GUIMARAES Y EL
TIEMPO
(Centro histórico, Pedro Costa, Víctor Erice,
Aki Kaurismaki y Manoel de Oliveira, 2012)
Aki Kaurismaki y Manoel de Oliveira, 2012)
Nacho Cagiga
Cristales rotos, Víctor Erice
en el parque desierto una mañana
junto al río irrepetible en donde entraba
(y no lo hará jamás, nunca dos veces)
la luz de octubre rota en la espesura.
José Emilio Pacheco
La
vida como fluir, como un río que pasa y en el que, como diría Heráclito, no te
bañas dos veces en las mismas aguas. Este ha sido un tema concurrente en muchas
obras, y más ahora cuando el tiempo como sujeto es el gran tema de los tiempos
modernos. Desde Marcel Proust y su monumental En busca del tiempo perdido (1913-1927), ciclo narrativo cuyo
colofón fue significativamente El tiempo
recobrado (1927), última obra de la saga, los autores modernos se las han
visto con el personaje del tiempo que aguarda su momento, acechándoles tras
cada recoveco, para asaltarles.
Por
su parte, también la ciudad como tema ha cautivado a muchos autores y
cineastas. A lo largo de la historia del cine se han realizado muchos proyectos
que tienen a la ciudad como sujeto central de su propuesta. Algunos de ellos
han sido filmes colectivos, como Amor en
la ciudad (L´amore in città,
Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Alberto Lattuada, Carlo Lizzani, Dino
Risi, Francesco Maselli y Cesare Zavattini, 1953), o Paris vu par… (Claude Chabrol, Jean Douchet, Jean-Luc Godard,
Jean-Daniel Pollet, Éric Rohmer y Jean Rouch, 1965); otros han sido visiones
personales, como Berlín: sinfonía de una
gran ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Großstadt, Walter Ruttmann, 1927), A propósito de Niza (À propos de Nice, Jean Vigo,
1930), Niza: a propósito de Jean Vigo
(Nice: À propos de Jean Vigo, Manoel
de Oliveira, 1983) o Historias de
Shanghai (Hai shang chuan qi,
Jia Zhang-ke, 2010). Así las cosas, tiempo y ciudad son dos
coordenadas que están obligadas a cruzarse, como así ha sido en tantas
ocasiones, hasta llegar a la emblemática Del
tiempo y la ciudad (Of Time and the City, Terence Davies,
2008), obra capital de esta tendencia cinematográfica. Y por este camino
llegamos, siguiendo nuestra ruta turística, al filme Centro histórico, cuyo origen se encuentra en la celebración de Guimarães
como capital de la cultura europea en 2012. De esta celebración ha salido una
rara avis que ha unido a cuatro de los más destacados cineastas del momento
actual, y un filme que ya podemos catalogar de alguna manera como excepcional
dentro del panorama fílmico actual.
Ninguno
de los cuatro directores que componen el largometraje ha dejado de ser fiel a
su mirada y universo. Parece que la conmemoración ha pesado poco en su ánimo, y
si lo ha hecho ha sido precisamente para darle la vuelta al asunto. Ni asomo de
discurso oficial o institucional, patriótico o pretencioso, las cuatro
propuestas hablan sotto voce para
constituir un filme secreto, construido sin aspavientos ni tramoyas
enrevesadas. La sencillez expositiva de la que hacen gala los cuatros
directores demuestra que la sabiduría cinematográfica no es una cuestión de
artificios ni de modas, sino que tiene que ver con la experiencia de nuestra
mirada sobre el mundo, la realidad, los demás o nosotros mismos. Este filme nos
habla de nuestro presente en crisis, y esa constatación es el verdadero tema,
lo que ocupa y preocupa a los cineastas implicados. Guimarães no es la
protagonista de este filme, aunque no deja de estar ahí y nos sitúa en la
materia espacial que expuesta al tiempo nos ofrecen estos cuatro relatos
soñados. Es el lugar donde cada director ha salido a pasear con sus sombras
particulares, fantasmas de otro tiempo, que nos permiten recuperar ciertas
siluetas cinematográficas bajo la apariencia de Luis Buñuel, Jean Eustache,
Jean-Marie Straub/Danièle Huillet o Yasujiro Ozu. Y, claro está, el
acompañamiento de la invisible pero cierta presencia de Fernando Pessoa.
