Lancelot du Lac, Robert Bresson, 1974
PRÓLOGO
Santos Zunzunegui
Santos Zunzunegui
Georges Steiner suele recordar que, en su trabajo, “el crítico vive de segunda mano”. Para añadir, de inmediato, que, por muy modesto que sea el papel de la crítica (literaria, musical, artística y, por supuesto, cinematográfica) no deja de ser vital.
Porque corresponde a la crítica una primera y compleja tarea de dar un juicio sobre el arte (el cine) contemporáneo. Tarea para lo que no es suficiente con señalar si una obra propone un determinado giro estilístico, enlaza con la supuesta sensibilidad del momento o supone un mero “refinamiento técnico”. La tarea fundamental a la que se enfrenta el crítico, dirá Steiner, reside nada menos que en establecer con claridad aquello “por lo que una obra contribuye o lo que sustrae a las menguadas reservas de la inteligencia moral”. La siguiente tarea tiene por cometido el señalar qué debe releerse (qué se debe volver a ver) y cómo. Se trata de una operación mediante la cual se hace posible reformular el canon establecido apuntando hacía la siempre necesaria revisión del pasado. Conviene no perder de vista que poco supone lo anterior sin la aportación de los instrumentos adecuados que permitan sacar a la luz en qué medida y mediante qué elementos esas obras del pasado lejano o próximo nos interpelan y continúan modelando nuestra sensibilidad de espectadores actuales. Por supuesto no existe una crítica que aún queriéndose rabiosamente actual no suponga una revisión de la tradición, aunque solo sea por el hecho de que reflexionar sobre el presente y juzgarlo es abrirse a la posibilidad de modificar los parámetros que nos sirven para evaluar lo acaecido en tiempos pretéritos. Si la historia no es sino un reajuste retroactivo del pasado, la crítica no solo no debe abismarse en el pozo de la inmediatez sino que, de otra forma, está obligada a volver la mirada hacia atrás para descubrir y señalar los antecedentes de lo que ahora puede parecernos radical novedad. Lo que quiere decir, si abordamos el tema desde otro ángulo, que la crítica puede ser una manera de hacer historia, pero, sobre todo, que la crítica tiene una historia. Una historia que puede y debe ser interrogada para caer en la cuenta de la manera en que las opciones dominantes en un momento dado son un producto de lo que los estudiosos llaman contexto y que, más modestamente, podríamos denominar “aire del tiempo”.
Cuando este trabajo de revisión y ajuste es asumido en todas sus implicaciones se puede cumplir de manera adecuada con la tercera tarea que Steiner asigna al crítico y que no es otra que la de “ampliar y complicar el mapa de la sensibilidad” de los lectores (espectadores). Tarea esta bastante más importante de lo que pueda parecer y que busca plantear un reto al posible receptor del discurso crítico, al que, de forma explícita, se le advierte de que no hay posible expansión del campo del gusto sin la correlativa apertura a los horizontes de la complejidad. En el fondo no estamos lejos de las posiciones manifestadas por T. S. Eliot en sus Norton Lectures, llevadas a cabo en la Universidad de Harvard en 1932-33, cuando afirmaba que “la persona de experiencia limitada está siempre expuesta a dejarse engañar por la falsificación o por el artículo adulterado; y así vemos generación tras generación de lectores bisoños engañarse con lo ficticio y adulterado de su propia época, prefiriéndolo, incluso, por ser más fácilmente asimilable, al producto genuino”.
•
Señalado lo anterior y si queremos evaluar la trascendencia del material crítico, de genuina elaboración nacional con el que el lector se va a topar rápidamente bajo la denominación de “Los mecanismos comunicativos del cine de todos los días”, haríamos mal en no recordar los datos genéricos esenciales de su filiación política y conceptual.
Con relación a los primeros bastará recordar que la década de los años sesenta del pasado siglo fue pródiga en esperanzas revolucionarias hasta el punto de que, como lo señaló un notable cineasta, “el fondo del aire era rojo”. Si los EE.UU. vivieron tanto la efervescencia de la lucha por los Derechos Civiles (1961-1964) acompañados de unos conflictos raciales progresivamente radicalizados, primero, y, de inmediato, la oposición a la Guerra de Vietnam (1965-1973), América Latina conoció, de la mano del triunfo de la Revolución cubana en 1959, toda una serie de movimientos de corte más o menos insurreccional. Mientras tanto en la vieja Europa comenzaba a gestarse la impugnación a la política “contemporizadora” con el capitalismo de los viejos partidos comunistas que acabaría desembocando en el Mayo de 1968 y dando carta de naturaleza a lo que se llamó “nueva izquierda”.
