Botonera

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30.11.18

VII. "SHOAH. EL CAMPO FUERA DE CAMPO. CINE Y PENSAMIENTO EN CLAUDE LANZMANN, Alberto Sucasas, Shangrila 2018




Shoah



[...] Examinada ya su sintaxis (repertorio de formas mediante las cuales el montaje audiovisual reconfigura, en diferentes niveles de articulación, el material filmado, hasta concluir en la película como totalidad), se impone tematizar el material mismo de Shoah al que se aplican esas operaciones constructivas. 

Ya nos resulta familiar: por un lado, los rostros de los testigos; por otro, los lugares del Exterminio. En ninguno de ambos casos estamos ante una masa informe de imágenes y sonidos, que solo adquiriría dignidad estética en razón del esfuerzo estructurador sobre ella ejercido por el montaje. En modo alguno. Por decisivo que sea el montaje en Shoah, y lo es en grado sumo, un trabajo creador lo precede. Antes incluso del rodaje: Lanzmann planifica con rigor las tomas, testimoniales o paisajísticas; cuando la cámara procede a la filmación sabe ya qué pretende obtener, aunque no sea menos cierto que se muestra respetuosa y hospitalaria con lo imprevisible del acontecimiento. Durante el rodaje propiamente dicho: el registro fílmico de rostros y lugares incorpora decisiones relativas a múltiples factores (iluminación; angulación; movimientos de cámara; duración de la toma; composición del plano…), en función de las cuales el material filmado está ya condicionado por opciones estéticas. En tanto que cineasta, Lanzmann no solo representa un soberbio montador; su personalidad artística ha de completarse con otra faceta, la de un rodaje que obedece a pautas rigurosas de puesta en escena.

Filme testimonial, Shoah ofrece una amplia galería de rostros que, por medio de la palabra, también de una gestualidad silenciosa, franquean al espectador una vía de acceso a la tragedia concentracionaria. En el testimonio cinematográfico de los campos, del que la obra de Lanzmann constituye el paradigma, confluye un doble orden de fenómenos. Por una parte, un hecho histórico: la aparición del testigo como figura decisiva del mundo contemporáneo; su eclosión mucho tuvo que ver con el proceso a Adolf Eichmann. Por otra, un dato estético: la importancia extrema del rostro, y del primer plano a él asociado, en la expresión cinematográfica, cuya exploración sin duda es deudora de los logros del retrato pictórico.


NACIMIENTO DEL TESTIGO

Cabría distinguir dos figuras de héroes, o heroínas, en la tragedia ática. Estarían, en primer término, aquellos cuya muerte se inscribe en la trama argumental, o bien porque su fallecimiento, previo al comienzo de la acción, resulta determinante para ella (es el caso de la pareja de hermanos fratricidas, Eteocles y Polinices, en la Antígona de Sófocles), o bien por encontrar la muerte en el desarrollo mismo de la obra (la propia Antígona; al igual que su prometido Hemón y Eurídice, madre de este). Pero también encontramos otra clase de personaje, cuya ejemplificación en la pieza sofoclea viene dada por Creonte: quien sobrevive a la catástrofe ha de cargar con el peso de los muertos; debe encarnar su memoria. Si la primera figura trágica anticipa la condición de los exterminados, en la segunda –una conciencia atormentada por el deber de recordar– se adivina ya el nacimiento del testigo.

No obstante, pese a su valor heurístico, el precedente trágico ilumina insuficientemente la significación del testigo. Entre ambos se interpone la distancia, inmensa, que separa la expresión literaria de lo terrible de su perpetración histórica a escala millonaria. De hecho, tal como hoy lo entendemos, el testigo es un novum de la historia contemporánea, una figura marcadamente epocal. Su advenimiento hubo de superar obstáculos considerables. De naturaleza psicológica, sin duda: el superviviente de los campos no solo fue víctima de la barbarie del Lager, sino que también soportó, tras la liberación, la presión traumática del recuerdo, difícilmente conciliable con su voluntad de reintegrarse en el mundo de los hombres; ante esa situación, resulta comprensible que muchos optasen por una amnesia voluntaria o, al menos, por la renuncia a hacer pública su experiencia. Pero igualmente de índole social y política: tras el fin de la contienda, el esfuerzo colectivo se centra en una labor de reconstrucción que deje atrás la catástrofe recién concluida, por lo que escasea la disposición a prestar oídos a quien se empeñe en evocarla; además, el escenario geopolítico de la Guerra Fría establece nuevas prioridades e incluso en Israel el imaginario sionista es desfavorable a la memoria de los campos. Censura epistémica, por último: el gremio historiográfico, celoso defensor de una metodología que privilegia la evidencia documental, se muestra suspicaz ante el valor del testimonio, pues la memoria personal no se sometería fácilmente a patrones de cientificidad.

Sin embargo, un proceso judicial, cuyas consecuencias políticas, sociales e intelectuales fueron enormes, removió todas esas dificultades y contribuyó decisivamente al nacimiento del testigo como una figura mayor de la segunda mitad del siglo XX. Tras la captura clandestina de Adolf Eichmann en Argentina en mayo de 1960 y su traslado a Israel, el proceso contra el criminal nazi se inicia en abril del año siguiente y concluye en agosto. Condenado a la horca en diciembre, la sentencia se ejecutará el 31 de mayo de 1962. Esos dos años marcan un hito en la memoria contemporánea de la barbarie. Tan es así que el acervo testimonial anterior al proceso contra Eichmann, cuantitativamente exiguo en comparación con la proliferación ulterior, apenas constituye la prehistoria del testigo; este, en tanto que figura pública, nacería en la sala del tribunal jerosolimitano [...]

(En este fragmento del libro no se ha incluido las llamadas de las notas y sus correspondientes textos)