Botonera

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29.4.21

IX. "ESCRITOS SOBRE CINE (1921-1953)", JEAN EPSTEIN (Valencia: Shangrila 2021)




Prólogo
JEAN EPSTEIN: LA OBRA ESCRITA

PIERRE LEPROHON


 Six et demi onze (Jean Epstein, 1927)


La mayoría de los grandes cineastas han escrito acerca de su arte, han sido conducidos en el curso de entrevistas o conversaciones a precisar sus conceptos. Junto a Eisenstein, Jean Epstein es uno de los raros autores de películas que nos dejó una obra escrita, madura, fruto a la vez de sus experiencias y sus ambiciones. En Epstein, el hecho es significativo porque esta obra se inscribe como un preludio y, al término de su obra fílmica, la anuncia y la prolonga, es decir, no es solo un corolario sino que se desarrolla en paralelo, no para comentar o definir esa obra sino para enriquecerla y superarla. Así, los libros de Jean Epstein no están marcados por el tiempo y si lo están, lo están menos aun que sus películas. No se trata de teorías que Epstein enuncia sino de conceptos que infiere, y por eso se ve en él, con toda justicia, a un filósofo –el primero– del cine.

Esos libros agotados durante largo tiempo reaparecen hoy. Es un acontecimiento dichoso que sean nuevamente accesibles y que podamos, al mismo tiempo, conocer su último ensayo, Alcool et Cinéma (Alcohol y cine), que es la prolongación de los precedentes. 

No es esta la ocasión de emprender un estudio crítico de esos textos. Hay uno que no se vincula directamente con el cine pero cuya importancia exige sin embargo que se lo señale, ya que porta, como un germen, los desarrollos futuros: La Lyrosophie (La lirosofía). El autor explica así este neologismo: “El hombre empezó por sentir y continuó por entender. No puede detenerse allí, porque no puede detenerse del todo, salvo en la inercia de la muerte. Otros le han propuesto entonces sentir antes de comprender, algo que, en suma, es muy habitual. Nadie le ha propuesto comprender antes de sentir, lo que es imposible. Yo lo invito a desarrollar toda su actividad, a gozar al mismo tiempo de sus dos grandes capacidades, a sentir y a comprender simultáneamente. He aquí la lirosofía”. 

Si el autor constata, desde el punto de vista filosófico, el fracaso de la religión, prevé también el fracaso de la ciencia, cuyos postulados absolutos ya no tienen certidumbres. ¿Es preciso subrayar entonces cuánta atención merece hoy este ensayo, escrito hace cincuenta años? El problema se plantea tanto más imperiosamente cuanto que la aplicación de la ciencia a las técnicas, y la sumisión de la sociedad humana a estas últimas, torna en la práctica al individuo tributario del colectivo, ya que las necesidades de eficiencia social contribuyen a deshumanizar al hombre de manera progresiva. La sensibilidad, la emoción personal, se convertirán en algo cada vez más indeseable, dañino y, por lo tanto, en una especie de enfermedad. El ingreso del individuo a la vida social se orienta hoy mediante tests, que revelan a los especialistas las reacciones particulares de cada uno. Mañana, si esas reacciones son contrarias al cumplimiento de la profesión, serán rectificadas, dirigidas. De esta forma, el hombre del porvenir será ese robot –mito encarnado– que responde a las exigencias del rendimiento y a su necesaria estabilidad. 

Entre la insensibilidad que exige el orden científico y el sentimiento que hace al hombre, el antagonismo, ¿es irreductible?

“Admitir la emoción no es para la razón sino una manera de dejar de existir. Sería entonces el fin irrevocable. ¿Es allí adónde vamos? Me lo pregunto”, escribe Epstein.

No obstante, más allá de la era científica actual, Epstein anuncia el advenimiento de una era lirosófica que sería una reconciliación, una coexistencia de la ciencia-razón y de la emoción-sentimiento. La liberación de las limitaciones impuestas al subconsciente por la razón contribuiría a dar a la estética su auténtico lugar en el dominio de la psicología. “Entiendo la estética por venir como lirósofo, es decir, como esa nueva especie de conocimiento que nace hoy del flanco de la ciencia, su madre, que morirá a causa de este alumbramiento”.