Mientras tanto se asistía a una paralela revolución teórica anunciada ya en las artes: La música borraba la frontera entre control y azar, entre sonidos pautados y ruidos con la creciente incorporación a las obras de hechos extramusicales, lo mismo en sus formas “clásicas” que jazzísticas o vinculadas al emergente mundo pop; la literatura subrayada (lecciones del “Nouveau Roman”) su dimensión “literal” gracias a su minuciosidad descriptiva y su énfasis en la naturaleza “óptica” del material; el cine, en fin, abordaba el cuestionamiento radical de las bases ocultas que, se decía, habían construido la hegemonía mundial del cine americano, el único “realmente existente”: la censura de su fundamento económico, el olvido interesado del trabajo del espectador en el desciframiento de los filmes y el ocultamiento del “trabajo del filme” en beneficio de una escapista “teoría de los autores”. Sin ánimo de exhaustividad quisiera ejemplificar esta revolución que lo era tanto formal como ideológica en cuatro obras, todas realizadas entre 1959 y 1960, dos a cada lado del Atlántico y que se agrupan por parejas: Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959) y Shadows (John Cassavetes, 1960), por un lado, Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y La aventura (L’avventura, Michelangelo Antonioni, 1960), por otro.
Pero lo que realmente nos interesa ahora es otro movimiento paralelo sin el que no podríamos entender nada de la “revolución” que sacudió a un sector de la crítica de cine de aquellos días. Cuando el lector se adentre en la lectura de los textos aparecidos entre 1974 y 1975 en las páginas de la revista española Comunicación XXI, oirá todavía el retumbar del trueno que supuso en el campo de la teoría en general y de la teoría cinematográfica en particular, la irrupción combinada en escena del estructuralismo (como “actividad” susceptible de reconstituir un objeto mostrando las reglas de su funcionamiento), un marxismo renovado que tiraba por la borda buena parte de su dogmática (bajo la influencia, más o menos explícita, del pensamiento acuñado en la China de Mao Tse Tung), y el “retorno” a Freud propuesto por determinados grupos de psicoanalistas decididos a depurar la ganga acumulada por una práctica que se había convertido en un sistema de acondicionamiento social.
De hecho el estructuralismo convergía de manera natural, con una doble tradición firmemente asentada en el campo de las ciencias humanas: la teoría marxista de las ideologías en el plano social y el psicoanálisis en el plano psicológico. No en vano, ambas teorías ponen el acento en el hecho de que la verdadera significación de los fenómenos (y de los textos) se encuentra implícita –aquí comparece además la filiación nietzschiana de estas ideas– en la praxis social, y es susceptible de ser descodificada y analizada. En el momento que nos ocupa el marxismo es sometido a una operación de relectura por parte de Louis Althusser (Pour Marx, 1965; versión castellana, La revolución teórica de Marx, México, Siglo XXI, 1967) con su concepto central de ruptura epistemológica y el psicoanálisis es reconducido de vuelta a Freud de la mano de Jacques Lacan (Ecrits, 1966; versión castellana, Escritos I y II, México, Siglo XXI, 1971 y 1975, para una primera edición incompleta, 1984 para la versión definitiva) mediante una lectura que coloca la dimensión lingüística del aparato psíquico en el punto central de sus asunciones epistemológicas. A lo que habría que añadir que es, precisamente, la lingüística (que se inspirará en la obra fundadora de Ferdinand de Saussure) la que ofrece el modelo teórico básico de análisis a la “nueva teoría”.
De forma paralela a esta trascendental proliferación de hechos, las aguas específicas de la teoría cinematográfica iban a verse agitadas por el surgimiento de nuevas maneras de abordar y entender el universo fílmico. Desaparecido André Bazin en 1959 (sus trabajos sobre el neorrealismo aparecerían compilados póstumamente en 1962) y aunque la “Politique des Auteurs” parecería haber instaurado un nuevo y definitivo reinado crítico, algo empezaba a moverse en el mundo del pensamiento cinematográfico. La presencia en los mismos Cahiers du cinéma que habían consagrado la “política de autor” de las voces de señeros maîtres à penser del estructuralismo como Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes y Pierre Boulez en el curso de los años 1963 y 1964, ponía en evidencia la aparición en escena de una nueva dimensión crítica: el ya aludido estructuralismo, que permitía abordar los productos discursivos en términos de sistemas, colocando el acento en su dimensión sincrónica e insistiendo en su nivel formal. Segmentar, clasificar y estudiar relaciones entre las partes de un todo que no se identifica con la suma de las mismas, se convertían, así, en las operaciones básicas de la práctica estructuralista. Estructuralismo, marxismo y psicoanálisis van a suponer tres ejes centrales en torno a los que se va a construir la nueva teoría cinematográfica a fines de los años ‘60. Nueva teoría y nueva política iban a ir de la mano durante los años siguientes.
