Botonera

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9.8.14

WERNER HERZOG (3) - DERIVAS Y FICCIONES: EL ALFABETO LORM ("EL PAÍS DEL SILENCIO Y LA OSCURIDAD", WERNER HERZOG, 1971)

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET





EL ALFABETO LORM

(EL PAÍS DEL SILENCIO Y LA OSCURIDAD
WERNER HERZOG,1971)






POR MARIEL MANRIQUE



A Stalker/Arshed Zad.
Por la temperatura de sus manos,
por su cuenco.



Desde su origen, el cine es un tributo a la tiranía del ojo. Por mi propia voluntad, me siento en una sala a oscuras, en la que debo callar. En la mayoría de las salas de cine del mundo, no se puede hablar durante la proyección de la película. Vamos a ver una película, no la masticamos ni la olemos. El cine puede prescindir del sonido. En su origen, fue mudo. También podría prescindir de las palabras, que es en definitiva lo que sucede con el cine en nuestra cabeza, como si fuera un muerto en nuestra memoria. Lo primero que se olvida de alguien que se ha muerto es su voz. El recuerdo vuelve al grado cero del cine y proyecta esquirlas de una película muda. No digo fragmentos, digo esquirlas. Concentrados visuales aleatorios de duración mínima, que nos asaltan al descuido y nos golpean con la máxima intensidad. Un recuerdo se ve, aunque seamos ciegos. Un recuerdo no se busca, viene; es un suceso involuntario. Nadie dice: “salgamos a recordar” o “voy a tu casa a recordar, esta tarde”.

Por otra parte, la película que se vio no es jamás la que se recuerda y es precisamente al recordarla cuando nace una película, mezclada ya con el barro de nuestra historia.  ¿Existe una “primera vez”, en el cine? Sí, es como todas las primeras veces. Una experiencia inédita que nace sin el peso del pasado, absorbida en una relación de asimetría por el impacto de la novedad. Por eso hay carteleras y reseñas de “estrenos”. Y aunque no se trate de un estreno, aunque vea una película por segunda, tercera o cuarta vez, solo comenzaré a estar con ella de igual a igual, solo seremos pares, cuando empiece a recordarla (a trabajarla desde el taller artesanal de los recuerdos), cuando la proyección se acabe y se enciendan las luces y salga a la calle, es decir, cuando la película esté muerta. Cuando ese fantasma que es por definición una película se desvanezca y se transforme en ese otro tipo de fantasma (de segundo grado) que es el recuerdo de la película que vi. Técnicamente, una película no tiene cadáver. Porque está hecha de imágenes, la misma materia inasible e indomesticable de la memoria y de los sueños, con los que se conecta en forma persistente y subterránea.

Paradójicamente, la sala de cine se parece a una sala funeraria. No a una cámara de maravillas o a la habitación de los juguetes, sino a la sala en la que se vela al muerto: todos sentados, quietos y comunicados mediante susurros, rodeados de desconocidos convocados para la ceremonia del adiós. En el lugar del sacerdote, el director. (El “film-maker”: el que el hace el filme y nos sujeta a la ley que es su punto de vista). La diferencia es que el muerto del funeral ya no se mueve y, por lo general, está acostado. Las imágenes cinematográficas se mueven sin cesar y, además, la pantalla (su soporte, la sábana del fantasma) está de pie.

El cine será moderno, será la experiencia estética del S. XX, pero su naturaleza es feudal. “Te ordeno que te quedes allí abajo, sentado y en silencio; te ordeno que alces la vista, que me mires y escuches; no te distraigas, es como si te sujetara, por el cuello, la cabeza”. Esa es la orden de un predicador, de un padre, de un señor feudal que es dueño de la tierra (la película) en torno a la que giran los siervos de la gleba -los integrantes del equipo técnico durante el rodaje; y los rehenes de la falsa noche de los cines, los esclavos de la caverna animada en tecnicolor, después-.

Pero no es el miedo al castigo ni la culpa, tampoco la inercia, lo que nos mantiene en la butaca. Segunda paradoja: algo irresistible (como la evasión del mundo cotidiano o la fascinación de un rostro) se desencadena en un recinto vertical a ultranza. La auténtica duración de una película se mide por su capacidad de sedimentación en nuestra psiquis, a cierto tiempo de distancia. Es la prueba que debe atravesar, para sobrevivir como fantasma de segundo grado, una película cualquiera: derramarse, bifurcarse y confundirse con nuestros recuerdos. Empezar a circular como un recuerdo más, deformada, contaminada por vicios y adicciones, punzante en los estratos de la pérdida, enferma en los bucles de la melancolía, a mano como un guante o un pañuelo. El cine que persiste duele, como mínimo duele porque existe a falta de otra cosa, que perdimos o que no tendremos, jamás (tercera paradoja: el mal cine, el cine malo, es el que no hace daño).

