ANNA KARENINA (JOE WRIGHT, 2012)
LO IMPORTANTE ES AMAR
POR MARIEL MANRIQUE
Tocarse es resistir. Se entiende por “resistencia” la sustracción del cuerpo al código de mandatos imperantes. Quien se toca a sí mismo, se mide y se explora, detecta a escondidas sus zonas de placer. Masturbarse es, en principio, una desobediencia urgente practicada en solitario. La materia del autoerotismo se rinde en el plazo concedido antes de ser descubiertos y como ejercicio previo a la salida al mundo, donde están… los otros. Tocarás, como hombre, a una mujer y, si eres mujer, tocarás a un hombre, sin salirte del camino marcado por las señales del tránsito amoroso. Cualquier desvío te hará acreedor a la etiqueta del descarriado, con su estrella infamante cosida a la camisa; sus orejas de burro en el ángulo donde se obliga a mirar una pared y, si es posible, mirar hacia abajo; sus atributos de atracción de feria y su equipaje de nómada perpetuo.
Atravesar el espacio hacia el
cuerpo del otro puede tener un precio, altísimo. Solo a los buenos alumnos les
sale gratis. A los que no entienden el manual del buen amante, o lo entienden
pero no quieren o no pueden cumplirlo, los espera una cruz. Bajo la forma de la
lapidación pública, la burla infantil como un runrún horrendo que asedia la
nuca, el rechazo larvado o manifiesto de los honrados ciudadanos. Tocar no
tiene ciudadanía y, mucho menos, nación. La boca del que toca no se confiesa ni
comulga, no tiene madre ni padre, ni herencia ni posteridad. El sexo ocasional
no hace temblar el código. Los amores prohibidos son bombas en el vientre de la
catedral. Pregúntenle a Emma Bovary, que llevó a juicio a Flaubert, o a Nora
Helmer, que escandalizó a los contemporáneos de Ibsen.
Lo que realmente inquieta a las
personas no es el acto sexual que no se ajusta a las leyes de la naturaleza,
sino que los individuos que practican ese acto comiencen a amarse entre sí. Lo
dijo Michel Foucault en una entrevista a Gai
Pied en abril de 1981. El gay promiscuo es una figura tranquilizadora. Pero
el amor gay es un peligro. La grilla del código sexual admite el goce
epidérmico pero condena, por afectar directamente la reproducción del orden
social establecido, la duración y la extensión vertical del amor. Los gays no
procrearán. “Enciérrenlos en una habitación durante años”, propuso el dictador
Mugabe en Mozambique. “De esa habitación no saldrán niños, jamás”. Pero eso
Mugabe prometió a los gays, durante su “campaña” electoral, el infierno. El
infierno en la tierra.
Pese a la liberalización de las
costumbres y la ampliación del catálogo de derechos políticos con base en las
conquistas de las minorías, pagadas con el exilio o con la sangre, los amantes
“prohibidos” cargan aún con el estigma de no reproducir la prole. Enciérrenlos
en su jardín de las delicias invertidas, de donde no saldrá carne fresca para
moldear y triturar según los cánones, en los hogares, las escuelas, los clubes
y el ejército, las burocracias institucionales. Que se revuelquen, se laman, se
olisqueen. Que se penetren hasta desmayarse. Pero, por el amor de Dios (y de
sus padres, maestros, capitanes, jefes y vecinos), que no se les ocurra
enamorarse. Pregúntenle a Anna Karenina acerca de las consecuencias del amor,
aunque en su amor adúltero se consumiera por un hombre.
Tolstoi se sentó a escribir, en
1873, acerca de las epopeyas de Pedro el Grande, rodeado de sus libros, sus
notas, sus apuntes. No le salía una sola palabra coherente. Recordó la historia
de Anna Stepanovna, una vecina traicionada por su amante con la niñera de la
casa, que había puesto fin a su calvario
emocional arrojándose a las vías del tren, luego de vagar tres días por el
campo. Recordó, también, un sueño en el que su mano rozaba apenas un
“aristocrático codo desnudo” - supuestamente, el codo de María Hartung, la
primogénita de Alexander Pushkin. Entre una crónica policial y un sueño erótico,
desapareció Pedro el Grande y Tolstoi decidió escribir la historia de un amor
que refleja, en su anécdota arrasadora y mínima, la historia rusa de su época.