Es precisamente en el corazón de toda esta serie de problemáticas prácticas y de prácticas teóricas (para decirlo con el vocabulario en uso por aquellos años) donde se desarrolla el trabajo crítico de la “nueva crítica” que hace su aparición, principalmente, en Francia. Doblemente solicitada por la necesidad de responder a las exigencias de las nuevas formas de entender y practicar el cine (ejemplificadas por la aparición del fenómeno mundial de los “Nuevos Cines”) y por la paralela exigencia de forjar un nuevo instrumental crítico que permitiera ir más allá de la hasta entonces dominante crítica impresionista o literario-descriptiva, se iba a emprender una tarea a largo plazo tratando de sintetizar aportaciones teóricas provenientes de los campos arriba señalados. Discurso crítico que, por ejemplo, los Cahiers du cinéma (que habían sostenido con entusiasmo la ahora caducada “política de autor”) comenzarán a elaborar pacientemente a partir de 1964 y que encuentra sus puntos nodales en el número especial Film et Roman (Diciembre 1966), en la repetida publicación de textos teóricos de Christian Metz o de Pier Paolo Pasolini, y, sobre todo, en la inserción, a lo largo de diez meses entre 1967 y 1968, del singular texto de Noël Burch, Praxis du cinéma, elaboración central de una poética de filiación formalista-estructuralista (versión castellana Praxis del cine, Madrid: Fundamentos, 1970).
No es este el lugar para llevar a cabo una historia detallada de los avatares de la evolución y conflictos que acompañaron el desarrollo de esta nueva manera crítica de abordar el espectáculo cinematográfico. Me fijaré solo en uno de los momentos del trayecto conceptual recorrido por Cahiers du cinéma en busca de una línea de trabajo destinada a permitir una intervención operativa en el campo cinematográfico. (1) Y ello por la razón precisa de ofrecer un marco teórico sólido para comprender (con todos los matices y variaciones que se desee) las propuestas que realizará en la España de la década de los setenta del pasado siglo el equipo formado por Marta Hernández y Javier Maqua.
1. Comolli, Jean-Louis y Narboni, Jean: “Cinéma/Idéologie/Critique”, Cahiers du cinéma, n° 216, octubre 1969 [trad. cast.: Cahiers du cinéma. España, nº 11, abril 2008, pp.76-82].
Tras definir las películas como productos fabricados en el seno de un sistema económico preciso, convertidas en mercancía y, por tanto, en obras determinadas por la ideología del sistema económico que las fabrica y vende y constatar como este hecho las coloca de entrada como piezas de la ideología dominante, los Cahiers harán notar que en este campo (como sucede en cualquiera de los territorios que podríamos denominar artísticos) no es ni oportuno ni útil, sin embargo, cancelar las diferencias entre unas obras y otras, entre los diversos papeles que juegan los distintos tipos de filmes. Por tanto, es vital, conociendo la naturaleza del sistema (sistema de la representación que reproduce las cosas no en su realidad concreta, sino en tanto en cuanto son refractadas por la ideología), proceder a aclarar cómo es posible poner en cuestión ese sistema, intentando provocar su ruptura ideológica. Para ello es necesario analizar el conjunto de las obras cinematográficas existentes en relación, precisamente, con la ideología que expresan o, quizás, contradicen.
Con esta finalidad en mente proponen distinguir las siguientes clases de filmes:
1) Aquellos que expresan de manera ciega y fiel la ideología dominante.
2) Aquellos que llevan a cabo una doble acción en relación con su inserción ideológica: en el nivel del significado tratando temas explícitamente políticos, en el del “significante” procediendo un cuestionamiento de los sistemas de representación cinematográfica.
3) Filmes sin un significado explícitamente político pero que acceden a él a través de un trabajo “formal” crítico.
4) Filmes de “contenido” explícitamente político pero que no critican verdaderamente un sistema ideológico del que aceptan sus normas de representación.
5) Filmes aparentemente representativos de la cadena ideológica a la que parecen sujetos pero que gracias al trabajo fílmico son capaces de producir una distorsión entre un proyecto ideológico inicial reaccionario y el producto terminado. En estas obras la ideología se convierte en efecto del texto y solo el trabajo del filme permite su exposición.
6) Filmes que se basan en la filmación en “directo”, centrándose en hechos sociales o políticos pero que no se diferencian básicamente del cine político en general al no poner en cuestión el sistema de la representación.
7) Filmes, también basados sobre el “directo”, pero que no satisfechos con esa “mirada que traspasaría las apariencias” trabajan en campos más amplios.
