IT FOLLOWS
(ESTÁ DETRÁS DE TI,
DAVID ROBERT MITCHELL, 2014)
LA COMUNIDAD ORGANIZADA
POR MARIEL MANRIQUE
El debut sexual debiera ser el prólogo de un
cuento de hadas, aunque ronde Maléfica en el bosque nocturno. Las niñas todavía
quieren ser princesas y los niños son embriones de machos alfa. Aun pansexual,
tatuado y ofendido, a la deriva, queer
y liberado, en la cornisa de las drogas de diseño o el túnel negro de la pasta
base, atontado por exceso de oferta y nadería de consumo, el cuento que nos inculcaron
debiera atravesar su calvario de turno y tener su happy end. Tenemos muchos derechos, pero el primero es a ser
felices.
En el cine de terror, tan puritano, las chicas
buenas se salvan y las malas son carne de monstruos. El sexo es muerte y la virgen,
heroína. El goce se paga (en cuotas para las histéricas, con intereses para las
multiorgásmicas). Así pagaron su desenfreno, con una lluvia bíblica de fuego y
azufre, Sodoma y Gomorra; así pagó Sade su programa filosófico del vicio, con
reclusión perpetua en el hospicio de Charenton; así paga Drácula, eternamente,
que le guste más el cuello que la vagina. Piedras y latigazos para las
adúlteras, los más sofisticados instrumentos de tortura para los genitales
descarriados y ejecución sumaria para los apartados de la norma sexual
establecida, invariables enviados al depósito de los condenados de la tierra
-cualquiera sea la causa de la redada, ellos también caerán.
Para no tributar hay que cumplir la norma, es
decir, hay que ser normal, con la dosis de represión (esa libra de carne, esa
tributación atenuada, ese freudiano malestar en la cultura) que la normalidad
implica. En el cine de terror, los adaptados tienen buena suerte y a los
inadaptados, o a los bobos, los espera la desgracia. En el slasher, la última revolución (languideciente) de un género clase B
por excelencia, la desgracia se viste de serial
killer con trauma de origen que
juró vendetta, dispuesto a acuchillar
(el daño es la penetración con un objeto cortante) a cuanto adolescente en plan
de juerga le salga al paso. Lo frena la final
girl, que siempre hizo los deberes. Así era hasta que llegó It follows (“Está detrás de ti”, David
Robert Mitchell, 2014), que no es un slasher
sino una de terror, a secas. Un artefacto bélico que procesa el legado
íntegro del género y lo refunda, dándole el oxígeno que pedía a gritos, o lo
remata, agónico y exhausto como estaba. Un punto de inflexión en el que se acabó
el happy end y no hay salida.
I. Así perdimos la inocencia
Te sigue. Ya está ahí sin que lo sepas. Ya
estás infectado. El coming of age bien podría ser el adiós a
un paraíso que luego será siempre un paraíso perdido, en principio por obra del
sexo, luego por el descubrimiento de la muerte. Si, como en el cine de terror,
en la vida sexo es igual a muerte y espléndidos desastres colaterales (hímenes
desgarrados, pequeñas muertes orgásmicas, deber de tragar y proscripción de
escupir, mandato de rigidez fálica, filias y fobias y taxonomías asfixiantes),
la peste de transmisión sexual es el perfecto 2 x 1 de esa certeza que traza la
línea indeleble, tan indeleble como la marca del hierro candente en el ganado,
de un antes y un después. Es una línea que hace estragos, es un estrago en sí
misma que no hace sino estragar al que la cruza y al que te hizo cruzarla, de
manera inconsciente o a sabiendas.
En It follows, la pesadilla que
se transmite sexualmente no es una enfermedad grave o terminal sino su efecto
más espantoso: el aliento en la nuca de la muerte, encarnada en un ente
multiforme que no avisa, razona ni negocia: adopta cualquier forma humana,
incluso la de un ser amado (se encarna, a diferencia de la niebla de La niebla o la cosa de La cosa) y, como una cruz o un acreedor,
te sigue lentamente y sin descanso: anciana en camisón, hombre desnudo y de pie
en el techo de una casa vecina, mujer que se orina, niño deforme y gigantesco,
tu propia hermana muda y desfigurada, es un único zombi de aspecto variable el
que aparece en la visión periférica, no una horda de zombis como en las
películas ídem, y no se aparta de su ruta de stalker hasta alcanzarte y darte muerte en una cópula sobrenatural.
