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20.8.13

DERIVAS Y FICCIONES: FEDERICO FELLINI - FELLINI SATYRICON O LA RECONSTRUCCIÓN DE UN SUEÑO

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET




FELLINI SATYRICON
(O LA RECONSTRUCCIÓN DE UN SUEÑO)



POR MARIEL MANRIQUE


"Es posible que el mundo antiguo jamás haya existido. 
Pero no hay duda de que lo hemos soñado"
Federico Fellini


Quizás existió un hombre llamado Petronio, cónsul de Bitinia en la corte despiadada y procaz del emperador Nerón, elegantiae arbiter entre los integrantes benditos y condenados de esa corte y víctima de falsas acusaciones de conspiración que lo arrastraron a la organización de una espléndida fiesta. En el transcurso de esa fiesta, ese hombre abrió, cerró y reabrió sus venas con delicada lentitud, desangrándose mientras discurría con amigos sobre asuntos triviales.  

Quizás sea cierto que, como registra el historiador latino Tácito en sus Anales (XVI, 17-20), Petronio fuera conocido por dormir de día y arrojarse sin culpas a los placeres nocturnos. Un refinado suicida, que arbitró con desgarradora ligereza su propia muerte luego de haber gozado de los favores imperiales de la antigua Roma y los favores paganos y epicúreos de una vida exquisita. Es posible también que sea ese hombre del Siglo I. D.C. el autor de Satyricon, un libro de relatos amorales considerado una joya de la literatura clásica antigua y casi íntegramente perdido para siempre, descubierto, robado y escondido en el Renacimiento y redescubierto en 1650 en el puerto dálmata de Trogir, según crónicas tan lacunares como el libro mismo.




Dos mil años más tarde de la fecha imprecisa de su escritura, de Satyricon quedan fragmentos dispersos, extraordinarios cristales luminosos que milagrosamente sobreviven la lava volcánica del tiempo, como los enigmáticos frescos incompletos de Pompeya y Ercolano tras la erupción impiadosa del Vesubio en 79 A.D.C. El Satyricon, no obstante, no desapareció bajo las cenizas implacables de los desastres naturales, sino por obra de la moral hipócrita y trastornada de los hombres, la misma que preservó la información enciclopédica e inofensiva de los textos antiguos de geografía e historia y expulsó gradualmente de la memoria la poesía lírica y dramática. 

Una labor silenciosa y constante de selección deliberada de palabras, al cabo de la cual permanecen los diarios y los mapas de las campañas militares y agonizan los textos auténticamente peligrosos, tal como describe minuciosamente Gilbert Highet en La tradición clásica (Fondo de Cultura Económica, Lengua y Estudios Literarios, Mexico, 1996). Como el inventario de criaturas libertinas de Satyricon, donde criaturas pasionales trafican sexo y dinero en un latín vulgar, continuamente alcanzados por fuerzas incomprensibles a las que responden con orgías y poemas.




Satyricon no es solo la cadena fracturada de aventuras de Ascilto y Encolpio, amigos y rivales en el amor de Gitón, un angelical púber prostituido, sino un muestrario irreverente de goces efímeros y despreocupados, sin noción de pecado ni castigo. 

No es seguro que el Petronio aludido por Tácito sea el mismo que escribió Satyricon, del mismo modo que en Satyricon nada es seguro. Los restos de Satyricon vibran como un tembladeral, donde la única certidumbre de sus personajes, que comen y fornican y recitan de vez en cuando, es la conciencia de su fugacidad e inestabilidad irrevocable. Saben que van a desaparecer y que hasta que desaparezcan sus vidas mutarán sin que ellos comprendan cómo. Lo saben sin angustia ni desesperación, inmersos en una sucesión de episodios cómicos y leves sin el menor espesor dramático.

Erich Auerbach ha señalado como rasgos típicos de Satyricon (en Mímesis, Fondo de Cultura Económica, Lengua y Estudios Literarios, Mexico, 1996) el incisivo modelado subjetivo del texto, donde la voz narrante es la voz de los protagonistas (esclavos libertos devenidos nuevos ricos y poetas cínicos y burlados); la oscilación perpetua de esos seres en la escala social, sujetos al azar del cambio de fortuna; el sorprendente acercamiento de Petronio, en grado máximo, al realismo moderno, dado por la vivacidad e inmediatez de su registro discursivo; y la ausencia total de conciencia de fuerzas históricas y causalidad dramática, que impregna el texto de la planimetría de la caricatura, confiriéndole un constante efecto burlesco. 




