Febrero 2012
OTRA VUELTA DE TUERCA
OTRA VUELTA DE TUERCA
Cumplido nuestro propósito
inicial de dar a luz esta reflexión a cuatro manos (o más, el tiempo lo dirá)
apoyada –que no ensimismada– en los filmes que pueblan nuestras carteleras y
vinculada –que no sometida– a los acontecimientos cotidianos del mundo que nos
ha tocado vivir, la aparición periódica nos da pie en esta ocasión para abordar
cuestiones que nos atañen directamente como ciudadanos (¿cuáles no?). Y es que
el cine ha seguido siendo en este periodo una sucesión de “más de lo mismo”,
entre la magnificación de lo espectacular, la ñoñería de lo irrelevante y la
marginalidad de las apuestas más radicales.
Entre tanto, han tenido lugar
unas elecciones en nuestro país que han venido a demostrar el techo máximo del
Partido Popular (el PP, flamante ganador pero sin levantar más de 400.000 votos
por encima de sus mejores cifras previas, pese a la mayoría absoluta obtenida),
la debacle del Partido Socialista Obrero Español (el PSOE, con ese insidioso
regalo de dígitos en su acrónimo al que dos le vienen anchos, que ha conseguido
situarse por debajo de las peores predicciones; eso sí, ganado a pulso), el
avance clarísimo de Izquierda Unida (IU, coalición a la que cada escaño le
cuesta un número irracional de votos) y los nacionalismos catalán y vasco,
junto a otros resultados también significativos como el de Unión Progreso y
Democracia (UPyD, el partido escindido del PSOE capitaneado por Rosa Díez). Se
nos vienen a la mente las frases habituales que edulcoran siempre las
votaciones más extravagantes: aquello de “el pueblo siempre tiene razón”, “las
urnas no se equivocan”, etc., pero casi nos quedaríamos con otra no menos
recurrente como “donde las dan, las toman”.
Desde luego, la situación de
nuestro país es crítica y, si algo se ha demostrado en las urnas, es que hay
una necesidad imperiosa de mirar los problemas de frente y cambiar la
estructura social que nos avasalla: hay que dar cumplida respuesta a la
dictadura de los mercados y de las tecnocracias liberales, pero eso, a la vista
del camino trazado por la voluntad popular, no parece ser la línea que se
seguirá y, mucho nos tememos, nos enfrentaremos a otra vuelta de tuerca en
beneficio de los de siempre y ajustando la rabia y los corazones de, también,
los de siempre. Aquello que rezaba uno de los títulos que comentábamos en
nuestra anterior entrega, “No habrá paz para los malvados”, queda en papel
mojado y pura entelequia; quienes no tendrán paz son los menos favorecidos (no
malvados, pero sí malditos).
Consecuencia lógica, ciertamente,
de una élite que ha conseguido convencernos –no a todos, claro– de que otro
mundo no es posible y de que la presión de los mercados es por nuestro bien
(véase lo poco que se habla de Islandia y lo bien que han hecho al encarcelar a
los responsables, nacionalizar la banca y no hacer frente a su deuda: que
paguen los verdaderos estafadores). Y consecuencia lógica, ¿por qué no?, de una
sociedad orientada al consumo y al máximo beneficio en la que las antiguas
mercancías del capitalismo (producción industrial, materias primas en la etapa
colonial, explosión inmobiliaria) se han ido transformando en inmateriales (de ahí
la especulación en los mercados financieros) hasta convertirse en absolutamente
virtuales. De todo ello y las alternativas demandables ha venido dando cuenta
el movimiento 15-M, lo que le ha valido no pocas descalificaciones.
Tal situación es contemplada por
un cierto número de películas que ha venido dejando de lado las anteojeras para
poner en evidencia, y lo seguirá haciendo afortunadamente, incluso desde la más
evidente etiqueta mainstream, lo que
acontece a su alrededor. Es el caso de Margin
Call (J.C. Chandor, 2011), película ya mencionada en nuestra anterior
entrega, que explica muy bien la conciencia de inmersión en el caos por parte
de los especuladores arrastrando a toda la sociedad y su falta de escrúpulos
morales; esto mismo ya se ponía en evidencia en títulos de años atrás, con
similar estructura de puesta en escena, cual es el caso de Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992) a partir de obra y guión de
David Mamet. En una línea similar, salvando las distancias argumentales, apunta
La conspiración (The Conspirator, Robert Redford, 2010), film que puede leerse muy
bien a la luz de Guantánamo y los consabidos crímenes de estado, puesto que una
de las grandes virtudes del cine es permitirnos extrapolar sus tramas a los
contextos de hoy aunque parezcan contar historias del pasado.
