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17.4.12

DERIVAS Y FICCIONES: LA INFANCIA EN EL CINE - "HUGO" (MARTIN SCORSESE, 2011) - INSTRUCCIONES PARA AHORCARSE CON UN RELOJ

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET




LA INFANCIA EN EL CINE
HUGO 
(MARTIN SCORSESE, 2011)
INSTRUCCIONES PARA AHORCARSE CON UN RELOJ



POR MARIEL MANRIQUE


Le joujou est la première initiation de l'enfant à l'art,
ou plutôt c'en est pour lui la première réalisation, et, l'âge mûr venu,
les réalisations perfectionnées ne donneront pas à son esprit
les mêmes chaleurs, ni les mêmes enthousiasmes, ni la même croyance.

(Charles Baudelaire, "Morale du Joujou",
Le Monde Littéraire, 17 de abril de 1853)



I.          La línea recta del sueño ferroviario

Las cabezas ilustradas del Siglo de las Luces enarbolaron la “Razón” como bandera, del mismo modo que una Francia antropomorfizada, devenida vestal seductora de pecho descubierto, enarbola la bandera francesa en “La libertad guiando al pueblo”, pintada por Eugène Delacroix en 1830. Ese pedazo de trapo que flamea agitado por el viento revolucionario lleva escrita una promesa que solo los idiotas, los herejes o los locos podrían cuestionar: la razón es el instrumento con el que el hombre dominará el mundo, domesticando su mandíbula inquieta y sus zarpazos nerviosos con el bozal de la taxonomía que ordena y clasifica la selva del lenguaje y las sogas de la disciplina que mecaniza y reglamenta el ritmo de los cuerpos.


El S. XIX alza palacios de cristal en los que se exhiben globos aerostáticos, velocípedos náuticos, pabellones consagrados al vertiginoso progreso de la industria y zoológicos humanos de razas exóticas evangelizadas por el conquistador colonialista. Los visitantes peregrinan, fascinados, hacia los altares de la mercancía. Las noches del S. XIX se pasean entre escaparates con cantos de sirena, se iluminan con el prodigio de la luz eléctrica en la extensión calculada y prolija de los boulevares y se sueñan velozmente a vapor, entre encantadoras postales de turismo e implacables grillas urbanas. Nace el detective de canon “holmesiano”, dotado de capacidad de observación y guiado por la lógica deductiva; la humillación del capote remendado y el precio espiritual del capote nuevo; y el amor condenado, fuera de foco y de serie, de Madame Bovary. 


Show aéreo en Le Grand Palais
Leon Gimpel 
París, 1909


En el espacio público circula público de toda especie. Si el campesino se sentía parte de un todo jalonado por ciclos estacionales, los ciudadanos se cuidan a sí mismos en los cronometrados remolinos del anonimato. El blanco manto de las catedrales retrocede ante el colorido de las tiendas, el espejo brumoso de los cafés, las excursiones con guantes y sombrilla a la Isla de la Grande Jatte, las pistas de arena de los circos y las gradas polvorientas de los hipódromos. Hegel predica una teleología de la historia de la que continentes enteros han sido borrados. Sus antecesores en la teoría social pregonaban las bondades del gobierno civil, liberal y parlamentario, mientras traficaban esclavos en Haití. Del otro lado de la Isla de la Grande Jatte, las chimeneas fabriles escupen humo negro. El humo negro se come los pulmones de los niños deshollinadores de Charles Dickens. Jack the Ripper estrangula prostitutas pobres en las sórdidas calles de Whitechapel.

En un siglo marcado por dos revoluciones, se acuña la moneda del progreso que dos guerras mundiales partirán en pedazos en el siglo siguiente. El veneno anidaba en la moneda. En el siglo siguiente, las ciudades serán arrasadas por las bombas. Habrá ruinas donde se trazaron mapas. Entre las líneas del contrato social se moverán los hombres como lobos del hombre. Si una metáfora posible del S. XIX es la utopía de un tren en línea recta hacia un futuro de iguales, el tren del S. XX transporta deportados hacia el tiempo quebrado y descompuesto de la fosa común.

