Introducción
Pablo Ferrando / Javier Moral
La cuestión humana, Nicolas Klotz, 2007
[...] llama la atención en este comienzo de siglo la presencia en las pantallas cinematográficas de numerosas películas que se han acercado de nuevo a esa oscuridad impenetrable que simboliza Auschwitz. [...]
La extrema profusión de títulos, pues, continúa alentando el debate: ¿Por qué volvemos de manera insistente a Auschwitz? ¿Por qué nos mostramos incapaces de ignorarlo, de sepultarlo en cuanto acontecimiento ya concluido, ajeno a nuestro presente? Al margen de las lógicas culturales del capitalismo tardío y su voracidad mediática y mediatizadora, la respuesta dista de ser sencilla: la complejidad del desastre impide su agotamiento desde una única perspectiva de análisis, y las motivaciones se hunden en lo más profundo de nuestra concepción social.
II
En primer lugar, el exterminio de seis millones de personas en el corazón de Europa puede ser considerado el acontecimiento que nos constituye como sociedad. Auschwitz simboliza el límite mismo de nuestra decibilidad colectiva, opera como lo impensable desde el que pensarnos. Es el núcleo exterior que nos define y nos nombra, el punto de partida insalvable desde el que establecer cualquier reflexión sobre el occidente moderno, sobre nuestra identidad social.
Acontecimiento absoluto de la historia en palabras de Maurice Blanchot, lo que ocurrió detrás de las alambradas traspasó todos los límites de la humanidad, “quemazón en que se abrasó toda la historia, en que se abismó el movimiento del Sentido, en que se arruinó el don no perdonable ni consentido”. La abyección más extrema trastornó por completo la conciencia de la civilización occidental. Auschwitz desbordó su capacidad para procesar un acontecimiento de tal envergadura, rasgó su membrana protectora y le impidió absorber el brutal impacto de lo real. El conocimiento de la barbarie no pudo ser incorporado a la experiencia social y quedó instalado en las capas más profundas de la conciencia de occidente como un exceso energético imposible de acomodar.
Convertido Auschwitz en un hecho histórico traumático, los síntomas de dicha condición no regresaron más que después de un periodo de latencia. No en vano, el genocidio sufrió un “eclipse casi total” en la sociedad occidental -incluyendo a la recién creada Israel-, durante los años 50 y la primera parte de la década posterior. La visibilidad del exterminio judío no comenzó hasta mediados de los 60, emergencia que puso en evidencia el retorno de lo reprimido y los procesos complementarios que lo definen: el regreso compulsivo al momento determinante en que el sistema defensivo social fue desbordado y la necesidad imperiosa de elaboración de los acontecimientos que lo excedieron. El juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén en 1961, la Guerra de los Seis Días en 1967, o la intensificación de los discursos de la memoria sobre el genocidio judío en Europa y EEUU a comienzos de los 80, momento decisivo en la visibilidad global del exterminio, pueden ser analizados desde esta perspectiva. La batería de aniversarios que se extendieron durante la década (la rememoración del ascenso de Hitler al poder en 1983, de la Kristallnacht en 1988, la apertura de un museo en la mansión donde tuvo lugar la conferencia de Wannsee en 1992, etc.), y la apremiante actividad cultural desplegada con la aparición de numerosos libros y películas sobre el asunto, se perfilan así como síntomas inequívocos de nuestra necesidad de regresar siempre de nuevo al agujero negro de Auschwitz.
III
A la respuesta psicoanalítica se superpone otra reflexión de corte filosófico que reclama con determinación nuestra responsabilidad social como señalara Jürgen Habermas:
III
A la respuesta psicoanalítica se superpone otra reflexión de corte filosófico que reclama con determinación nuestra responsabilidad social como señalara Jürgen Habermas:
Las catástrofes de nuestro siglo han introducido una nueva mudanza en esta conciencia del tiempo. Ahora nuestra responsabilidad se hace extensiva incluso al pasado. Este no puede aceptarse simplemente como algo fáctico y acabado. Walter Benjamin definió con suma precisión las demandas que los muertos hacen a la fuerza anamnética de las generaciones vivas. Es cierto que no podemos reparar el sufrimiento pasado ni reparar las injusticias que se hicieron a los muertos; pero sí que poseemos la fuerza débil de un recuerdo expiatorio. Solo la sensibilidad frente a los inocentes torturados de cuya herencia vivimos es capaz también de generar una distancia reflexiva respecto a nuestra propia tradición, una sensibilidad frente a la terrorífica ambivalencia de las tradiciones que han configurado nuestra propia identidad. Pero nuestra identidad no es solamente algo con que nos hayamos encontrado ahí, sino algo que es también y a la vez nuestro propio proyecto [HABERMAS, Jürgen, Identidades nacionales y postnacionales]
En esa apelación a una tradición que no es solamente encontrada, sino que es también y a la vez nuestro propio proyecto, Habermas reformula el eje esencial del pensamiento de la Escuela de Franckfurt, sintetizada en el dictum de Theodor Adorno: el hombre debe “orientar su pensamiento y acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante”.