La conspiración, Robert Redford, 2010
Frente a los pocos productos de concienciación ciudadana que esporádicamente aparecen en las carteleras, una línea de convencimiento de la bondad actual de nuestra estructura social es la tecnocrática, donde encajan muy bien los títulos más espectaculares y los que, no siéndolo tanto, propician una cierta inmersión del ser humano en la virtualidad como si otro camino fuera imposible en el futuro. En este procedimiento de naturalización podemos inscribir Acero puro (Real Steel, Shawn Levy, 2011), donde la consabida historia de reencuentro entre padre e hijo –que no falte la vena infantil melodramática– se vehicula en torno al control mediante mandos a distancia de luchadores de boxeo de metal (robots en la línea de los videojuegos más sofisticados).
Acero puro, Shawn Levy, 2011
Los versiones y las enésimas partes siguen haciéndose su hueco en las pantallas: Tiburón 3D La presa (Shark Might 3D, David R. Ellis, 2011), Footloose (Craig Brewer, 2011), La guerra de los botones (La guerre des boutons, Christopher Barratier, 2011), Perros de paja (Straw Dogs, Rod Lurie, 2011), Jane Eyre 2011 (Cary Fukunaga), La saga crepúsculo: Amanecer (Parte I) (Twilight Saga: Breaking Dawn – Part 1, Bill Condon, 2011), Fuga de cerebros 2 (Carlos Terón, 2011)… Sin más comentarios que la constatación de una amenaza de carácter cuasi bíblico perpetrada por los jóvenes vampiros estúpidos del crepúsculo ahora traídos al amanecer (título, por otro lado, que tiene otras reminiscencias cinéfilas mucho más entrañables).
La saga crepúsculo: Amanecer, Bill Condon, 2011
Ni qué decir tiene que no todo son decepciones. La última película de Lars von Trier, Melancholia (2011), nos ha dejado muy buen sabor de boca, aunque la inmersión en el caos se constate una vez más. Von Trier, pese a sus confusas declaraciones en Cannes, sigue haciendo un cine sugerente y que nos permite enfrentarnos con nuestros fantasmas más íntimos. Y es que hay dos maneras de ver el cine (y de entender el mundo y a la gente que lo hace): aceptando y asomándose a una realidad múltiple, ambigua y compleja, o desde la polarización y el maniqueísmo. Tras la abisalmente depresiva Anticristo (2009), von Trier fantasea con una falsa luminosidad para hacer una parábola –en línea con El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011), aunque venturosamente más ambivalente y socarrona– acerca de una hipotética desglobalización por apocalipsis a escala melodramática. Habemus Papam (Nanni Moretti, 2011) ensaya una insípida comedia vaticana. La robótica Eva (Kike Maíllo, 2011) se acerca a una meritoria convergencia de clasicismo y F/X, malograda por la sosería de sus tres intérpretes principales –con lo que adquiere sentido, no se acaba de saber muy bien si premeditada o involuntariamente, su reflexión acerca de la expresividad, o la animación, de los androides, superior a la de los humanos. Con su maximalista y pretencioso título –que lanza un guiño a la Ordet (1955) de Dreyer–, Verbo (Eduardo Chapero-Jackson, 2011) aspira a actualizar, o futurizar, el purismo, practicando un cine imagocéntrico. Drive (2011), del discípulo de von Trier Winding Refn, hipercontrolador como él, se sitúa en línea del Valhalla Rising (2009) en inhumanidad y clonación del modelo mainstream. Los hermanos Dardenne, en El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011), siguen con su cine de la no implicación, abruptamente quebrada por arrebatos de ternura. Las aventuras de Tintín (The Adventures of Tintin, Steven Spielberg, 2011) exhibe un espectacular desangelamiento, estruendosamente banal, lógico en un cine tan tridimensional –formalmente– como unidimensional –en lo discursivo. Somewhere (Sofía Coppola, 2010) causa un justificado pero indeseable tedio: Sofia Coppola quiere redimir a sus dos criaturas –personaje y película– con dos planos muy comentados, en verdad saturados de sentido, pero a la postre insuficientes para compensar la duración total.