Asociar el mal de It follows con el
VIH es quedarse corto e ignorar la inversión de la lógica habitual que sucede
al descubrimiento de este último: acá nadie para, recuerda y avisa; acá se sigue
y se contagia con alevosía, para pasar literalmente el mal y sobrevivir. Como
en los tiernos juegos infantiles, en los que el objetivo, básicamente, es
pasarle al otro el máximo daño que nos podría tocar: el veneno de la mancha
venenosa, el huevo podrido que le cae al distraído, la prenda de quien no
atendió su juego y se condenó en la ronda de Antón Pirulero. La infancia es la
academia militar de la madurez, sin uniformes ni embajadas diplomáticas.
Para que esta cosa, este It, no
te alcance y te mate, hay que salir a pasarla. Hay que salir a acostarse con
alguien, es decir, a arruinarle la vida para salvar la propia. “Salvarse” no
implica “salirse” del circuito del It sino
ahorrarse su cópula asesina y aprender a convivir con su asedio. Un rasgo del It no es solo su fuerza brutal,
irracional, metafísica, sino su obstinación de caminante. Llega para quedarse y
una vez que arrancó, no para. En épocas de reivindicación del arte de la
caminata, el It la entroniza como su
marca de fábrica, con un twist
perverso: nada de desvíos a lo flâneur
ni stops para comulgar con el
paisaje, recoger flores o piedritas, echarse una siesta o tomar un apunte. La
caminata del It no es la del paseante
ni el explorador; es una mezcla de marcha militar y deambulación psiquiátrica,
a paso lento. It no te persigue, te
sigue, que es algo muy distinto y mucho más enloquecedor; It no pasa y se va, It sigue
y sigue, como una bobina que no acaba nunca. Aparece y no hay forma de
quitárselo de atrás.
Para verlo, hay que darse vuelta. Viene del pasado y te pudre el presente.
Aun así, deja un margen terrible de futuro, aunque ya sabemos que a todo lo
terrible se acostumbra uno, especialmente si se trata de salvar el pellejo. ¿No
es ese, acaso, el principio fundacional de toda comunidad organizada? It follows puede leerse, con su horror
atmosférico, en clave de paranoia contemporánea, pero su idea central es mucho
más potente, y más sencilla: tengo que pasarle al otro la muerte (lo feo, lo
malo) que iba a tocarme a mí. Pasarle al otro mi desgracia, mi sed, mi
patología, mi desequilibrio financiero, mi presión fiscal. Deshacerme en
secreto del huevo podrido, elegir el umbral del niño expósito, reservar las
mejores butacas. De las chimeneas puede salir el humo de la culpa, pero no hay
duda de que corre la fumata de un inmenso alivio. Dura poco, porque enseguida
se reanuda el acoso y la amenaza de los golpes. Pero acá se trata de durar y no
de vivir a pleno. Los golpes, ya lo dije, son tremendos, aunque no estallen
grifos gloriosos de sangre (adiós, splasher)
y merodee pero no aparezca el torture
porn. Las heridas que It asesta
se parecen a un estigma, o a una cicatriz. Son pervasivas, insidiosas. No están
hechas para asustarnos sino para perturbarnos, porque van a durar (no mientras
vivamos, esto también lo dije, esto está descartado, sino mientras duremos).
II. La
perturbación vive en las cosas
Quizá sea hora de decir que el cine de terror está acabado y le ha nacido
un hijo de luxe: el cine de la perturbación,
con su nihilismo altamente estetizado y su atención materialista por el detalle
(las cinco briznas de hierba sobre el muslo de la protagonista, que remiten a
los cortes suicidas; su mano que acaricia lentamente el follaje, como si dijera
adiós a la inocencia; las cadenas de las hamacas; el esmalte de las uñas
pintadas; la exacta atemporalidad de los sucesos, con sus elementos anacrónicos
-en este caso, una mezcla de e-reader
y móvil rosa chicle con forma de concha marina), que remite inmediamente a
cierto cine de David Lynch. ¿Acaso no es Twin
Peaks una sucesión de detalles
materiales que terminan por crear una atmósfera, una textura hecha de todos los
jerseys de lana de las chicas de Twin
Peaks? No se trata exactamente del vestuario ni la escenografía, aunque
sean estrictamente los rubros convocados, sino de la vocación y la concentración
de un cine atraído por la inmediatez y contundencia de las cosas, no como
pistas ni mucho menos como meros instrumentos de una reconstrucción de época,
sino como síntomas o señas de identidad, reforzadas por la escasez de diálogos.