El conquistador, conquistado, Manoel de Oliveira
Contada con un minimalismo y sencillez extremos, la historia de Manoel de Oliveira le parecerá, a un espectador poco atento, una obrita insignificante. Lo cierto es que Oliveira ha alcanzado ya tal magisterio que no necesita hacer alarde alguno para ofrecernos algo que rezuma savoir faire cinematográfico. La historia, un pequeño cuento, desmonta sin embargo la Historia como discurrir asociado a cualquier grandilocuencia, algo que necesitamos como agua de mayo en estos tiempos en los que tan fácilmente se sacrifican las vidas de los hombres por un himno, una bandera, una ideología o un fastuoso pasado. Ya desde el comienzo del filme, con esa turista que mira la ciudad conmemorada a través de la ventana del autobús, Oliveira marca el tono ligero e ínfimo de su relato. Lo que se va sucediendo en la narración no tiene una mayor importancia dentro de lo que podría ser un viaje turístico programado, aunque el humor socarrón de Oliveira va dejando pistas por aquí y por allá sin subrayado alguno, como en el episodio de los militares que hacen su pequeño espectáculo ante los turistas sin ninguna convicción. La cámara no interfiere en este pequeño deambular de los turistas que siguen a un guía que, a su vez, va contando rutinariamente las mismas cosas expedición tras expedición. Y todo transcurre plácidamente, con la estatua del fundador de la ciudad supervisándolo todo en actitud guerrera. Como pasa con el mediometraje de Erice, sin su broche final el cortometraje de Oliveira hubiera sido un buen corto, pero algo nos faltaría. Si en el caso de Erice son los últimos planos asociados a la fotografía y el acordeón los que nos impelen a enfrentarnos con el pasado, en Oliveira es un único plano final el que da sentido a todo, pero que sin todo lo anterior tampoco tendría él mismo un sentido, o al menos, el sentido que nos aporta al verlo todo en su conjunto. Con Roberto Rossellini podemos concluir que un plano por sí mismo no es nada, sino que lo es en relación con lo que hay antes y con lo que vendrá después, aunque ese después sean los títulos de crédito finales.
Ese
plano final, que dura apenas unos segundos, es el resultado de un supuesto
cruce de miradas, entre el guía turístico y la estatua, entre el presente y el
pasado, entre lo monumental y lo insignificante, entre la Historia (la ficción
de la realidad) y la historia (la realidad de la ficción). La mirada augusta
del fundador, aunque ciega y muerta, es recogida por el guía turístico (por
cierto, un estupendo Ricardo Trêpa) que hemos visto tan en su papel de
profesional serio y rutinario. De pronto su gesto cambia y en plano picado
(colocada la cámara desde donde se encontrarían los ojos de la estatua) dirige
un guiño cómplice a su glorioso antepasado. Sin embargo, ese gesto, su mirada y
su actitud, no son los de una aguerrida postura que implique nostalgia por los
belicosos tiempos pasados. Bien al contrario, lo que el plano transmite es la
expresión de nuestro tiempo, marcada por la búsqueda de la concordia y de una
actitud amistosa ante el extranjero. Oliveira parece decirle al glorioso
guerrero a través de su actor y de la concepción de su plano (y por lo tanto de
su montaje): lo siento amigo, ya no son
tiempos de miradas iracundas y de tener la espada desenvainada y en alto en
actitud amenazante; son tiempos para disfrutar de la paz, de la amistad entre
los pueblos y de tomarse las cosas con humor y serenidad, aunque hayamos sido
invadidos por un insípido grupo de turistas…
Oliveira
que ha enfrentado el tiempo histórico al tiempo ahistórico parece apuntar que
podemos vivir sin tantos discursos y retóricas huecas, y que también tenemos
que saber desmitificar y reírnos de nuestro pasado, o de nosotros mismos. No
deja de haber un toque chaplinesco en todo ello, lo que es especialmente
significativo dentro de un filme conmemorativo, que nos habla de construir un
mundo no a escala de las grandes estatuas, sino a la escala pequeña de los
hombres. En coherencia con esta idea tenemos el estilo y el tono de carácter
mínimo con que Oliveira ha compuesto su filme. No podía ser de otro modo, en
especial en estos tiempos en que nuestras sociedades se encuentran azotadas por
la penosa carga de la crisis (no tanto económica o social, como política y
moral) que padecemos, precisamente por la rigidez que nos rodea, y apostando
por una visión más desengañada a la manera de Pessoa.
