INTRODUCCIÓN
¿Qué es lo real?
¿En qué ha quedado lo real en el siglo XXI? En la que fuera alumbrada como la era de “la sociedad de la información”, el acercamiento a lo real se ha convertido, curiosamente, en una tarea desglosada hasta el infinito, casi contraproducente. Tanto volumen de datos, de opiniones y perspectivas, de argumentaciones, de rapidez informativa llegada desde cualquier parte del mundo, ha acabado por enmarañar la sensación de realidad como ente tangible, ha creado una impresión de polivalencia inasible que ha sumido el nuevo siglo en la confusión. Así, emergen la narración, la simplificación o, más aún, el engaño, como únicas maneras de entrar en contacto con estructuras comprensibles, como verdades homologadas que generan la ilusión de poder definir un mundo que se ha demostrado fugitivo de toda clasificación.
Además de la multiplicación exponencial del “campo real” que supera el propio entendimiento individual, el ser humano se ha enfrentado a un conflicto todavía mayor: el de una realidad quizá decepcionante a la que ha buscado refugio similar en la ficción al que antaño encontró en la fe. Lo virtual acapara el protagonismo en la sociedad contemporánea y cada vez se parece más a su supuesto antónimo, lo real. La tecnología, la informática, internet…, abren una nueva línea de interacción y encuentran legión de seres que descubren facetas distintas de sí mismos solo con cambiar las reglas de presencia física o de comunicación no verbal. ¿Cuál es, entonces, su verdadera identidad? Y mientras, un sistema entero se colapsa y destapa la fragilidad de sus pilares “verdaderos” hasta construir la sensación de espejismo económico, político y social. Las certezas parecen haber caducado para siempre.
En 2012, cuando se empezó a escribir este libro, el cine tejió algunas de sus mejores películas alrededor de lo relativo, de lo ambiguo o de lo engañoso. El arte que nació en 1895 asustando a unos espectadores que pensaron que un tren caminaba hacia ellos, se pliega sobre sí mismo y reflexiona más que nunca sobre las sinergias entre una palabra de connotaciones positivas y mágicas como la invención –como el homenaje que Scorsese realizó a su oficio en La invención de Hugo (Hugo, Martin Scorsese, 2011)– y su denostada hermana, su cara B: la manipulación. Y el cine se lanza a las tres dimensiones que lo acercan a la mimesis con la experiencia vital pero sigue pactando con cada espectador esa verdad irreal, que detona emociones auténticas a veces olvidadas por el compás alienante de una realidad en entredicho. Holy Motors (Leos Carax, 2012) planteaba desde su limusina blanca la multiplicidad de la identidad. La pregunta añeja del “¿quiénes somos?” dividida como la luz al pasar por una gota de agua, aunque en vez de en siete colores en nueve existencias distintas en un mismo día. ¿Es la aceptación de esa complejidad neutralizante y agotadora la única forma de asunción de la realidad contemporánea? ¿Ha olvidado el hombre quién es, en busca de la acumulación cuantitativa de facetas? En la casa (Dans la maison, François Ozon, 2012) ganaba en San Sebastián por defender la retórica como paleta con la que pintar una realidad gris, como narración mucho más estimulante que la enumeración objetiva de hechos y sensaciones del día a día. Como una Sherezade que se cuenta cuentos a sí misma para salvarse de una realidad que la ejecuta. Una apasionante creación frente a una tediosa objetividad. La vida de Pi (Life of Pi, Ang Lee, 2012) definía la espiritualidad como voluntad de decorar mejor la realidad a través del relato. Y César debe morir (Cesare deve morire, Paolo y Vittorio Taviani, 2012) triunfaba en Berlín por alzar la obra de Shakespeare como atenuante de la pérdida de libertades de los presos en la cárcel romana de Rebibbia y como rito por el cual acceder a los conflictos “reales” de sus protagonistas.
Conforme avanzaba el 2013, en el proceso de elaboración del libro, la urgencia por retratar, detonar o filtrar las historias a través del engaño aún arreció más. Nebraska (Alexander Payne, 2013) captaba la difícil evolución de un ser bueno engañado respecto a la generosidad del hombre, que inicia un viaje crepuscular tras creer la publicidad que le asegura ha ganado un millón de dólares. Her (Spike Jonze, 2013) ponía al día la virtualidad de las relaciones y Joaquin Phoenix se enamoraba de su sofisticado y, por qué no, sexy sistema operativo con la voz de Scarlett Johansson. La gran estafa americana (American Hustle, David O. Russell, 2013) recuperaba el clásico juego de espejos identitarios con personajes que huyen hacia adelante, no vaya a ser que su propia y miserable verdad les alcance algún día. Woody Allen sumaba el engaño a gran escala de las estafas económicas culminadas por Bernard Madoff con el espejismo íntimo de un sosias de Blanche DuBois, esa Blue Jasmine (2013).