A caballo entre esos dos siglos, paridas por la modernidad y fagocitadas por los fascismos, las vanguardias históricas deshacen la perspectiva tradicional renacentista, emancipan al significante del significado impuesto por las academias, descienden al subsuelo psíquico del inconsciente para extraer de su fondo (como quien cava y rescata un manojo de perlas radioactivas) el cuaderno evasivo de los sueños, disparan contra el monopolio del punto de vista único y licuan la hegemonía en la abstracción. Cézanne ya había enrarecido las naturalezas muertas, insuflándoles una incómoda inestabilidad, y Goya había escuchado, en su quinta de sordo, el ruido atronador de las pinturas negras. Molly Bloom había desbordado las páginas de Joyce para arrojar palabras como peces de una garganta liberada de la red opresiva de la sintaxis. Molly se salía del libro para tocar las cosa -“mmmhh, yes”, hubiera susurrado Molly, tal como la cantó Kate Bush en “The Sensual World”. La música había dispuesto gradualmente su implosión, al quebrar la conexión armónica y problematizar con la atonalidad las jerarquías de las claves mayores y menores. El arte olió con anticipación el accidente cuando el cine no había nacido todavía. 

Accidente de tren en la estación de Montparnasse
París, 1895


El cine nace, como los niños, sin poder hablar, mientras los artistas de vanguardia se especializan en dinamitar el lenguaje. En 1916, el poeta dadaísta Hugo Ball funda en Zurich el Cabaret Voltaire, donde organiza veladas para recitar fonemas. Su oficio es el trastorno. Responde al trauma de la guerra con una nueva forma de mirar el mundo, que exige el ojo activo del espectador. No hay revolución posible sin formas revolucionarias. El gesto vanguardista es, en definitiva, el rescate del fragmento pobre, la exploración de lo banal y la yuxtaposición de lo heterogéneo. Un collage en el que nada es lo que parece y la fijación monolítica del sentido equivale a un anatema. 

René Magritte
 La durée poignardée
1913


Como en la realidad vista según la vanguardia, en los cortometrajes del ilusionista George Méliès todo está salido de su sitio. En la sala de partos del cinematógrafo, Méliès filma un orden trastocado que luego adorarán los surrealistas. El hombre que asistía al espectáculo de variedades del mago Maskelyne y montaba sus números en el teatro Robert Houdin le dio al cine una infancia de maravillas, habitada por naipes vivientes, bailarinas microscópicas, expediciones polares y viajes submarinos, alquimistas y eclipses, hadas como libélulas y lunas de la consistencia de un pastel. La maravilla, por definición, transgrede la ley. La metamorfosis según Franz Kafka no es “maravillosa”, sostiene Tzvetan Todorov, porque nadie se asombra al ver a Gregorio Samsa convertido en un insecto (Introduction à la littérature fantastique, 1970).  

Hugo Ball en el Cabaret Voltaire
1916


George Méliès, Un homme de têtes, 1898 

No hay señales de Hugo Ball en el Hugo Cabret de Martin Scorsese (Hugo, 2011) ni puesta en acto en Hugo del legado de Méliès al que rinde tributo. En este Scorsese no hay infancia ni transmigración. Está anclado en el S. XIX y filma como si el S. XX, y George Méliès, no hubieran sucedido. La ley rige la vida de Hugo. No hay piezas sueltas en su oda a la mecánica, porque cada pieza disponible encaja en un lugar determinado. 


En ese orden donde todo desorden será controlado, cualquier dispositivo tecnológico se reduce y se pega a su función previsible: el autómata escribe según lo dispone su programa, al servicio del manual de instrucciones de su inventor humano (el líder “natural” de la existencia); los juguetes a cuerda se acomodan en fila y se reparan, sin destriparse jamás para ser investigados; y la cámara cinematográfica exhibe sus destrezas de campeonato y se regocija en el movimiento autocelebratorio del músculo, inflado como un globo que amenaza con explotarnos en la cara. Hugo no experimenta con la novedad (aunque se llame 3D o Isabelle Méliès): la maneja como un yo-yo con hilo de pesca o se la ata al tobillo hábil como una pelota reluciente, para hacer jueguitos pirotécnicos con una continua música de fondo y que la platea aplauda emocionada. Ay, qué ganas de huir cuando los niños recitan parlamentos, repiten gestos que vieron en pantalla y rezan las plegarias de sus mayores.