Víctor
Erice nos habla de una fábrica de hilados y tejidos fundada en 1845 y que tras
una profunda crisis cerró sus puertas en el 2002. Actualmente se la conoce como
la “Fábrica de los Cristales Rotos”, lo que da el título a su segmento. Todo el
filme está planteado como unas pruebas, de localizaciones y de casting para una posible película, en
apariencia distinta a la que en verdad vemos, pero en realidad esta estructura
es la excusa para ayudar a situarnos como espectadores de esta auténtica
película.
El
filme se abre con el sonido de unas gotas de agua que caen mientras la pantalla
se encuentra en negro. Luego tras unos créditos explicativos que nos introducen
en la historia, vemos la imagen de la fábrica en la actualidad, un espacio
abandonado y vacío donde, en efecto, vemos un suelo encharcado y seguimos
escuchando el goteo de un agua invisible, como si fuera el reflejo y eco de una
imagen tarkovskiana. Otro plano, a continuación, nos permite ver el entorno del
paisaje de la fábrica, a través de una pared con múltiples ventanas, como si de
una multipantalla se tratara. Finalmente, la localización se sitúa en el
antiguo refectorio de la fábrica. Allí, en su interior, encontramos una enorme
fotografía sobre una de las paredes, acompañada por un sonido ambiente de
exterior en el que escuchamos pasar un tren, a unos pájaros, unas campanas y el
ladrido de un perro. Pronto la foto va a adquirir una importancia especial,
constituyéndose en la auténtica protagonista del filme. A través de unos
fundidos encadenados vamos a ir aproximándonos a las figuras, personas,
trabajadores de la fábrica, en una foto antigua, no datada, pero que nos hace
pensar en nuestros padres o abuelos. Podríamos decir que esta introducción nos
permite una aproximación sensorial, nos permite traspasar un umbral físico,
material y telúrico, introduciéndonos en el mundo del trabajo (la fábrica) y de
la clase obrera (la fotografía), pero sin que desde la sensación que nos
producen esas primeras imágenes vayamos más allá de una primera percepción que
nos sitúa en una actitud de espera ante lo que, más sugerido que expresado, se
anuncia.
Nos
adentramos entonces en el núcleo del filme articulado en dos partes. La primera
parte supone un desfile de testimonios de trabajadores de la fábrica. Todas las
intervenciones se han grabado de espalda a la fotografía, y cuentan las
experiencias personales de esos trabajadores centrándose en la experiencia
personal de los testimonios, en una mezcla de intelecto y emoción que nos
informa de sus experiencias personales, de su vida alrededor de la fábrica, de
lo que ha ido quedando o desapareciendo en sus trayectorias vitales y
laborales.. Después se inaugura otra tanda de intervenciones con los mismos
entrevistados de antes, pero esta vez en un fijo primer plano (frente a los
planos medios, primeros planos y planos detalle del bloque inmediatamente
anterior), colocados tras saltarse la cámara el eje de grabación en una
posición diametralmente opuesta a la que tenían en la primera fase de
preguntas.
