Botonera

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6.10.20

VIII. "NIEVE. POSTALES DESDE EL FRÍO", Pasión Rivière (coord.), Shangrila 2020




INTRUSOS EN EL SUEÑO

Alberto Ruiz de Samaniego


Pieter Bruegel el Viejo, Cazadores en la nieve, 1565
Kunsthistorisches Museum, Viena



[...] ¿Por qué no se ve ni un solo rostro en los Cazadores en la nieve de Pieter Bruegel? La escena, de algún modo, es como el retorno del hijo pródigo. La narración triste y consoladora que Tarkovski –quien amaba tanto este cuadro de Bruegel que lo citó en varias de sus películas en momentos especialmente reveladores– representó en Solaris, en ese caso bajo el amparo de Rembrandt. Unos hombres vuelven del monte casi sin premio –apenas una pieza a cuestas. Están rendidos, ateridos, exhaustos; casi hundidos como sus animales en la nieve blanda. Son tres siluetas cansadas y oscuras, mohínas, anónimas. Retornan del territorio hostil del silencio y las presencias furtivas al bullicioso hogar, quizás, todavía asediado y sepultado por el hielo. Podría ser que  ahora, al fin, la blancura de la nieve fuese la claridad de la madre y la leche en el vaso, como en una escena del director ruso.

La condición de los cazadores que están entrando, por decir así, en plano, a punto de volver a tocar con los dedos la felicidad de la vida cotidiana que ya avizoran, nos abre, sin embargo, a la cuestión de la ausencia. Todo el cuadro es su recuerdo y todavía su presente. Desde luego, ellos son y vienen del invierno como pérdida: de la luz, del día, del calor, del alimento y de la esperanza; del conjunto de las cosas visibles, que en él se pierden. Pues el invierno es la carencia y la noche. O la muerte, experiencia de la negación y de acoso. Y la nieve, entonces, vendría a ser como el sudario. Ella nos proyecta en otro mundo, al otro mundo, lo otro mudo del mundo como un ámbito invisible pero que, de algún modo incógnito, ha de preceder, tiene que proceder, a un alumbramiento: el que allí se les ofrece a los cazadores, nada más bajar la colina. ¿No es, acaso, la imagen del hielo la más literaria representación del infierno? En él, nos dice Milton en su Paraíso perdido, “el aire seco quema gélido, y el frío obra como el fuego”. Milton situó el infierno en el norte: tierra de hielos perpetuos, de vendavales y granizo. Pero ya Dante sabía que el verdadero infierno solo puede ser el de frío y hielo.

El cuadro está, pues, en ese punto crítico y ambiguo, entre la inminencia de la reconciliación y lo más desvalido. Frágil instante inseguro, tan incierto como el gesto de un caminante sobre una lámina de hielo en un lago que cubre un abismo. En ella, sin embargo, se puede jugar, patinar y hasta pescar. Pero ahora, por ahora, ese blanco de la nieve ha cubierto con su no significancia el mundo. Delimita, más que nada, la apertura a un no saber; al momento en que nada se distingue, excepto la apertura misma. “No hay cielo ni tierra / solo nieve incesante”, nos dice un haikú. (1) Por eso todo se halla ahí como en el alba –y en el alma– del mundo. ¿Es esa la razón de que la nieve luminosa de este paisaje nos recuerde a lo que en cine se llama una noche americana?: luminosidad de una transparencia diáfana, gris blanquecino de un mundo sin sombras, resplandor gélido como de un cristal de sueño que es atravesado por el vuelo fulgurante e inolvidable de una urraca. Ese instante no es propiamente de este mundo. Es una congelación de ensueño, o un espejismo, como un paisaje encerrado en una de esas bolas de nieve de cristal. Sin embargo, ha de ser por algo que se dice que el sueño es más profundo cuando el suelo está cubierto de nieve [...]

1. Cit. por Bernd Brunner, Cuando los inviernos eran inviernos. Historia de una estación, Barcelona: Acantilado, 2020, trad. de José Aníbal Campos, p.30. 





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