Y dos deslumbrantes documentales se encontraron explorando lo escurridizo de la verdad: Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012) tenía en el cantante Rodríguez a una persona capaz de ser a la vez superestrella y perdedor olvidado o incluso estar vivo y muerto simultáneamente, mientras que The Act of Killing (Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, 2012) utilizaba la representación de una barbarie histórica como manera de que sus responsables tomaran conciencia de la misma.
2014 fue el año de Birdman, de Alejandro González Iñárritu, que triunfó en los Óscar con un retrato del desdoblamiento de un actor en decadencia, incapaz de encontrar su personalidad como artista, su identidad como hombre, y rodada, además, con la siempre inteligente pero indudablemente tramposa vocación de manipulación de un director que, esta vez, viste de plano secuencia y tono casi documental su acercamiento más honesto a la frivolidad y el espejismo.
Y en 2015 y 2016... digamos que el peso de la mentira en el cine no ha dejado de crecer, como también ocurre, fuera de las salas, en las esferas políticas y (redes) sociales.
En este nuevo volumen de la colección Intertextos de Shangrila Textos Aparte nos remontamos a dos cintas, Bienvenido Mr. Chance (Being There, Hal Ashby, 1979) y Lars y una chica de verdad (Lars and the Real Girl, Craig Gillespie, 2007), que juegan con las percepciones, con los espejismos y los simulacros. No con el ver para creer, sino con el creer para ver. Fábulas amables de simplificación, en principio, por las que subyacen inquietantes mensajes sobre las bondades y los peligros de ese engaño, de la desconexión inconsciente o elegida con la realidad. Cuentos de doble o triple lectura que ponen contra las cuerdas el convenio social, que juegan con lo falso como catalizador de lo verdadero y que perfilan la necesidad del hombre de recurrir a los placebos. Temas recurrentes en arte, mitología, literatura y, por supuesto, cine. Juegos de espejos, de Narcisos que se multiplican y creen estar socializando entre ellos, o de soledades que se encuentran y se alivian. De ficciones que perduran y realidades que caducan. De democracias que se refrendan o de individuos que se desmarcan. Fantasías que nos hacen ser más reales. Y realidades que nos obligan a fantasear.
Además de la multiplicación exponencial del “campo real” que supera el propio entendimiento individual, el ser humano se ha enfrentado a un conflicto todavía mayor: el de una realidad quizá decepcionante a la que ha buscado refugio similar en la ficción al que antaño encontró en la fe. Lo virtual acapara el protagonismo en la sociedad contemporánea y cada vez se parece más a su supuesto antónimo, lo real. La tecnología, la informática, internet…, abren una nueva línea de interacción y encuentran legión de seres que descubren facetas distintas de sí mismos solo con cambiar las reglas de presencia física o de comunicación no verbal. ¿Cuál es, entonces, su verdadera identidad? Y mientras, un sistema entero se colapsa y destapa la fragilidad de sus pilares “verdaderos” hasta construir la sensación de espejismo económico, político y social. Las certezas parecen haber caducado para siempre.