Sentadas estas bases la función de la crítica puede redefinirse en torno a los siguientes ejes de intervención:
a) Mostrar cómo las obras cinematográficas de la categoría 1) están totalmente determinadas por la ideología.
b) En el caso de los filmes de los grupos 2), 3), y 7), se hace necesario proceder a una doble lectura que sirva para poner en evidencia la operación reflexiva de la película tanto en el terreno del significante como en el del significado.
c) En los casos de las obras de los grupos 4) y 6) se trataría de poner de manifiesto como sus pretendidos significados políticos, se debilitan en ausencia de un trabajo sobre los significantes.
d) Por fin, en el caso de los filmes del grupo 5), la tarea del crítico consistiría en ubicar y sacar a la luz el trabajo del filme y los efectos que este hecho produce sobre su proyecto ideológico.
Una parte de este legado crítico será debidamente asimilado, “traducido” y adaptado por los mejores de nuestros escritores cinematográficos a las circunstancias de un país que, como España, estaba sometido a una dictadura que, aunque debilitada por múltiples causas objetivas, seguía controlando los registros fundamentales de la vida cotidiana del pueblo español. Y, porque, entre otras cosas, la crítica española tenía que bregar con un cine que se exhibía en nuestras pantallas bien diferente del que se veía en los países democráticos y era necesario atender también (y bien que lo hizo en el caso que nos ocupa) a esos especímenes que parecían más refractarios a un análisis serio.
Pero quisiera destacar que si algo ha permanecido de manera indeleble más de cuarenta años después de su aparición en escena en los trabajos colectivos que acogió Comunicación XXI, es la voluntad de batirse el cobre, con uñas y dientes, con la materialidad de los filmes estudiados, en el convencimiento de que es ahí dónde reside su sentido y dónde pueden ser estudiados (y denunciados, en su caso) en su función comunicativa. Lejos de sus autores (retorno de nuevo a Eliot) esa “haragana afición a sustituir el estudio cuidadoso de los textos por la asimilación de opiniones ajenas”. Porque lo que está en juego es saber cómo dicen las películas lo que dicen y para eso es necesario reconocer, con todas sus implicaciones, que hablar de cine es hablar, por supuesto, del mundo posible que construyen sus imágenes y sonidos, pero que, en la medida en que ese mundo solo existe a través de esas imágenes y sonidos, habrá que tomar muy en cuenta la forma que adopta ese mundo ante los ojos del espectador si queremos ayudarle a comprender con qué objetivos y con qué medios está construido.
En el fondo el trabajo de Marta Hernández y Javier Maqua rezuma esa “inteligencia moral” de la que hablaba Steiner y que es patrimonio de los grandes esfuerzos culturales. Para intentar explicarme con claridad: si a un crítico de los años treinta del siglo pasado le correspondía la tarea de mostrar de qué manera las elecciones de ángulo y el montaje hacían de los filmes de Leni Riefenstahl obras intrínsecamente nazis (poniendo en evidencia el posterior discurso exculpatorio de su autora), al actual le toca, por ejemplo, ir un poco más allá del hipnotismo que producen los trabajos de, por ejemplo, un Michael Haneke para dar cuenta del sentido real de sus películas. Podríamos decir que Marta Hernández y Javier Maqua cumplieron con sus deberes (en plural) haciéndonos ver el cine con ojos renovados y mostrando, sin ambages ni escapismos, que nada más lejos del formalismo que el conocer cómo funcionaban los objetos comunicativos que interpelaban al espectador español en el momento histórico que les tocó vivir. Pero no nos engañemos: es porque su análisis está imbricado con su momento histórico por lo que nos interpela ahora. Ni arqueología, ni literatura hueca. Gracias a Hernández y Maqua sabemos más tanto sobre nuestro pasado como sobre nosotros mismos aquí y ahora.
El trabajo que nos ocupa se sitúa en el punto de inflexión entre una crítica del gusto y un análisis de la significación de cualquier producto cultural. Ya no se trata de hacer literatura en torno a una pretendida obra de arte (aunque autores como Cabrera Infante parezcan ofrecer una sugestiva alternativa a esta afirmación) sino de proceder a un estudio sistemático y metódico, riguroso y exhaustivo de los mecanismos que constituyen a un filme en un objeto de sentido. Por tanto, se trata de dotar al espectador de los elementos pertinentes para que pueda no solo entender el discurso de la obra sino, por encima de todo, entender de qué manera esta obra está preformada para hacerle comprender eso que debe comprender. De donde se deduce el corolario siguiente: el supuesto formalismo de este tipo de operaciones es, justamente, lo contrario en la medida en que entender el funcionamiento de la forma es penetrar en la ideología que la constituye como tal. Nada más, pero nada menos.
