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24.2.15

XVI. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




El baile, Edgar Neville, 1959



CONCLUSIONES 1*




Una mañana soleada, en el ambiente vulgar de
una rada oriental, lo vi pasar: conmovedor,
relevante, envuelto entre sombras y absolutamente silencioso.
Como debe ser. Me correspondía a mí, con toda
la comprensión y afecto de los que fuese capaz, buscar
las palabras apropiadas para lo que él representaba.
Era “uno de los nuestros”.
Joseph Conrad, Lord Jim


Lejos de servirnos de acicate, de marcar el camino de la reivindicación de nuestro propio patrimonio cinematográfico, las reflexiones de John Hopewell en su crucial introducción a El cine español después de Franco han terminado por convertirse en una suerte de maldición, en la constatación del fracaso de las inciertas políticas culturales. Un cuarto de siglo después de que el hispanista escribiese aquel memorable texto, sus afirmaciones pueden ser trasplantadas a nuestra época sin mayor problema:

Lo que les falta a los cineastas españoles de 1989 es, entre otras cosas, el sentido de identidad. Ya dentro de la CEE, el cine español tiene que competir en iguales condiciones, en su propio terreno y en el extranjero con las películas de los demás países comunitarios. Durante los cuarenta años del franquismo, cada generación de cineastas y críticos rompió con los estilos cinematográficos imperantes en un intento casi neurótico y completamente comprensible de empezar de cero, para disociarse así de un pasado maldito y maldiciente. El cine italiano cuenta con la tradición del neorrealismo; un director francés nuevo puede recurrir a la nouvelle vague de los años 60, aunque sólo sea para trazar su posición en una tradición de cine nacional. El director español no tiene esta conciencia del patrimonio cinematográfico y, debido a ello, apenas posee etiquetas con qué marcar sus productos en el supermercado cultural del cine europeo.

Aunque la situación general del cine español es mejor que hace 25 años, las reflexiones de Hopewell se revelan sintomáticamente actuales. La industria cinematográfica española mantiene un escaso nivel de desarrollo, la cuota de pantalla es indicativa de las dificultades que tienen las películas nacionales para competir con las foráneas y la mayoría de nuestras producciones, independientemente de su valor artístico, carecen de esas cualidades distintivas respecto a los filmes procedentes de otras cinematografías que demandaba Hopewell. El cine español mantiene la misma dinámica que ha echado por tierra sus probabilidades de crecimiento desde la Guerra Civil: sigue yendo a remolque de ciertos aspectos coyunturales, como son las decisiones políticas y la normativa, que frecuentemente se acaban demostrando erróneos.

Frente a esto, sólo nos queda una salida: más historia. Aunque podamos apreciar cierta parálisis industrial y cultural, y ante el fracaso de la mayor parte de las políticas encaminadas a revitalizar al cine español, ha sido en las universidades, en las filmotecas y en los festivales donde se ha hecho una labor más importante por revalorizar nuestro patrimonio cinematográfico y, por extensión, nuestra industria fílmica. Unos años en los que hemos avanzado de manera notable en el conocimiento y la comprensión de la historia del cine español. Y sin embargo, aún queda mucho por hacer. Hay todavía demasiadas incógnitas por desvelar.

Queda por aclarar, entre otras cosas, el problema del concepto de cine nacional. Esa “etiqueta” de la que hablaba Hopewell, esa conciencia de tener un patrimonio propio. Ha habido intentos, por parte de la historiografía, de clarificarlo: el más evidente, quizá también el más relevante, ha sido la exploración sobre el concepto de “lo sainetesco”, completado en estos últimos años con el trazo de una línea evolutiva hacia un “esperpento cinematográfico”. Un intento, no obstante, que no puede considerarse un éxito, básicamente porque si bien los vínculos con el sainete se pueden cuantificar, merced al trabajo de Juan Antonio Ríos Carratalá, no sucede lo mismo con los rasgos esperpénticos atribuibles a un determinado cine español.

Pese al atractivo de estas teorías, la pregunta relativa a qué es el cine español (o, si se prefiere: ¿De qué hablamos cuando hablamos de cine español?) permanece en el aire. Y sólo obtendremos la respuesta profundizando en los estudios históricos, y aplicando en ellos todo el rigor científico.