II.        Papá-Cine y sus Peterpanes

Newland Archer amaba, en La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) a una mujer que no podía tener. Los usos y costumbres de la aristocracia neoyorquina que lo encorsetaba le prohibían a la enigmática y extravagante Ellen Olenska y le imponían a la obediente y virginal May Welland. Pero Scorsese no filmaba un gran tópico amoroso. Hacía emerger el amor de una suma de objetos rescatados, en su espléndida singularidad, de los roperos, los cajones y los relicarios de la hipócrita sociedad decimonónica que lo condenaba. La cámara se enamoraba de esas pequeñas cosas cultivadas en el S. XIX imprimiéndolas como un plano detalle en la retina. La imagen destilaba una sensación y con un puñado de esas sensaciones desatadas (como en el baile de rosas florecidas de los títulos de apertura de Saul y Elaine Bass) cada espectador podía armar, como su propia vida le dictara al oído, un concepto. Pero el concepto no se imponía, como un hierro candente a un animal, a la imagen ni al espectador. La imagen respiraba. Algo se escapaba de las manos.


Ellen Olenska contemplaba el mar y nos daba la espalda y temblábamos con Newland Archer, porque Ellen Olenska sería nuestra si giraba su cuerpo antes de que un barco pasara junto al faro de Newport. Así lo había decidido Newland Archer, que era más que Scorsese pero mucho menos que nosotros mismos, porque nosotros éramos también la espalda insondable de una mujer recortada en el agua y el perfil pasajero de un barco y la irreversibilidad de un faro. Es decir, estábamos en todas partes y así nos deshacíamos para sentir primero y después entender, si entender fuera posible de algún modo. La edad de la inocencia era una declinación inasible de modos, desprendidos de la rigidez de los modales y entregados a la intemperie del azar. ¿Qué otra cosa puede ser el azar, sino nuestro destino puesto en manos de un faro y un barco que no nos pertenecen? ¿Qué otra cosa es la magia, sino el recurso al pensamiento mágico, como último recurso cuando la desesperación asedia?. Recurso de los enamorados y de los enfermos. De los condenados.


El pensamiento mágico precede a la civilización y sobrevive en la opresión que ejerce lo civilizado. Es el 1% a favor del paciente terminal en la tasa estadística de los congresos médicos. Newland Archer “inventa” una imagen que lo excede y se somete a su composición final, cuya forma no puede decidir. Esa imagen de definición aleatoria es, sin embargo, mucho más piadosa con Newland Archer que la sociedad en la que vive. Si en esa sociedad su amor no está expuesto al soplo de la contingencia sino clavado a los maderos del orden social, es preferible echar su suerte al viento que empuja los barcos.


En Hugo, la contingencia está neutralizada. Podrá alegarse que la contingencia nunca estuvo en la filmografía de Scorsese, porque sus personajes, hasta que llegó Hugo Cabret para darnos respiro, terminaban invariablemente devueltos a un destino de origen, luego de una estadía cegadora en el paraíso. Eran, al fin y al cabo, perdedores natos colocados en una estructura narrativa piramidal. Les concedían el paraíso el préstamo y se los cobraban con la vida o el sistema nervioso. Hugo Cabret invierte la pirámide. Travis Bickle (“Taxi Driver” - Taxi Driver, 1976), Jake La Motta (“Toro Salvaje” - Raging Bull, 1980), Paul Hackett (“Después de hora” - After Hours, 1985), Henry Hill (“Buenos muchachos” - Goodfellas, 1990), Sam Rothstein (“Casino” - Casino, 1995), Howard Hughes (“El aviador” - The Aviator, 2004), Collin Sullivan (“Los infiltrados” - The Departed, 2006) y Teddy Daniels (“La isla siniestra” - Shutter Island, 2010) recorren un circuito de ascenso que marea y posterior caída libre. Jesús vuelve a la cruz de la que había descendido para gozar de los placeres sencillos de un hombre común, crucificado en el reencuentro con su dolorosa vida extraordinaria (“La última tentación de Cristo” - The Last Temptation of Christ”, 1988). Hugo Cabret hace el camino inverso y remonta vuelo desde su orfandad.