Porque corresponde a la crítica una primera y compleja tarea de dar un juicio sobre el arte (el cine) contemporáneo. Tarea para lo que no es suficiente con señalar si una obra propone un determinado giro estilístico, enlaza con la supuesta sensibilidad del momento o supone un mero “refinamiento técnico”. La tarea fundamental a la que se enfrenta el crítico, dirá Steiner, reside nada menos que en establecer con claridad aquello “por lo que una obra contribuye o lo que sustrae a las menguadas reservas de la inteligencia moral”. La siguiente tarea tiene por cometido el señalar qué debe releerse (qué se debe volver a ver) y cómo. Se trata de una operación mediante la cual se hace posible reformular el canon establecido apuntando hacía la siempre necesaria revisión del pasado. Conviene no perder de vista que poco supone lo anterior sin la aportación de los instrumentos adecuados que permitan sacar a la luz en qué medida y mediante qué elementos esas obras del pasado lejano o próximo nos interpelan y continúan modelando nuestra sensibilidad de espectadores actuales. Por supuesto no existe una crítica que aún queriéndose rabiosamente actual no suponga una revisión de la tradición, aunque solo sea por el hecho de que reflexionar sobre el presente y juzgarlo es abrirse a la posibilidad de modificar los parámetros que nos sirven para evaluar lo acaecido en tiempos pretéritos. Si la historia no es sino un reajuste retroactivo del pasado, la crítica no solo no debe abismarse en el pozo de la inmediatez sino que, de otra forma, está obligada a volver la mirada hacia atrás para descubrir y señalar los antecedentes de lo que ahora puede parecernos radical novedad. Lo que quiere decir, si abordamos el tema desde otro ángulo, que la crítica puede ser una manera de hacer historia, pero, sobre todo, que la crítica tiene una historia. Una historia que puede y debe ser interrogada para caer en la cuenta de la manera en que las opciones dominantes en un momento dado son un producto de lo que los estudiosos llaman contexto y que, más modestamente, podríamos denominar “aire del tiempo”.
Cuando este trabajo de revisión y ajuste es asumido en todas sus implicaciones se puede cumplir de manera adecuada con la tercera tarea que Steiner asigna al crítico y que no es otra que la de “ampliar y complicar el mapa de la sensibilidad” de los lectores (espectadores). Tarea esta bastante más importante de lo que pueda parecer y que busca plantear un reto al posible receptor del discurso crítico, al que, de forma explícita, se le advierte de que no hay posible expansión del campo del gusto sin la correlativa apertura a los horizontes de la complejidad. En el fondo no estamos lejos de las posiciones manifestadas por T. S. Eliot en sus Norton Lectures, llevadas a cabo en la Universidad de Harvard en 1932-33, cuando afirmaba que “la persona de experiencia limitada está siempre expuesta a dejarse engañar por la falsificación o por el artículo adulterado; y así vemos generación tras generación de lectores bisoños engañarse con lo ficticio y adulterado de su propia época, prefiriéndolo, incluso, por ser más fácilmente asimilable, al producto genuino”.
El espíritu de la colmena, Víctor Erice, 1973
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Señalado lo anterior y si queremos evaluar la trascendencia del material crítico, de genuina elaboración nacional con el que el lector se va a topar rápidamente bajo la denominación de “Los mecanismos comunicativos del cine de todos los días”, haríamos mal en no recordar los datos genéricos esenciales de su filiación política y conceptual.
Con relación a los primeros bastará recordar que la década de los años sesenta del pasado siglo fue pródiga en esperanzas revolucionarias hasta el punto de que, como lo señaló un notable cineasta, “el fondo del aire era rojo”. Si los EE.UU. vivieron tanto la efervescencia de la lucha por los Derechos Civiles (1961-1964) acompañados de unos conflictos raciales progresivamente radicalizados, primero, y, de inmediato, la oposición a la Guerra de Vietnam (1965-1973), América Latina conoció, de la mano del triunfo de la Revolución cubana en 1959, toda una serie de movimientos de corte más o menos insurreccional. Mientras tanto en la vieja Europa comenzaba a gestarse la impugnación a la política “contemporizadora” con el capitalismo de los viejos partidos comunistas que acabaría desembocando en el Mayo de 1968 y dando carta de naturaleza a lo que se llamó “nueva izquierda”.
