Botonera

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9.1.19

III. "LA PRENSA CINEMATOGRÁFICA EN ESPAÑA (1910-2010)", Jorge Nieto Ferrando / José Enrique Monterde, Shangrila 2018




BREVE HISTORIA DE LA CRÍTICA Y LA PRENSA CINEMATOGRÁFICA EN ESPAÑA (I)

José Enrique Monterde



1. La función crítica

Entre los factores que definen a la especie humana, uno consustancial es lo que podemos denominar su “función crítica”. Es decir, todo ser humano desarrolla, en mayor o menor medida, su capacidad de juicio sobre cualquier aspecto que abarque su vida cotidiana. De ahí que podamos decir que esa función tiene una plena raíz antropológica. Ya el origen etimológico del término “crítica”, sea el kritérion (lo que sirve para juzgar) griego o el criticus ciceroniano, nos remite al enjuiciamiento (1); como dijo Nietszche, “el hombre es ante todo un animal que juzga”. Así, en el despliegue de la modernidad filosófica, y muy especialmente en la Ilustración, la facultad crítica fue elevada a fundamento esencial de la actividad intelectual, naciendo consecuentemente de una forma consciente y explícita el ejercicio social de la crítica, aplicado a diferentes campos de la acción humana, entre ellos los diversos territorios de las artes. Desde la duda sistemática cartesiana o el Oráculo manual y El criticón de Gracián, proponiendo una “facultad espiritual y moral de juzgar”, hasta la era de la sospecha de Locke, ese proceso culmina con las grandes críticas kantianas, cuando propone que “toda intuición sin estar ligada a un concepto resulta ciega y todo concepto sin intuición vacío”. De la crítica trascendental en Kant, en la que “el juicio de gusto no se orienta ni al conocimiento ni a la valoración moral del objeto, sino únicamente al juego placentero de las facultades del ánimo (imaginación y entendimiento) despertado por la mera representación del objeto”, a las posteriores críticas de la economía política (Marx), de la cultura (Nietszche), del sujeto y sus representaciones (Freud), de la ciencia (la “indeterminación” de Heisenberg o la “falsación” en Popper), del lenguaje (Wittgenstein) o de la sociedad (la “teoría crítica” de Adorno), el paradigma crítico se impone en el pensamiento de la sociedad occidental.

1. Recordemos que la raíz etimológica es común con el término “crisis”, por lo que podríamos entender el ejercicio crítico como una “puesta en crisis” de algo, de lo que puede resultar su dimensión denegadora que algunos identifican como negativa.

No es extraño, pues, que esa actitud crítica de raíz antropológica y filosófica se consolidase progresivamente en el ámbito artístico bajo diversos formatos y alcances, desde las reservadas cartas de Diderot sobre los Salones, dirigidas a los grandes mandatarios europeos, hasta su inserción en los novedosos medios públicos, como la prensa escrita, llegando así a su institucionalización e incluso a su progresiva profesionalización. Ahora se trataba de aplicar la facultad de juzgar al empeño artístico, en base supuestamente a unos criterios estéticos (muchas veces contaminados por la ideología, la economía o la moral), que oscilarán entre la rigidez de la reglamentación clasicista y la libertad del sentimiento romántico (2), constituyéndose en el órgano institucional de la opinión pública artística. Y eso no exento de interrogantes en torno a esa labor enjuiciadora, tal como planteara Barthes: 

La crítica no es hablar justamente en nombre de principios “verdaderos” […] La crítica dista mucho de ser una tabla de resultados o un cuerpo de juicios, sino que es esencialmente una actividad, es decir, una sucesión de actos intelectuales profundamente inmersos en la existencia histórica y subjetiva (es lo mismo) del que los lleva a cabo, es decir, del que los asume […]. El objeto de la crítica  no es “el mundo”, es un discurso, el discurso de otro: la crítica es discurso sobre un discurso; es un lenguaje segundo, o meta-lenguaje (como dirían los lógicos), que se ejerce sobre un lenguaje primero (o lenguaje-objeto). (1973: 304) 

2. Recordemos a Baudelaire cuando en una crítica de Tannhäuser proclama: “Mi encanto era tan fuerte y terrible que decidí averiguar sus motivos y transformar mi entusiasmo en sabiduría” (1999).

