Botonera

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24.11.15

V. "FALENAS. ENSAYOS SOBRE LA APARICIÓN 2", GEORGES DIDI-HUBERMAN, Contracampo libros 14, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015




Apareciendo
desapareciendo
mariposeando*



De repente, algo aparece. Por ejemplo, se abre una puerta, pasa una mariposa aleteando. Basta con esa nadería. Y ya el pensamiento se siente en peligro. Corre el riesgo de equivocarse una primera vez al creer que se adueña de lo que acaba de aparecer y al no tener en cuenta lo que viene después, que es desposeimiento, desaparición. Pues nos equivocamos al suponer que una vez aparecida, la cosa es, permanece, resiste, persiste tal cual en el tiempo y en nuestra mente que la describe y la conoce. Sabemos que no es así: una puerta solo se abre para volver a cerrarse antes o después, una cosa solo aparece como una mariposa para volver a desaparecer al instante siguiente. Pero el pensamiento se extravía por segunda vez al cometer con la cosa desaparecida la misma abstracción que con la cosa aparecida. También en este caso habrá que encargarse de contar lo que sigue, es decir, la manera en la que esa cosa que ya no está permanece, resiste, persiste en el tiempo así como en nuestra imaginación que la rememora. ¿Cómo hablar de una aparición si no es desde el ángulo de una tenacidad más sutil, que es fuerza de obsesión, de reaparición, de supervivencia?

* N. del T.: Desarrolla el autor a lo largo del texto toda una serie de elementos relacionados con “le papillon” (“la mariposa”): “papillonner” (literalmente, “mariposear”, pero, como en castellano, también “pasar rápidamente de una cosa a otra”, “dispersarse”, etc.); “papillon (-ne)”, como adjetivo; “battement d’ailes” (“aleteo”) o “battre des ailes” (“aletear”, “batir las alas”). Si se prefiere conservar la traducción literal es porque constituye un término clave, temático, que vuelve a lo largo de los distintos capítulos. De hecho, podría considerarse esta introducción como una obertura -en el sentido musical del término: presentación de temas y motivos-, o más exactamente, un intermedio, si lo consideramos en continuidad con el volumen anterior de estos Ensayos sobre la aparición. El título también podría decir: “Apareciente, desapareciente, mariposeante”.

Como los batientes de una puerta, como las alas de una mariposa, la aparición es un movimiento perpetuo de cierre, de apertura, de nuevo cierre, de reapertura… Es un batir. Es una manera de ajustar el ritmo entre el ser y el no-ser. Debilidad y fuerza del latido. Debilidad: nada está ganado, todo se vuelve a perder y hay que recuperarlo cada vez, hay que volver a empezarlo todo, siempre. Fuerza: lo que bate –lo que se bate contra, lo que se debate con– lo pone todo en movimiento. Así como la puerta deja entrever a un ser amado dormido en la habitación y sin embargo preserva su descanso; como las alas de la mariposa le permiten volar; como nuestro corazón marca su percusión de diástoles y sístoles; como la propia respiración toma y devuelve el aire necesario para la vida. En cualquiera de los casos, habría que considerar toda aparición como una danza o como una música, como un ritmo, un ritmo que vive de agitarse, de latir, de palpitar, y que muere, más o menos, por la misma razón. También los que agonizan se debaten consigo mismos como una mariposa que aletea hasta el final.





La mariposa –especialmente la falena, esa mariposa nocturna que se cuela por la puerta entreabierta, danza alrededor de la luz y termina por arrojarse a ella, consumirse en ella– parece el animal emblemático de cierta relación entre los movimientos de la imagen y los de lo real, incluso de cierto estatus, por supuesto que inestable, de la aparición como lo real de la imagen. No en vano una mariposa, apenas visible porque no hace más que pasar, sirve de frontispicio a las reflexiones de André S. Labarthe sobre el carácter a la vez soberano y fugaz de las imágenes cinematográficas. Es incluso posible que en cualquier intento por describir una imagen, algo parecido a un aleteo de mariposa venga a dar a este esfuerzo tanto un sentido como un límite. Igual que la palabra fasma, la palabra falena lleva en sí los valores etimológicos de la aparición, es decir de la luz diurna que hace visible (phaos, phos) y del fulgor nocturno que imposibilita la captación –fulgor blancuzco (phalos), brillante de noche, o negro con manchas blancas (phalios)–, de lo fenoménico en general (phainesthai), y finalmente del fantasma y de la imaginación (phasma, phantasia).