En un intento de clasificación teórica, Satyricon podría definirse como una sátira menipea (combinación de poesía y prosa con amplia libertad temática y formal) en la que se mixturan géneros literarios y teatrales (la antigua novela griega, la comedia y el mimo) y se engarzan cuentos milesios (antecedente clásico del cuento breve moderno) en un mapa alucinante de bifurcaciones y un entrecruzamiento de estrategias discursivas en los que brilla la misma cualidad instintiva y sensual que alienta los relatos del texto: Satyricon está impregnado de sabores, olores y cuerpos y su lectura es ante todo una experiencia en la que se degusta, se aspira y se toca lo que se lee. 

En última instancia, se impone como una obra de una frescura brutal e inapresable, a una distancia sideral de la literatura de su época, plena de moralismo y estilización retórica. Petronio pulveriza cada género declamatorio y se ríe de los próceres literarios (v.gr., Homero, Virgilio, Cicerón) y de sus contemporáneos exitosos (v.gr., Séneca) con una risa continuamente divorciada del juicio moral y el sarcasmo fúnebre: es una risa celebratoria de los deleites de la vida, por breve y arbitraria que la vida sea. 

El triángulo de amantes masculinos de Petronio bien podría ser un triángulo de hippies sesentistas o hedónicos individualistas posmodernos. En Ascilto, Gitón y Encolpio como hippies de la Antigua Roma y en la fascinación provocada por los fragmentos perdidos de Satyricon pensó Federico Fellini cuando eligió a Petronio, en 1968, como pretexto y plataforma para lanzarse a soñar, en clave cinematográfica, un mundo que jamás sabremos cómo ha sido.


I.     El ojo del que sueña

Probablemente una de las visiones contemporáneas más estremecedoras de Roma sea la visión nocturna del Coliseo iluminado. Un círculo decapitado y eterno anclado en el paisaje urbano, como una invitación abierta a la reconstrucción mental. El Coliseo es lo que se ve pero es, sobre todo, lo que está ausente: columnas y gradas corroídas por el tiempo, líneas y piedras inconclusas y la perseverancia de los microorganismos creciendo en las grietas de paredes mitológicas que no terminan de extenuarse. Un naufragio inmóvil definido por el propio Fellini como una "horrenda catástrofe de piedra lunar", que nos sumerge en "la lucidez convulsa de los sueños" (Fellini, Federico, Hacer una película, Perfil Libros, Colección Bitácora, Buenos Aires, 1998).

El Satyricon de Petronio posee, a un nivel profundo, la misma textura onírica del Coliseo romano. Según Fellini, su mundo es un "paisaje desconocido, envuelto en una niebla densa que se desgarra a trozos y lo deja entrever" (Fellini, Federico, op. cit.), que evoca "las columnas, las cabezas, los ojos inexistentes ... los fragmentos dispersos en museos arqueológicos, los escasos trazos de cosas que hubieran podido ser productos de sueños" (en Alpert, Hollis, Fellini, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1988). Y para la reconstrucción de un mundo y un texto perdidos, Fellini, como Petronio, ignora la conciencia histórica y persiste en ese postulado según el cual nada se sabe y todo se imagina.

Captura del Satyricon la atmósfera y, pese a haberse internado con su equipo en la masa documental de la historiografía antigua, cede al guionista Bernardino Zapponi, a su escenógrafo y vestuarista Danilo Donati, a la fotografía de Giuseppe Rotunno, a la música de Nino Rota, a los decorados falsos y metafísicos de Cinecittà y a sus propias visiones epifánicas la tarea de mostrar, en 9 secuencias principales divididas en 68 escenas, la antigüedad clásica que su cabeza gesta a partir del texto astillado de Petronio, que lo ha perseguido desde niño como una incesante y oscura tentación.




La antigüedad, según Fellini, es tan remota e irreconocible como ciertos planetas ocultos del sistema solar. Por eso rechaza a priori la posibilidad de un film histórico y genera un Fellini Satyricon (1969) que bien podría leerse como un film de ciencia ficción con fondo de músicas tribales africanas, narrado según la gramática visual del sueño (con su misma "transparencia enigmática, su misma claridad indescifrable" - Fellini, Federico, op. cit.) y desenterrado mediante una operación de espiritismo cinematográfico. No en vano Fellini participaba activamente en las sesiones lunares de su médium privado en las ruinas de la Via Appia Antica, en Roma.

Fellini Satyricon es también un film "neorrealista", en el sentido asignado al término por André Bazin y Gilles Deleuze: no representa una realidad decodificada, apunta a una realidad a decodificar; se construye en base a un circuito elíptico y errante que opera por bloques, con nexos deliberadamente débiles y acontecimientos flotantes; no se compromete en la acción y se abandona a visiones alucinatorias.




Es un ejemplo clásico deleuziano del ascenso de situaciones ópticas y sonoras puras, radicalmente diversas de las situaciones básicamente sensorio-motrices del viejo realismo, y del pasaje de la imagen-acción a la imagen-sueño y la imagen-recuerdo. 