Melancholia, Lars Von Trier, 2011
En fin, el cine de la modernidad líquida, se revela, como el agua, incoloro, inodoro e insípido… Un cine en el oxímoron, que fluye entre la epifanía y la desgracia… pero vital.
Y ya que estas líneas las escribimos desde la más estricta subjetividad, aspecto que reivindicamos, no queremos dejar fuera de nuestros comentarios globales algunos títulos que desde otras procedencias, y no directamente las pantallas, hemos podido visionar. Si las películas son un reflejo de la situación del mundo, no cabe duda del auge de una cierta concepción del terror y la aparición cada vez más depurada de “muertos vivientes” (y no solamente en las series de televisión) como muestra de la deriva en que estamos todos sumidos; en este sentido, sorprenden algunos títulos que, desde presupuestos modestos y sin rehuir el escalofrío y/o la violencia sangrienta y extrema, consiguen visitar el género desde planteamientos novedosos y en ocasiones estimulantes, como es el caso de los muertos vivientes en Siege of the Dead (Marvin Kren, 2010), en el seno de una comunidad de vecinos; The Dead (Howard J. Ford, Jonathan Ford, 2010), en África, con final sin remisión, o Morke Sjeler (César Ducasse, Mathieu Peteul, 2010), con trama ecológica incluida; los vampiros y alienígenas en Daybreakers (Michael y Peter Spierig, 2009) o Attack the Block (Joe Cornish, 2011); los dobles/espejos en Ghastly (Yang Yun-Ho, 2011), The Broken (Sean Ellis, 2008) o Vikaren (Ole Bornedal, 2007); el minimalismo rural en Yellow Brick Road (Jesse Holland, Andy Mitton, 2010), Cold Weather (Aaron Katz, 2010), Small Town Murder Songs (Ed Gass-Donnelly, 2011); e incluso la denuncia de situaciones marginales en Illegal (Olivier Masset-Depase, 2010) o Der Rauber (Benjamin Heisenberg, 2010).
Siege of the Dead, Marvin Kren, 2010
Morke Sjeler, César Ducasse, Mathieu Peteul, 2010
En todo este compendio de materiales diversos, nos gustaría destacar cuatro títulos: Kill Me Please (Olias Barco, 2010), que en tono de tragicomedia convierte una alegoría sobre la eutanasia en un demoledor sinsentido vital; Grotesque (Gurotesuku, Kôji Shiraishi, 2009), que llevando hasta extremos insospechados la visualización del crimen, la sangre y la mutilación, parodia un tipo de cine que basa todo su éxito en esos mismos ingredientes; Red State (Kevin Smith, 2011), que consigue situar en el mismo ángulo a violentos policías (¿defensores de la ley?) y fanáticos religiosos; y, finalmente, PontyPool (Bruce McDonald, 2008), excelente tour de force en el interior de una emisora de radio a la que intentan acceder los muertos vivientes, que consigue con mínimos ingredientes y sin salir ni en un solo momento al exterior del decorado, muy interesantes resultados (la transmisión del virus (in)mortal es a través de las palabras).
Kill Me Please, Olias Barco, 2010
Grotesque, Kôji Shiraishi, 2009
Red State, Kevin Smith, 2011
PontyPool, Bruce McDonald, 2008
Nos ha parecido que en esta ocasión las películas de Polanski, Un dios salvaje (Carnage, 2011), y de Cronenberg, Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011), suponían un eslabón digno de trabajar… El nexo que, en nuestro criterio, conecta las dos cintas que vamos a examinar con más detenimiento, tiene que ver con una metáfora o parábola sobre la sociedad en que vivimos, desde perspectiva actual o proveniente del pasado.
