Botonera

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6.5.21

II. PRÓLOGO A "UN BELLO TENEBROSO", DE JULIEN GRACQ, Valencia: Shangrila 2021




PRÓLOGO (COMPLETO)
PEQUEÑO TRATADO DE LA PASIÓN

ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO


Anne Magill



Un bello tenebroso es el libro –de entre todos los de Gracq– que recibió más elogios de André Breton. No ha de resultar extraño, porque esta segunda novela del escritor de Nantes es la que, aun de un modo oblicuo, más se acerca al universo –turbulento, pasional y radiante– del Surrealismo. Y decimos “de un modo oblicuo” porque nada indica, de antemano, este parentesco, sino más bien se diría que el autor gusta de aludir a otras referencias anteriores que, es cierto, han alimentado también el movimiento que lideró Breton, pero constituyen precedentes suficientemente poderosos como para ejercer atracción por sí mismos.

El libro de Gracq, ya desde el título, se construye como una revisión –al modo de un pastiche o un palimpsesto– de múltiples situaciones y personajes de la tradición literaria. Casi todos ellos se sitúan en un Romanticismo gótico y exaltado, fatal, en la estela, por ejemplo, de Melmoth el errabundo (otra novela muy admirada por Breton), del René de Chautebriand (un autor que siempre interesó a Gracq) o de Byron. Pues, como es sabido, tanto el noble bretón como el poeta inglés gustaban de crear y de representar ese tipo de personajes de destino trágico y oscuro que acabarían arrastrando consigo, en una suerte de atracción irresistible, a quienes los conociesen y que serían justamente definidos con esta fórmula: bello tenebroso. Fórmula, por cierto, que procede de nuestro Amadís, como el propio Cervantes se encarga de comentar en el Quijote, otro libro hecho de referencias de libros. “Amadís se retiró, desdeñado de la Señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudando su nombre en el de Beltenebros, nombre, por cierto, significativo y propio para la vida que él de su voluntad había escogido.” (Quijote, I, XXV). El bello tenebroso es aquí el protagonista, de nombre Allan (referencia evidente a Poe, que constituye, junto con Rimbaud, el modelo de inspiración más potente del relato). Encarna sin duda este ambiguo ideal de héroe taciturno, misterioso y destructivo, satánico y sublime –en el sentido tanto de la tradición literaria de Milton como de la estética de Burke– y, al tiempo, no exento de una mortal fatalidad trágica que desata, en quienes lo acompañan, todo tipo de reacciones, complicidades, exaltaciones y rechazos. Una personalidad magnética –y potencialmente perniciosa– que producirá revelaciones inesperadas en el alma de todos los que lo traten, no siempre deseadas: convulsiones que transformarán para siempre su existencia. 

Allan es Poe y es Rimbaud y Nerval y René y hasta Vigny y Lautréamont, pero, en definitiva, la serie no puede más que cristalizar en Breton. Pues ¿cómo no ver un trasunto del Papa del Surrealismo –sobre el cual, no lo olvidemos, Gracq escribirá un conocido ensayo–  en este seductor tan irresistible como inquietante, tan hermoso como perverso y hasta amenazador? “No tardé mucho en adivinar –nos cuenta Gérard, el narrador, cuyo nombre es casi un anagrama de Edgar, al tiempo que un recuerdo del autor de Las Quimeras– quién era ese que llegó como si caminara por las nubes; ese que en un instante me alivió de mis tormentos, de mi preocupación por no estar en otra parte; ese que volverá a reconfigurarlo todo aquí; ese a quien solo tuve que mirar una vez a la cara para saber que representaba una idea violenta de la vida. ¿Qué no puedo esperar de ese ser que convence sin hablar, que ocupa mis pensamientos sin estar presente? No soy de los que juzgan a los hombres por sus acciones. Lo que necesito es más y menos: una mirada que haga que el mundo entero se tambalee, una mano que aplaque el mar, una voz que despierte las cavernas. ¿Qué secretos te unen a esa mujer a la que has traído aquí, unos secretos que, alzándose como una aparición sobre el mar en el ojo de un ciclón silencioso, la hechizan? Y tú, beldad de las beldades, con esa belleza fatal y eterna que vacila en la cima de un acantilado, ¿qué tierras has dejado atrás por él, por ese cuya presencia se convertirá para mí en un milagro?”