Mientras tanto se asistía a una paralela revolución teórica anunciada ya en las artes: La música borraba la frontera entre control y azar, entre sonidos pautados y ruidos con la creciente incorporación a las obras de hechos extramusicales, lo mismo en sus formas “clásicas” que jazzísticas o vinculadas al emergente mundo pop; la literatura subrayada (lecciones del “Nouveau Roman”) su dimensión “literal” gracias a su minuciosidad descriptiva y su énfasis en la naturaleza “óptica” del material; el cine, en fin, abordaba el cuestionamiento radical de las bases ocultas que, se decía, habían construido la hegemonía mundial del cine americano, el único “realmente existente”: la censura de su fundamento económico, el olvido interesado del trabajo del espectador en el desciframiento de los filmes y el ocultamiento del “trabajo del filme” en beneficio de una escapista “teoría de los autores”. Sin ánimo de exhaustividad quisiera ejemplificar esta revolución que lo era tanto formal como ideológica en cuatro obras, todas realizadas entre 1959 y 1960, dos a cada lado del Atlántico y que se agrupan por parejas: Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1959) y Shadows (John Cassavetes, 1960), por un lado, Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y La aventura (L’avventura, Michelangelo Antonioni, 1960), por otro.
Pero lo que realmente nos interesa ahora es otro movimiento paralelo sin el que no podríamos entender nada de la “revolución” que sacudió a un sector de la crítica de cine de aquellos días. Cuando el lector se adentre en la lectura de los textos aparecidos entre 1974 y 1975 en las páginas de la revista española Comunicación XXI, oirá todavía el retumbar del trueno que supuso en el campo de la teoría en general y de la teoría cinematográfica en particular, la irrupción combinada en escena del estructuralismo (como “actividad” susceptible de reconstituir un objeto mostrando las reglas de su funcionamiento), un marxismo renovado que tiraba por la borda buena parte de su dogmática (bajo la influencia, más o menos explícita, del pensamiento acuñado en la China de Mao Tse Tung), y el “retorno” a Freud propuesto por determinados grupos de psicoanalistas decididos a depurar la ganga acumulada por una práctica que se había convertido en un sistema de acondicionamiento social.
De hecho el estructuralismo convergía de manera natural, con una doble tradición firmemente asentada en el campo de las ciencias humanas: la teoría marxista de las ideologías en el plano social y el psicoanálisis en el plano psicológico. No en vano, ambas teorías ponen el acento en el hecho de que la verdadera significación de los fenómenos (y de los textos) se encuentra implícita –aquí comparece además la filiación nietzschiana de estas ideas– en la praxis social, y es susceptible de ser descodificada y analizada. En el momento que nos ocupa el marxismo es sometido a una operación de relectura por parte de Louis Althusser (Pour Marx, 1965; versión castellana, La revolución teórica de Marx, México, Siglo XXI, 1967) con su concepto central de ruptura epistemológica y el psicoanálisis es reconducido de vuelta a Freud de la mano de Jacques Lacan (Ecrits, 1966; versión castellana, Escritos I y II, México, Siglo XXI, 1971 y 1975, para una primera edición incompleta, 1984 para la versión definitiva) mediante una lectura que coloca la dimensión lingüística del aparato psíquico en el punto central de sus asunciones epistemológicas. A lo que habría que añadir que es, precisamente, la lingüística (que se inspirará en la obra fundadora de Ferdinand de Saussure) la que ofrece el modelo teórico básico de análisis a la “nueva teoría”.
De forma paralela a esta trascendental proliferación de hechos, las aguas específicas de la teoría cinematográfica iban a verse agitadas por el surgimiento de nuevas maneras de abordar y entender el universo fílmico. Desaparecido André Bazin en 1959 (sus trabajos sobre el neorrealismo aparecerían compilados póstumamente en 1962) y aunque la “Politique des Auteurs” parecería haber instaurado un nuevo y definitivo reinado crítico, algo empezaba a moverse en el mundo del pensamiento cinematográfico. La presencia en los mismos Cahiers du cinéma que habían consagrado la “política de autor” de las voces de señeros maîtres à penser del estructuralismo como Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes y Pierre Boulez en el curso de los años 1963 y 1964, ponía en evidencia la aparición en escena de una nueva dimensión crítica: el ya aludido estructuralismo, que permitía abordar los productos discursivos en términos de sistemas, colocando el acento en su dimensión sincrónica e insistiendo en su nivel formal. Segmentar, clasificar y estudiar relaciones entre las partes de un todo que no se identifica con la suma de las mismas, se convertían, así, en las operaciones básicas de la práctica estructuralista. Estructuralismo, marxismo y psicoanálisis van a suponer tres ejes centrales en torno a los que se va a construir la nueva teoría cinematográfica a fines de los años ‘60. Nueva teoría y nueva política iban a ir de la mano durante los años siguientes.
