirlas, ¿por qué no podrían los demás? Porque son, y así le advierte a su hija, a quien enseña a conducir (un automóvil), imprudentes o ineptos. El pobre es, como el enemigo al acecho, un inepto que merece el desprecio y el castigo. Maggie combate como un virus, en la línea de Edgar, la “debilidad de carácter”.    


Maggie no toca a su hija, ni a su hijo ni a nadie. Si la figura central en la vida de Edgar es su madre, Maggie orbita entre un muerto, un eclipsado y un ausente. El padre comerciante, venerado por sus arengas individualistas; el marido jocoso, su socio político en la sombra; y el hijo varón radicado en África, donde la voz suplicante y aún altiva de su madre senil llega por teléfono para que él acorte y corte la llamada. Su hija es una sombra filial a la que le ordena cortarle el pelo y su madre, una figura brevísima de ama de casa, que se seca avergonzada las manos, como una criada intrusa, antes de tocar la carta en la que aceptan a Maggie en Oxford. Las mujeres son fans que lloran su decrepitud o se arrodillan a besarle las manos, imantadas por el efecto-Führerkontakt.  Maggie está en guerra con una legión política de machos-alfa y una humanidad constituida, a su juicio, básicamente por imbéciles.  



Ni Edgar ni Maggie hacen pie en sus sexos maquillados sin vínculos enfermizos con el otro sexo. Escalan a fuerza de voluntad, obstinación y devoción al cargo. Pero no pueden ni saben construirse como sujetos autónomos.

Desde la suma del poder, ejercido en las sedes de gobierno o en los pulcros pasillos de una agencia estatal, Edgar y Maggie suben o bajan el pulgar como en un circo romano. Decidirán quién vive o muere pero no podrán estar en paz en su propia casa.

Eastwood hace de los espacios institucionales cerrados el “hogar” auténtico de Edgar, un hogar que, si bien exige ejercicio físico y trajes a medida, resulta mucho más libre que el mausoleo opresivo donde malvive con mamá Hoover. El atisbo de felicidad es inevitablemente clandestino y se llama Clyde Tolson: el roce de las manos en la penumbra cómplice de un taxi; el ritual de la cena, en mesita apartada, en un repetido restaurant-refugio; o el beso ensangrentado en un cuarto de hotel.



Lloyd pone a deambular entre fantasmas a una Thatcher consumida por el mal de Alzheimer, que también trató como fantasmas a su esposo e hijos, y al mundo entero, cuando estuvo lúcida. No hubo fisura sentimental en Maggie ni la habrá. No hay un Clyde Tolson escondido, no hay salida subrepticia de un closet, no hay temblor. Es, más que una dama de hierro, una virgen medieval de hierro, apta como instrumento de tortura y ontológicamente incapacitada para el bolero. Pero tampoco estamos seguros de que Edgar haya amado a Clyde Tolson o que simplemente lo haya necesitado, como a un Denis Thatcher, un bastón o un animal de compañía. Lo único que nos dice Eastwood es que Edgar no soportaba, como Maggie, quedarse solo. Lo único que los desespera es que no haya alguien, en calidad de súbdito, a su alrededor.

La casa es, en última instancia, un tormento. No hay audiencia que aplauda ni subordinados que acaten órdenes. El niño curioso y custodia-evidencias, y la niña salva-mantecas con tan alta autoestima, se abren como una flor horrible en el agua. Estragan vidas privadas y colocan los exvotos del deseo en el altar de la vida pública, orgullosos de servir a su nación.  

II.         El largo brazo de la represión

Los hijos de la represión familiar no muestran carne. El uniforme es el ataúd del cuerpo. Hay una historia, y también una histeria, del traje. Vemos la piel desnuda de Edgar cuando está travestido, o muerto. Thatcher es una máquina sin piel. En ambos, la estética militarizada deglute la tensión carnal y neutraliza el contacto y el maquillaje es trucco en toda su extensión. Visten bajo la égida de la monocromía, la repetición y el planchado absoluto. Es la moda fascista.


