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21.1.13

DERIVAS Y FICCIONES: CINDY SHERMAN: NO LOS PERDONES, PORQUE SIEMPRE HAN SABIDO LO QUE HACEN

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


CINDY SHERMAN
NO LOS PERDONES, 
PORQUE SIEMPRE HAN SABIDO LO QUE HACEN




POR  MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


El arte feminista cuestiona la influencia de las diferencias de género en la producción y recepción de una obra. Es un discurso "contra-histórico" que relata, denunciando, aquello que ha sido relegado a la "sombra" por el discurso histórico del arte oficial. Hito excluyente del denominado "desplazamiento del imaginario democrático" desde mediados del S. XX, el arte feminista se propone desestabilizar sistemáticamente los modelos de representación masculinos y el culto de sus emblemas de poder y autoridad. 

Los trabajos fotográficos de Cindy Sherman (New Jersey, 1954) cuestionan a la "institución artística" (incluidas las vanguardias históricas del S. XX, machistas a pesar de ciertas excepciones) su carácter eminentemente patriarcal y falocéntrico. Sherman hace suya la afirmación de Barbara Kruger: "Antes se hablaba de conciencia de clase; ahora podríamos hablar de conciencia de sexo".

Las fotografías de Sherman recuerdan el potencial democrático de este arte teóricamente "menor", del que pueden obtenerse infinidad de copias de un mismo negativo, en abierto contraste con el "aura" de individualidad concedida a las obras pertenecientes al círculo aúlico de las "bellas artes", consideradas objetos exclusivos y singulares.

Funcionan, asimismo, como un índice acusatorio de las determinaciones sociales que moldean y limitan la mirada de los espectadores. Tan importante como la reproductividad técnica es el efecto de shock generado por Sherman, efecto que sustrae al espectador de la contemplación pasiva para convertirlo en un sujeto interpelado por la obra.

El activismo de Sherman implica una política de la representación, donde las identidades sexuales se analizan como representaciones deliberadamente construidas. Tematiza y problematiza las imágenes difundidas tanto por los medios de comunicación de masas y la publicidad, con sus previsibles estereotipos sexuales (v.gr., la serie Untitled Stills, 1977), como dentro del ámbito del museo o galería de arte  (v.gr., la serie History Portraits/Old Masters, 1988-1990).

La crítica de Sherman se dirige al significado de la imagen femenina y la función social que cumple dicha imagen en la construcción social de la "mujer".

En la serie Untitled Stills, Sherman ofrece una serie de fotogramas en blanco y negro sobre escenas de películas clase B jamás filmadas, en las cuales aparece en poses generalmente torpes y con gestos de sorpresa, "típicamente femeninas", en el contexto de historias (imaginarias) de terror, melodramáticas o de marcado acento kitsch.




Sherman violenta la idea del autorretrato tradicional, al "desaparecer" tras los disfraces de las estrellas de cine, los diversos personajes que adopta y los géneros cinematográficos en los que simula trabajar.

Más allá de la crítica al autorretrato tradicional, el "yo" es, en Sherman, el resultado de las representaciones que ofrecen los medios de comunicación de masas (el cine y la televisión). Un "yo" declinado en múltiples estereotipos fosilizados, hasta en los libros infantiles y los manuales escolares.



Los Untitled Stills muestran mujeres cristalizadas en una acción inconclusa, en soledad, en espacios abiertos o cerrados, casi siempre a la espera de algo que está por suceder, como piezas petrificadas de un rompecabezas que el espectador será capaz de armar al imaginar el desarrollo de cada escena y "montar" mentalmente su película. Lamentablemente, la película tenderá a ser la misma, con escasas variaciones. 

Porque quien mire la imagen tendrá incorporado un "rol" para cada una de sus protagonistas, un "antes" y un "después" escrito como un mandamiento sobre piedra por la sociedad del "macho", incluidas en dicha sociedad todas aquellas mujeres que han hecho uso y abuso, por decisión propia, de sus privilegios y prebendas.