No cabe duda de que la presencia cataclísmica de Allan exalta hasta el paroxismo los ardores del grupo. Hay en ello también una concepción del amor romántico que va a conducir a una procura del Absoluto en el reino de la pasión y del Suicidio, en un contexto –el del amour fou– que también resultaba muy querido de los surrealistas, con Breton a la cabeza, pensemos tan solo en Nadja. En este punto, la circulación salvaje del deseo adquiere tintes de algo sagrado y a la vez sacrílego, hasta el punto de que esa física del amor parece inspirar una secreta metafísica donde la lucha ancestral entre las potencias del bien y las de la malignidad se hallan encarnadas no solo entre los diversos protagonistas, sino también en toda la atmósfera del relato, hasta el punto de haber colonizado el lugar mismo de la costa de Bretaña donde los personajes se hospedan e, incluso, el cosmos entero, con sus estrellas, su océano y sus noches: “Siento ya lo incapaz que seré para plasmar el color –nos adelanta Gérard al inicio de su escrito– esa atmósfera nocturna y lunar en la que ella siempre se bañará en mi recuerdo. Para ello sería menester evocar a Poe, ese ambiente de nacimiento y de remembranza, de un tiempo que aún permanece en estado de nebulosa y cuya secuencia es reversible; un oasis en la aridez del tiempo”. 

El lugar, efectivamente, se ha vuelto ahora algo de carácter extraño, por excepcional, inédito y refractario a todo conocimiento lógico o reglado. Un punto de tensión extrema, casi un centro imantado del mundo. Y, por ello, a ojos del narrador, semeja como si el hotel y la playa misma que concita el –en principio– banal veraneo, se convirtiesen en un impreciso y turbio templo donde se oficiará una ceremonia ignota y violenta. Un escenario trágico o teatro de la crueldad, incluso se compara con una plaza de toros (a lo Bataille) apta especialmente para el desarrollo de un ritual inmemorial y arcaico, cruel y purificador: “teatralidad de esta playa: esta estrecha franja de casas de espaldas a la tierra, este arco perfecto dispuesto alrededor de las formidables olas y donde no podemos dejar de imaginar que el mar es aquí necesariamente más sonoro, con esa batahola oscilante de las mareas que unas veces la convierte en un hervidero de gente, y otras, en un desierto. Cuenta asimismo con una singular perspectiva; como en el teatro, todo está dispuesto para que desde cualquier punto se pueda abarcar con la vista su conjunto: las gradas de un Coliseo dispuestas para ver la escenificación de una naumaquia. De súbito hallo en este banal comentario algo insólito y emocionante. Busco un centro geométrico en esta curva perfecta, ese ardiente centro donde convergen los radios de este hemiciclo, ¿y qué más? El hierático gesto de un oficiante, la vocación sacerdotal que un simple matador de toros en el circo no puede eludir cuando, al paso lento del sacrificador, se convierte en el centro de este vasto óvalo que va a arder y donde una sola llama en la que la vida alcanza su tensión suprema purifica y libera a diez mil corazones a la vez”.

Como en la pintura de lo que, con Franz Roh se llamó Realismo Mágico, que tiene su origen en la obra de un pintor muy próximo al universo de Gracq: Chirico, el genio moderno –incapaz de dar razón del sentido de la melancolía de los signos– se muestra asediado por figuras o sensaciones arcaicas e inexplicables, si no sospechosas y hasta terroríficas. El mundo del hombre moderno, tal como habían escrito Nietzsche y Schopenhauer, sigue habitado por el recuerdo, tenaz como el remordimiento, de los demonios y de los dioses y es tarea del escritor o el artista tratar de delimitar su presencia bajo la luz fría y concreta de su eterno retorno en el corazón de la civilización actual, descifrar sus huellas y los signos que imprimen todavía los rasgos de una fatalidad antigua. En esa labor hermenéutica de decodificación permanente de la totalidad de las señas que nos rodean, de lo más íntimo a lo estelar, pasando por todo tipo de objetos, plantas, territorios, gestos y rostros, se encuentra siempre atrapada la escritura de Julien Gracq. Como si el mundo visible fuese portador de un significado escondido que solo las leyes del arte –más que las de un conocimiento objetivo y calculador– permitiesen observar y revelar: interpretar. El famoso sentido de la espera que su narrativa a menudo canaliza no consiste en otra cosa que en la inminencia de esta revelación. La revelación de lo que con Chirico podemos considerar ahora el “aspecto metafísico” de las cosas, el conocimiento de su “segunda vida” a medio camino entre la vida y la muerte. 