Con
la cámara enfocando a los rostros en primer plano, los entrevistados,
posicionados ahora de cara a la fotografía, nos hablan de ella, analizándola y
reflexionando a partir de sus propias experiencias. El paso de las primeras
entrevistas a las segundas es el paso que va de la reflexión sobre las
emociones (lo que los entrevistados han sentido desde su experiencia), a la
emoción de una reflexión (lo que los entrevistados sienten al ver la
fotografía), y este cambio lo atestigua Erice con ese salto de eje, pero
enlazando cuidadosamente ambos bloques, pues en realidad tanto la primera parte
de las entrevistas como la segunda son las dos caras de una misma moneda, y no
hay propiamente una ruptura o un cambio de registro, sino de matiz, en relación
al papel que la emoción y la reflexión van a jugar en cada uno de esos dos momentos.
Hay
todavía dos testimonios más, pero significan algo diferente a lo que hasta ahora
habíamos visto y por eso Erice los deja fuera del anterior bloque, como si
fueran dos experiencias que van más allá de la fábrica, al menos en cuanto a
que están relacionadas con experiencias artísticas. La primera tiene que ver
con el teatro (el monólogo dicho por el actor Valdemar Santos), mientras que la
segunda tiene que ver con la música. Son una suerte de coda final que nos
permite llegar al desenlace. A decir verdad, si el filme se hubiera quedado
aquí estaríamos hablando de un trabajo interesante, por su recuperación de la
memoria y de reconstrucción de un pasado, por la preocupación y amor hacia la
clase obrera que Erice logra transmitir a través de los testimonios utilizados,
por el tratamiento que hace del momento de la historia por el que está pasando
la clase trabajadora. Un filme ya a la altura de Erice, pero un tanto menor, un
bosquejo de su arte cinematográfico. Pero Erice, al igual que le ocurre al
cortometraje de Oliveira gracias a su cierre, consigue llegar más lejos y hacer
una pequeña obra maestra que cobra todo su sentido con el final que proporciona
a su filme. Es gracias a este último tramo que su película alcanza una
dimensión más profunda que la de la sensación y la percepción, o que la de la
emoción y la reflexión.
Al
final del trayecto, Erice nos lleva hasta una dimensión metafísica, que
introduce en su relato gracias a la música, melancólica y soñadora, de un
acordeón que toca el último de los entrevistados, puesto también de cara a la
fotografía, y a ese retrato colectivo donde su mirada va a detenerse. La música
está dedicada a ese público mudo y estático de los trabajadores de la fábrica
en el refectorio mientras comen, que como fantasmas atrapados en el instante
eterno fotográfico nos proyectan sus vidas, algunos dándonos la espalda, otros
mirando directamente a nuestros ojos a través del objetivo fotográfico. Y es
aquí que todo lo que hemos visto y oído con anterioridad alcanza su punto
trascendente. Porque si bien es cierto que todo lo anterior se hubiera quedado
a falta de algo fundamental sin ese final, tampoco ese final hubiera sido lo
que es sin toda esa puesta en montaje que el edificio abandonado y las
experiencias humanas nos han ofrecido. El paso del tiempo, la erosión de un
espacio, las experiencias de esos hombres y mujeres que constituyen la comedia
humana que se ha vinculado a la vida de la fábrica, esos “cristales rotos” que
han llevado sus vidas a costa de pequeñas conquistas y de grandes renuncias,
pues el tiempo deja su huella en todo, como un río desbordado, son el sujeto de
este hermoso filme.
