Botonera

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10.10.18

III. "CARTAS, CUERPOS, ESCRITURA", Revista Shangrila nº 32, Shangrila 2018




A MODO DE INTRODUCCIÓN

Batalla de Dan-no-ura


El 25 de abril de 1185 se libró en el antiguo estrecho de Shimonoseki la última batalla de las Guerras Genpei (1180-1185). Fue la batalla de Dan-no-ura, en la que los clanes Genji y Heike se enfrentaron en un combate naval por el control de Japón. En tan solo medio día, los arqueros Genji acorralaron desde sus buques a timoneles y remeros de la flota enemiga. Los Heike era liderados por Antoku, su emperador infante de seis años de edad. Ante la certeza de la derrota, los guerreros Heike, incluido el emperador-niño, optaron por arrojarse al mar. Volvieron como espectros sin consuelo en el relato popular Hoichi, el monje sin orejas, recogido por Lafcadio Hearn en Kwaidan (1904), su recopilación de cuentos fantásticos japoneses. Cuatro de esos cuentos, incluida la historia de Hoichi, fueron filmados por Masaki Kobayashi en 1964, con el mismo título general que alude al “más allá”. Porque las cosas no hacen sino volver y los gestos, repetirse. 



Kwaidan


Hoichi es un trovador ciego asilado en un monasterio, que narra mientras toca su biwa la desgraciada historia de los Heike. Un samurái acude a buscarlo varias noches, para que deleite con su relato a su señor. Los monjes que lo acogen descubren que Hoichi no es llevado a un palacio sino a un cementerio, para que toque frente a una tumba. Es la tumba del emperador-niño, en torno a la que se reúnen, bajo la forma inasible del espectro, los ahogados de aquel combate final, los que eligieron el agua. El samurái mensajero es un fantasma. Para proteger a Hoichi, los monjes cubren todo su cuerpo con sutras en kanji, porque esa escritura sagrada lo volverá invisible. Así sucede, excepto con las orejas de Hoichi, que los monjes olvidan escribir. Al ver ese par de orejas suspendidas en el aire, el samurái fantasma las corta con su catana para cumplir con su señor, entregándole la única porción disponible del músico ciego.   



Kwaidan


El cuerpo escrito de Hoichi es una oda a la escritura como talismán y escudo. La escritura es la capa mágica que lo hará invisible, inmune al asedio del fantasma. Hoichi solo tiene que permanecer en silencio. Porque cuando la escritura actúa, no se habla. La mano que escribe sujeta la lengua. Con su cuerpo literalmente marcado por los signos de un sistema, Hoichi cree estar a salvo. Sin embargo, la mano que escribe olvidó las orejas, esa parte del cuerpo en estado puro, bocado de catana. Porque la mano que escribe, en definitiva, es una mano inoperante. 



Robert Walser


“Ni siquiera pude hacer un nudo adecuado”. Así explicó Robert Walser el fracaso de su intento de suicidio. Walser sabía lo que no puede una mano. Su mano derecha comenzó a acalambrarse pasados los treinta años. Superó esa impotencia manual cuando reemplazó las plumas (que conservó para escribir cartas) por el lápiz. Walser inventó su propio método de escritura a lápiz (“me calma y me alegra”, confesó) y dejó a su muerte alrededor de quinientas páginas cubiertas de un borde a otro de signos caligráficos semejantes a insectos, diminutos y vivísimos, tan insólitos y delicados que su albacea creyó que se trataba de un código secreto. La estenografía de un libro del Yo. Un “Ich-Buch”, dijo Walser, “cortajeado o descoyuntado”, que debería leerse como una “larga historia realista sin argumentos”. Walser no había encontrado, sin embargo, un lápiz capaz de disolver o atemperar el desajuste crónico de su cabeza. En 1932 se internó en un hospital psiquiátrico y dejó de escribir. “No estoy aquí para escribir sino para ser loco”. En el informe médico inicial se indica que “respondió con evasivas cuando se le preguntó si estaba harto de la vida”. Después, Walser pegó bolsas de papel y seleccionó alubias en el hospital. Y se lanzó a caminar por el hielo. 




Microescritura de Robert Walser


Se escribe desde la tara y desde el trauma. Desde un agujero. Consideremos al que escribe un tarado, un traumatizado. Cuando ya no se puede salir del agujero, o cuando se sale, ya no se escribe más. Porque uno se ha vuelto loco o está en paz consigo mismo. Ya no puede o no necesita decir nada. 

Pero cuando se escribe, se escribe para dejar en claro y poner en acto lo que somos capaces de hacer: catarsis, regalos, daño. Nuestro arte humano: manipular, convencer, seducir, reclamar, darnos sin medida. La carta es la sobredosis de esos poderes, su ejercicio redoblado. Es íntima como la saliva y peligrosa como un puñal. De la carta ya enviada no se vuelve. Y profanar una carta es un delito. La carta es, también, la cuna y la alhaja de la caligrafía. El perito caligráfico escruta y calibra el temblor, la presión, las distancias y las detenciones. La carta condena. 

En este volumen se habla de la carta como un artefacto dentro de otro (una película, un libro, un cuadro, una artesanía) que la contiene y que la muestra, es decir, la exhibe y la vulnera sin castigo legal. Es el atributo y la impunidad de la ficción, ese reino en el que se escriben cartas para todos en general y para nadie en particular, porque uno no se basta a sí mismo. También se habla de obras enteras elaboradas bajo la forma de la carta, y del fulgor y la manía de lo epistolar como un diminutivo del atlas, una extensión de la tarjeta postal y un feudo al borde de la quiebra. Porque el que escribe tiene miedo. Y el que escribe una carta está aterrado.



El reverendo, Paul Schrader


Considérese entonces este volumen un archivo de cuerpos domesticados y provisionalmente salvados por la escritura, escritos por la mano que controla y reescritos por la que obedece, o no.  Mano cautiva de los signos o por obra de los signos, desatada. Mano metida en un sobre que todavía no es una bolsa de papel ni un puñado de alubias ni un mar para perdedores, con su gran boca líquida y abierta. Solo un sobre. 

No se sabe lo que hay adentro. 
Quémese pero después. 
Quémese después de leerse.