The Blackout, Alber Ferrara, 1997
Se muestra un cuerpo que sufre en la pantalla. Para eso, desde tiempos inmemoriales, se convoca a parte de la audiencia: para que se llenen los ojos y actúen como testigos en el espacio mismo del sufrimiento. Griffith lo descubrió arrojando contra el objetivo una legión de niños famélicos, desesperados, que vagaban en sus cortometrajes de la década de los diez extendiendo sus manos y muriendo de frío en las aceras. Como la pequeña cerillera del cuento de Andersen, los cuerpos de los niños de Griffith se petrificaban de frío en las aceras —en un parpadeo, se proyecta detrás de mi texto el gesto durmiente de Aylan, aquel niño sirio que intentó encender sus fósforos en el fondo del mar y desde entonces duerme el sueño de la Historia, convertido en fetiche, convertido en mártir, convertido en sueño aquí donde los niños de Griffith, una vez terminado el ronroneo del celuloide deslizándose por el chasis de la cámara, simple y llanamente, despertaban y cobraban sus cuproníqueles de mano del magnate del naciente Hollywood.
Se muestra, decía, un cuerpo que sufre en la pantalla.
En ese sufrir hay siempre una dirección de lectura que resulta ser fingimiento (el niño, también decía, despierta y sale de plano para seguir viviendo, o el cadáver se despereza, acude a camerinos, se limpia con cuidado la mancha de pintura roja, enciende displicentemente —qué ironía— un cigarro que dispara su inminente cáncer de pulmón). También hay una dirección de lectura que resulta ser espectáculo (el espectador acude a la sala para llenarse los ojos, para empujarse con toda violencia el mal en los ojos y después hacer chasquear su lengua, opíparo festín de cuerpos muertos, exquisita fascinación, dulce tormento).
Pero hay un tercer nivel de lectura que debe ser tomado en toda su radicalidad.
Cada vez que se muestra una atrocidad en la pantalla —sea fingida, sea arrancada al pozo mismo de lo real, sea orquestada, sea matizada por exquisitos procesos estéticos de edición— se está realizando una teodicea. Se está escribiendo, de manera precisa, lo que ya sabemos: que seguimos solos, que estamos solos, que el bautismo no ha podido —triste misterio del Misterio— limpiar la mancha de nuestro Pecado Original [...]
"El cine de Abel Ferrara
y las esquirlas de lo sagrado"
Aarón Rodríguez Serrano