La
simbiosis entre la música y los retratos de esos trabajadores que habitaban y
se transformaban en sus puestos de trabajo, cada uno con su gesto, su forma de
mirar, de darnos la espalda o de situarse ante la congelación del tiempo que
supone la fotografía, funciona como una epifanía, como una revelación de la
condición humana, en tanto que experiencia de vida y de trabajo, en relación al
irreversible paso del tiempo. Los retratos de esos seres que un tiempo atrás
fueron fotografiados nos hablan de nuestra misma fragilidad humana y laboral,
pues quizás también un día nosotros seremos los espectros que habitarán el
futuro reconocimiento de otros espectadores, para los que seremos los nuevos
cristales rotos de unas ventanas a través de los cuales ver el verdadero valor
de la experiencia humana. La catarsis se ha producido y uno siente en su fuero
interno lo que nos une a cada uno con la larga cadena humana, quizás la única
manera de encontrar una salida a la debacle actual.
El
mediometraje de Pedro Costa es también una invitación a la reflexión. La
contraposición pasado-presente se hace a través del concepto de revolución, y
muestra, a partir de dos momentos revolucionarios de la historia de Portugal,
lo que en estos momentos de crisis salvaje hay en juego. Los revolucionarios
del presente, como Ventura, no son hombres armados y uniformados, dispuestos a
la retórica del combate. Son seres situados al margen de todo, de la ciudad, de
las instituciones, de la sociedad. Habitan en las afueras, junto a los árboles,
en cuevas y montañas, a cielo abierto. Costa juega a un simbolismo en el que
contrapone Naturaleza a Estado, y el ascensor donde se produce el encuentro
entre el revolucionario de antaño y el nuevo revolucionario supone un espacio
atemporal, mágico y metafórico, en el que desde el comienzo, con esa estética
de filme de terror, las diferencias entre uno y otro son palpables. Y
finalmente el filme supone un ejercicio para liberarse del peso del pasado, un
exorcismo para no perder de vista de qué hablamos cuando hablamos de la actual
revolución, que ya no es una lucha meramente antifascista, sino un no volver a
dejar en la cuneta a los perdedores de la Historia, una apuesta de raigambre
utópica por los marginados y los desheredados, por una clase obrera maltratada
(también por sus propios dirigentes y representantes políticos) y por pequeños
seres que solo aspiran a vivir lejos de las grandes fanfarrias (reaccionarias o
revolucionarias).
No
parece haber conmemoración alguna tampoco para Costa. Hay la constatación de un
momento difícil político y económico. Un momento que necesita de respuestas,
pero estas no tienen que venir de un pasado que ya es ajeno a los que ahora
están pagando los platos rotos por tanta euforia ideológica de uno u otro
bando. Ya no hay “motor de la Historia” que valga. Los defenestrados por todo
tipo de sistemas políticos no están aquí y ahora para sustituir a una clase por
otra, a un Estado por otro, a una Iglesia por otra, a un Poder por otro. No se
trata de construir un opuesto dialéctico para que la Historia avance. No hay ya
una teleología marxista. Esos seres hermosos que habitan fuera de la ciudad,
que se esconden entre los árboles o entre las rocas, son las semillas, los
frutos que anuncian que otras formas de vida son posibles, lejos de los
eslóganes y los catecismos. La renuncia a un orden ya caduco es el primer paso
de estos seres que viven paradójicamente escondidos a la vista de todos. Solo
hace falta mirar y reconocerse, superar el peso claustrofóbico del pasado y
dejarse acariciar por la noche y por el día del presente y del futuro,
redescubrir cuánto hay de amoroso, de libre y de poético en nuestro pequeño e
insólito mundo humano. Y aprender a compartirlo. Sonará a utópico, pero quizás
sea el momento de sustituir la dialéctica por el exorcismo ideológico.