Porque no es el amor lo que importa en Anna
Karenina, sino sus consecuencias: la dimensión de su impacto social y la
manera en la que la sociedad (léase en este caso: la hipócrita aristocracia
rusa y sus satélites) estrecha filas para condenarlo.
Cuando Joe Wright filmó Anna Karenina, ya había llevado al cine,
respetuosamente, un clásico de Jane Austen (Orgullo
y prejuicio) y una novela “histórica” de Ian McEwan (Expiación). Tal como Anna le fue infiel a Karenin, Wright le fue
infiel a Tolstoi y cometió el mejor de los pecados que un cineasta puesto a
adaptar un texto al cine puede cometer: traición y desacato. Adulterio con su
visión personal de lector que empuña la cámara, desplazamiento y respeto de las
únicas reglas dignas de respetarse. Las reglas del juego, juego de jugar con casas
de muñecas o trenes en miniatura cubiertos de hielo.
El tren y la muñeca son los
protagonistas de su versión de Anna
Karenina, la coreografía de una relación que solo puede consumarse en el
tacto efímero de un vals o el confinamiento reservado al adúltero, en el marco cerrado
y opresivo del mundo convertido en un teatro. El tren como símbolo de la
modernidad que acabará con la
Rusia zarista y como tránsito hacia la novedad, la aventura y
el suicidio. La muñeca como criatura que se viste para jugar o desafiar su rol,
para salir a ver y para ser vista y juzgada por el ojo de un público cruel. Anna
Karenina es la emancipación y la cárcel de la moda, ese territorio ambivalente
donde la forma, el accesorio y la textura equivalen a una declaración. Por eso
Anna se desviste y se viste al inicio y al final del filme y lo atraviesa
cambiando de vestuario: lo que lleva puesto es, en definitiva, el lugar donde
elige ponerse. Todo el trayecto de su liberación y de su desventura puede leerse,
como una carta o un rostro en el espejo, en sus vestidos, con la estética de la
alta costura de mediados del S. XIX (la de Dior, Lanvin o Balenciaga) aplicada
a una silueta de 1870. El acto de ser vestida por otra mujer es un núcleo
aparte, una danza privada que se rememora como el único contacto históricamente
permitido, no solo sin estigmatización sino también sin rótulos ni
encasillamientos, con una persona del mismo sexo.
Desde el tapado inaugural con el que Anna viaja de San Petersburgo a Moscú, con su bordado de plumas de pavo real y el complemento de un sombrero con una pluma del ave que augura el infortunio, el vestido negro que la diferencia y la destaca en el salón de baile y el vestido blanco que también la distingue y la condena, como un eco invertido, en la sala de ópera, hasta la variación progresiva del color que acompaña sus estados de ánimo, la moda narra a Anna y a los actores de su constelación. Vronski, el oficial idealizado (¿cómo puede Anna enamorarse de este hombre si no es mediante la impunidad de la imaginación?), se mueve en un inverosímil blanco brillante; Karenin, el funcionario monocorde, lleva diseños planos de líneas estrictas, que traducen la rigidez de su carácter; Kitty, angelical y etérea, viste el blanco virginal del amor puro y, por ende, socialmente aceptado - es el reverso exacto de Anna, envuelta en un constante maëlstrom de pliegues, complementados con los diamantes y las perlas, auténticas, de la vanidad.