La cinta blanca, Michael Haneke, 2009
La distancia respecto al desastre del segundo en comparación con la cercanía del primero confiere aún mayor vigor a la sentencia: debemos responsabilizarnos del pasado para comprendernos mejor en el presente, y poder proyectarnos así con mayor capacidad de éxito hacia el futuro. No se trata por tanto de embalsamar el recuerdo de Auschwitz, sepultarlo bajo el peso de la conmemoración institucionalizada y la ritualización memorial. Antes bien, se trata de comprender y asumir que la barbarie nos interpela directamente, que proyecta su hedionda luz fatua sobre nuestro hoy. Tanto La cinta blanca como La cuestión humana, que sortean las interpretaciones más consoladoras del desastre, hacen suya esta premisa: Auschwitz no debe ser considerado como algo clausurado y por tanto ajeno a nuestra realidad, sino como un espejo o juego de espejos en los que la sociedad debe mirarse de frente con valentía. O en otras palabras, el presente puede (y debe) verse bajo el prisma del exterminio, tal es la tesis que defienden los dos filmes de nuestro estudio.
Es por eso que, pese a la memoria del horror, pese a la experiencia adquirida con el paso de los ciclos de la historia, aún seguimos percibiendo los turbadores reflejos de Auschwitz. De ahí que rechacemos con vehemencia la falaz idea de John Boyne cuando afirma en las últimas líneas de su novela comercial8 que ya no volverá a suceder el exterminio masivo de seres humanos. La urgencia de los acontecimientos contemporáneos parece contradecirle y confirmar el oscuro diagnóstico: la barbarie no está tan lejos ni tan superada como podríamos suponer, el límite puede ser franqueado de nuevo en cualquier momento.
Por un lado, las desoladoras imágenes televisivas del hacinamiento de miles de refugiados en trenes y autobuses mientras atraviesan Europa y sus alambradas huyendo del horror de sus países. Las escalofriantes escenas de miles de cuerpos amontonados sobre ataúdes flotantes en mitad del mediterráneo, pendientes de las decisiones de unos poderes políticos timoratos y presos de su sumisión al poder económico. El ascenso de movimientos de ultraderecha que vuelven a nutrirse del odio al extranjero, siempre susceptible de segregación y se aprovechan del desánimo social ante la flagrante dejación de los políticos y autoridades económicas y esconden su estrechez mental en la retórica inflamada y vacua de la pureza de la raza. Todos ellos operan como signos que nos avisan de que la amenaza persiste aún hoy, de que ese maravilloso presente sin conflictos no es más que una añagaza de la derecha neoliberal para mantener su status quo y su posición de dominio. Unos signos además, que nos desafían y solicitan nuestra actuación, exigen nuestra “indignación”, el impulso ciudadano que permita reconstruir esa realidad que a veces se asemeja con demasiada claridad a aquella otra que hizo posible la barbarie.
Por otro lado, tanto la crisis económica como las deformaciones producidas en las bases educativas del sujeto contemporáneo han sido temas actuales de enorme preocupación social. En septiembre de 2015 recibimos la noticia de una chica de 13 años que había pegado una brutal paliza a otra de edad similar en un parque público de Gandía (Valencia). La agresora iba acompañada por sus amigos que jaleaban y grababan con sus móviles el acto violento. Algunas asociaciones españolas lamentaron que este tipo de sucesos esté siendo cada vez más frecuente entre jóvenes menores de 15 años. La conclusión a la que se llegaba en dicha noticia es que el sistema educativo estaba fallando, pero sin duda la familia también tendrá algo que ver.
En definitiva, la imposición de una ley patriarcal dogmática a un sujeto que sublima toda la violencia ejercida sobre él bajo la forma de una sumisión rayana en la perversión, es lo que denuncia La cinta blanca. La amoralidad de una contemporaneidad regida por el mandato económico, que transforma al individuo en una pieza instrumental sometido a las necesidades del sistema (incluso en contra del mismo sujeto), es la tesis que defiende La cuestión humana. Pasado, presente y futuro se entrecruzan así en un diálogo abierto, en permanente revisión y siempre en relación de inestabilidad; intrincado juego de espejos que permiten dibujar el siniestro rostro de Auschwitz.