Añadamos, como señala Román de la Calle, que la crítica pretende “desarrollar un texto que de manera plenamente metalingüística ‘estudie’ el objeto artístico en conexión con el hecho socio-cultural que lo posibilita y condiciona” (1983: 33).

La lenta y problemática inclusión del cine entre las diversas manifestaciones de naturaleza artística fue de la mano, precisamente, de su progresiva consideración en el plano crítico, tal como ocurriera anteriormente con las demás artes u otras manifestaciones espectaculares (como los toros o el fútbol). Una vez solidificada la crítica de la literatura y el teatro, las artes plásticas, la música y la danza, etcétera, no podía sorprender que la asunción de la artisticidad del cine se acompañase por el despliegue de su crítica, paralela además al proceso de su institucionalización tal como revelan las fechas de su nacimiento. Pero el devenir de esa crítica cinematográfica se ha desarrollado a la par que otras formas de discurso con los films y el cine como objeto de atención, por lo que es preciso establecer los campos más o menos específicos –aunque interrelacionados– de cada una de esas formas, que fundamentalmente alcanzan otros tres ámbitos, además del crítico: dos centrados en el Cine –el discurso teórico y el historiográfico– y otro más en los films –el discurso analítico–. Con ello estamos planteando que el trabajo sobre la historia del cine puede y debe tomar en consideración la recepción crítica de los films, su evaluación y jerarquía o su devenir en el tiempo, a través de lo que conocemos como “fortuna crítica”; de la misma forma que el ejercicio crítico puede apoyarse en determinados paradigmas teóricos (y no solo cinematográficos, sino culturales en general). También resulta evidente la distancia que separa el análisis fílmico del ejercicio crítico, pues aquel no implica ninguna acción evaluadora, sino descriptiva o hermenéutica. Una evaluación que se puede desarrollar en diferentes ámbitos, no solo en el estético, aunque sea en este donde se justifica de alguna forma la autonomía de lo cinematográfico; así podremos hablar de una crítica moral, ideológica, política, didáctica, etcétera. Todas ellas pueden ser –y son– razonables, incluso necesarias y justificables, pero en todo caso alternativas al enjuiciamiento estético: la experiencia de determinados films surgidos –por ejemplo– bajo regímenes totalitarios que pueden ser denostados en función a su mensaje político, pueden justificar una evaluación estética discordante respecto al valor de ese mensaje, lo cual no exculpa aquel en absoluto. 

Desde la perspectiva tradicional, la asimilación del crítico como “juez” implica su inmediata impugnación en pos de la sospecha sobre su autoridad. Como advierte Jullier, “¿en virtud de qué una minoría, con buen gusto, impondría su ley a la mayoría? La respuesta que espontáneamente viene a la mente es la siguiente: en virtud del crédito que se le da, de la autoridad moral que se le delegue, de la competencia que se le preste?” (2002: 12). Pero en su condición de meta-discurso, la crítica no puede obviar la subjetividad de un punto de vista, al tiempo que se le exige claridad y objetividad, cuando en realidad –como dijera Bazin– resulta preferible “la excitación intelectual provocada en el lector”. Se plantea pues la cuestión del “gusto” como esencial para el ejercicio de la crítica en el campo de las artes, tal como propuso Dorfles: “Es, en definitiva, el único en que nos podemos basar para llegar a un inmediato y plausible juicio crítico de la obra de arte, aun cuando esa particular ‘facultad’ humana solo pueda ser valorada de forma empírica y considerada esencialmente subjetiva” (1974: 23). O desde otra perspectiva, según Barthes: “¿Cómo designar este conjunto de interdictos que proviene indiferentemente de la moral y de la estética y en el cual la crítica clásica inviste todos los valores que no puede transportar a la ciencia? A ese sistema de prohibiciones llamémosle el ‘gusto’” (2004: 23). 