Es precisamente en el corazón de toda esta serie de problemáticas prácticas y de prácticas teóricas (para decirlo con el vocabulario en uso por aquellos años) donde se desarrolla el trabajo crítico de la “nueva crítica” que hace su aparición, principalmente, en Francia. Doblemente solicitada por la necesidad de responder a las exigencias de las nuevas formas de entender y practicar el cine (ejemplificadas por la aparición del fenómeno mundial de los “Nuevos Cines”) y por la paralela exigencia de forjar un nuevo instrumental crítico que permitiera ir más allá de la hasta entonces dominante crítica impresionista o literario-descriptiva, se iba a emprender una tarea a largo plazo tratando de sintetizar aportaciones teóricas provenientes de los campos arriba señalados. Discurso crítico que, por ejemplo, los Cahiers du cinéma (que habían sostenido con entusiasmo la ahora caducada “política de autor”) comenzarán a elaborar pacientemente a partir de 1964 y que encuentra sus puntos nodales en el número especial Film et Roman (Diciembre 1966), en la repetida publicación de textos teóricos de Christian Metz o de Pier Paolo Pasolini, y, sobre todo, en la inserción, a lo largo de diez meses entre 1967 y 1968, del singular texto de Noël Burch, Praxis du cinéma, elaboración central de una poética de filiación formalista-estructuralista (versión castellana Praxis del cine, Madrid: Fundamentos, 1970).
No es este el lugar para llevar a cabo una historia detallada de los avatares de la evolución y conflictos que acompañaron el desarrollo de esta nueva manera crítica de abordar el espectáculo cinematográfico. Me fijaré solo en uno de los momentos del trayecto conceptual recorrido por Cahiers du cinéma en busca de una línea de trabajo destinada a permitir una intervención operativa en el campo cinematográfico. (1) Y ello por la razón precisa de ofrecer un marco teórico sólido para comprender (con todos los matices y variaciones que se desee) las propuestas que realizará en la España de la década de los setenta del pasado siglo el equipo formado por Marta Hernández y Javier Maqua.
1. Comolli, Jean-Louis y Narboni, Jean: “Cinéma/Idéologie/Critique”, Cahiers du cinéma, n° 216, octubre 1969 [trad. cast.: Cahiers du cinéma. España, nº 11, abril 2008, pp.76-82].
Tras definir las películas como productos fabricados en el seno de un sistema económico preciso, convertidas en mercancía y, por tanto, en obras determinadas por la ideología del sistema económico que las fabrica y vende y constatar como este hecho las coloca de entrada como piezas de la ideología dominante, los Cahiers harán notar que en este campo (como sucede en cualquiera de los territorios que podríamos denominar artísticos) no es ni oportuno ni útil, sin embargo, cancelar las diferencias entre unas obras y otras, entre los diversos papeles que juegan los distintos tipos de filmes. Por tanto, es vital, conociendo la naturaleza del sistema (sistema de la representación que reproduce las cosas no en su realidad concreta, sino en tanto en cuanto son refractadas por la ideología), proceder a aclarar cómo es posible poner en cuestión ese sistema, intentando provocar su ruptura ideológica. Para ello es necesario analizar el conjunto de las obras cinematográficas existentes en relación, precisamente, con la ideología que expresan o, quizás, contradicen.
Con esta finalidad en mente proponen distinguir las siguientes clases de filmes:
1) Aquellos que expresan de manera ciega y fiel la ideología dominante.
2) Aquellos que llevan a cabo una doble acción en relación con su inserción ideológica: en el nivel del significado tratando temas explícitamente políticos, en el del “significante” procediendo un cuestionamiento de los sistemas de representación cinematográfica.
3) Filmes sin un significado explícitamente político pero que acceden a él a través de un trabajo “formal” crítico.
4) Filmes de “contenido” explícitamente político pero que no critican verdaderamente un sistema ideológico del que aceptan sus normas de representación.
5) Filmes aparentemente representativos de la cadena ideológica a la que parecen sujetos pero que gracias al trabajo fílmico son capaces de producir una distorsión entre un proyecto ideológico inicial reaccionario y el producto terminado. En estas obras la ideología se convierte en efecto del texto y solo el trabajo del filme permite su exposición.
6) Filmes que se basan en la filmación en “directo”, centrándose en hechos sociales o políticos pero que no se diferencian básicamente del cine político en general al no poner en cuestión el sistema de la representación.
7) Filmes, también basados sobre el “directo”, pero que no satisfechos con esa “mirada que traspasaría las apariencias” trabajan en campos más amplios.