Pero la cuestión no es que Scorsese cambie una Λ por una V en el formato estandarizado del guión, sino que el recorrido de Hugo esté guionado por una entelequia definida a priori como el “Cine”, encarnada en la figura de padres tutelares que llegan hasta Hugo para darle cuerda como si fuera un maniquí, o programarlo como un reloj. La mano del Cine empuña la llave que pone en movimiento al autómata Hugo, mientras Hugo encuentra de la mano del Cine la llave que resucita a su adorado autómata. La estación de trenes de Montparnasse está llena de gente que funciona gracias a una llave. ¿Dónde está la contingencia en esta versión de Montparnasse, en la que se apersona el Cine y nos viola la espalda a golpes de llave y es como si Ellen Olenska diera media vuelta y tuviera la cara de Papá Méliès, entre una catarata de objetos en 3D bañados en una paleta obstinadamente ocre y azul y homogeneizados por la repetición? Cuando la gracia de Méliès era que se mudaba día por medio a un alter ego imaginario, escondía lo que los pasaportes considerarían su cara y explotaba las posibilidades técnicas de su siglo y su cámara frente a escenarios disparatados y tiernísimos de cartón pintado.


Nada ni nadie es “dispar” en Hugo, una máquina con boina de ocasión y pulóver a rayas pulida con la lengua, que vomita, como una cadena de producción fordista, postales de París. La postal es la abolición del trauma. Es el kitsch, entendido como negación resuelta del horror (Scorsese muestra a los huérfanos no tocados por la gracia del Cine cazados y enjaulados como perros, pero se desentiende risueñamente de su destino). De ahí a considerar que cada uno tiene una “misión” en la tierra resta un paso y de la creencia en la “misión” al culto a la personalidad, menos de un paso y ya no estamos solo en el cliché sino también en un perpetuo kínder. Cada persona es un “personaje” que no puede salirse de su rol, bendito o desgraciado. Scorsese erige a Méliès en supremo ventrílocuo y jefe espiritual del Movimiento Cine. La línea es, además de recta, vertical y ascendente.


Ya no se trata de una V sino de una , fatalmente paternalista y pedagógica. El Movimiento Cine no se hace de a dos. Baja “traducido” desde el más allá por sus intérpretes privilegiados, que adoptan y salvan al “cinéfilo” -que, además, los vota y se deleita compartiendo, en calidad de cómplice pasivo, la contraseña de las citas endogámicas. El paraíso ya no está prestado sino concedido y es una especie de teatro Kodak donde una multitud de Hugos, disfrazados de adultos, homenajean a un Méliès cuasi difunto, que sale del ataúd en el que convirtió su casa para mostrar las plumas de un averiado narcisismo. “Papá Méliès está roto y hay que repararlo”, dicen los niños-sabios deslumbrados (como los visitantes de las exposiciones universales del S. XIX) por la estructura iluminada de la torre Eiffel. Pero lo que Papá necesita como una droga no es el cine, sino un Oscar.


El cine de Méliès según Scorsese no se construye en el espacio intermedio entre el espectador y la pantalla, ese “in-between space” donde se teje la incertidumbre. Se imparte como una religión desde los púlpitos del canon. Por eso Hugo e Isabel no se aventuran jamás en el mundo exterior al espacio claustrofóbico de la estación de tren. Van del cine a la librería o de la librería a la biblioteca, como espacios sagrados de la cultura. La incursión urbana (esa sinfonía peligrosa y fascinante de la “gran ciudad” capturada en Berlín por Walter Ruttmann, en 1927), les está vedada, porque la “ley” que rige el autosuficiente cuadrilátero de la estación les ha expropiado el riesgo. Tampoco conocen la nocturnidad, porque en la noche se merodea a tientas y la ley exige la certificación científica a la luz del día. Hugo es un mecanismo de relojería implacable. No hay “experiencia” posible en su interior.


