El gobierno del ángel-muñeca
Una glosa a Mulholland Drive (David Lynch, 2001)
Una glosa a Mulholland Drive (David Lynch, 2001)
No hay mito más irreflexivo y moralizante –espectacular, por tanto– que considerar el espectáculo como una manifestación de superficialidad, de huida materialista. Si bien es cierto que produce un vértigo paralizante ver reinar en el cielo de Los Ángeles unas letras clavadas en la tierra, Hollywood, a las que Betty –y no solo ella– mira arrobada y en actitud reverencial, no lo es menos la indudable capacidad para producir un imaginario de éxito. Betty llega a Los Ángeles como a la tierra prometida: allí obtendrá la gloria que merece su premio en la escuela de baile, un puesto glorioso en la industria. Conquistar la gloria es ser vista. Y reinar.
I. B.
Pero frente a la gloria todo, incluida ella, es pequeño. El contrapicado con el que es fotografiada muestra ambas cosas: su postración, cierto, pero también su pequeñez. Pequeñez que es también, aunque no solo, debilidad: Betty ensaya sus salidas del laberinto, juega con el tiempo, se desliza en el espacio, pero lo hace impulsada por una demanda continua de gloria que no solo ha tomado su cuerpo sino que, al haberlo hecho, obliga a su cuerpo a ser visto como una pura exterioridad: un cuerpo construido por imágenes. El juego de escalas es sin duda su apoyo técnico: mediante su uso aparentemente fortuito se fragmenta el cuerpo al mismo tiempo que se hace imposible su recomposición. No hay imágenes de cuerpo completo.
De este modo, fragmentar es aquí violentar, o viceversa. Lo que nos descubre la primera paradoja, quizá la más significativa, que puebla este universo gnóstico: la elocuencia de ese cuerpo luminoso se produce gracias a su capacidad para ejercer la violencia, o mejor, para mostrar que todo sueño de gloria necesita un sacrificio para su cumplimiento. O para su no cumplimiento. La segunda sigue lógicamente a la primera: el dolor sobrevive a su negación, la huella a su borrado, la culpa a su expiación; y la tercera, lejos de hacerse transparente en un estrato profundo, apenas perceptible, aparece en la superficie. Solo hace falta tener oídos para darse cuenta cómo, de forma literal, el final del sueño coincide con la desaparición de Rita y la autonomía de la cámara, la verdadera protagonista.
Se ha dicho que esta mera exterioridad no puede pensarse sin hacer referencia a un dato existencial, y esto es solo una verdad a medias. La culpa, una vez convertida en monstruo intratable, coloca a la muerte como un horizonte único. La muerte se filtra mediante la culpa, siempre inasumible, hasta embadurnarlo todo, música, objetos, colores, cámara. Lynch viste a Betty, ahora Diana, con colores desvaídos, y la hace tomar un café aguado y masturbarse sin éxito compulsivamente.
Como no hay presente que acoja el peso de la culpa, Diana muere en soledad, experimentando la vanidad del pasado. Pero el universo de Lynch no es nihilista. Siempre está dispuesto a dar otro paso. La acumulación del fracaso no es inane, intensifica la culpa, de ahí que del flashback, que siempre quiere estabilizar el presente a través de burdas autojustificaciones, se pase aceleradamente a formas larvales que, como no tienen anclaje posible en el presente, solo pueden ser instantes alucinatorios, soportados ya solo por elementos sensibles: la irrupción de la música, inesperada, aunque persuasiva, retira la expectación que crea; el color, oscilante entre lo más brillante y lo pardo y deslavado, no remite a una metáfora del estado de ánimo, sino que emerge como una angustiante ausencia de límite. Lo sensible, acelerado por la desolación, solo multiplica la potencia sensible, creando una atmósfera desasosegante que muestra la inanidad absoluta de la acción como medio para salir de la indeterminación reinante. De hecho, es esa clase de impotencia la que se pone de manifiesto en la masturbación frustrada de Diana: la ausencia total del erotismo en el intento de masturbación final es, por un lado, la impotencia que antecede a la muerte –literalmente, su antesala–, pero, por otro, la indistinción total entre Diana y el mundo. Los pasos finales con los que Diana cruza la puerta hacia su habitación son los de un cuerpo literalmente sostenido por un aparato técnico: la cámara [...]
Mulholland Drive
I. B.
Pero frente a la gloria todo, incluida ella, es pequeño. El contrapicado con el que es fotografiada muestra ambas cosas: su postración, cierto, pero también su pequeñez. Pequeñez que es también, aunque no solo, debilidad: Betty ensaya sus salidas del laberinto, juega con el tiempo, se desliza en el espacio, pero lo hace impulsada por una demanda continua de gloria que no solo ha tomado su cuerpo sino que, al haberlo hecho, obliga a su cuerpo a ser visto como una pura exterioridad: un cuerpo construido por imágenes. El juego de escalas es sin duda su apoyo técnico: mediante su uso aparentemente fortuito se fragmenta el cuerpo al mismo tiempo que se hace imposible su recomposición. No hay imágenes de cuerpo completo.
Mulholland Drive
De este modo, fragmentar es aquí violentar, o viceversa. Lo que nos descubre la primera paradoja, quizá la más significativa, que puebla este universo gnóstico: la elocuencia de ese cuerpo luminoso se produce gracias a su capacidad para ejercer la violencia, o mejor, para mostrar que todo sueño de gloria necesita un sacrificio para su cumplimiento. O para su no cumplimiento. La segunda sigue lógicamente a la primera: el dolor sobrevive a su negación, la huella a su borrado, la culpa a su expiación; y la tercera, lejos de hacerse transparente en un estrato profundo, apenas perceptible, aparece en la superficie. Solo hace falta tener oídos para darse cuenta cómo, de forma literal, el final del sueño coincide con la desaparición de Rita y la autonomía de la cámara, la verdadera protagonista.
Mulholland Drive
Se ha dicho que esta mera exterioridad no puede pensarse sin hacer referencia a un dato existencial, y esto es solo una verdad a medias. La culpa, una vez convertida en monstruo intratable, coloca a la muerte como un horizonte único. La muerte se filtra mediante la culpa, siempre inasumible, hasta embadurnarlo todo, música, objetos, colores, cámara. Lynch viste a Betty, ahora Diana, con colores desvaídos, y la hace tomar un café aguado y masturbarse sin éxito compulsivamente.