Movie propaganda poster

Edgar fortalece su sistema inmunológico a base de inyecciones, mientras contempla asqueado el ascenso televisado de Martin Luther King Jr. Ha usado su oficina como gimnasio, para fortalecer el músculo. La negritud es, como todo desvío de la norma, una patología contagiosa. Thatcher desprecia y alecciona a sus doctores, embutida en un camisón de marioneta. El plano detalle muestra la mano que alisa la falda, el zapato femenino que aprisiona el pie, el índice ansioso que limpia la mancha de rouge del incisivo. El cuerpo vive en estado de alerta y al acecho. Así se envara o se arquea en pose predatoria. Deviene trazo grueso de caricatura.



El logro del actor no es la imitación maníaca sino la emergencia de algo que esté vivo bajo tamaña sepultura, sin que la operación recuerde a un parto con fórceps. De estos dos cuerpos desgraciados emana, como si fuera un olor, un nerviosismo constante, fruto de la vigilia del paranoico y síntoma del frágil atrincherado en la obsesión.

¿Qué podrían irradiar, excepto persecución y muerte, Edgar y Maggie? Clausurados al goce y anclados al deber, su efecto público es el reflejo necesario de sus vidas privadas. El desastre anida en el detalle banal. La guerra empieza en una psiquis rígida. Ninguno de los dos evoluciona, porque no resignifican su pasado. Edgar lo aplana y lo corrige en su beneficio. Maggie lo monta al pedestal de la hija ejemplar que cumplió el sueño paterno. Continuamente saben lo que tienen que hacer, por eso en el flash-back no hay aprendizaje. Es como si todo el tiempo, bajo distintas formas, transparentes y estables, se mostrara la misma escena, en la que los personajes se mueven en el espacio sin cambiar. Hacia el final, Edgar parece cuerdo pero se ha vuelto loco a fuerza de cavar el mismo surco sin mirar al costado; Maggie está clínicamente loca pero aniquila impecablemente a sus fantasmas, metiendo ella solita toda la ropa de su marido muerto en enormes bolsas de basura.

La consecuencia natural de esta estrechez obstinada del carácter se intuye, arrasadora, en el fuera de campo.

¿Qué podría esperarse del triunfo de la voluntad, cuando esa voluntad no tiene otro parámetro que la eficacia? Maggie recibe, como regalo de sus seguidoras, un aparato de radio. No se le ocurre decir que es hermoso. Exclama agradecida: “¡qué útil!”.        

III.         Cuando la realidad estalla

El bobo que propone ridículamente matrimonio a una desconocida en la biblioteca del Congreso y la pragmática señorita que acepta una propuesta matrimonial tan conveniente como desangelada serán ungidos líderes por la maquinaria institucional y el club político y bendecidos por la mayoría de la sociedad. Ejercerán el poder no solo como un acto de venganza compensatorio de sus egos heridos sino también como una regla de tres simple.

Son ciudadanos “modelo” desde el origen. Creen en el sistema de premios y castigos, en la ley y en las prolijas carpetas que supuestamente la atesoran y la materializan. Son puntuales, aseados y no frecuentan malas compañías. Cuando los vemos en su adolescencia, desearíamos que nuestros adolescentes se les parecieran. Cuando los vemos tan expeditivos y resueltos, tan magistrales en el arte de no dudar, desearíamos que nos protejan bajo su ala. De hecho, la sociedad eligió a estos huérfanos como a mamá y papá. Los líderes son hombres y mujeres “de acción”.