En este ámbito, no obstante, la obra cinematográfica de Edgar Neville ofrece algunas pistas y permite extraer determinadas conclusiones. Porque en su extensa y hasta cierto punto heterogénea producción prevalece en todo momento un aroma inconfundible, una suerte de denominación de origen: aún en sus producciones foráneas, más allá de su interés por los géneros clásicos, el cine de Edgar Neville es, de manera clara y evidente, cine español.


ESTILO PROPIO Y DEFINIDO

Es difícil precisar el mecanismo por el cual es capaz Neville de integrar las distintas influencias que se citan en su cine y le dan forma. El estudio completo de su obra fílmica, no obstante, permite comprender que, estructuralmente, sus películas siguen las pautas del cine de Hollywood. Su enfoque narrativo, su interés por crear un universo habitable, complejo y verista, y la sumisión al happy end clásico revelan esa inclinación del cineasta. Pero además, su capacidad para integrar los hallazgos de otros directores, para evolucionar en paralelo a la industria norteamericana pese a estar al margen de ella, denotan un profundo conocimiento del lenguaje cinematográfico.

Este evidente vínculo con el cine norteamericano, cuya minusvaloración o incluso negación por parte de algunos estudiosos sólo puede interpretarse desde la óptica del prejuicio, se crea en su fructífera y relevante doble etapa en los Estados Unidos, entre 1928 y 1931. Sin duda, la convivencia con grandes nombres de la industria de Hollywood como Charles Chaplin y Douglas Fairbanks, su trabajo en la Metro-Goldwyn-Mayer y su colaboración con Harry d’Arrast y Ernst Lubitsch marcaron su visión del cine, que aún tres décadas después, en el crepúsculo de su trayectoria, seguía siendo heredera del cine clásico norteamericano, como revelaba en una entrevista, concedida a La Vanguardia Española, en enero de 1960:

- Tú has dicho que el mejor director de cine es el de aquella película en la que no se nota el director. ¿Quiere esto decir que no hay sello propio en la dirección?
-Quiere decir que el director tiene pudor y sabe que una de las condiciones esenciales del arte dramático es lo que se llama “no sacar de situación al espectador”; o sea, no mostrarle el engaño.

Lejos de ser casual, esta reflexión entronca con los principios mismos del clasicismo, con esa intención de lograr un espacio habitable, que sea transparente para el espectador, y de desarrollar una trama marcada con la pertinente clausura, a fin de no revelar su condición ficcional.

Pero más que sus palabras, lo que clarifica de manera evidente el vínculo consciente que Neville tiene con el cine norteamericano es un hecho documentado: su interés por rodar en Hollywood una versión en inglés de La vida en un hilo. La existencia del guión de “Life”, su hallazgo en los archivos personales de George Cukor y la constatación de que los cambios de índole técnica e iconográfica que presenta respecto al original español son menores, sitúan de manera inequívoca su concepción cinematográfica (y por extensión su propia filmografía, al menos en lo referente a sus aspectos formales y en sus estructuras narrativas) en la órbita del cine americano.

Esto no quiere decir, no obstante, que Neville realizase películas de estética hollywoodiense en España. Su formación en los Estados Unidos, las nociones fílmicas que allí aprendió, le sirven al madrileño como base para concretar un cine muy personal y netamente español. El clasicismo norteamericano supone para él una manera de estructurar su obra, la argamasa que le permite unir y cohesionar las otras influencias que confluyen en su filmografía.

Porque en el cine de Neville también percuten elementos que emanan de otras fuentes igualmente relevantes en la formación de su estilo como cineasta, pero además de raíz netamente hispana. Unos estilemas que proceden, en primer término, de su fecundo contacto con las vanguardias literarias y artísticas, bajo la tutela de Ramón Gómez de la Serna, y encauzado a través del influjo generacional que marca su pertenencia a “la otra generación del 27”.

Así, en toda la obra del madrileño, también en su cine, se constata una orientación vanguardista, especialmente en su humorismo basado en el lenguaje, en el ánimo desmitificador con el que aborda las relaciones sociales, y en la actitud inconformista y hasta cierto punto rebelde de algunos de sus personajes, principalmente los protagónicos. Unas cualidades que afina en su obra literaria, en su continuada participación en las tertulias madrileñas y en sus frecuentes colaboraciones con las revistas humorísticas, tanto antes como después de la Guerra Civil.

