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24.11.19

RESEÑA DEL LIBRO "CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL / 1981-1986)", DE SERGE DANEY, SHANGRILA 2019




Reseña del libro CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL / 1981-1986),
de Serge Daney (Shangrila, 2019)
en la edición en papel de la revista Mercurio nº 211, nov-dic. 2019.

Por Alfonso Crespo





De los tres libros extraídos de la experiencia crítica de Serge Daney en el diario Libération, a cuya sección de medios audiovisuales llegara a principios de los ochenta tras cerrar el capítulo inaugural de su escritura-pensamiento al frente de los Cahiers du Cinéma, éste posiblemente sea el más suculento para el lector cinéfilo. Y esto es así porque en Cine-Diario, el careo entre cine y televisión (o entre antiguas y nuevas imágenes), aún se afronta con un leve optimismo, presente el recuerdo del legado de los teleastas avant la lettre (Rossellini, Renoir, Tati, Welles…) y perceptible, si bien ya se constata su paulatino borrado, el trazo delimitador del cine como objeto posible, donde una “función estética” todavía le mantenía el pulso a la “función (de regulación) social” de la pequeña pantalla.

Si, como da a entender el título de una de las piezas maestras del libro, Como todas las viejas parejas, el cine y la televisión han terminado por parecerse, no fue Daney alguien que se autoengañara, el crepúsculo del arte preferido y elegido —al que más tarde, en su última y prácticamente póstuma aventura, la revista Trafic, ya sólo pensaría en salvar desde una comunidad inconfesable— inspira en él un suplemento de clarividencia que añade pregnancia a su ya de por sí incisiva pluma. Daney, como con malicia le calificara un Godard herido de melancolía alrededor de sus Histoires, empezaría aquí a convertirse en el “abogado del cine”, un extraño y esquivo pedagogo de sus esencias demasiado inteligente para padecer una nostalgia paralizadora, demostrando, como pocos antes y casi nadie después, que la crítica podía aspirar a ser mucho más que una opinión o una sentencia, a ser, en definitiva, el cine por otros medios, una manera de responder a la “propuesta de mundo” de un cineasta igual que se acusa recibo de una carta que nos ha tocado la fibra o se resta una bola bien servida para continuar con una bella subida a la red (el tenis, al que dedicara notables artículos, fue una “reserva de metáforas” para el crítico).

Esta sensibilidad única de Daney, la sublime capacidad de observación y traducción de por qué las imágenes, en términos barthesianos, pueden punzar,
unida a su evolución personal y profesional —crítico en Cahiers en los sesenta y jefe de su redacción en los movidos, intelectualizados e ideologizados años setenta— propició a Gilles Deleuze, en el justamente famoso prólogo a Cine-Diario, la oportunidad de ponerlo en relación —auténtico montaje— con el historiador y crítico Alois Riegl, en cuyas definiciones sobre la triple finalidad del arte encuentra un iluminador paralelismo con el pensamiento daneyano, en tanto que heredero de una modernidad que sacudió los cimientos del sueño unitario del cine, aquel delirio totalizador de la séptima de las artes en estrecha connivencia con los esfuerzos bélicos de las sociedades industriales, y lo despertó, huérfano, en el desierto de una soledad reconquistada. Así Deleuze observa que Daney, como antes el austrohúngaro Riegl, discurre sobre el cine que quiso embellecer la naturaleza (aquel cine clásico que ya no podemos hacer “y por eso lo amamos”), espiritualizarla (el cine moderno y sus ásperas pedagogías de revelación y perforación de lo que yace oculto o enterrado) o rivalizar con ella (la creación ex nihilo de las herramientas virtuales, universo donde la imagen, y ya no el espectador, es la principal paciente de las transformaciones).

La mayoría de textos de entre 1981 y 1986 que aquí seleccionara este viajero incansable, este enamorado de postales y mapas que supo cartografiar todas las imágenes-mundo antes de que el audiovisual unificara la singularidad de las miradas sobre la realidad —hiriendo de muerte, de paso, a la sana curiosidad del que se aventuraba sin moverse de la butaca—, encajan en esta tríada. Y el brillo del despliegue de sus ideas cautiva tanto cuando eleva el veredicto sobre el cine que no le interesa —el academicismo, por ejemplo, de Radford en 1984, al que no duda en tachar de nihilista por su falta de creencia en la evolución de las formas— como cuando justifica, desde el celuloide más querido, la necesidad del mediador entre el filme (que merece la pena) y la audiencia, una manera de habitar el esfase entre quien crea una imagen y quien la mira que promueve la escritura como puente transitable; no muy lejos en esto del stalker que propusiera Tarkovski como ambiguo guía camino de esa Zona donde apagar la sed de símbolos sobre un exceso de materia.

Aunque aquí también se hable de embellecedores (DeMille, Lang, Hitchcock, Mizoguchi, incluso de los de postrimerías, como Welles o Ray) y de ridículos demiurgos (Radford, Lelouch, Drach…), Cine-Diario, que significativamente contiene sus más inolvidables obituarios (a Buñuel, Tati, Rocha o a Eustache, para quien escribiera El hilo, nota imperecedera sobre uno de los callejones sin salida del tiempo posclásico), nos sigue mirando como el gran libro que inicia el duelo por los modernos. No es tarea de plañideras, sino de quien señala y explica, desde el vaticinio de un precario futuro de resistencia, el intríngulis de las poéticas, para que sintamos mejor el quehacer de los traperos del cine (Syberberg), los invocadores de vértigos (Ruiz), los que no se parecen a nadie (Paradjanov), los que continúan filmando el viento (Straub/Huillet), o tocando cine como se toca jazz (Van der Keuken), de los incansables inventores y ofensores (Godard); de los que, en definitiva, más allá de etiquetas, pusieron “una hoguera entre su filme y nosotros, para calentarnos, quizás quemarnos”.


Aquí la publicación originaria:




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