Así como hablamos de una Internet de las
cosas, debiéramos hablar de un cine
de las cosas para dar cuenta de esas películas hechas a fuerza de
demorarse, sin esfuerzo, en los objetos -además, las cosas nos rodean, las
deseamos, nos constituyen, no podemos vivir sin ellas.
La comunidad organizada se asienta en la ley. La ley del gallinero. Al que
no la soporte, le quedan dos salidas: suicidarse o detener el mundo (léase: no darle
hijos o, conforme la lógica de It, la
asexualidad). Además de la salida “extra” que se arman las víctimas de It, porque con las tradicionales no
alcanza. It fuerza a una salida extra
y oculta, a la manera de un panic room
invertido, una dosis doble de cristales, un módico sustituto de la fuga a los
trópicos en una existencia convertida en una ratonera. En un mundo vacío de
adultos o donde los adultos, los supuestos garantes de la contención y el
control, no sirven para nada (un elemento clásico del slasher), los chicos de It follows terminan viviendo, en sus desiertos e idílicos suburbios, como hikikomoris. Atrincherados en sus
cuartos, con las ventanas tapiadas y barricadas caseras, y el espacio de esa
reclusión atravesado por improvisados llamadores: latitas de gaseosa atadas con
piolines, cuyo movimiento advertirá la proximidad del monstruo. Ese monstruo
que te hace malo. También el amor te hace malo, entonces el amor es un
monstruo. Porque el muchacho que se inmola por amor merodea el barrio de las prostitutas,
para infectarlas y sobrevivir. La estrategia de “pasar el muerto” termina por
tasar el capital humano como en las compañías de seguro; vale menos el que
menos tiene y obliga al desembolso más barato en caso de siniestro. Si algunos
van a morir, decía un poema de Vicente Luy, elijamos quienes.
El terror de It follows es así
estrictamente hobbesiano. Es un terror del libre albedrío, en el que los
exorcistas estarían de más, porque no hay demonio que sacar de adentro, y también
sobrarían los psiquiatras, porque no hay cocos trastornados como el de Carol
Ledoux en Repulsión o Jack Torrance
en El resplandor. Es también un terror
clasista, porque la peste se propaga, finalmente, entre los débiles y los
desgraciados. Trabaja en todas partes y a toda hora, no se reserva las noches
del vampiro ni el sueño que es el feudo de Freddy Krueger, campea a sus anchas
en exteriores diurnos, en planos secuencia o tomas panorámicas que privilegian
la profundidad de campo y en los que se materializa de la nada, o entre una
multitud. Paradójicamente, cuando hay más gente es más agobiante, porque la
posibilidad de la encarnación de It
se multiplica, y también menos peligroso, porque es mayor la posibilidad de
enfrentarlo, o huir. Infiltrado en todas partes, maestro en el arte de hacer de
la víctima también un victimario en la cadena fordista del contagio, estamos
por último ante un terror total, es decir, totalitario.
Las notas de la banda de sonido que alertan acerca de su proximidad
(hermanas de las notas de la ducha en Psicosis,
o de las notas de la amenaza submarina en Tiburón),
esas notas de sintetizadores retro de Rich Vreeland (que firma como
Disasterpiece) que bien merecerían, como sus hermanas, incorporarse al
imaginario colectivo como símbolo de la inminencia del espanto recuerdan el
temblor de la tierra ante la pisada de Godzilla, o de los tiranosaurios en off de Jurassic Park. El agua que se agita, imperceptiblemente y como
aviso de un acontecimiento irreversible, en un vaso. Esa trepidación es un
temblor de falla geológica, como si una grieta estuviera a punto de abrirse en
el piso.
III. Shibboleth
Para una instalación site-specific
en el Turbine Hall de la
Tate Modern , en Londres, bautizada Shibboleth (9 de octubre de 2007 - 6 de abril de 2008), la colombiana
Doris Salcedo abrió una grieta de 167 metros de largo en el piso de la sala, que
comenzó presentando el ancho de un cabello y terminó por tener el grosor
estrepitoso de una fractura sísmica. El registro fotográfico de la trepanación de
ese emblema de la “alta cultura” muestra un santo y seña (un “Shibboleth”) del
estado de las cosas, seco y convulso, sin rastros de ironía ni notas al pie.
