Botonera

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25.9.21

V. "EL HOMBRE DE TRES LETRAS", de Pascal Quignard, Valencia: Shangrila 2021



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La lengua hablada es un rasgo definitorio de la humanidad. La escritura no. Y, sin embargo, la escritura constituye la encrucijada decisiva del destino lingüístico. O esa es la aporía que Émile Benveniste descubrió al cabo de su vida de pensador. Por un lado, la lengua invisible, vocal, que no deriva del grito específico sino que es inconsciente, inasible, ondulación sonora dirigida por el aliento en la queja respiratoria por medio del aire que rodea a la boca de quienes toman la palabra y los oídos de quienes los escuchan.
Por el otro, la lengua objetivada, semiotizada, emancipándose del aliento, del sonido y del aire para caer bajo la mirada de quienes se callan y para ponerse a seguir como un rastro la mano que las inscribe en la materia.
El signo lingüístico invisible deviene, por medio de la operación de la escritura, un objeto visible, taciturno, inteligible, molecular, descomponible.
Un medio autónomo silencioso se «echa delante» de otro medio independiente, ardiente, y se aferra a él con violencia. La escritura a la vez proyecta el sonido bajo la mirada pero lo precipita en silencio. La semiótica (lo dicho, el dictum, el diccionario, la gramática) surge ante el querer decir (el pensamiento, el sentido lingüístico que señala a las almas, la obra que operamos, la semantización buscada).

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Ver escribirse la voz a lo largo de la línea ortográfica de un libro constituye un misterio extraordinario.
Los niños (los que no hablan, los «niños» hasta los dieciocho meses o los dos años) almacenan la expresión de la voz dentro del grito específico viviente. Almacenan el mensaje del sentimiento que habita el aliento. Igual que los animales comprenden la intimación de la orden que conlleva el grito, por encima de cualquier otra significación de una lengua de la que ignoran los signos sonoros.
En el escrito esta vocalización primaria absurda siempre canta.
Una voz salvaje y silenciosa mora siempre en la imago arcaica, pictográfica, cuneiforme o jeroglífica de las líneas escritas.

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De manera que los libros son olas que se encaraman desde el océano silenciado de la lengua. Saltan como la espuma. Esconden la lengua hablada viviente ya muerta, transformada en espectro, la entierran en el mundo interno, interior, íntimo, intimísimo, del cuerpo que lee en silencio.
Es así como, en la escritura, después de que la mano arranque la lengua, el signo reprime poco a poco la voz a buena profundidad.
Una especie de retención, de secreto, de infierno, de caverna, de cárcel léxica, ha relegado la antigua vociferación animada, animal.
La semiótica aleja lo dialógico. No solo sella la boca viviente, no solo cierra con dos vueltas de llave ambos oídos: se aventura —forpayse, [frecuenta los cotos de caza]— fuera del terreno de la comunicación, la designación o la nominación.
Entonces, sobre la superficie gráfica, el ojo ve algo del sistema sonoro de la lengua que se instala en silencio. Es como un ave carroñera, codiciosa de silencio, que abre sus amplias alas para cubrir a la presa entera, una transustanciación.

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Es como un fuego, prefiere decir Heráclito.
El lector, al leer, sigue con la mirada este abrazo: sigue con la mirada el significado que avanza en el espacio, que transmuta la materia y la vuelve visual, que descompone la frase en palabras, que descompone las palabras en letras, que descompone los contenidos en etimologías y en un conjunto de juegos criptográficos y mágicos, que disocia los sufijos, que separa los prefijos, que transfiere las imágenes desde el seno de las metáforas.

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