Casi podríamos aventurar la hipótesis de que a cada dimensión fundamental de la imagen le corresponde rigurosamente un aspecto particular de la vida de las mariposas: su belleza y la variedad infinita de sus formas, de sus colores; la tentación y la aporía de un saber exhaustivo sobre esas cosas frágiles y proliferantes que son las imágenes y las mariposas; la paradoja de la forma y de lo informe contenida en la metamorfosis –ese proceso por el cual un gusano inmundo, un parásito, se convierte en momia, ninfa o crisálida, “renace” luego en el esplendor del insecto formado que entonces se llama, precisamente, imago–; el juego de lo pregnante y de lo protuberante, de la simetría y de la simetría rota; el poder del parecido y las trampas del mimetismo; el derroche insensato de las apariencias y su alteración fatal; el valor fantasmático y legendario en el que la imagen se antropomorfiza continuamente; el movimiento terco (aleteo alrededor de un eje de simetría), desgarrado (cierre-abertura) y, finalmente, errático de la imagen-mariposa; la fisura psíquica contenida en el juego de sus apariciones y desapariciones; el deseo y la consumación que manifiesta ante nosotros… Y hasta el tipo mismo de escritura, de saber, que todo ello supone. Yo mismo habré terminado por establecer un vínculo entre mi empeño por la inestabilidad –cada vez que, desde el territorio académico, me hacen llegar este juicio un tanto agrio: “¡Lo que haces es mariposear!”– y el simple hecho de dedicar una escritura a las imágenes.


En términos kantianos, la belleza de las mariposas se sitúa muy por debajo de la de las obras de arte. Como para las flores o los pájaros exóticos –a Kant le gustaba evocar al papagayo, el colibrí y el ave del paraíso, cuyos colores tornasolados recuerdan los de los lepidópteros– es del dominio de las “bellezas de suyo (Naturschönheiten) a las que no corresponde absolutamente ningún objeto determinado según conceptos con respecto a su fin”. Por supuesto, esas bellezas no tienen nada que ver con la imitación, lo cual es para Kant una manera de indicar su limitación esencial: “Lo bello de la naturaleza atañe a la forma del objeto, que consiste en la limitación”. No obstante, Jean Lacoste sugiere que el propio destino de la estética occidental después de Kant –es decir, después de Goethe hasta Rilke y más allá– bien podría encontrar su conclusión en una nueva manera de mirar una mariposa que pasa.

Después de Goethe, antes de Rilke, Jules Michelet se dedicó a reconocer las mariposas como “constructores imperceptibles” de formas, defendiendo un acercamiento decididamente poético o estético a sus bellezas. Si es posible una “renovación de nuestras artes por el estudio de los insectos”, dice, es primero porque “el ornamento, en lugar de buscar su renovación por medio de antiguallas, saldrá ganando si se inspira en una infinidad de bellezas” que se encuentran por ejemplo en la danza de las medusas, el ojo de las moscas o el ala de las mariposas; es, sobre todo, porque los mismos insectos exhiben sus formas como “energías visibles” –energías de la aparición, del deseo, incluso de la muerte– comunes al arte y a la naturaleza.

Pero ¿sabemos acaso mirar una mariposa? ¿Cómo definir esa “energía visible” que autoriza a los entomólogos a clasificar las cerca de diecisiete mil especies de lepidópteros según el “modelo” formal y el colorido de sus alas (wing color pattern)? (...)