Botonera

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23.2.20

VIII. "UN PROYECTOR EN FINISTERRE. CINE Y DEMOLICIÓN", Mariel Manrique, Shangrila 2020



Pier Paolo Pasolini



Mi pelo entró en combustión hace años. Hace años que estoy en guerra. Puede amarse a un padre que jamás se ha visto, puede verse a alguien que está muerto en las múltiples señales que su lengua ha dejado, puede tocarse a alguien que no se ha visto y está muerto. Te declaré mi padre sin hijos, para no resbalar y que mis rodillas sangraran sin parar y sin vendas a la vista. Necesitaba un hombre-faro que aullara intransigente hasta pocas horas antes de que las llantas de un auto le reventaran la cabeza en una playa. No he dejado de amarte. Mi amor besa tu boca infatigable para perpetuar tu voz y para que mi boca no se pudra, como una flor sedienta y lumpen que languidece sin que nadie se entere, en el baldío donde arrojan la basura. Esta herética boca, mi trampa mortal y mi liberación en proceso continuo. ¿Cuándo se acabará la noche?

Los lobos refinaron sus mecanismos de tortura pero la prótesis es tan barata que se cae al instante y revela la brutalidad del operativo que irritaba a tu iracundo Jesús, en el templo de los fariseos. Las bestias de la República de Saló nos seducen con sus baratijas, nos tienen todavía con la correa al cuello, desnudos, ateridos y en cuatro patas, comiendo del plato de los perros y en acto de violación recíproca. La exquisita y nauseabunda diferencia es que no gritamos de espanto. Porque nos gusta. Ya no necesitan subir el volumen de la radio para que el vecindario no escuche los alaridos.

Los que compramos las baratijas nos callamos. Es el mutismo deliberado y maloliente de los cómplices. Los que vienen al mundo para saber que ni siquiera les tocará una baratija en el reparto callan porque la urgencia es el pan del día siguiente. Es el silencio de los que suben al tren con la mitad de los dientes y terminan reclutados como clientela fija de las cárceles. O de los sumideros personales. El sufrimiento adjudicado en la línea de partida no se enteró del concepto de globalización. ¿Cuántos desharrapados toman Coca-Cola en India?

Ay, yo no sé dónde está Jesús. Lo he intuido en los ojos de mis perros, que no comen de los platos de Saló. Puede que solo sean los ojos de mis perros y eso me bastaría. Esa simplicidad elemental que lame mis cicatrices hasta el amanecer. Me bastaría la furia desencadenada del mártir, elegido contra su voluntad. Te designé mi padre porque supe que, a diferencia del mayúsculo y tantos otros filicidas, no me abandonarías. Necesitaba una oveja negra que inquietara a los altos mandos y me diera las cartas usualmente perdedoras, que atraviesan mi pecho como una aguja de plata.

Sos una preciosura. No intentaré redimirte de tus cacerías como mi empecinada Callas. Hay que dejarte ser. Hay que dejarse caer en la entrañable mugre. ¿De qué sirve refundar el diccionario si el lustrabotas no sabe leer? ¿Para qué escribir acerca de lo que no se ama con una intensidad que calcina los huesos? Que mis huesos sean arrastrados por tu viento impúdico, hacia la fosa común de los perseverantes. Si pudieras ver esta violeta que se abre lentamente en la madrugada insomne, como una criatura misteriosa y resuelta… Te fascinaría su diminuto resplandor y su obstinación en nublarte los ojos, aunque dure un verano.

La naturaleza es amoral y seguirá adelante sin nosotros. En su brutal indiferencia reside la atracción irreprimible con la que nos imanta. Aparecen relojes de plástico y cámaras fotográficas sumergibles en el estómago de los osos y los tiburones. Los animales no saben lo que hacen cuando matan. Nosotros, sí.

En el Cimitero Acattolico de Roma te imaginé de pie frente a la tumba de Gramsci, asediado por las asignaturas pendientes. Con las cenizas de Gramsci escribiste poemas ignífugos que a mí me serenaron. Tu rabia aquieta la trepidación de las hormigas en mi cerebro. Tu poesía salvaje en forma de rosa. Tu mejor juventud. Que piensen lo que quieran. Que nos despidan de las instituciones. Que nos ignoren en las academias. Que no sepan jamás que la vida nos resultó demasiado corta para tanto milagro escondido entre la podredumbre.

Me tiraron del pelo sin parar. Terminó por prenderse fuego. Quieren que use un reloj que mañana pasará de moda y que saque fotos de estériles arrecifes de coral, en una isla sin tesoros ni buques naufragados, arrasada por el turismo que toca la superficie inútil de las cosas. Quiero quedarme en casa pero no puedo. De algún modo tengo que salir. El lustrabotas desconfiará de mí y me pondrá un revólver en la sien, me exigirá la cámara de fotos y el reloj, para revenderlos a menos de la mitad de su valor en el mercado negro. Tendré que comprenderlo. Tendré que ponerme en su lugar. ¿Para qué nací si no sé cambiarme los zapatos? Debo ir hacia abajo, cada vez más abajo. A los baños de las estaciones de tren, a las zonas prohibidas, a la conjugación del dialecto de los desesperados. Abajo hay ganas de matar. 

Me enseñaron a tener, guardar y destruir. Que las chispas del pelo lleguen a mis manuales, para emanciparme del veneno cotidianamente digerido como un axioma y ejercitarme en la radicalidad de tus actos impuros, que no podrían ser más puros ni más tiernos.

Habrá que hacerlo de a poco. Agitar desde adentro, especializándose en la detección de los intersticios. Explorar las fisuras. Disparar a las malditas sirenas que comen con las manos nuestro neurocórtex, mientras una baba lasciva chorrea de sus labios. Te sigo en el desierto. En los temblores de la mitología, que son los mismos que continúan haciéndonos temblar. Cuando la noche es un agujero sin fondo que me succiona sin piedad el entusiasmo, recuerdo las escenas de tu incandescente trilogía de la vida. Tu vocación de exhumar el goce y darle rienda suelta hasta que el cuerpo se empape y se derrumben, agotadas, las teorías. Es el amanecer, es el terror. Me inyecto entonces fotogramas de deseo. Todo deseo es político.

Te recuerdo, también, jugando. Tu carrera lúdica sobre el césped, con una modestísima camiseta de fútbol, es la demostración más evidente de que Saló no puede cantar victoria. Como aquella pelota de la que habló Dylan Thomas, la tuya todavía no ha tocado el suelo. Describe una curva que enciende mis ojos, como la trayectoria de una bengala arrojada al mar. Si hay que pernoctar en una balsa, que así sea. Escupiremos a los transatlánticos. Tu mano me dará calor. Ya guardé en la mochila la imagen de la rarísima flor, violeta, que ha terminado de abrirse esta mañana. Las hojas que persisten en los tallos fueron destrozadas por un temporal. No te diré que esta flor abierta en los escombros te pertenece, porque estás en ella. Es tu retrato.

Que se queden definitivamente con mi pelo. Que tironeen y crean que han conseguido algo. El próximo verano volverá a crecer. Durante los años de combates sucesivos, en los que lloverá sin darnos tregua, pongámonos la flor de los barrios bajos y la daga de decir que “no” entre los dientes. Podría haberte susurrado estas palabras al oído. Pero vivimos para escribir lo que vivimos.
Mis dedos rozan tus pómulos intactos. Dejo que tus palabras vengan a mí. 

Sello esta carta con un mechón de cabellos incendiados.



Pasolini ante la tumba de Gramsci