Jeanne d’Alcy pasa de musa angelada a cadavérica enfermera y cónyuge devota y ejemplar, cosida al cine mudo. Susurra temerosa en lugar de hablar, para no molestar a Papá Méliès, y desempolva el vestido de fiesta para arrastrarse a aplaudirlo al pseudo-Kodak. A Isabelle Méliès le tocará ser “escritora”; se especializa en el name-dropping literario y pronuncia, sin experimentar, grandes palabras, como “aventura”, “secreto” y “clandestinidad”. Apenas tambalea al treparse a una silla. No se despeina ni estornuda. La florista Lisette, salida de un afiche vendido en Place du Tertre, encontrará a su “media naranja” -en una maqueta donde todo calza, es justo que seamos una fruta partida a la mitad- en el inspector de la estación, cuyo auténtica extremidad ortopédica no es su pierna izquierda sino su cerebro. Madame Emile encontrará también, su medio… melón en Monsieur Frick (la obesidad es un rasgo típico encantador en los dueños de cafés y puestos de periódicos), gracias al método-Frick de agenciarse una cachorra dacshund que seduzca al dachsund agresivo de su candidata.


También los perros aceitan el gobierno de la lógica binaria. No se sueltan para buscar la calle - el destino del doberman es ir atado al guardia. Cada sub-trama sirve a una trama mayor y la replica. Los muñecos mecánicos transitan, con su atavío modélico, el espacio marcado de la pasarela.


 Desfile de la colección Marc Jacobs para Louis Vouitton
(otoño-invierno 2012)



Que el muñeco se escape del papel asignado causaría inquietud e, inclusive, terror. El autómata del S. XX es perturbador, porque puede tomarnos por asalto y cobrar vida (propia). Como un payaso sentado en un rincón, inerte. Dos niñas se toman de la mano en el museo, para darse valor. Se acercan al payaso, sigilosas. Se inclinan y descubren, espantadas, que respira (como ciertas imágenes). Tendrán miedo. Deberán ser valientes y arrancarse su propio disfraz para crecer.



III.       La dictadura de la cronología

Antoine Doinel se fugaba de todos sus padres (biológicos, adoptivos e institucionales) para correr y conocer, finalmente, el mar (“Los cuatrocientos golpes” - Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959). Hugo implora la presencia de un padre, real o sustituto, para que le proyecte mares de juguete. ¿Por qué deberíamos censurar, en un mundo insoportable, una escala en un mundo que nos haga felices o la escala, inmensa o diminuta, de esa felicidad? No, no está allí el daño.


El daño fluye de la imposición de un relato rígido, de grillas ajustadas como los engranajes de las máquinas, que presiona y modela el deseo y lo dirige a un puñado de templos posibles. “Clásico” o “fragmentario”, cualquier relato que predique con afán hegemónico las bondades de un sistema (centrífugo o centrípeto) sin permitir que sea cada uno quien encuentre el suyo, será un relato autoritario. La comedia romántica o el cine cómico pueden hacernos felices (o, inclusive, mejores) sin tomarnos de rehenes. La adusta fragmentación paradigmática de la trilogía Matrix, definida por su hiperinflación “posmoderna” de significantes, se nos impone abrumadoramente como un mundo “arquetípico” contemporáneo.


Frente al mar, Antoine Doinel tiene ante sí la libertad de las opciones. Se ha salido del espacio-tiempo asfixiante de su vida cotidiana, del continuum de templos institucionales que han consumido sus años infantiles. El mar lo hace doblemente libre, porque no tiene nada que instruirle, como un árbol o un perro; es el estado pre-babélico al que entregarse sin reservas, en un cuerpo a cuerpo sin lenguaje. El autómata inofensivo de Hugo debe repetir un movimiento programado para que Hugo, a su vez, ejecute los movimientos previsibles que esperamos de Hugo.