En 2012, cuando se empezó a escribir este libro, el cine tejió algunas de sus mejores películas alrededor de lo relativo, de lo ambiguo o de lo engañoso. El arte que nació en 1895 asustando a unos espectadores que pensaron que un tren caminaba hacia ellos, se pliega sobre sí mismo y reflexiona más que nunca sobre las sinergias entre una palabra de connotaciones positivas y mágicas como la invención –como el homenaje que Scorsese realizó a su oficio en La invención de Hugo (Hugo, Martin Scorsese, 2011)– y su denostada hermana, su cara B: la manipulación. Y el cine se lanza a las tres dimensiones que lo acercan a la mimesis con la experiencia vital pero sigue pactando con cada espectador esa verdad irreal, que detona emociones auténticas a veces olvidadas por el compás alienante de una realidad en entredicho. Holy Motors (Leos Carax, 2012) planteaba desde su limusina blanca la multiplicidad de la identidad. La pregunta añeja del “¿quiénes somos?” dividida como la luz al pasar por una gota de agua, aunque en vez de en siete colores en nueve existencias distintas en un mismo día. ¿Es la aceptación de esa complejidad neutralizante y agotadora la única forma de asunción de la realidad contemporánea? ¿Ha olvidado el hombre quién es, en busca de la acumulación cuantitativa de facetas? En la casa (Dans la maison, François Ozon, 2012) ganaba en San Sebastián por defender la retórica como paleta con la que pintar una realidad gris, como narración mucho más estimulante que la enumeración objetiva de hechos y sensaciones del día a día. Como una Sherezade que se cuenta cuentos a sí misma para salvarse de una realidad que la ejecuta. Una apasionante creación frente a una tediosa objetividad. La vida de Pi (Life of Pi, Ang Lee, 2012) definía la espiritualidad como voluntad de decorar mejor la realidad a través del relato. Y César debe morir (Cesare deve morire, Paolo y Vittorio Taviani, 2012) triunfaba en Berlín por alzar la obra de Shakespeare como atenuante de la pérdida de libertades de los presos en la cárcel romana de Rebibbia y como rito por el cual acceder a los conflictos “reales” de sus protagonistas.
Conforme avanzaba el 2013, en el proceso de elaboración del libro, la urgencia por retratar, detonar o filtrar las historias a través del engaño aún arreció más. Nebraska (Alexander Payne, 2013) captaba la difícil evolución de un ser bueno engañado respecto a la generosidad del hombre, que inicia un viaje crepuscular tras creer la publicidad que le asegura ha ganado un millón de dólares. Her (Spike Jonze, 2013) ponía al día la virtualidad de las relaciones y Joaquin Phoenix se enamoraba de su sofisticado y, por qué no, sexy sistema operativo con la voz de Scarlett Johansson. La gran estafa americana (American Hustle, David O. Russell, 2013) recuperaba el clásico juego de espejos identitarios con personajes que huyen hacia adelante, no vaya a ser que su propia y miserable verdad les alcance algún día. Woody Allen sumaba el engaño a gran escala de las estafas económicas culminadas por Bernard Madoff con el espejismo íntimo de un sosias de Blanche DuBois, esa Blue Jasmine (2013).
Y dos deslumbrantes documentales se encontraron explorando lo escurridizo de la verdad: Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012) tenía en el cantante Rodríguez a una persona capaz de ser a la vez superestrella y perdedor olvidado o incluso estar vivo y muerto simultáneamente, mientras que The Act of Killing (Joshua Oppenheimer y Christine Cynn, 2012) utilizaba la representación de una barbarie histórica como manera de que sus responsables tomaran conciencia de la misma.
2014 fue el año de Birdman, de Alejandro González Iñárritu, que triunfó en los Óscar con un retrato del desdoblamiento de un actor en decadencia, incapaz de encontrar su personalidad como artista, su identidad como hombre, y rodada, además, con la siempre inteligente pero indudablemente tramposa vocación de manipulación de un director que, esta vez, viste de plano secuencia y tono casi documental su acercamiento más honesto a la frivolidad y el espejismo.
Y en 2015 y 2016... digamos que el peso de la mentira en el cine no ha dejado de crecer, como también ocurre, fuera de las salas, en las esferas políticas y (redes) sociales.
En este nuevo volumen de la colección Intertextos de Shangrila Textos Aparte nos remontamos a dos cintas, Bienvenido Mr. Chance (Being There, Hal Ashby, 1979) y Lars y una chica de verdad (Lars and the Real Girl, Craig Gillespie, 2007), que juegan con las percepciones, con los espejismos y los simulacros. No con el ver para creer, sino con el creer para ver. Fábulas amables de simplificación, en principio, por las que subyacen inquietantes mensajes sobre las bondades y los peligros de ese engaño, de la desconexión inconsciente o elegida con la realidad. Cuentos de doble o triple lectura que ponen contra las cuerdas el convenio social, que juegan con lo falso como catalizador de lo verdadero y que perfilan la necesidad del hombre de recurrir a los placebos. Temas recurrentes en arte, mitología, literatura y, por supuesto, cine. Juegos de espejos, de Narcisos que se multiplican y creen estar socializando entre ellos, o de soledades que se encuentran y se alivian. De ficciones que perduran y realidades que caducan. De democracias que se refrendan o de individuos que se desmarcan. Fantasías que nos hacen ser más reales. Y realidades que nos obligan a fantasear.