Jean Cocteau
[...] En sus momentos bajos, Cocteau se vio a sí mismo como el más odiado y perseguido artista de Francia, pero fue un pilar de la modernidad, un creador fecundo y coherente y, más tarde, un ejemplo cuya luz perduró y sigue iluminándonos y transmitiendo los frutos de su talento y de su amistad y sus relaciones con lo más florido de la inteligencia y el arte de su época en distintas vertientes, desde el cine o la poesía hasta la moda. Invirtió mucho de sí mismo, lo cual le cargó con grandes responsabilidades (Williams, 2008: 215), no siempre bien valoradas.
No es buena mezcla la de la mala salud, el opio y el incesante y diverso trabajo, y Cocteau conoció sus enervantes resultados. Él fue su obra y su obra le dio vida a él, al Jean Cocteau de la estrella y la llaga parlante. Tuvo un intenso deseo de plenitud y reconocimiento. Fue moderno en el arte y también en infinitos aspectos de su vida social y personal, heredero del espíritu de Apollinaire, y con un proyecto de vida en tensión y contradicción permanentes. “Uno debe ser un hombre vivo y un artista póstumo”, escribió y, a modo de epitafio: “Je reste parmi vous”.