UN
MÉTODO PELIGROSO Y UN
DIOS SALVAJE: GUATEMALA Y GUATEPEOR
Agustín
Rubio Alcover
Hay, de entrada, también, dos maneras de ver estas dos películas, muy dispares a primera vista pero felizmente hermanadas por los arcanos que rigen la cartelera, de dos de los cineastas más reconocida y con orgullo asumidamente perversos de la historia del cine: como sendas parábolas acerca de la condición humana; o como sendos diagnósticos acerca del malévolo espíritu de este nuestro tiempo; hay empero, todavía, una tercera más retorcida –engendro, quizás, de mi deformada mentalidad barroca–, pero que se me antoja la más rentable: como sendas alegorías acerca de cómo lo que subyace a la crisis actual son los males que aquejan atemporal, consustancialmente a la especie.
Un dios salvaje, Roman Polanski, 2011
Un método peligroso, David Cronenberg, 2011
Hay, de entrada, también, dos maneras de ver estas dos películas, muy dispares a primera vista pero felizmente hermanadas por los arcanos que rigen la cartelera, de dos de los cineastas más reconocida y con orgullo asumidamente perversos de la historia del cine: como sendas parábolas acerca de la condición humana; o como sendos diagnósticos acerca del malévolo espíritu de este nuestro tiempo; hay empero, todavía, una tercera más retorcida –engendro, quizás, de mi deformada mentalidad barroca–, pero que se me antoja la más rentable: como sendas alegorías acerca de cómo lo que subyace a la crisis actual son los males que aquejan atemporal, consustancialmente a la especie.
Mucho tienen que ver Cronenberg y Polanski:
aparte de estar bastante próximos en edad, los dos se precian de estar
influenciados por el psicoanálisis y el surrealismo, y de sentirse atraídos por
esa particular clase de fealdad física y moral que anida tras la más monstruosa
belleza. Los dos films se retrotraen en buena medida a obras precedentes de sus
autores –llámese la adaptación teatral de Ariel Dorfman La muerte y la
doncella o la perversísima Lunas de hiel, con sendas parejas
cruzándose en arabescos de cama, en el caso del polaco; o sobre todo el bizarro
triángulo entre los cirujanos gemelos con complejo de mónada esquizoide y la
actriz de Inseparables, en el del canadiense. También participan, ambas,
soterradamente, de esa obsesión del cine contemporáneo por la transmisión de
las culpas de padres a hijos: en ambas se palpa una absoluta necesidad de dar
sentido al vacío de la propia existencia a través de la descendencia –incluso,
se diría, que para reconocerse como seres plenos, adultos–, pero vivida más que
como una alegría como una obligación; como una responsabilidad onerosísima y
eterna.
Sopesése además lo que sigue: tanto Un dios salvaje como Un
método peligroso hablan de que el infierno son los otros que hay en uno
mismo; o, dicho de otro modo, las dos consisten, a su manera, en ejercicios
terapéuticos de grupo de autodestrucción mutua a través de la revelación del
verdadero ser. Y, mientras que, como se sabe, la condición hebrea –y de víctima
del Holocausto– del segundo, aunque de forma discreta, late en toda su obra –y
centra una de sus últimos grandes films, El pianista (The pianist, 2002)–, en la
película del primero la disyuntiva entre el judaísmo y la gentileza,
precisamente en la antesala de los horrores del XX, se conjuga
estruendosamente, para convertir el afán de perfección junguiano como una forma
de idealismo anexo al de Nietzsche –por aquello de llevar a la práctica el
extremismo que se sigue de su “Conviértete en lo que eres”, versus la salud mental entendida a la
manera freudiana como autoconocimiento y conformidad del sujeto con sus
limitaciones– y Wagner, protonazi pues, y prefigurador de las dos guerras
mundiales.