De este modo, no sin un aire al tiempo tortuoso y algo irónico, la joven Christel– musa inquietante, nueva Gradiva– puede acabar asumiendo roles crísticos y martirológicos –en su afán por acompañar pasivamente el destino de Allan, ese ángel maldito que cae arrojado del cielo como el rayo desde las nubes mismas: «Lo diabólico es lo repentino», se afirma en algún momento del relato–: “Christel es una princesa. Su presencia, un gesto o una palabra suyos a cada instante disipan cualquier equívoco. No puede moverse sin crear el espejismo de que a su paso va dejando una cola, una estela de respetuosa obsequiosidad”. Mientras que Allan, por su parte, no deja de asumir connotaciones claramente demoníacas, aunque compartiendo la misma tensión de orden sacrificial: “Me encanta captar el nacimiento incluso de esas líneas de falla entre las personas: nada hay más irresistible que el deseo de malmeter e inevitablemente de sembrar la discordia a mazazos…”

Pero Allan, tal vez, no sea otra cosa que alguien diestro en exaltar las meras fuerzas o pasiones naturales del mundo. Un conector y un revelador capaz de exaltar el ánimo de sus compañeros, un transformador… de potencias. Es ahí donde radica su atracción, y su carácter maléfico, o perverso: ¡La naturaleza es perversa! ¡El hombre es perverso!, afortunadamente. Es así como se forman las cosas. Es así como ocurren los encuentros, y toda casualidad, toda novedad, viene de ahí. ¿Cómo podrían los objetos y las personas entrar en contacto, cómo se enriquecerían mutuamente sin pervertirse, sin descarriarse de sus caminos trillados y sin novedades? Sea o no obra del diablo, estará usted de acuerdo en lo demás. El diablo siempre es oblicuo”.

En tanto que oficiante del ritual, Allan requiere de participantes y de público, necesita una platea, un espacio marcado para la creación y el desarrollo de sus desvelos y sueños. Para desenvolver, al cabo, como un buen chamán, el ritual de iniciación de los cofrades: “Ahora la temporada está en pleno apogeo. Aparecen caras nuevas en el hotel. Y, aún así, no significarán nada para mí, lo sé. Mi mundo durante estas vacaciones quedará limitado a este pequeño grupo de personas formado merced a las casualidades, las cuales, pase lo que lo pase, siempre asociaré en mi memoria a la más singular iniciación”. Si la novela de Gracq está punteada continuamente por escenarios de sueño y de representación (donde, en ocasiones, ambas dimensiones se entremezclan) ello lo será precisamente en la medida en que la escena, la platea, como la conciencia del soñador, acumula, agrupa pesadillas y las intensifica representándolas, las dota de una fuerza y una cualidad no percibidas hasta esa misma actualización (tal como acontecerá con el baile de máscaras final, donde, a la manera otra vez del Poe de La Máscara de la Muerte Roja, se desatan todos los secretos y tensiones a través de los disfraces de diferentes personajes literarios). 

En esta novela, los sueños –en un sentido totalmente inserto en el espíritu surrealista– conectan al soñador con la respiración cósmica del planeta, con lo real como una totalidad absorbente y lustral, inseparable de la conciencia de cada individuo singular: “Dormir. La primera noche que estuve prisionero: mi único recuerdo del gran sueño oceánico. Había un prado húmedo, un gran mar de hierba, un prado de asfódelos en una fértil noche de junio. Nos acostamos en círculos, igual que un manso rebaño, con nuestras mentes divinamente vacías entregadas a la meditación sobre la tierra, sobre el cercano solsticio, sobre las estaciones”. A menudo, los desarrollos oníricos remiten a un tiempo de guerra y ansia, de peligro y mortandad (coincidente en esto con el tiempo histórico en que la novela está escrita, en medio de la segunda guerra mundial y con el escritor en el frente y luego prisionero en campo enemigo). Toda esa atmósfera mórbida y mortífera, una parecida seducción necrófila transmite el relato, y se irradia desde Allan a todo el grupo, hipnotizado por ese ser luciferino, mezcla de don Juan y Fausto, que los atraerá, como la estatua de piedra del comendador, a los abismos, con su gracia medusea.