El cine es un sustituto de la Atlántida, donde debió estar la Atlántida no hay nada y, entonces, que haya cine. Toda pantalla tapa un agujero. Delante de la pantalla de cine hay un montón de gente llena de agujeros que ha ido al cine a buscar lo que le falta, el cine es la oficina de objetos y rostros perdidos. El cine te los da y, al mismo tiempo, te los arrebata, porque lo máximo que puede hacerse con el cine es recordarlo; el cine no se deja tocar, no se deja apropiar y ser moneda, está irremediablemente “del otro lado”, la pantalla no es un espejo mágico como el que Lewis Carroll le regaló a Alicia, la ilusión de adentrarse en la pantalla y circular en el cuadro (como quien circula por una pintura animada) es solo eso: la ilusión efímera que anima a Cecilia en La Rosa Púrpura de El Cairo. El único lugar donde podemos circular entre la gente es nuestra propia vida.

Dado que la imagen no puede tocarse, es lógico que la pantalla de cine se levante y se imponga a nosotros, como un altar. La sala de cine se asemeja, también, a un templo; en lugar de dioses, tiene estrellas. Estrellas de cine. (La proliferación de selfies en las redes sociales es la versión exasperada de esta regla, que intenta democratizar, obsesivamente, el estrellato en un mundo virtual. Si así no fuera, guardaríamos un puñado de fotos en un álbum doméstico, para preservar las imágenes del tiempo, en lugar de exponerlas a los ojos anónimos para que las bendigan con un “me gusta”, como quien sale a cazar puntajes. No recordamos una película porque nos “guste”, exactamente. “Gustar” no significa nada, nada como la cantidad de estrellitas que asignan un puntaje en las reseñas. El recuerdo es un trámite no resuelto -es lo que todavía me interpela lo que vuelve a mí-).




Paradoja última del cine: hacer una película sobre el tacto, en la que las estrellas, diminutas y vulgares, sean las manos de una comunidad humana que no puede oír, ni ver.  Poner en acto el sentido prohibido del cine, el inútil.
        
Existe un alfabeto táctil radicado en el exilio, llamado alfabeto Lorm. El alfabeto Lorm es una pequeña república independiente e invisible, inmune a las transacciones mercantiles y las campañas colonizadoras. El encadenamiento de sus letras construye el lenguaje de los sordociegos, parido por el contacto de dos manos de idéntica estatura cuyas palmas funcionan como el teclado de un ordenador.

El sordociego no podría salir de la oprimente caja de su cabeza sin un guía-intérprete que levantara y deshiciera, laboriosamente, la tapa de esa caja. El guía-intérprete es un cerrajero que esfuma candados para oficiar de médium, al extremo de desaparecer como sujeto para que dos criaturas violentamente despojadas de esa calidad puedan recuperarla. Para que puedan leerse y escribirse a través del tacto.

Cuando rodó Land des Schweigens und der Dunkelheit ("El país del silencio y la oscuridad", 1971), Werner Herzog no se internó en la profundidad del mar, el desierto africano o la selva amazónica ni escaló la superficie de un volcán en erupción o las cumbres sagradas del Tibet, en su carácter de documentalista impenitente de una naturaleza que solo nos permite vislumbrar, como en un sueño o en estado de trance, el paso de su ala en fuga que se guarda el misterio. No se aventuró en los pliegues de un paisaje que condena al aventurero a la pena perpetua de espectador al margen.

Pero sí lo hizo, lo hizo de otro modo, al decidir filmar la república del alfabeto Lorm, cuya única regla es la distribución de sus letras en líneas y puntos imaginarios ubicados en la palma de la mano, activados por el contacto del dedo de un prójimo, que narra, traduce y transmite los mensajes de los que han nacido, o se han quedado, ciegos y sordos.




Herzog eligió mostrar los movimientos de Fini Straubingen, una habitante de ese territorio enloquecedor donde nunca es totalmente de noche ni reina a toda hora un silencio absoluto: hay destellos arbitrarios de colores y tintineos, crujidos, trepidaciones y derrumbes. Hay, sobre todo, un aislamiento involuntario y radical, que puede arrojar a los "camaradas de destino" de Fini a pasar sus días en un manicomio o un establo.

El ojo de Herzog conduce a Fini de un estado de máxima vulnerabilidad a un estado de fortaleza extraordinaria, siguiéndola en sus paseos táctiles y sus jornadas de relevamiento de las condiciones de vida de los sordociegos bávaros. Gradualmente creemos que Fini puede escuchar y ver, aunque dependa irrevocablemente de una mano ajena.

Porque Herzog muestra a Fini celebrando su cumpleaños (en una toma a contraluz que pareciera el reverso de la Última Cena), luciendo su collar de perlas y pidiendo que alguien recite un poema; estremeciéndose al palpar un cactus, la trompa de un elefante o el pelaje sedoso de un cabrito; acunando a un mono o "intrigada" por las tareas filantrópicas que le serán asignadas, a las que invariablemente llegará armada de un regalo para los que nunca soñaron tenerlo. Un regalo que los integrará de algún modo al mundo sin ser humillados, como ese monedero que permite organizar y distinguir las monedas para impedir su robo. Fini se entusiasma. Fini desea.