Ambas películas abordan, por un procedimiento
dialéctico, los conflictos entre lo viejo y lo nuevo, el conformismo y la
rebeldía, lo masculino y lo femenino, lo apolíneo y lo dionisíaco, el eros y el
thanatos…; pero la clave de todo, para mí, está en la ambigüedad que demuestra
a este respecto el hecho de que el choque no se plantea tanto en términos
comprometidos, sino como una disyuntiva irresoluble, cínica y un poco bastante
desesperada entre un indeseable, irritante, deprimente, cobarde y a todas luces
imperfecto conservadurismo, que en absoluto colma las expectativas del sujeto;
y una opción aún peor, por depredadora y suicida, forma de sadomasoquismo que
–por cierto, y no es esto baladí– no pueden permitirse más que los acomodados
señoritos de cada tiempo –la centroeuropa de las primeras décadas del XX; el
Nueva York de los albores del XXI–, con medios suficientes como para dar rienda
suelta a sus neuras para distraer el tedio, a sabiendas de que por mucho que se
pasen de la raya jugando a poner en práctica sus teorías de la transgresión
cuentan con un tupido, mullido redil al que antes o después han de regresar;
una opción, en fin, más acreedora a la palabra progresía que a otra que
presupone autenticidad, como progresismo. Por eso, seguramente, la película de
Polanski traza un cínico círculo que habla de que, entre bromas y veras, las
pendencias de los adultos no son sino una intrascendente pelea de chiquillos; y
la de Cronenberg concluye con unos inmisericordes créditos que resumen el
castigo que el destino reservaba para cada personaje una vez que las pasiones
se recondujeron, y la sangre de unos llegó al río –la muerte de hambre del
demente puro ello Otto Gross (Vincent
Cassel), la defunción de Sigmund Freud (Viggo Mortensen) de cáncer en el
exilio, la ejecución de Sabina Spielrein (Keira Knightley)– y la del otro, Carl
Gustav Jung (Michael Fassbender), que queda como el gran villano de la función,
no lo hizo, sino que sobrevivió a todos hasta su fallecimiento, ya anciano,
supuestamente plácido, mucho después, pero que tal y como se lo presenta –al
borde de la catatonia, delante de un lago en Austria, como si estuviera viendo
el baño orgiástico de horror que estaba en el horizonte que premonitoriamente
sueña–, se intuye que tuvo que ser un tortuoso tiempo de descuento: compás de
espera habitado de fantasmas y de remordimientos del burgués arribista,
maridado con la declinante aristocracia. Dos tan negros como lúcidos discursos
que nos recuerdan una de las grandes verdades de la vida: que, como escribió
John Le Carré, lo contrario del amor –y por tanto, lo malo– no es el odio, sino
la apatía; la nada.
¿Esperanza? Por lo pronto seguiremos aquí, lo
que presupone tenerla. Así que sí, está y se la espera; nos comprometemos a
continuar informando…
COMO EN UN ESPEJO
Francisco
Javier Gómez Tarín
Escribir a cuatro manos tiene ventajas e inconvenientes: cuando dos de las manos se ocupan de un filme y otras dos de otro, aquí paz y allá gloria, pero cuando las cuatro reflexionan sobre los mismos títulos (Un método peligroso y Un dios salvaje) se producen las sempiternas coincidencias que el hado temporal permite, en este caso, soslayar. La alegoría perversa propuesta por Agustín Rubio como fórmula hermenéutica es, efectivamente, más rentable –y así ha quedado plenamente justificado–, pero no resta sentido a las otras dos fórmulas sino que se suma a ellas y construye lo que denominaríamos un plus de significación. Haciendo míos los argumentos previos, ya puestos sobre el papel, no redactaré de forma repetitiva y procuraré ser breve.
Un método peligroso, David Cronenberg, 2011
Un dios salvaje, Roman Polanski, 2011
Escribir a cuatro manos tiene ventajas e inconvenientes: cuando dos de las manos se ocupan de un filme y otras dos de otro, aquí paz y allá gloria, pero cuando las cuatro reflexionan sobre los mismos títulos (Un método peligroso y Un dios salvaje) se producen las sempiternas coincidencias que el hado temporal permite, en este caso, soslayar. La alegoría perversa propuesta por Agustín Rubio como fórmula hermenéutica es, efectivamente, más rentable –y así ha quedado plenamente justificado–, pero no resta sentido a las otras dos fórmulas sino que se suma a ellas y construye lo que denominaríamos un plus de significación. Haciendo míos los argumentos previos, ya puestos sobre el papel, no redactaré de forma repetitiva y procuraré ser breve.
