LA ERA ESTÁ PARIENDO UN CORAZÓN
(NOTAS AL MARGEN DE UN RAMO DE CACTUS,
PABLO LLORCA, 2013.
PABLO LLORCA, 2013.
POR AARÓN RODRÍGUEZ SERRANO
#01
Hay una primera imagen en Un ramo de cactus que actúa como el disparo inaugural de una
escritura. La violencia del primer plano de la cinta –un nacimiento, sellado en
el silencio de una vieja película de Super 8- ofrece a la mirada del espectador
una especie de cortocircuito entre lo esperado –el mensaje político- y lo
recibido –el cuerpo que llega.
Sólo en ese parpadeo se entiende la brutalidad
de la propuesta de la última cinta de Pablo Llorca: el cuerpo es el espacio de
las escrituras de la Historia, de sus deudas, el cuerpo que se atraviesa en el
capital y en los parámetros de los visual –la lista de fotografías, aparatos
electrónicos, televisores, que van componiendo la película es casi
interminable: espacios de un pasado que retorna, patizambo y borracho de
histerias, niños caníbales que buscan el WiFi como quien busca la mortificación
del cuerpo, el trabajo manual y el trabajo fotográfico. Hay un discurso
corporal, que se superpone sobre el discurso de la ideología, pero que a su vez
tiembla con lejanas sugerencias antropológicas: cuerpos que aran una tierra que
se ha convertido en cementerio del pasado.
Llorca –creo que, después de tantos textos
escritos en torno a su obra, podemos decirlo- es un melancólico que se
rebela/revela contra sí mismo. De ahí que el pasado en su cine haya dejado de
ser un cadáver hermosísimo –Todas hieren-
para convertirse en una acción –el Movimiento 15M, la marea verde-, que tiene escrita en su pertinencia la lucha
desquiciada contra la derrota. No se trata sólo del acto de Llorca de seguir
rodando, sino del acto de la colectividad de seguir imponiendo su presencia de
cualquier manera, una y otra vez, en un amor que no tiene nada de cobarde.
#02
Encuentro en Un ramo de cactus,
como en todas las películas, una escena que me provoca un calambrazo. En una
fiesta de la alta sociedad, las cuchipandas
del terruño neoliberal impostan discursos y sueñan con la textura de su sueño.
Toda la Historia está escrita ya incontables veces, y sin embargo, hace falta
escribirla de nuevo. La graduación, la maripepi
de la alta escuela de economía –Llorca no tiene reparos en poner nombre y
apellido a las nuevas napolas hitlerianas de la economía, y uno siente ganas de
soltar un castizo Olé desde dentro
del pecho-, el baboso juego de máscaras sin rostro en el que siempre queda un
espacio sin simbolizar, un cuerpo perdido que parece un niño gigante abandonado
en mitad de una fosa séptica.
Si ustedes no han estado en esas fiestas, no
saben a lo que me refiero. No basta siquiera con haberlas vivido, hay que haber
respirado el aroma de los perfumes de las niñas bien que se mezclan con la
tarde en una coreografía de virginidades de marca, el rumor de sus tacones
carísimos sobre una tierra que desprecian, entender todo ese amor perdido, todo
ese cuerpo que no es sabe que es cuerpo y nunca se emborracha, sino que se
mantiene rígido en la línea de la exigencia social. Hermosas cariátides de
pijerío, y hermosos titanes de melenilla pepera, ojalá Llorca se hubiera
equivocado o hubiera realizado una caricatura, pero quien lo probó, lo sabe.
#03
El niño está enfermo de Disneylandia.