Además, Neville integra en su obra una segunda vía de influencia de origen igualmente nacional: un casticismo asentado en la más arraigada herencia cultural española. Un patrimonio al que el madrileño accede primeramente merced a su privilegiada educación, aunque no será hasta que entre en contacto con José Ortega y Gasset que el futuro cineasta comprenda la potencia de esta herencia cultural y profundice en ella hasta el punto de convertirla en base primordial de toda su producción.

Porque el impacto de esta herencia cultural en la obra de Neville es global. No en vano, el cineasta no se limita a coger elementos propios de las artes escénicas, ya sea el sainete o el teatro del “Siglo de Oro”, sino que aglutina además recursos procedentes de la literatura y la pintura, no limitándose además a una determinada época o estilo artístico. Una disposición que lleva a Neville a asumir, quizá sin ser del todo consciente de ello, una serie de estilemas precisos que son trasplantables de un ámbito artístico a otro y de una era a otra. Unos invariantes de raíz inequívocamente española, que dotan a su obra de un marcado carácter nacional.

Esto lleva al madrileño a integrar en su cine a los personajes arquetípicos propios del teatro popular, a dotar a sus películas de una ambientación netamente costumbrista e incluso a reflexionar en torno a los límites de la representación, tal cual se hacía en el teatro y la pintura barrocas. Pero también a asumir una entonación marcadamente nostálgica, en la línea de los noventayochistas, que va tomando cuerpo paulatinamente en su obra y haciéndose cada vez más patente en sus películas a medida que los años van causando estragos en su físico y, en definitiva, en su propia trayectoria vital.

Precisamente aquí reside la singularidad de Neville: en su capacidad para integrar dos vías en apariencia contrapuestas de la cultura española y darles una forma definida y coherente dentro de su cine. Se trata, evidentemente, del casticismo y la vanguardia, del 98 y el 27, de la reivindicación nacional y el europeísmo, de Unamuno y Ortega.

Todo ello se funde en un cine personal, único, marcado a fuego por el carácter de su creador y cuya maduración se nutre de las experiencias del madrileño primero en Hollywood, luego en la España republicana, más tarde en plena Guerra Civil, y finalmente en la industria fascista italiana. Un estilo, en definitiva, que no se muestra en plenitud hasta 1941, año en el que Neville realiza el mediometraje Verbena.

La dilatada maduración de su estilo, en todo caso, también viene marcada por la propia dinámica de la industria cinematográfica. En sus producciones previas, el madrileño siempre había estado a expensas de las decisiones de terceras personas, ya fuesen productores o autoridades, militares o civiles. Sólo en dos de sus perdidos cortometrajes republicanos, en concreto Falso noticiario y Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, parece el cineasta haber tenido la libertad suficiente para rodar a su antojo. Pero en sus largometrajes del período, Neville optó por adaptar autores de renombre, primero Wenceslao Fernández Flórez y luego Carlos Arniches, para asegurar cierto éxito.

Ya en plena Guerra Civil, los intereses del madrileño eran otros. La necesidad de purgar un pasado republicano le llevaron a trabajar una vía propagandística que marcó toda su producción, cinematográfica y literaria, entre 1936 y 1941, incluida su etapa italiana. Pero terminada la contienda, Neville pudo retomar la evolución de su propio estilo cinematográfico, y asumir los postulados estéticos que realmente le motivaban.

El propio carácter paródico de Verbena, envés humorístico de La Parrala tal y como se percibe en la canción de la mujer barbuda, denota esa libertad creativa con la que encaró el rodaje del mediometraje. Una película en la que ya se dan cita todos esos elementos vanguardistas y castizos, en una estructura que evidencia su vínculo con el cine de Hollywood.

Este filme, en todo caso, ha recibido una escasa atención por parte de la historiografía. Su condición de mediometraje y su difícil acceso parecen haber jugado en contra de Verbena a la hora de valorar su importancia dentro de la obra de Neville. Como tampoco ayudó, seguramente, el que el madrileño se decantase por explorar una línea menos castiza, con un peso predominante de los estilemas heredados de Hollywood, en sus dos siguientes películas: Correo de Indias y Café de París.