Son, todos ellos, los figurines que imaginó y dibujó Jacqueline Durran, la vestuarista que anima y define los contornos difusos de un puñado de personajes de novela, desplegados en tensión matemática como si fueran gólems, o naipes. O las marionetas del Little Angel Theatre (abierto en Islington, en 1961, por el padre de Joe Wright), entre las que Wright creció. Es ese carácter teatral explícito, con su proscenio, sus bastidores y tramoyas, sus puertas que se abren a interiores fastuosos, estaciones de tren y paisajes helados y, específicamente, ese aire de teatro de marionetas, lo que inviste a Anna Karenina de un permanente distanciamiento emocional y le confiere al mismo tiempo la velocidad y la frescura que la alejan del esquematismo acartonado de las producciones históricas de la BBC. Anna Karenina es un musical adentro de una caja. O la escena mecánica y siempre un poco triste de una caja de música.
Lo que en el par Anna/Vronski es pasión desobediente, es en el par Kitty-Levin la gestación armoniosa de un amor bienvenido. Frente a la marea emocional e incontrolable de una pareja nacida en la ciudad, el sosiego encantador de una pareja de anclaje rural a salvo del peligro. Anna y Vronski se enlazan al compás de una danza de escándalo; Kitty y Levin se acercan, por telepatía, moviendo cubos alfabéticos. Así es como Wright extracta de la novela de Tolstoi, sobre el filo sinuoso del guión de Tom Stoppard, las dos maneras opuestas y posibles del amor. El que irrumpe en un vals y el que lentamente se abre paso como un rompecabezas.
El vals nació, igual que la mazurca, como una danza campesina y llegó, de la mano de las invasiones napoleónicas, a los salones parisinos y rusos en los que bailaban burgueses y aristócratas. Fue la fruta prohibida de los jóvenes, censurada por la religión y la política y sujeta, hasta principios del siglo pasado, a ordenanzas y manuales que regulaban las distancias y los tactos. En contraposición al minué, ese ítem pulcrísimo del repertorio barroco del S. XVIII, con sus rígidas figuras y mudanzas, el vals fue, alguna vez y antes de convertirse en un clisé conservador, una danza procaz. En Baviera, en Tirol, en Estiria, los campesinos, al bailar, se tocaban. Fue una tentación y una impudicia mirarse cara a cara, estar tan cerca y comenzar a tocarse, en posición cerrada, públicamente, en los palacios. El vals es un descendiente directo y descarriado de la volta, esa danza en la que la bailarina, sujeta por la cintura, salta en el aire sostenida por su partenaire.
Es en los giros y las traslaciones
de un vals donde se inscribe, cinematográficamente, la atracción indetenible
entre Anna y Vronski. Solo al cine le fue dado el travelling, que puede desenrollar materialmente un vals como una
cinta, como un bucle infinito. Y solo el plano fijo de una cámara es capaz de
convertirnos en voyeurs de esa pareja
en penumbras, cuando se aquieta el ritmo del vals y se potencia su corriente
eléctrica y es como si Anna y Vronski se desnudaran con los ojos, imantados, en
un brevísimo roce de codos y muñecas.
El cubo alfabético es, por su
parte, un instrumento de la pedagogía y es lógico que signe la cristalización
del buen amor encarnado por Kitty y Levin, con su aroma a infancia sin terrores
y a labores de campo. Ambos tienen las cualidades de los mejores alumnos: pudor
y curiosidad, paciencia y perseverancia. En Anna y Vronski no hay aprendizaje
sino puro trastorno, del corazón y los códigos de conducta. Kitty aprende a ver
a Levin y Levin aprende a esperarla. Melodrama y bolero para unos; un cuento
para niños y un lullaby, para los
otros.
