Botonera

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30.4.20

X. "CLARICE LISPECTOR. ALGUIEN DIRÁ MI NOMBRE", Isabel Mercadé (coord.), Shangrila 2020



Escribir según Clarice
Con la gracia de Spinoza y Kafka
Miguel Ángel Hernández Saavedra





Entonces, ¿mejor es callar? ¡No! No para Clarice: “lo que salva entonces es escribir distraídamente”. Imposible no recordar el apólogo con que Lispector amonesta a los que prestan -y se prestan- demasiada atención:

Todo se transformó en no cuando ellos quisieron esa misma alegría suya. Entonces la gran danza de los errores. El ceremonial de las palabras poco acertadas. Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había visto, ella que estaba allí, sin embargo. Sin embargo él, que estaba allí (…). Todo solo porque habían prestado atención, solo porque no estaban lo bastante distraídos. Solo porque, de repente, exigentes y duros, quisieron tener lo que ya tenían. Todo porque habían querido darle un nombre; porque quisieron ser, ellos que eran.

¿No es cierto que todos los caminos -verdaderamente poéticos- conducen al envés de Roma, que es Amor? El camino está que arde, sin necesidad de grandes tonelajes de graves combustibles. Arde el símbolo de una incomprensión salvífica cuya víctima es… Una mujer. Un teatro: del pecado original (el despertar de la conciencia: “porque quisieron ser, ellos que eran”) a “la pecadora quemada”, pieza de Clarice que exige algo más que un inciso y poco menos que una reverencia.

Alegría suscita esta condena chamuscada, cumplida al tiempo que burlada merced al tono de la condenada, al tono de su silencio, pues no dice palabra. Esta obrita menor, así la consideraba Lispector, escrita mientras esperaba el nacimiento de su hijo, en 1948, es más que un divertimento y menos que una tragedia. (No es un drama, invento burgués donde los haya). La pecadora quemada y los ángeles armoniosos es, según declara Clarice Lispector a su amigo Fernando Sabino, el resultado de un descubrimiento: “una especie de estilo polvoriento, una especie de estilo que está siempre bajo nuestro estilo”.

Apenas hurgaré en la llaga de la herida que trae a escena, representa, la figura de la mujer, de “la pecadora”, quien ha conseguido poner en su sitio a los dos sujetos, objetos traicionados, al marido y al amante: “Pues esta mujer que en mis brazos a su esposo engañaba, en los brazos del esposo engañaba a aquel con quien lo engañaba”. El sitio de los sujetos engañados no tiene paradero, es un lugar engañoso; es, por ejemplo, la huella inhabitable del amor cortés, entre otros resabios y falsas supervivencias amorosas, sin que se sepa dónde empieza el crédito y acaban los débitos, a quién pertenece el corazón de la pecadora. Este vacío (no lugar) circunda la puesta en escena a través del silencio, de la falta de presencia de la protagonista, que sin embargo lo llena todo. Silencio de la mujer liberada de compromisos innatos, o sea, de apriorismos culturales. La intervención del amante, cuasi una refutación de cualquier tratado teológico-doméstico, pone patas arriba (o patas abajo, según se mire) la esencia de un romanticismo que, intentando subvertir el régimen de propiedad sexual decimonónico, se convirtió, nada más asociarse al destino del modo de producción capitalista, en un régimen de posesión intimista. Se entiende así la perplejidad de los sujetos (varones), aunque el amante parece libre del resentimiento del marido (quizá porque ha entendido que el amor de la mujer era un don y no una posesión); y, sobre todo, se aprehende la metamorfosis de los “Ángeles invisibles” que, no siendo o siendo nonatos, no habiendo sido aún apropiados por el nacimiento, por el origen, por la condición o por las convenciones, alientan el silencio de “la pecadora” para finalmente, convertidos en “Ángeles nacidos”, no comprender nada; como si en el origen se inscribiera, antes que la posibilidad del conocimiento, la rotundidad del olvido.

Ciertamente lo guardó, el silencio, hasta que solo hablase por ella el “bello color de trigo [que] tiene la carne quemada”. El amante la deja ir mientras que el esposo regresa a “la casa de la muerta”, al mausoleo que está dispuesto a recrear (“allí está mi antigua esposa esperándome en sus collares vacíos”), no sin antes maldecirla: “No pasaba de ser una mujer vulgar, vulgar, vulgar”.

Basta con poner el dedo sobre la llaga y dirigirlo al corazón de este trabajo, deslizando el índice sobre la piel, al cerebro del corazón, sin olvidarse del estómago. Para este fin, consideremos la declaración del Personaje del Pueblo con la que se cierra la obra (el inciso y la reverencia): “Perdonadlos, creen en la fatalidad y por eso son fatales”. Tiene que ser él, alguien que es nadie, un “Personaje del Pueblo”, quien lo indique [...]










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