La definitiva revelación de su identidad se produjo a mitad de la década. La célebre La torre de los siete jorobados, sin duda la película más conocida de Neville, marcó la pauta, aunque no tanto por sus cualidades fílmicas como por las tribulaciones que rodearon a su rodaje. Con un guión ajeno y una producción austera, el madrileño hubo de tirar de ingenio y desparpajo para lograr concesiones de la temida censura. Las obtuvo, pero entre medias se quedó sin salario. Y ambas circunstancias fueron claves en el devenir de su cine.

Escamado por el fiasco contable, y habiendo conocido de primera mano las dinámicas de la industria, Neville optó entonces por convertirse en productor. Una decisión que marcó su cine posterior, ya que le permitió trabajar con mayor libertad. Para ello, el madrileño se valió además de las singularidades de la estructura normativa del cine español: consciente de que una película no precisaba de tener éxito en taquilla para ser rentable, el nuevo productor realizó sus películas sin más cortapisas creativas que las impuestas por una necesaria austeridad económica. Su pericia como guionista y director le permitía eludir las imposiciones de la censura, y la política de permisos de importación y doblaje le garantizaba sacar un rédito económico a sus producciones. Pero estas circunstancias, no obstante, no suponen que Neville realizase un cine a espaldas del público. Antes al contrario, su pretensión era la de hacer películas populares, para todos los públicos, pese a que en ocasiones sus inclinaciones le llevasen por otros derroteros.

Es en esta época cuando el estilo de Neville, latente desde Verbena, vuelve a emerger en todo su esplendor. Una circunstancia que llevó a algunos críticos a interpretar La torre de los siete jorobados y las siguientes Domingo de carnaval y El crimen de la calle de Bordadores como una suerte de serie estilística, de trilogía. Una interpretación que ha gozado de gran incidencia en la historiografía posterior, pero que deforma la evolución estilística del madrileño.

Para empezar, porque esta interpretación omite el hecho de que entre La torre de los siete jorobados y Domingo de carnaval, Neville produce, realiza y estrena una de sus películas más relevantes y singulares: La vida en un hilo. Filme que al igual que los otros es una muestra de su madurez como cineasta y de la consolidación de su estilo, aunque los rasgos castizos sean menos evidentes que en las otras tres películas. Asimismo, porque las circunstancias que rodearon a la producción de esos filmes fueron de lo más diversas, desde la llegada de Neville a una producción ya organizada en el caso de la primera hasta su pacto con Manuel del Castillo para hacer posible el rodaje de su revisión de los crímenes de Fuencarral, pasando por la condición de producción propia del recorrido solanesco por los carnavales de Madrid.

Pero además, la sumisión de estos tres filmes a la condición de trilogía omite las notables diferencias temáticas y genéricas entre ellos: Mientras La torre de los siete jorobados es una película fantástica, con toques de humor y estética expresionista; Domingo de carnaval se organiza en torno a un MacGuffin de corte policíaco para desarrollar una comedia ligera, muy ligada al sainete teatral; y El crimen de la calle de Bordadores supone una reinterpretación hispana del subgénero judicial del cine de Hollywood, adoptando además un tono dramático ausente en los otros dos filmes.

En cambio, si nos centramos en los puntos en común, en las similitudes entre estas películas, encontramos los mismos estilemas que ya habían aparecido en Verbena y que marcan el resto del cine del madrileño: Esa confluencia entre elementos vanguardistas y castizos, ese humor liberal y cargado de ironía, esa sumisión a las estructuras propias del cine de Hollywood.

En suma, la sucesión de esas películas, incluyendo entre ellas La vida en un hilo, es la constatación de que el estilo de Neville está maduro y asentado, pero no pueden considerarse ni el inicio de esa madurez ni la culminación de una producción que, en ese momento, atravesaba su ecuador. Otra cosa es la influencia que esas películas hayan tenido, su peso específico dentro de la obra del madrileño y del conjunto de la historia del cine español, que obviamente es considerable. Pero la mera reducción de su filmografía a este momento, a esta terna (o, en el mejor de los casos, cuarteto) de obras, supone una adulteración de su trayectoria y de sus aportaciones.

Porque además hay que tener en cuenta que, más allá de la importancia de determinadas películas, Neville se revela no sólo como un cineasta singular, sino también como la avanzadilla de un determinado cine español, y como un creador en contacto con las cinematografías foráneas y capaz de aprehender las aportaciones estilísticas que se van imponiendo en el panorama internacional.

*Se han suprimido en la publicación on-line de este fragmento del libro las notas que sí aparecen a pie de página.