Allí radica la alienación del sujeto-imagen proyectado por Sherman: una pequeña acción, insignificante y fugaz, es capaz de definir, en su totalidad, la identidad de una mujer, lo que implica que las mujeres no hacen sino cumplir un papel social previamente establecido. No obstante, la alienación no reside en la imagen sino en el significado que el receptor le otorga al completarla: si a la imagen de una chica le corresponde un papel social determinado, es porque nosotros mismos hemos interiorizado y continuamos adjudicándole la asunción de tal papel.

Sherman imagina situaciones que, como espectadores, reconoceremos. El estereotipo no está en la selección de Sherman sino en nuestra cabeza: sabemos qué hace cada una de las mujeres representadas, lo que ha hecho y también lo que hará. Sherman no nos ofrece un accidente ni nos enfrenta a la contingencia de la acción; habla de situaciones que se dan por supuestas. El determinismo social está en el propio relato que nosotros mismos podríamos ofrecer de cada una de las alienadas chicas-Sherman, a las que se les cierran todas las puertas de salida mientras nosotros empujamos para que no salgan.


Sherman no sugiere ni cómo hemos llegado a dicha alienación y mucho menos cómo podríamos salir de ella (ni siquiera si eso es posible). Se limita a mostrarnos el mundo petrificado de los espacios que nos fueron asignados.  

A fin de resaltar dicho determinismo, Sherman recurre a tomas aisladas e inconexas, para mostrar por qué actitudes aparentemente tan distintas son en el fondo idénticas,  porque salieron del mismo y consuetudinario molde. Protagoniza falsos fotogramas cinematográficos, de tamaño semejante, en blanco y negro, uniformes, anónimos y sin título, en los que la imagen misma pareciera decirlo todo.



En la serie History Portraits/Old Masters, recrea ácidamente célebres retratos clásicos, jugando con disposiciones y símbolos pictóricos muy próximos a los originales, para vampirizarlos. Intercambia los sexos, como en su célebre Baco caravaggiesco, y convierte las técnicas ilusionistas de la pintura clásica en una escenografía patética y grotesca captada por la lente fotográfica. 


La pinacoteca entera es barrida sin piedad, remedando sus pliegues y brocatos. Una Judith de cómic o cine mudo decapita a un Holofernes de carnaval y convierte un suceso trágico en un paso de vodevil. El decapitado parece no haber cambiado de expresión y ser en la muerte el mismo personaje de tren fantasma que en la vida. En Judith no hay terror. Es como si hubiera regresado a casa para descubrir que se olvidó una torta en el horno. Y la torta se quemó. Ni Judith, una heroína de la pintura clásica, se salva del hachazo de Sherman. Es una Judith que cruza el umbral del homicidio para salvar a su pueblo; es, en definitiva, una víctima que, más que decidir, es conminada moralmente a tomar su decisión.



Sherman parodia la historia del arte (bella conforme los parámetros del ojo masculino), arrebatándole el primer plano y la solemnidad. Nada es "sublime" en su obra, especializada en desacralizaciones. Nada quedó de nuestra vieja colección de "Genios de la Pintura Universal", tan previsible y pacífica, tan ordenada por la mano "maestra" del historiador (con pantalones).

El juego irónico se tensa y se pervierte en ciertas fotografías. Para "des-idealizar" la historia del arte, Sherman abruma y espanta nuestra mirada. Las vírgenes han recurrido al cirujano para implantarse siliconas. Toda la dignidad de la escena es absorbida y cancelada por un pecho diacrónico de opereta, que burla la noción de maternidad volcada al amamantamiento para trastocarla en exhibicionismo profano. El niño, el elegido, desaparece en la escena. La virgen, con sus abalorios de bisutería, parece calibrar las bondades de un pecho recién estrenado y sopesar el riesgo de entregarlo a una boquita ávida. 




Al "robarse" las obras exhibidas en el espacio del museo, Sherman realiza un ejercicio autocrítico del arte. Cuestiona el rol de las obras de las que se ha apropiado en la construcción de un tipo de subjetividad femenina, sumisa y subordinada. En ciertos casos, bolsas llenas de cicatrices que rozan el ombligo ocupan el lugar de pechos turgentes y sedosos y el rostro de futuras madres bien merecería integrar las filas de una ópera bufa.




