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Adopté la costumbre de llamar “vislumbres” a fragmentos de cosas o de acontecimientos que aparecen ante mis ojos. Esto nunca dura mucho tiempo. Fragmentos, astillas del mundo, restos que van, que vienen. Empiezan a desaparecer en cuanto aparecen. Sin embargo, todo lo que es visible a mi alrededor no es para mí una “vislumbre”. Por hábito personal –más que por una voluntad cualquiera de dar un sentido de categoría, definida o definitiva, a esta palabra–, digo “vislumbre” cuando lo que aparece ante mí deja, antes de desaparecer, algo así como la estela de una pregunta, de un recuerdo o de un deseo. Es algo que dura un poco más que la aparición en sí misma (una remanencia, una asociación) y que merece entonces, siempre en mi hábito o bricolaje de escritura, el tiempo de trabajo, o de juego, de una frase o dos, de un párrafo o dos, o más. De experiencia vivida en el tiempo del puro pasaje, la vislumbre deviene entonces una práctica de escritura intermitente, mi “pequeño” género literario disperso-rápido, multiforme y sin proyecto, al margen o a través de mis “grandes” investigaciones obstinadas-pacientes.
Vislumbres, del verbo vislumbrar. Es un poco menos que ver. Es ver un poco menos bien, menos bien que cuando la cosa por ver se ha convertido en objeto de observación, esa cosa de ahora en más inmovilizada o posada en una alguna plancha de estudio, como el cadáver bajo el ojo del anatomista o la mariposa prendida con alfileres a su plancha de corcho. Vislumbrar es solo ver al pasar, ya sea que algo o alguien pase fugitivamente por mi campo de visión (estoy sentado a una mesa de café, una persona notable pasa delante de mí y desaparece de inmediato en la multitud), ya sea que mi propio campo de visión pase demasiado rápido para demorarse en algo o en alguien (estoy en el metro, una persona notable está de pie en el andén, pero soy yo quien pronto me precipito en el túnel de la estación). Vislumbrar, pues: ver justo antes de que desaparezca el ser por ver, el ser apenas visto, entrevisto, ya perdido. Pero ya amado, o portador de un cuestionamiento, es decir, de una suerte de invocación. El género literario de las “vislumbres” sería una forma posible de escribir ese tipo de miradas pasajeras.
Vislumbres, en plural, evidentemente. Singularidades múltiples, si es cierto que singularidades y multiplicidades constituyen los elementos más cruciales de la exploración literaria (desde Proust) o filosófica (desde Bergson). No obstante, no deseo ni trazar el sistema de las singularidades múltiples en el que se dibujaría una fisonomía de mi sensibilidad ni escribir una novela del personaje que mis experiencias de mirada acabarían por dibujar. Me contento con atrapar al vuelo y liberar enseguida mi presa (que no es tal) sin decidir la importancia que reviste el pájaro que pasaba en ese instante. Dejar ser la ocasión, escribir si se da la ocasión. Esbozar. No releer durante un largo tiempo. Un día, remontar todo eso como se remontan los rushes de mil y un filmes breves y ver cómo se dibujan los motivos inconscientemente formados de miradas en miradas, las inquietudes persistentes, las invitaciones a pensar.
Vislumbres, en femenino, necesariamente. No me gusta que lo vislumbrado lo sea en masculino, porque evoca entonces algo así como un resumen, una tabla de materias, un programa. Una “vislumbre” será más bella y más extraña. Me remite al femenino en tanto pasa y me abandona, en tanto la llamo y vuelve a mí. Apenas escritos estos verbos (pasar, abandonar, llamar, volver), surgen tres motivos. El primero: muerte de la madre, cuando el niño aún no ha comprendido la irreparable pérdida y siente la infinita duración del abandono (de ese tiempo pasado no me quedan sino algunas imágenes, viejas fotografías y este apellido Huberman que me prometí poner un día en una página impresa, como si la decisión de escribir hubiera sido tomada en el momento preciso de esa muerte). El segundo: espera del amor, cuando el muchacho escruta en una multitud la aparición del ser amado (razón, sin duda, por la que me conmueven los andenes de las estaciones o las zonas de espera de los aeropuertos, cuando miro a las personas concentradas en su espera, en sus reencuentros o en sus lágrimas de despedida).
Sin duda, Charles Baudelaire es el gran maestro de la vislumbre, porque es a la vez el poeta de la transeúnte que para siempre se ha perdido de vista y del deseo de pintarla para siempre:
La calle atronadora aullaba a mi alrededor.
Alta, esbelta, enlutada, con un dolor majestuoso,
Una mujer pasó, que con gesto fastuoso
Recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos; [...]
Un relámpago… ¡y luego la noche! – Fugitiva belleza
Cuya mirada me hizo súbitamente renacer [...].
Necesito pintar a la que pocas veces vi
Y huyó tan velozmente, como algo hermoso y desafortunado
tras el viajero que la noche arrastra [y que] inspira
el deseo de morir lentamente bajo su mirada.
A esta ninfa en movimiento responde otro motivo, el del pensamiento que aflora al pie de su estela. Escribir algunas frases, algunos párrafos, algunas “vislumbres”, no sería otra cosa, entonces, que atesorar los rastros de acontecimientos minúsculos pero decisivos, es decir, abiertos a infinitos campos de posibilidades. Acontecimientos entre los que cada uno, por derecho propio, merecería mucho más, como si cada frase, cada párrafo, fuera la llave de una búsqueda siempre nueva del tiempo perdido". [...]