Sentadas estas bases la función de la crítica puede redefinirse en torno a los siguientes ejes de intervención:
a) Mostrar cómo las obras cinematográficas de la categoría 1) están totalmente determinadas por la ideología.
b) En el caso de los filmes de los grupos 2), 3), y 7), se hace necesario proceder a una doble lectura que sirva para poner en evidencia la operación reflexiva de la película tanto en el terreno del significante como en el del significado.
c) En los casos de las obras de los grupos 4) y 6) se trataría de poner de manifiesto como sus pretendidos significados políticos, se debilitan en ausencia de un trabajo sobre los significantes.
d) Por fin, en el caso de los filmes del grupo 5), la tarea del crítico consistiría en ubicar y sacar a la luz el trabajo del filme y los efectos que este hecho produce sobre su proyecto ideológico.
Tocata y fuga de Lolita, Antonio Drove, 1974
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Una parte de este legado crítico será debidamente asimilado, “traducido” y adaptado por los mejores de nuestros escritores cinematográficos a las circunstancias de un país que, como España, estaba sometido a una dictadura que, aunque debilitada por múltiples causas objetivas, seguía controlando los registros fundamentales de la vida cotidiana del pueblo español. Y, porque, entre otras cosas, la crítica española tenía que bregar con un cine que se exhibía en nuestras pantallas bien diferente del que se veía en los países democráticos y era necesario atender también (y bien que lo hizo en el caso que nos ocupa) a esos especímenes que parecían más refractarios a un análisis serio.
Pero quisiera destacar que si algo ha permanecido de manera indeleble más de cuarenta años después de su aparición en escena en los trabajos colectivos que acogió Comunicación XXI, es la voluntad de batirse el cobre, con uñas y dientes, con la materialidad de los filmes estudiados, en el convencimiento de que es ahí dónde reside su sentido y dónde pueden ser estudiados (y denunciados, en su caso) en su función comunicativa. Lejos de sus autores (retorno de nuevo a Eliot) esa “haragana afición a sustituir el estudio cuidadoso de los textos por la asimilación de opiniones ajenas”. Porque lo que está en juego es saber cómo dicen las películas lo que dicen y para eso es necesario reconocer, con todas sus implicaciones, que hablar de cine es hablar, por supuesto, del mundo posible que construyen sus imágenes y sonidos, pero que, en la medida en que ese mundo solo existe a través de esas imágenes y sonidos, habrá que tomar muy en cuenta la forma que adopta ese mundo ante los ojos del espectador si queremos ayudarle a comprender con qué objetivos y con qué medios está construido.
En el fondo el trabajo de Marta Hernández y Javier Maqua rezuma esa “inteligencia moral” de la que hablaba Steiner y que es patrimonio de los grandes esfuerzos culturales. Para intentar explicarme con claridad: si a un crítico de los años treinta del siglo pasado le correspondía la tarea de mostrar de qué manera las elecciones de ángulo y el montaje hacían de los filmes de Leni Riefenstahl obras intrínsecamente nazis (poniendo en evidencia el posterior discurso exculpatorio de su autora), al actual le toca, por ejemplo, ir un poco más allá del hipnotismo que producen los trabajos de, por ejemplo, un Michael Haneke para dar cuenta del sentido real de sus películas. Podríamos decir que Marta Hernández y Javier Maqua cumplieron con sus deberes (en plural) haciéndonos ver el cine con ojos renovados y mostrando, sin ambages ni escapismos, que nada más lejos del formalismo que el conocer cómo funcionaban los objetos comunicativos que interpelaban al espectador español en el momento histórico que les tocó vivir. Pero no nos engañemos: es porque su análisis está imbricado con su momento histórico por lo que nos interpela ahora. Ni arqueología, ni literatura hueca. Gracias a Hernández y Maqua sabemos más tanto sobre nuestro pasado como sobre nosotros mismos aquí y ahora.
El trabajo que nos ocupa se sitúa en el punto de inflexión entre una crítica del gusto y un análisis de la significación de cualquier producto cultural. Ya no se trata de hacer literatura en torno a una pretendida obra de arte (aunque autores como Cabrera Infante parezcan ofrecer una sugestiva alternativa a esta afirmación) sino de proceder a un estudio sistemático y metódico, riguroso y exhaustivo de los mecanismos que constituyen a un filme en un objeto de sentido. Por tanto, se trata de dotar al espectador de los elementos pertinentes para que pueda no solo entender el discurso de la obra sino, por encima de todo, entender de qué manera esta obra está preformada para hacerle comprender eso que debe comprender. De donde se deduce el corolario siguiente: el supuesto formalismo de este tipo de operaciones es, justamente, lo contrario en la medida en que entender el funcionamiento de la forma es penetrar en la ideología que la constituye como tal. Nada más, pero nada menos.