Podemos pensar, entonces, que ese parto no será sin dolor y esa transmutación, sin revuelta. Un conocimiento semejante es capaz de acabar con las sólidas columnas del racionalismo sobre las que reposa toda nuestra concepción del universo y de abrir nuestra alma y nuestros sentidos a los mundos que permanecen ocultos para nosotros. Para Jean Epstein, el instrumento de este conocimiento es el aparato de los hermanos Lumière: “La imagen animada aporta los elementos de una representación general del universo que tiende a modificar más o menos todo el pensamiento. Así, desde tiempos antiguos, problemas eternos (el antagonismo entre la materia y el espíritu, entre lo continuo y lo discontinuo, entre el movimiento y el reposo, la naturaleza del espacio y la naturaleza del tiempo, la existencia o la inexistencia de toda realidad) aparecen bajo una nueva luz”.

La lirosofía fue escrita y publicada antes de que Epstein emprendiera su carrera de cineasta. Los libros mediante los cuales desarrollaría este último pensamiento de un cine “medio del conocimiento” se escalonan desde 1935, con ese condensado deslumbrante llamado Photogénie de l’impondérable (Fotogenia de lo imponderable), hasta su muerte, ya que Esprit de cinéma (Espíritu de cine) conoce una edición póstuma. Todo el pensamiento de Epstein enriquecido por la experiencia de la técnica está expresado en estos libros que confirman al mismo tiempo el valor profético de sus primeros ensayos. Al final de su carrera, Epstein retoma sus puntos de vista iniciales y puede concluir con este pensamiento que confía a Jean Néry en ocasión de la publicación del Cinéma du diable (El cine del diablo): “El desarrollo del cine marca, a mi juicio, el fin del cartesianismo, con la flexibilización de la estructura lógica de nuestra mente. Son las bases mismas de la filosofía las que tambalean”. 

Más inhallables aún que sus ensayos son las dos novelas publicadas por Jean Epstein. Ellas completan, desde un ángulo distinto, la imagen que podemos hacernos de este hombre, teórico sutil y penetrante, pero también, tanto para el libro como para el filme, un creador. Esas dos novelas bastan para demostrar que su autor habría podido hacer una carrera de escritor si hubiera tenido el deseo y el tiempo. Allí también, los isleños son sus protagonistas y las intrigas que nos cuenta parten de un realismo intenso, sabroso, hecho de rigor y a veces de humor, para desembocar en lo sobrenatural, el mito, la magia. En este sentido, la pequeña Elodie, criada de hostal venida del continente, se transforma, a causa de la candidez y el temor de los otros, en la misteriosa extranjera, generadora de ebriedades y peligros: “Sabía que a través de la boca muy menuda, de la voz muy dulce, respondería el viejo aliado de la mujer, el Tentador”. 

El estilo del novelista es también el del cineasta, enemigo de las florituras, con esa concisión seca y potente, esa poesía áspera que lo define; y el decorado es el mismo: la landa chata, las casas pobres, el mar, del que nos ofrece en ciertas páginas imágenes sobrecogedoras.

Hay que releer, hoy, L’Or des mers (El oro de los mares) y Les Recteurs et la siréne (Los rectores y la sirena), así como hay que volver a ver El espejo de tres caras y El oro de los mares

Y es a Abel Gance, su amigo, su compañero de armas, a quien corresponde lanzar la invocación que resume la obra escrita y fílmica de Jean Epstein: “El cine solo ha desarrollado una débil parte de sus posibilidades: el cine es, y debe devenir a cualquier precio, algo distinto a lo que le hacen. He ahí el mensaje que nos deja un ministro de nuestra fe, que nos grita desde su tumba. Yo soy su intérprete, escúchennos”.

París: Éditions Seghers, 1974.





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