Es, finalmente, un film estrictamente consistente con el principio felliniano de organización de lo cotidiano como un espectáculo ambulante, que es también el modo en el que Petronio organiza los bloques de su texto, en un marco de decadencia deliberada con el que empatizamos, del que somos cómplices y en el que se tensa al máximo ese otro principio felliniano de indiscernibilidad, gracias al cual nadie sabe qué es lo mental y lo físico, dónde reside lo real y dónde lo imaginario.

Fellini Satyricon cubre las lagunas del texto de Petronio con sacerdotisas que albergan fuego literal entre sus piernas, frágiles hermafroditas albinos robados en el desierto y falsos minotauros encontrados por Ascilto y Encolpio en un viaje imprevisible y continuo, en el que nunca se llega a ninguna parte.




II.     Esas criaturas maquilladas y nómades

Los personajes de Fellini Satyricon son, como los de Petronio, máscaras privadas de sentido trágico, como las que Fellini amaba dibujar en las servilletas de los restaurantes. Antes del rodaje del film, Fellini pensó un casting de íconos dispares, que incluía a Mae West, Danny Kaye, Groucho Marx y Boris Karloff. Ninguno de ellos aceptó participar en un proyecto que presagiaba escándalo y Fellini se sumergió en su habitual búsqueda infinita de rostros, de la que extrajo como piedras preciosas a sus Ascilto, Gitón y Encolpio: los ignotos Martin Potter, un inglés de 24 años y endemoniada belleza rubia cuya única experiencia profesional era un aviso televisivo; Hiram Keller, actor de Hair durante 9 meses en Broadway y dueño de una mirada fálica; y Max Born, adolescente hippie y andrógino rescatado del Chelsea londinense, una "puta con cara de ángel" (Baxter, John, Fellini, Ediciones B, Barcelona, 1994).

En el resto de la troupe, integrada por los tullidos y excéntricos tan caros a Fellini, sobresalían Mario Romagnoli, dueño del restaurante romano Al Moro, prestándole la piel a Trimalción, el liberto enriquecido en cuya villa se celebra el banquete desatado que constituye uno de los fragmentos dionisíacos más extraordinarios del film; Salvo Randone, como el decadente poeta Eumolpo, que en la versión felliniana obliga a sus amigos a devorar su cadáver como condición de ingreso a su testamento; y los franceses Alain Cuny, en el rol del proxeneta imperial Lica de globo ocular desorbitado, y Magalí Noël como Fortunata, la esposa lésbica de Trimalción. 

El nivel de respeto de Fellini por la veracidad histórica y el latín clásico se refleja en los pasajes de complejo recitado de poesía latina incluidos por Petronio en el banquete de Trimalción. Randone recitó números y colores y Romagnoli, el menú entero de su restaurante.




Los rostros escogidos para la pantalla fueron sepultados bajo un maquillaje corrosivo y exasperante, que destruye la noción de rostro como concentrado de identidad para terminar mostrando máscaras evadidas de las contingencias existenciales.

Si, como sostiene Jacques Aumont (en El rostro en el cine, Paidós, Buenos Aires, 1997) el cine ha reflejado la descomposición interior del rostro experimentada en el campo de la pintura, con las explosiones e implosiones faciales perpetradas por Pablo Picasso y George Braque, la desintegración obscena propuesta por James Ensor, las distorsiones desgarradoras de Francis Bacon y las ampliaciones avasallantes del pop-art, Fellini pinta sobre sus rostros rasgos carnavalescos e inmóviles bajo los cuales los signos reconocibles de humanidad se han esfumado por completo. Abre paso, así, a una mitología inacabada, donde tal vez se encuentren las claves oníricas y lúdicas de su cine.




La perturbadora belleza de las imágenes de Fellini resiste cualquier nomenclatura y permite, a lo sumo, una hipótesis entrañable: todas las criaturas buscan algo que está más allá de esta realidad tangible que vivimos y todas ellas están condenadas a quedarse de este lado soñando un otro- lado-más-allá, como Gelsomina en La Strada (1954), Guido en Ocho y Medio (1963) o el Giacomo Casanova enamorado de una muñeca mecánica en la Venecia espectral y helada de Casanova-Fellini (1976).




Los rostros martirizados de Fellini, ahogados bajo capas geológicas de cosméticos, se fugan hacia ese espacio que no nos hace el presente menos insoportable: nos conduce a pensar si no seremos, a la manera borgiana, figuras soñadas por una Mary Shelley, un rabino judío hacedor de gólems, un jugador de dados.


III.     El cielo ausente de Mamma Roma 

La geografía de Fellini Satyricon es árida y hostil, como casi todas las geografías de Fellini. En sus películas raramente hay cielo y sus mares son oleajes de plástico agitado por un ventilador. El mar nocturno sobre el que pobres almas esperan en modestos botecitos el paso majestuoso del transatlántico Rex en Amarcord (1973), el mar lúgubre y refulgente que recibe las cenizas de la cantante de ópera Edmea Tetua en E la nave va (1983), el mar viscoso que rodea la nave de Lica y succiona su cabeza decapitada en Satyricon.