El niño está enfermo de la vivencia simulada y
va de bajada de simulacros, pobre niño que a veces parece una metáfora de la
España de la crisis, otras veces dan ganas de cruzarle la cara de un sopapo y
otras veces funciona como la réplica exacta de los replicantes que invaden los
paritorios soñando con el viaje fin de curso, o sea, que se van a pegar en
Punta Cana, otro Mojito, chati, igual hasta se zumban a una indígena pagándole
unos ticketsrestaurante de la chequera de papá. La era estaba pariendo un
corazón pero se descuidó apenas un segundo y le salió un Ratón Mickey con cara
de pocos amigos y los dientes afilados. El Ratón Mickey ha crecido y se montó
el chiringo de la burbuja inmobiliaria/Disneylanda, montaña rusa para el
currito que se hinchaba a inyectarse Hipoteca en vena, y creo que el cine de
Llorca es un golpe de lucidez, una polaroid desenfocada de aquel momento de
pánico en el que la Era, ya digo, contempló el fruto de su vientre ya sin
bendición alguna y en lugar de ángel anunciador descubrió al cachondo de Goofy
invirtiendo en Enron.
Reconozco que me gustó mucho la metáfora del niño enfermo de Disneylandia. Yo mismo fui un
niño enfermo de Disneylandia, y con el tiempo me costó leer mi propio rostro en
aquel gesto desencajado de furia espídica y fantasía a tope junto al castillo
en Magic Kingdom. Qué pasote, los
niños pobres de la transición en Disneylandia, algún día tendría que escribir a
Pablo Llorca y comentarle, aunque fuera de pasada, que no entendí realmente lo
que implicaba Disneylandia hasta que no visité Auschwitz. Pero esa es otra
historia que contaré en otro momento.
#04
Pablo Llorca vs. Brad Pitt. Esa idea también es
buena.
Hace unos días andaba tomándome unos cafés con
unos cómplices y me dieron la clave de por qué no me había gustado Guerra Mundial Z: el problema de la
ausencia de colectividad. Brad Pitt no necesita la colectividad para salvar a
una humanidad que, a lo peor, ni siquiera necesita ser salvada a estas alturas.
La colectividad es incómoda, por definición, en una gran parte de nuestro cine.
Incluso cuando vemos fracasar a los sujetos –en El consejero (The Counselor,
Ridley Scott, 2013), por ejemplo-, siempre fracasan en una soledad apabullante.
El sujeto quiere diferenciarse, y el cine le retrata siempre deslizándose hacia
el abismo en soledad, sin asidero alguno.
Llorca se pone el traje de etnógrafo y se pasea
por una comuna en un viraje casi documental que erosiona en algún momento la
lógica del relato sin llegar a romperlo. Al margen de que la situación pueda
parecer mejor o peor –y reconozco que ahí no termino de coincidir con el
director-, lo que me pareció
valioso fue simplemente el hecho de volver a situar sobre el tapete el problema
de la colectividad, el problema de lo mal que hemos conseguido comunicarnos y
de lo alienígena que resulta, a bote pronto, la idea de un grupo de personas
que construyen juntas un sistema de vida paralelo. Luego, ya digo, podemos
discutirlo, pero reconozco que cada vez me cuesta más encontrar películas que
sean capaces de proponer claramente un nosotros
sin que les tiemble el pulso.
#05
Una flor
de cactus. Aunque no lo crean, he pensado mucho en el título de la cinta.
Es quizá el título más enigmático de Llorca, y sin duda, de los más sugerentes.
Por un momento me quiero deslizar hacia la otra utopía imposible de John Ford,
ya saben, el ataúd del héroe desconocido al que quieren enterrar sin botas en
mitad de ninguna parte. Sin embargo, creo que más allá del Western, aquí de lo
que se trata es de mantener un discurso que sea coherente pese a todo. Tengan
cuidado al mirar las imágenes que componen la cinta: sólo han podido ser
rodadas de esa manera concreta, cada plano encaja en sí mismo, en su necesidad
de hablar de una no-melancolía con lo que se tiene. ¿Se imaginan una cinta que
defienda que igual no es necesario seguir aumentando la velocidad de descarga
de Internet rodada de otra manera? Nos partiríamos de la risa. Sin embargo, en
el plano estricto, riguroso y rodado contra toda lógica, cristaliza el
potencial ideológico de la cinta. Pero de eso ya les he hablado otras veces en
este mismo espacio, y por el momento, basta con señalar que Llorca sigue
teniendo la fuerza necesaria para caminar en su propia dirección autoimpuesta.
Y
eso, sin duda, no se puede decir ni del diez por ciento de lo que se estrena en
nuestras pantallas.
Pablo Llorca