En los zoológicos y los jardines botánicos están las especies que Herzog no ha dejado de asediar, ofrecidas ahora como el rostro más bello de un mundo que los sordociegos tocan para intuir. ¿Qué más que intuir pueden hacer, también, nuestros oídos y nuestros ojos sanos? Podría ser la hermana de Fini, su contemporánea de ojos abatidos y tímpanos deshechos a martillazos. Pero no lo soy y no podría serlo aunque quisiera. Tengo mis cinco sentidos disponibles aunque no sepa todavía cómo ejercer la soberanía que me otorgan, cómo desviarlos de la ruta que les fue asignada a estos cinco alumnos obedientes. 



Como el van Eyck que firmaba su cuadro y agregaba "Jan van Eyck estuvo aquí"  y el Brecht que reivindicaba el distanciamiento emocional, Herzog deja su rastro explícito y nos recuerda permanentemente que lo que vemos es una película: de hecho, el mono que acuna Fini juega con la cámara, el relato (hecho de retazos de historias sucesivas, en espiral descendente hacia el infierno del desamparo institucional y familiar) es jalonado por separadores de texto y el propio Herzog ha reconocido haber inventado un recuerdo a Fini -el salto deslumbrante de un esquiador- sin considerarlo una falsedad, sino una verdad intensificada. 

Una ficción más apta que la realidad para penetrar las capas geológicas del sentido. La razón por la que aprehendemos el mundo con mayor eficacia en la literatura o el cine que en los manuales de historia que aspiran a montarse en evidencias.


                             


De ahí el rechazo subyacente a la oda al "coraje de vivir", la narración conmovida de gestas individuales y la demagogia de las emociones. No hay compasión ni caridad aquí, ni la trampa revulsiva de la admiración al heroísmo de los minusválidos. No hay ni siquiera empatía. Es nuestro cerebro el que debe intervenir en la experiencia en la que previamente intervino el cerebro de Herzog, para decodificarla y, una vez "vista" por el pensamiento, enviar su señal al corazón. 

Así ha trabajado Herzog su retrato de los "diferentes" (los enanos, los débiles mentales, los vampiros), repudiando la apelación a la lágrima. Lo mismo ha hecho con sus megalómanos enajenados (Aguirre o Fitzcarraldo), víctimas de la enormidad de sus visiones. Quisiera decir, con Herzog, que él no ha elegido “excéntricos” para su cine. No sé dónde está el centro, sospecho que es una cuestión de mayorías o del consenso arbitrario de una minoría acerca de su localización.

Si la interpelación dirigida a la cabeza apunta a quitar la venda de los ojos, cualquier estetización del dolor sería inmoral, porque no permitiría "ver" ese dolor, que solo puede auscultarse en su intemperie. 

Herzog ha reducido al hueso la república del alfabeto Lorm. Un hueso refulgente y mínimo como las experiencias vitales de los sordociegos, en las que cada gesto cotidiano cobra una densidad de abismo. Desde rozar un bambú hasta acariciar el ala de un avión, al que se subirán para experimentar, con el deslumbramiento recién estrenado de los niños, la pura sensación física de volar, intentando contarla en una alucinada coreografía de manos que operan como lenguas. He aquí el tacti-signo según Deleuze en su estricta necesidad y su eficacia, es decir, su hermosura. 




Quizá todo, todo lo que anhelamos esté a nuestro lado y no seamos capaces de verlo. Aprendimos que la religión está arriba y la revolución, adelante. Y no es cierto. 

La república que me mostró Herzog no tiene gobierno, jerarquías, dinero, códigos jurídicos ni instituciones de educación/domesticación formal. En el guía-intérprete que no es protagonista, en el modesto profesor cuyo máximo logro es que un niño sordociego articule, contra toda pronóstico, un sonido gutural, o le pierda el pánico al agua y goce bajo la ducha (como el Cristo recién bautizado que pintó Piero Della Francesca), está la mano que sostiene y contiene al abandonado, la mano en la que puede depositarse la fe, sin temor a los clavos y la corona de espinas. Esa mano no exigirá sacrificios ni levantará una cruz. 



Y si la revolución no es otra cosa que la equitativa distribución de la riqueza, posiblemente sea el tacto, dado por entero hasta a la hormiga y el liquen y sentido hasta las entrañas, el que nos conduzca a sublevarnos contra la orfandad táctil de este modo de estar en el mundo. Posiblemente no haga falta, en principio, que se multipliquen los panes y los peces, sino las palmas que se ofrecen como un cuenco para mitigar esta tremenda, absolutamente tremenda, soledad.