Botonera

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21.10.19

XIII. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





Conjeturas
Acerca de Las Hortensias, de Felisberto Hernández

Olvido Marvao


Eugène Atget, Coiffeur, Boulevard de Strasbourg, París, 1912



Podría haber sido así. Un día de otoño, castigado de nuevo en el armario por su tía abuela Deolinda, a la que odiaba atentamente, Felisberto Hernández maquinó cómo quitarle a su hermana, también de nombre Deolinda, la muñeca que esa malvada le había regalado. En ese momento, sin él saberlo aún, Las Hortensias comenzaron a cuajar en su cabeza.

Hortensia era el nombre de su madre y el de aquella muñeca de largas pestañas, pelo negro y tez de polvos de arroz. Al principio sentiría arrepentimiento, pero al conocer las verdaderas dimensiones del disgusto de su tía abuela, brotó en él un regocijo inexplicable, pesándole solo la tristeza de su hermana. Desde ese mismo instante, las emociones por la muñeca se fueron mezclando con sus miedos, y se convirtieron en un amasijo de amor, pasión y desprecio por las muñecas. 

Hortensia se pasó muchos años guardada en un arcón del altillo en la casa de Montevideo, y la fijación de Felisberto por aquella culpa infantil desembocaría en la escritura de Las Hortensias, en París, en 1947. Fue por entonces cuando Felisberto conoció a la española María Luisa de las Heras, a quien dedicará el libro, casándose con ella un año después. Nunca llegó a saber que en realidad África de las Heras era una espía creadora de una gran red de la KGB en América del Sur. ¿O tal vez sí? Casualmente, en la página 58 de Las Hortensias, el protagonista pregunta a su criado ruso: 

–¿Qué opinas de esta?
–Es muy hermosa, señor, se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.
–Eso me encanta, Alex. 

A lo largo de los años, misteriosas coincidencias de nombres familiares, falsedades e innumerables mujeres se fueron agarrando a la cabeza de Felisberto. Viéndose incapaz de gestionar aquella carga, sus dedos cedieron al principio a la sumisión de las teclas del piano, pero aquella afición que se convertiría en oficio no parecía ser suficiente para calmarlo, y de esos mismos dedos comenzaron a salir palabras. 

Fantaseaba con el cuerpecito redondeado y brillante de Hortensia, con aquella pálida piel de sus brazos y piernas en la que resaltaban los coloreados pómulos y una diminuta boca de un rojo tan denso como un corazón abierto. Podía ver las tupidas pestañas cerrarse cuando la tumbaba para guardarla una y otra vez en el arcón y, aun así no dejar de sentir cómo el tacto de su cabello largo, fino y pegajoso, se enroscaba en sus dedos apresando su voluntad.

En Las Hortensias la convirtió en amante de un extraño personaje llamado Horacio, al que casó con una mujer de nombre María Hortensia. Los encerró en una “casa oscura” en la que se escucha continuamente el ruido de fondo de una fábrica cercana, se bebe vino de Francia y se representan escenas en las que otras muñecas están encerradas en enormes vitrinas [...]