[...] Deleuze explica que la aportación del Barroco es haber concebido una casa de dos plantas: la de arriba, cerrada (el interior), y la de abajo, un espacio para la recepción o la receptividad (la fachada, el exterior). El mundo barroco se organiza en torno a dos vectores, «el hundimiento hacia abajo; la elevación hacia lo alto». Ambas plantas están «separadas por el pliegue que se refleja por ambos lados siguiendo un régimen diferente». El pliegue «se actualiza en los pliegues íntimos que el alma encierra en la planta de arriba y se efectúa en los repliegues que en unos y otros hace surgir la materia, siempre en el exterior, en la planta de abajo. […] La “duplicidad” del pliegue se reproduce necesariamente en los dos lados que éste distingue, pero que al distinguirlos los relaciona entre sí: escisión en la que cada término estimula al otro, tensión en la que cada uno de sus pliegues está tensado en el otro».
En los relatos gracquianos las cámaras oscuras son criptas, iglesias, gabinetes de lectura o de estampas. Y son lugares de repliegue. Un beau ténébreux [Un bello tenebroso] ilustra esta configuración en el sueño del castillo asediado: «Los postigos con ranuras resonaron todos al unísono y, revestidos de un lienzo negro para ocultar a la noche las luces del interior, comunicaron a los alineamientos de la larga fachada el lúgubre aire de enclaustramiento, el duelo inestable y desigual de los rostros enmascarados con esos parches de seda negra que cuelgan delante de un ojo arrancado. Por una ventana descendía, rasgando toda la parte superior de la fachada con unos pliegues pesados y suntuosos, un inmenso pabellón negro». La colgadura negra se ve como el interior de un guante al que se ha dado la vuelta. En el cuarto de los mapas, el estandarte rojo cae «con rígidos pliegues cuan largo es contra la pared». Si el interior está consagrado al repliegue, el exterior lo está al despliegue. «Written in Water» expresa este anhelo: «¿Podríamos jamás vivir si no es a flor de piel, dejarnos seducir por otras trampas que no sean las de los espejos?, y desplegado como esas hermosas pieles de buey que se beben el cielo cuan largas son, alisado como una cera virgen en el umbral de los grandes signos nocturnos […] volveré a habitar mi perfecta imagen» [...]
Ese «laberinto sin coordenadas» es el de «la cortina mil veces replegada y redoblada en sí misma de los álamos» de «velámenes envergados» tal y como los vemos en el Flandes holandés o en la isla Batailleuse. Pliegue, desplegadura, eclosión, repliegue. Cualquier cosa puede hacer que se pase de un estado a otro; basta un cambio imperceptible en las «sutiles improntas del aire». Esto puede ser una frase de Breton, tan semejante a una carretera perezosa o al curso del río Èvre, «amplio, largo, sinuoso, fecundo en percances, en recodos y en ecos internos […]. Estos insólitos arabescos de la frase doblada y redoblada en sí misma como el cristal hilado…» (André Breton). «Éclosion de la pierre» describe el proceso en el que adquiere forma una figura en el trabajo del grabado, es decir, cómo se constituye el texto a sí mismo. Todo el final de Un beau ténébreux [Un bello tenebroso] es el despliegue de un conjunto de poemas de Liberté grande. El título de uno de ellos, «Le Vent froid de la nuit» (tomado de Poèmes barbares, de Leconte Lisle) aparece entonces. Las diez últimas páginas de esta obra consisten en «déclore» [lit. «des-cercar», es decir «abrir»], verbo que a Julien Gracq le gusta emplear en su sentido antiguo. (71)
71. Gracq gusta de las palabras con el prefijo de- como démenager [«mudar»], démeubler [«desamueblar»], décloisonner [«eliminar separaciones»], démuseler [«quitar el bozal»], démâter [«desmantelar (una embarcación)»], désancrer [«desancorar»], défleurir [«desflorar»], déplanter [«desplantar»], désheurer [«perder la noción del tiempo»], etcétera. Con frecuencia, las yuxtapone: «Este mundo desorientado, descuadrado, de pronto entregado a una sorda deriva…» (Un beau ténébreux). La utilización de este prefijo refuerza la idea de un universo que «suelta amarras»; entra al mismo tiempo, como proceso neológico posible (désheurer), en las marcas de elasticidad del discurso, es decir, de una lengua que tiende a «zarpar» con sus puntos de induración.