Lo que Cronenberg y Polanski consiguen, sin
género de dudas, es situarnos ante nuestras propias conciencias de 2011 (no olvidemos:
el tiempo de la crisis que no cesa) para colocar ante ellas un espejo (de ahí
el juego bergmaniano en este efímero subtítulo) capaz de obligarnos a mirar a
través de él y descubrir ese inmenso vacío en que hemos convertido nuestra
mente, nuestra forma de vida y nuestro entorno: la sociedad, pues, como
resultado de nuestras propias carencias incubadas paulatinamente antaño y hoy
claramente manifiestas.
El filme de Cronenberg incita a recordar el
“huevo de la serpiente” gestado magistralmente en La cinta blanca (Das weisse
Band, 2009), ahora relacionado directamente con el tratamiento de la mente,
que descubre lo insano que hay en aquel que supuestamente posee la capacidad de
la cura y el saber, quien, a la postre, saldrá bien parado en una sociedad asentada
en la doble moral. Doble moral, por otro lado, en la que cualquier cosa es
permisible si hay respaldo monetario (diríase que son nuestros días) pero en la
que el deseo y el placer se convierten en estigma y marginación para quienes no
compran directamente el derecho a la vida. Y, a fin de cuentas, la enfermedad
mental –puro deseo convertido en histeria–, desvirtúa la esencia del individuo
y lo coloca en manos del “sanador” no menos “insano” que él mismo (sea hombre o
mujer). El signo de los tiempos: el progreso y la experimentación mantenidos
sobre la pátina de la moral hegemónica.
Cronenberg aborda, pues, la esencia misma de
la crisis moral y social de los tiempos que corren con sobriedad y sin
aspavientos, pero dejando una traza de señales
que pueden ir poco a poco recorriéndose hasta transitar el camino que
metaforiza una historia del pasado hasta el presente más radical. Una mirada a
cámara estratégicamente colocada, lo rubrica: como en un espejo (elemento este
recurrente, aunque no en exceso en el filme) Y ahí la conexión formal que
conecta Un método peligroso con Un dios salvaje, ya que con absoluta
nitidez –físicamente incluso– Polanski hace patente esa presencia de espejos en
los que se miran protagonistas y espectadores, que miran a su vez a través de
ellos y a sí mismos.
El huevo de la serpiente que germinaba en la
falsa moral de antaño (en el filme de Cronenberg) ha eclosionado ya en la
película de Polanki, está en todos y cada uno de los personajes, de los que los
niños no son sino índice y secuela. La pelea del parque no significa nada en
comparación con la falsedad que encubre la propia docilidad de la hojarasca
social: el mínimo detalle puede hacer explosionar la insolidaridad, el racismo,
la lucha de clases (en su falta de conciencia, que no es un defecto menor)… Un
ejercicio de estilo, aparente teatro filmado, que cruza como Alicia a través
del espejo para decirle a cada el espectador: no son ellos, eres tú… y esos
espejos, elemento nada ajeno a la propia esencia cinematográfica, se hacen presentes,
patentes y, me atrevería a decir, coprotagonistas del filme, demostrando así
que, una vez más y aunque le pese a muchos, la
forma es el contenido.
En resumen, como muestran ambos filmes con una
evidencia que golpea nuestras conciencias como una bofetada, la norma, lo políticamente correcto, lo
moralmente establecido, lo socialmente hegemónico, la visión de mundo privilegiada, se ha edificado siempre sobre la falsedad y la
hipocresía, se ha naturalizado. Tal
naturalización, construida en el pasado con la inestimable ayuda de la
violencia física y su posterior traspaso a la violencia simbólica de la
modernidad, ejercidas ambas de forma omnímoda por un poder que antes permanecía
agazapado en la sombra y hoy se ha quitado la máscara, consciente como es de su
inmunidad, permite entender el mundo en que vivimos: la violencia que se ejerce
sobre el ciudadano es ilimitada y esto legitimaría per se cualquier respuesta, incluso violenta, que desestabilizara
este anclaje en la falacia, pero nuestras mentes (Un método peligroso) y nuestros cuerpos (Un dios salvaje), pese a los espejos a través de los cuales algunos
afortunadamente se empeñan en proporcionarnos un rayo de luz, permanecen ciegos
y abocados a completar la aparentemente iniciada autodestrucción. No sé si
podremos seguir así pero, en todo caso, de poder hacerlo, ¿hasta cuándo?
Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón
Universitat Jaume I de Castellón
Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red (Shangrila Textos Aparte).