Los sueños de Hugo anticipan la realidad, tan lejos de las adivinaciones per somnia, y sus actos imitan los planos del cine, tan lejos de la frescura de los chicos que, en “Super 8” (Super 8, J. J. Abrams, 2011), deciden hacer cine por su cuenta. Antoine Doinel, habiendo corrido hasta alcanzar la playa, esa playa que no estaba en los planes de nadie, ha ejercido un gesto crítico en el marco de un relato clásico. Hugo Cabret, básicamente inmóvil en un espacio cerrado, hace, en otro relato clásico, exactamente lo que espera su estructura social: reemplaza a su padre por otro, idolatra a ambos, se reconcilia con la policía y se ducha y se peina para aplaudir a la industria del cine.


Fue esa industria, y no la guerra, la que relegó a Méliès al olvido, fueron muchos archivistas e historiadores anónimos quienes custodiaron su patrimonio fílmico y fue otro Georges -Franju- quien filmó, en 1952, el cortometraje “Le Grand Méliès”, para mostrar a un anciano prestidigitador que cantaba valses a su mujer sentado al piano y, en su juguetería de la estación de Montparnasse, todavía hacía trucos, sonreía y y se declaraba satisfecho con alegrar a los niños hasta el final de sus días, tan lejos de este Méliès alla Scorsese con depresión inducida por sobredosis de ego. Hugo, en definitiva, protege durante toda la película, aun cuando ya ha cambiado su escondite de huérfano por la confortable casa de Méliès, el buen funcionamiento del tiempo cronológico.   

El tiempo cronológico (ese tiempo vacío, continuo e infinito de la historia, incluida la “historia del cine” según Hugo) es una convención arbitraria, funcional al status quo. La historia auténtica de quienes hacen “experiencia” con sus cuerpos se astilla y se dispersa en un tiempo pleno, discontinuo y finito (así es el tiempo fisurado del dolor, el improductivo tiempo del placer).

Perfect Lovers
Félix González-Torres
1991

La forma de Hugo es reaccionaria porque donde en Méliès hay dislocación, transmutación, desaparición y desafío a la ley de la física, en Hugo hay reiteración, saturación y exceso, hiperbolizados por el 3D y desplegados al amparo tranquilizador de una “misión”, bajo la guía de “padres, tutores y encargados”. El espíritu de Méliès está más cerca de la espontaneidad alocada del agente Ethan Hunt escalando con sus guantes de cuero la superficie acristalada de la torre Burj Khalifa de Dubai (Misión: Imposible - Protocolo Fantasma - Mission: Impossible - Ghost Protocol, Brad Bird, 2011) que del planificado derrotero que puntualmente sigue Hugo Cabret.


La contraposición entre niños y adultos, nos dice Lévi-Strauss al escribir acerca de Papá Noel (“Le Père Noël supplicié”, Les Temps Modernes, 1952), es en verdad una contraposición entre vivos y muertos. Existe una correspondencia entre el país de los juguetes y el mundo de las larvas, con sus significantes inestables y su tiempo diacrónico. Citando a Lévi-Strauss, Giorgio Agamben recuerda que los muertos no producen directamente antepasados, sino larvas (las almas errantes de los difuntos) y que los vivos no producen directamente hombres, sino niños (Infanzia e storia, 1978). Tanto el niño (un vivo-muerto o un medio-vivo) como la larva (un muerto vivo o un medio-muerto) son amenazas a la continuidad sincrónica del tiempo que deben neutralizarse con rituales de pasaje, bajo la forma de rituales de iniciación para los niños y rituales fúnebres para las larvas. 


Antoine Doinel corre, crece y conserva la capacidad diacrónica del juego para subvertir el orden, como un Méliès que cambia las cosas de lugar. Para Hugo Cabret, en cambio, no hay salvación posible, aunque todo lo guíe a refugiarse en el templo del Cine. Está atrapado en la ordenada sincronía de las enciclopedias, donde caen copos perfectos de nieve digital sobre París pero no hay tiempo para detenerse, inclinarse y hundir las manos en la nieve.     

Hugo
Afiche
Neven Udovičić