Los paisajes del Satyricon filmado asfixian y amenazan a sus habitantes. Gigantescos edificios de interminables celdas mínimas, como torres de Babel de Brueghel, que tiemblan y caen; termas polvorientas e hirvientes en las que se consuma sexo anónimo y rápido; oscuros pasadizos y desiertos calcinados. Sin embargo, esos paisajes febriles hipnotizan y remiten a Roma como la Gran Ubre de la filmografía felliniana y su máquina continua de signos.





La misma Roma que Fellini ha definido como una madre indiferente y perfecta, porque se desentiende del destino de sus hijos y, al apartarse de ellos y decirles que no son nada, les dice simultáneamente que todo es posible. Una Roma lujuriosa y lejana que súbitamente empuña, como una navaja, una imagen que corta el aliento y, con sus perspectivas desoladas e interminables, invariablemente horizontales, nos permite ensayar el vuelo. 

Al trabajar Satyricon, Petronio coloca el punto de vista en la cabeza de sus personajes, sin referencia al espacio circundante. En Fellini, ese espacio se filma para ser negado y dejar a los personajes irremediablemente solos, navegando entre ruinas.


IV.     Sexo, dolor y desorden


El estreno de Fellini Satyricon en 1969 fue saludado y repudiado como el de una odisea sexual reivindicatoria de los derechos de la comunidad gay y una pieza de arte degenerado. 







El propio Fellini, ante el acoso periodístico relativo al "sexo del film" (como si un film pudiera tenerlo), declaró que se trataba "de un film asexuado, hecho como si filmase ratas o pájaros en el acto de copular". No se equivocaba: sus hijos cinematográficos, en la senda de los personajes de Petronio, no practican el amor sino una gimnasia bizarra y clínica, como el Casanova que ejercita su pene al ritmo de un pájaro metálico en Casanova-Fellini.





Los orígenes fundantes de esta mecánica sexual pueden rastrearse en los propios dibujos de Fellini, no solo en los story-boards que delineaban sus filmes, inconclusos y postergados, como El Viaje de G. Mastorna concebido a dúo con Milo Manara, sino en las caricaturas domésticas nacidas del azar de sus lápices de colores: mujeres de pechos metafísicos y vulvas amenazantes, genitales gigantescos y cuerpos cuyas formas desafían continuamente el equilibrio (v.gr., ver colección de dibujos publicada en Cahiers du Cinéma, Nº 513,  París, mayo de 1997, y recordar a la inalcanzable vestal Anita Ekberg emergiendo de la Fontana di Trevi en La Dolce Vita -1960- y del aviso publicitario del episodio rodado por Fellini para Boccaccio '70 ("Las tentaciones del Dr. Antonio", 1962), así como a la vendedora de tabaco, desmesuradamente láctea, de Amarcord).


En Fellini Satyricon, el sexo es una sed dolorosa. La de una ninfómana de muñecas atadas en un carro ominoso, la de una Ariadna voraz y enfurecida ante un Encolpio impotente, la de la maga Enotea condenada a expulsar fuego de su vagina. Un ejército exiliado de la inocencia, una inocencia que todos, aun poetas y niños, han perdido.


El hermafrodita vidente debería ser, por su doble condición sexual, un poderoso semidios aéreo y es tan solo una criatura albina, dormida e inerme, que muere ahogada de sed en el desierto. El sexo de Fellini huele a misterios temibles, como ese enorme pez muerto izado al buque donde rodará la cabeza de Lica. Y el amor presagia desastres: Gitón y Encolpio se aman urgentemente en las entrañas de un edificio que se derrumbará. 

Pese a todo, Fellini, como Petronio, se ríe. Saben que todo pasa y que, a lo sumo, seremos rostros pintados sobre piedras rotas, como esa última imagen con la que completó el texto volátil de Satyricon.






Fellini mismo debió desconocer el nombre exacto de esos terrores para cuyo exorcismo se armó de una cámara. Solo él sabrá, en ese paraíso alla Cinecittà donde finge estar muerto, el nombre exacto de lo que vio a través de la lente de esa cámara, ojo de la cerradura y versión privada de las llaves del reino. El reino del Federico-niño que sobrevivió en sus ojos, el que se fugó durante siete días con un circo ambulante para desesperación de su familia y regresó a su casa para bautizar, en un acto maravilloso de auto-protección indeleble, las cuatro esquinas de su cama infantil con los nombres mágicos de cuatro cines. Los cuatro cines de Rímini, la ciudad en la que había nacido.







Publicado originalmente en La huella y el río - Imágenes y reflejos del latín y la cultura latina, Colegio Nacional de Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 2000.