Sucede, entonces, como si el narrador, y con él también el lector, se despertase solo a la recóndita o profunda verdad del mundo en el acto mismo de soñar. Únicamente de esa manera se alcanza el estado de apertura que la iniciación requiere, también la sensación –tan teatral– de hallarse sin tregua sumidos en una continua suspensión sobre el borde del acantilado, en medio de una sucesión de noches tormentosas y albas lívidas: “Hace tiempo que me ha llamado la atención el hecho de que la pasión no es una idea fija, un estrecho anillo impuesto a nuestras preocupaciones, la canalización de la vida conforme a esa pendiente única que nos gusta describir, sino más bien un efervescente y anárquico burbujeo de la vida, como un cuerpo corroído por un ácido. Por eso, a mi entender, al entender de cualquiera que la mire de cerca, la pasión solo alcanza su pleno vigor en el seno de un grupo, de lo contrario no alcanza un estado de trance, de transfiguración. No veo que haya pasión ninguna en una isla desierta. Pero en cuanto hubo un teatro, si la pasión no hubiera existido, habría sido preciso inventarla”.

¿Quién es, en definitiva, Allan, qué representa? Acaso, más que el propio Breton, Allan encarne el ideal mismo en que la literatura desembocó desde el Romanticismo negro y la revuelta rimbaldiana hasta su condensación centelleante en el Surrealismo. La figura heroica y al tiempo trágica –como un acróbata en la cuerda floja– del poeta. El poeta que transforma la vida cotidiana del grupo, una presencia –escribió Gracq en su monografía dedicada a Breton– “a la cual se acuerda prestar una densidad particular, a la que se tiende a dotar de poderes mal definidos, excepcionales” Y que, Gracq mismo lo afirma, se podría resumir con una fórmula conocida: “el poeta es aquél que inspira”. El poeta es como un polo magnético capaz de hacer entrar en contacto al resto de las personas con una serie de nudos de ondas que comunicarían sorprendentes poderes de (des)control y de resonancia. “En el enigma que intento resolver no hay nada por lo que alarmarse. Todo es de lo más absurdo e inofensivo. Todo reside en lo que uno se imagina, en cierto poder de sugestión oblicuo y equívoco, en la especulación desenfrenada sobre la sed de inventar que tiene el hombre, de creer, de construir lo complejo, lo perverso, lo tenebroso. Pero ahí reside lo angustiante, lo trágico. Es ahí donde se pone la trampa y donde se refugia el asesino con las manos limpias, incluso me atrevería a decir inmaculadas”.

El poeta es un revelador, un fuego oscuro, flamígero y sulfuroso como un relámpago (“conductor intermitente del rayo”, llamó Gracq precisamente a Rimbaud, el escritor sobre el cual está trabajando Gérard). Pero, si por algo se caracteriza Rimbaud, además de por su estilo luciferino o sus iluminaciones sacrílegas, es por su abandono y desprecio de la escritura misma, si no de la propia civilización de Occidente. ¿Cuál era el ideal de poeta que admiraba Breton? Sin duda, el que culmina en la pasmosa biografía de Rimbaud, aquél que ya no se dedica a ninguna actividad artística específica, sino que ha hecho de su entera vida fulgurante poesía (al modo de Arthur Cravan o, especialmente, de su admirado Jacques Vaché, a quien Breton consideraba el auténtico iniciador del espíritu surrealista). No cabe duda de que Allan se ubica en la estela saturniana de Rimbaud, poeta que –se nos dice- ya en el colegio no guarda para el héroe protagonista ningún secreto. Es cierto, Allan no solo emplea con total desenvoltura expresiones del escritor adolescente, se diría que coincide, en fin, con él en que, en definitiva, para su desgracia la verdadera vida está siempre “en otra parte”.




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