Bajo la primacía, pues, del criterio estético se debería plantear en puridad el discurso crítico, lo cual evidentemente le distancia de cualquier pretensión científica, algo que se pretendió desde algunos paradigmas culturales aplicados a la acción crítica –el estructuralismo, por ejemplo–, siempre con el peligro opuesto constituido por el puro impresionismo crítico. Y también debería distanciarlo de otros criterios basados en aspectos morales, económicos o de cualquier otro tipo, pese a la infestación de ese discurso crítico por esos criterios morales: ¿acaso no hablamos de un film “bueno” o “malo”, en vez de “bello” o “feo”? Claro que en el caso del cine entramos en un agujero negro, dada la debilidad y escasez de la reflexión estética por él motivada: ¿dónde radica, por ejemplo, la belleza cinematográfica? Si no caemos en la decantación preferente hacia alguno de los aspectos que determinan la constitución de lo fílmico –visuales, sonoros, narrativos, dramatúrgicos o de puesta en escena, actorales, etcétera– parece obvio que solo en su conjunción podríamos aspirar a la determinación de una evaluación estética que fundamente el juicio crítico, esa “reflexión estética aplicada” que propone José Jiménez (1992: 90). 

Al mismo tiempo, el juicio crítico escapa a la patente de objetividad que otorgamos al trabajo científico. Dicho de otro modo: la labor crítica deriva de la acción de un sujeto, el crítico. De ahí que la inevitable subjetividad de su labor debiera transformarse en una inalienable condición: ese “abismarse en su objeto” del que hablara Walter Benjamin (1988), como única vía para “dar cuenta de esa verdad de las obras que el arte exige tanto como la filosofía”, esa pasión no ajena de la sabiduría que propugnara Baudelaire (3), o incluso como manifestación de una cierta “erótica del arte”, de la que hablara Susan Sontag. (4) Ahora bien, eso no equivale a asimilar el discurso crítico con el artístico (“el crítico como artista”, diría Oscar Wilde), puesto que mientras el segundo es intransitivo y auto-reflexivo, el primero apuesta por la transitividad. Así, lo que Barthes llamó el “verosímil” crítico basado en la “objetividad”, el “gusto” y la “claridad” se contrapone a lo que debe ostentar la crítica: su justeza. De ahí que la subjetividad deba distinguirse de la mera arbitrariedad; no debe carecer de razones y también de la capacidad de exponerlas: un “saber ver” articulado con un “saber decir”, lo que equivale a coherencia, pues esa es la única objetividad a la que puede aspirar la labor del crítico. Y recordemos que “justeza” no equivale a “justicia”.

3. “La mejor crítica es la que es amena y poética, no esa otra, fría y algebraica que, bajo el pretexto de explicarlo todo, no tiene ni odio ni amor y se despoja voluntariamente de toda especie de temperamento”, por lo que “para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde el punto de vista que abre el máximo de horizontes” (1976: 98). 


4. “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte […]. La actual es una de esas épocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante […]. La interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte […]. Y aún más. Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados […]. La mejor crítica, y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma […]. La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, inclusive qué es lo que es, y no en mostrar qué significa” (1984: 25-26).

Una labor, la crítica, que también se plantea bajo otro criterio determinante: su actualidad. Si bien cabe establecer el devenir del juicio crítico a lo largo del tiempo, pues la obra de arte –y también los films– prolongan su vida mientras sean objeto de atención, constituyendo la antes citada “fortuna crítica”, la pertinencia mayor del ejercicio crítico viene dada por su atención hacia la actualidad, hacia el presente. Como dice Félix de Azúa, en buena medida el crítico ha devenido “un experto en actualidades”: frente a la defensa de unos valores tradicionales o académicos propia del crítico instalado, la modernidad artística se ha fundamentado –en todos sus campos– en el apoyo de aquellos críticos defensores de la novedad, de lo primerizo, a lo cual tampoco ha sido ajeno el propio cine moderno. Ese presentismo crítico ha implicado la condición combativa del ejercicio crítico en la defensa de las innovadoras propuestas que el cine, como cualquier otra arte, ha ido planteando a lo largo de su trayectoria, aún bajo el peligro de no traspasar los límites de las modas; en la capacidad de abrir auténticos nuevos caminos y de ver perdurar los arriesgados juicios sobre las rupturas de lo establecido estará también el valor y mérito de la crítica [...]


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