El crack de la Tate
Modern , nunca reparado, es un cordón sanitario misterioso (¿Quién
puede saber cuál es el lado más seguro? ¿Cuál es el lado en el que hay que
quedarse? ¿Cuál es el lado al que hay que pasar? ¿Es el eco de un atentado
terrorista o se remonta al origen de los tiempos? ¿Qué pasaría si metiera un
pie? ¿Se abriría, se profundizaría, me tragaría, me perturbaría más o menos?);
brutal (por contraste, por su carácter de accidente -puro desbaratamiento de la
expectativa-, por su irreversibilidad -no habría cemento, cal y arena capaz de
borrarlo, se manifestaría siempre de algún modo, como una irrupción, una
imponente discontinuidad, la evidencia de una falla estructural disimulada, un
zigzag que hace pedazos el orden, su intrínseco carácter previsible); y de
altísima capacidad de abstracción (es un crack financiero, un crack mental, una
señal mixta de lo provisorio y lo inmutable, una huella de lo salvaje y amoral,
el rayo del castigo bíblico, una larguísima serpiente que repta y envenena el jardín
primoroso del Edén). Ese crack es la línea que separa a los sanos de los
enfermos, también en It follows. Ese
crack queda atrás, pero nunca lo suficientemente atrás. Está afuera, pero
también adentro y hasta el fin, una vez que ha sido padecido.
En un doble movimiento, también la estética de It follows evoca la instalación site-specific,
especialmente en la escena de la primera víctima, inmolada en la playa en un
coito bestial, que la desfigura hasta convertirla en una muñeca descoyuntada,
una aberración anatómica de ojos abiertos. También vienen a la mente la Poupée
de Hans Bellmer, las muñecas rotas de Cindy Sherman y el hiperrealismo
estilizado y macabro de la escena del crimen en ciertas series recientes, como Hannibal.
Un tacón a contrapelo como sello de la cópula homicida, que transgrede en It follows dos tabúes: la belleza del
crimen (encarnada en uno de sus puntos más tensos e imantados en La condesa sangrienta según Pizarnik) y
el incesto, piedra de toque de la organización social (una de las víctimas
masculinas muere violada por su madre, cuya forma ha asumido It).
Del otro lado del suburbio están las ruinas de Detroit, la cuna del
automóvil, la vieja y arrasada Motown, lo que queda del mundo prometido. Un
apocalipsis post-industrial. Allí se alza un campus-templo-castillo embrujado
que alberga una piscina, donde se librará una inútil batalla final, que es en
verdad (otra vez) un juego de niños: cazar al fantasma, incluso arrojar una
sábana al aire para verla caer y adoptar su forma. It es un fantasma de encarnación mutante, dotado no solo de una
fuerza colosal sino también del don de la telequinesis. Arroja cual jabalinas
los electrodomésticos que convertirían la piscina en su ataúd electrificado,
genera en la piscina (un espacio cerebral y sexual) una inmensa mancha de
sangre, con forma de hongo nuclear, de medusa o ramo de magnolias. It es inmune hasta a la parafernalia
íntegra de la sociedad de consumo. It
puede ahogarte en un mar menstrual.
En It follows hay agua. En la
apacible piscina circular del jardín doméstico, donde flotar boca arriba para
mirar un cielo azul tan nítido que pareciera metálico (pequeños animales
laboriosos se mueven sobre hilos en este silencio atronador); en la cinta de
playa donde el agua está quieta como si durmiera y una piscina de plástico
infantil se mueve apenas sobre la superficie, como un barquito somnoliento
expuesto al zarpazo del dragón; en la piscina del último combate, un ring
acuático planificado como gran silla eléctrica. Placidez amniótica, tironeo
imprevisto, desgarro y succión, eso es el agua. Pero como los psiquiatras y los
exorcistas, no alcanzará esta vez, no será necesaria. La bestia está adentro,
no hay dragón ni San Jorge, uno mismo es el agente del daño.
El trámite es sexual y el sexo, que te mata y te salva, es un sexo sin
goce, utilitario. El que le pase a otro el fardo de esta peste no morirá en sus
manos, pero tendrá que vivir, de todos modos, bajo su larga sombra. Si eso es
vivir. ¿Lo que importa es vivir? No, esa era otra película, otro cine. Ahora
hay que preservar el taco del zapato, la flexión natural de la rodilla, no
obsesionarse con mirar atrás, pasar la carga letal hacia el costado, empujar y
arrastrarse hasta la mañana. Mañana no será otro día. Ninguna novedad será
novedad. It, eso, también nos
seguirá, nos acosará, mañana.