Mencionados por John Locke en “Some Thoughts concerning Education”,
los cubos ilustrados viajan desde el S. XVIII en Inglaterra a la Europa y los Estados Unidos
del S. XIX, donde negociantes de madera y dueños de imprentas comienzan a
producir, en paralelo a sus actividades principales, “juguetes de
construcción”, especialmente destinados a entrenar las aptitudes físicas y el
imaginario constructivo de los varoncitos. Cruver Manufacturing Co. lanza en
Chicago, en 1919, “The Boy Constructor”,
y Scott Manufacturing Co., en la misma ciudad y alrededor de 1924, “The Boy Builder”. El cubo didáctico
patentado en 1858 por S.L. Hill Co. en Williamsburg, New York - (antecedente
literalmente tangible de los cubos virtuales de los programas de software, como
los “Mindstorms” de Lego) -difumina
en cierto modo el prejuicio de género y democratiza el descubrimiento lúdico de
los abecedarios. El juego de cubos con el que Kitty y Levin se declaran su
amor, estremecidos y en silencio, no los invita a reconstruir una forma ya
inventada y probada en el espacio, encarnada en un cuerpo sólido, simétrico y
tridimensional. Con este juego no se reproduce la
Tour Eiffel , ni una fortaleza medieval ni
un barco; no se prueba ni se desarrolla la aptitud de calcular, apilar y repetir
un procedimiento. Estos cubos insuflan valor, son los aliados de los tiernos y
los tímidos. Los ayudan a hablar sin abrir la boca, a escuchar lo que nunca
podría tener voz o se alejaría de lo que realmente es si se nombrara, encerrado
y disminuido entre la ingeniería industrial de las palabras.
Mientras Kitty y Levin avanzan
delicadamente hasta encontrarse y quedarse a vivir en el campo, Anna salta
desde su matrimonio a Vronski y padece en la ciudad el tormento de la
transgresión. Wright alza a la
Anna de Tolstoi como si fuera una muñeca y la pone a girar
(el recorrido de Anna puede experimentarse como un continuo descenso
espiralado, un giro de vals acelerado y progresivamente más oscuro interrumpido
por el salto a las vías del tren) en los espacios públicos del
“entretenimiento” moderno (el salón de baile, la competencia hípica, la función
de ópera), en los que rige, tan implacablemente como en el ámbito de cualquier
institución particular, la tiranía de los usos y costumbres. En todos esos
espacios, Anna es señalada entre murmullos.
Es propio de los usos y
costumbres germinar, desarrollarse y regir sin alzar la voz, para triunfar
realmente cuando los naturalizamos, como si no estuviesen allí o como si
hubieran estado entre nosotros desde el origen de los tiempos. Se imponen a
todos como losas, lastiman a los transgresores como púas, pero son, para los
obedientes (que ni siquiera perciben su obediencia) tan invisibles como el
aire.
El uso y la costumbre son tanto
el embrión como el certificado de defunción de la ley. Se extienden y se
consolidan hasta cristalizarse en una ley y, frente a una ley vigente, se
imponen en su contra hasta hacerla caer en desuso. Nada más peligroso que el
hábito. Lo grave, dicen las damas de la ópera, munidas de prismáticos para
juzgar de palco en palco, no es que Anna haya violado la ley (lo que la
convertiría solo en una delincuente), sino que se haya llevado puestos los
deberes no escritos de su época (lo que la ha revelado como una puta). Porque
ha dejado casa, marido e hijo para seguir a
su amante. Anna es la loca, la perdida, la enferma de celos y la sedada
con morfina, la que no merece sobrevivir - es decretada escoria social. Es la
que difícilmente podría sobrevivir aunque le condonaran su pecado - el frívolo
e insensible Vronski ya la ha reemplazado por una señorita de buena
familia.
Anna, la heroína trágica. Heroína
porque profana su buena educación. Trágica porque en su último viaje a la
estación, de pie en la punta del andén y frente al tren que no se detendrá, no
solo asistimos a un suicidio, sino también a un asesinato. Anna le pone el
cuerpo a su amor y a su propia muerte, porque está enamorada.
Y lo importante, como decía aquel
título de una película de Andrzej Zulawski, lo importante es amar. Porque la
sociedad que nos hemos inventado tolera el sexo casual y los clubes sado, la
drogas duras y las drogas blandas y, por supuesto, el rock n’ roll. Lo que la ha trastornado desde siempre, porque la
amenaza, es el amor obstinado de los insumisos, los que nunca hubieran debido
amarse.