Los espectadores que se burlaban de los avisos institucionales de Hoover y aplaudían al gángster gracioso encarnado por James Cagney en “El enemigo público” (The public enemy, William Wellman, 1931) se rindieron ante el Hoover que salvó al indefenso “baby Lindbergh” y vivaron a Cagney oficiando de agente del FBI en "Contra el imperio del crimen" (G-Men, William Keightley, 1935). Eastwood utiliza la metamorfosis del público en una sala de cine para mostrar la volatilidad del humor social. Thatcher supera su caída pública en desgracia sin correrse un milímetro del rasgo personal constitutivo que provocara su crisis de credibilidad: ser tan “de hierro” para ajustar brutalmente la economía como para instruir el hundimiento de un crucero indefenso. No es Thatcher la que cambia sino sus votantes.

Del puño crispado del huelguista contra el cristal blindado del automóvil que traslada a Thatcher pasamos al fragmento documental donde la trayectoria velocísima de un torpedo ejecuta su imperativo bélico homicida (“húndanlo”). Thatcher administra la nación con el mismo rigor de quien salvaguarda y optimiza una docena de huevos. Hoover protege a la nación con el mismo fervor que le prodiga a sus flexiones de brazos. No son brillantes pero están tremendamente seguros de sí mismos.

Son adalides del razonamiento primario, lo suficientemente básicos como para ser comprendidos sin esfuerzo. Escriben sus propias piezas de oratoria asequibles. Dan respuestas sencillas a problemas enormes, al dividir el mundo en dos. Los vemos, en ambas películas, como reproductores constantes del sentido común. Los líderes verticalistas disuelven la complejidad en nombre de un devenir que los trasciende. Trabajan por “la seguridad y la supervivencia de los Estados Unidos” (Hoover dixit) o por la “gloria de la bandera británica” (el motto Thatcher).




 

Simplifican el discurso hasta creer dominar la realidad, reducida a una huella dactilar o el precio de la leche. No hay historia personal detrás del dedo, ni obreros ni vacas. Sólo signos evidentes y planos, que desvanecen el escándalo de las relaciones humanas.

La realidad, sin embargo, deja de necesitarnos. Nos volvemos antiguos y, en consecuencia, prescindibles. Thatcher renuncia ante la inminencia insoportable de una derrota en las internas de su propio partido. Hoover ya no logra asustar a un presidente electo (que terminará utilizando su misma técnica ilegal del micrófono oculto) al esgrimir un expediente privado. La humillación puede llamarse Howe-Heseltine o Richard Nixon. Su nombre es aleatorio. Su ocurrencia es inevitable.        

Porque la realidad es más empecinada que quienes se creen sus dueños y termina estallándoles en la cara, como una bomba. Tanto J. Edgar como La dama de hierro están jalonadas por las bombas. Las que acaban destrozando a sus protagonistas no pueden escucharse, como la que estalló en 1919 en la casa del fiscal Mitchell Palmer o la que devastó, en 1984, el Grand Hotel de la ciudad de Brighton. No son por eso menos estruendosas. Tienen la forma del amor o la vejez que nos consume.



Son Hoover vuelto Edgar frente a un espejo, con el vestido y el collar de su madre muerta, y Hoover vuelto imaginariamente a la vida, para leer conmovido a su amante, con esa misma voz en off que nos narró a su antojo medio siglo de historia norteamericana, la carta ignífuga de Lorena Hickok a Eleanor Roosevelt. El cross-dressing y el acto del ventrílocuo, rendido, finalmente, a la pasión enemiga. Thatcher vuelta Maggie senil al pie de la pileta de la cocina, lidiando con una taza de té que se resiste a ser lavada. La edad como naufragio.


La verdad, ese ladrón en fuga, solo deja rastros. Evasivas esquirlas. Múltiples pedacitos triturados, como los que escupe la máquina donde la fiel escudera Helen Gandy envía a desaparecer la información sensible. Pequeños y sucios pedacitos, como los relicarios mínimos del secreto. Los momentos de verdad son mugre embravecida en la taza de té, perfumes que trastornan en la ropa prohibida, palabras que no nos atrevimos a decir. Grietas atronadoras en la máscara.


James Ensor, La intriga, 1890