Asistimos tanto a una sustitución del ideal de belleza femenina establecido por los modelos de representación tradicionales (establecidos, a su vez, por hombres) como a un rechazo visceral de esos modelos, privados de su pureza pastoral y revolcados en el fango de lo cotidiano.

Sherman profundizará esta línea abyecta de trabajo en la serie Sex Pictures (1992), en la que mostrará fluidos corporales (sangre menstrual, vómitos y excrementos) a fin de subvertir el orden de lo visible y convertir a la mujer en un agente traumático: "yo no solo friego, cocino y plancho; no solo doy a luz; no solo soy tu secretaria: yo soy, básicamente, este magma indomesticable sobre el que ni yo misma podría asegurar el control".


Una vez que la mujer ha sido reducida a su núcleo límite, ingobernable e hirviente, Sherman se invisibiliza y abandona el cuerpo en favor de juguetes torturados en poses obscenas. Porque el cuerpo ya ha dicho todo lo que tenía que decir. 

En la serie The Broken Dolls (1999), la niñez parece ser el rito de iniciación envenenado al mundo cruel de los adultos. Las muñecas no solo están rotas. También han sido profanadas y violadas desde todo ángulo posible. Es, definitivamente, el fin de la inocencia. No hay acidez, ironía, desafío ni beligerancia. Solo una puesta en abismo donde el lugar de la risa es usurpado por el espanto.




Las imágenes abyectas de Sherman, esas mismas imágenes que rasgan la "pantalla-tamiz" que nos protege de lo insoportable, son  exhibidas paradójicamente en el "mundo del arte" (museos, galerías, revistas y catálogos especializados) y alcanzan, en las subastas internacionales, cotizaciones récord.

Sherman forma parte (importante) de ese mundo. La retrospectiva de su obra en París en 2006 no se realizó en un sótano de la ciudad sino en un museo y, más precisamente, en el antiguo Musée de Jeu de Paume, ubicado en las Tullerías y construido por orden de Napoleón III, el mismo que avaló el "embellecimiento estratégico" de la ciudad a manos del rectilíneo barón Haussman. 

Es decir: Sherman no solo desplegó sus fotografías en la institución por excelencia de consagración y exhibición de obras sino que lo hizo en un espacio físico ideado en el contexto de la transformación geográfica de París que demolió los barrios obreros y abrió enormes boulevares que permitieran el avance de las fuerzas leales contra las barricadas revolucionarias del S. XIX.




Aun así, el mundo de las chicas-Sherman es un mundo asfixiante, tanto como los espacios culturales que intentan maniatarlas. 

Algo nos perturba cuando las contemplamos, cuando se calzan sus máscaras hieráticas o desafiantes para denunciar el silencio al que han sido condenadas durante siglos y la medida en la que han sido ignoradas por la historia del arte. Algo nos perturba en sus risas deformes, en sus pelucas y prótesis escogidas laboriosamente para ganar un casting, en su indumentaria que presupone y solicita la aceptación. 

Esa perturbación puede ser el inicio de un vínculo horizontal que ponga en peligro, al menos por un instante, la verticalidad fascista que ha colocado a la mujer en idénticos espacios y poses, como una figura recortable de cartón pintado.



Las chicas-Sherman están adentro del museo para que tiemblen sus bases. El museo puede comérselas, puede vaciarlas de su potencia revulsiva y puede aprisionarlas, aplanadas, en la visita guiada de ocasión, a la que solo asistirán quienes puedan costearse el ticket de ingreso y posean el tiempo y la "enciclopedia" que les permita saber que existe una mujer llamada Cindy Sherman. 

Las casas de remates pueden manipular cotizaciones y subastar sus lotes con el mismo nivel de adrenalina que un operador bursátil. Pero es posible que el poder radioactivo de estas chicas imante y desestabilice nuestros ojos, al menos por un rato. Quizá eso sea, ya, una pequeña batalla ganada.



¿A estas pequeñas batallas han quedado reducidas las aspiraciones de las vanguardias críticas de principios del S. XX, pagadas con exilio, suicidio y sangre? ¿Es esta la estrategia, insular y con forma de caballo de Troya, con la que se juega hoy la resistencia política del arte? El debate está servido y apunta a los modos de exhibición de la obra artística, no importa cuán corrosiva o funcional pudiera resultar al orden existente.