EL
TABERNERO
El inicio de Centro histórico supone el fin de este artículo. No es casualidad que haya elegido el orden justo inverso de cómo las cuatro piezas se han presentado a través de la película. También Kaurismaki nos habla del transcurrir del tiempo, pero esta vez se trata de un tiempo personal, atomizado. La historia de un finlandés en Portugal, de un extranjero y su relación con la ciudad que ha elegido para vivir. Quizás Kaurismaki habla un poco de sí mismo, pero la historia se hace universal al contar las peripecias de este extranjero al que no acaban de salirle bien las cosas. Ni en el restaurante que regenta, ni en sus relaciones personales, ni en la soledad final de la noche encuentra nuestro protagonista aquello que busca. El humor y la ironía de Kaurismaki resuelven con una comicidad gélida las desventuras de esa especie de álter ego. Su soledad en la penumbra de su casa, mientras de fondo se escucha un partido de fútbol, es un buen gag del toque Kaurismaki. Quizás sea precisamente sobre la soledad de lo que estamos hablando. Ya la primera vez que vemos al tabernero lo vemos solo, andando por una ciudad que empieza a levantarse, camino de la taberna. Esa soledad le acompaña todo el día, incluso en el único momento del filme en el que tiene un contacto humano de carácter íntimo, la secuencia del baile que se nos muestra como un recuerdo, no deja de trasmitirse una buena dosis de incomunicación entre él y su partenaire. Su soledad empero, no le hace olvidarse de poner un platito con leche para que acuda algún hambriento gato callejero, porque como se dice en la canción que se escucha de fondo, también en la desgracia se puede hacer el bien.
Aunque
la forma verbal del tiempo en su filme es la del presente, Kaurismaki nos hace
retroceder al pasado en dos ocasiones. La primera, a través de ese flash-back en el que le vemos bailar
intentando ser un buen compañero de baile. La segunda, de manera elíptica, pues
entendemos que su vida pasada en otro país le hace difícil la vida presente en
esta Guimarães en la que de alguna manera resulta un extraño, pese a todos sus
esfuerzos por integrarse. Nuestro pasado, el bagaje del que disponemos y que
nos acompaña como un equipaje adquirido en otro tiempo, pretérito, nos
condiciona en el presente, pero nos da nuestra personalidad. Un hermoso fado de
otra época, “Senhora do Monte”, sirve de despedida a Kaurismaki, pues esa
música está hermanada con los tristes tangos nórdicos habituales de muchos de
sus filmes, y nos recuerda que este extranjero es en realidad un hombre de otra
época, como también el cine de Kaurismaki parece anclado en un tiempo atemporal
y evocador de un cierto cinema clásico puesto poéticamente al día.
El tabernero, Aki Kaurismaki
Al final, cuando uno termina de ver este inusual filme le asalta una pregunta: ¿por qué no ha habido apenas una repercusión, ni popular, ni crítica, ni cultural, ni cinematográfica? Y después, ¿qué incomoda de un filme como este? En una época mediática como la que vivimos la mayoría de los filmes que se hacen demuestran una gran desconfianza en la imagen cinematográfica. Una propuesta como la de Centro histórico es justo lo contrario. Es una vuelta al cine como reconstrucción, testimonio y experiencia de la realidad, pero de una realidad espectral, que nos muestra el doblez que se esconde tras la pátina de lo cotidiano para contarnos lo que anida tras nuestras pequeñas y pasajeras vidas. El Pessoa de El libro del desasosiego (1913-1935) asoma su impenetrable rostro para, a través de sus homólogos cineastas, dar voz al silencio de innumerables almas y situarnos en ese margen que habita el paso del tiempo y el río (no andamos lejos de Thomas Wolfe).
Fernando Pessoa
Thomas Wolfe
Frente
a otros balbuceos fílmicos de nuevos cineastas que mejor o peor trabajan este
margen, Centro histórico, y cada uno
de sus cuatros directores, son un hecho consumado y notable de esta estética, y
como tal, en mi opinión, tendría que haber sido saludado. Desgraciadamente no
ha sido así, una vez más, la crítica, los festivales y las instituciones
culturales han fallado al no darle su verdadera significación a este sensible
filme que muestra un valioso camino, en lo que tiene de suma de esfuerzos, para
ayudarnos a salir de la crisis actual (política y fílmica), y de mirar hacia el
porvenir con el escepticismo, pero también con la ilusión, que necesitamos.
Manoel de Oliveira
Víctor Erice
Pedro Costa
Aki Kaurismaki