Botonera

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27.10.21

III. "LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM Y LA EDAD DE ORO DEL CINE SUECO", de José Andrés Dulce, Valencia: Shangrila, 2021



Introducción
AMADA LUZ DEL NORTE

José Andrés Dulce


Los proscritos (Victor Sjöström, 1918)


En el recorrido de todo cinéfilo hay estaciones especialmente queridas. Las mías se encuentran en el Japón prebélico, en la Italia de posguerra, en los Estados Unidos cuando llega el fulgurante esplendor de los '50 y, claro está, en los países escandinavos. Aquí mi tren sale muy temprano. Parte de Dinamarca a comienzos de los años '10 pero pasa enseguida por Suecia, país que gracias a un grupo irrepetible de talentos conoció hace un siglo su llamada edad de oro, la que va desde los albores de la Gran Guerra a La saga de Gösta Berling (1923-1924).  

Cuando concebí la idea de este libro, hace ya más de quince años, dudaba cómo enfocarlo. Podía dedicarlo a la edad de oro en su conjunto, a sus dos grandes maestros, Stiller y Sjöström, o solo a este último. No tardé en decantarme por la tercera opción, sabiendo que las otras dos no iban a quedar del todo excluidas.

La figura de Victor Sjöström me había atraído siempre de un modo irresistible y misterioso. No fue un título concreto el que me sedujo (relámpago que de repente nos ilumina y nos lanza en persecución de un director), sino los elementos más básicos de que consta una película: sus fotogramas. En la navegación juvenil por enciclopedias, libros y revistas iba encontrando imágenes hechizantes, paisajes y figuras envueltos en una bruma legendaria. Al pie, desfilaban títulos prometedores como Los proscritos, La voz de los antepasados, La carreta fantasma o El viento; muchos de ellos eran apócrifos, pero sugerían bellas y lúgubres leyendas, tribulaciones e idilios, duelos con la naturaleza, citas con la muerte, un universo atravesado por la fatalidad. Como en no pocas de esas imágenes aparecía además su artífice, adoptando a menudo poses mayestáticas o desafiando a los elementos puño en alto, era tentador ver a Sjöström como una especie de titán. 

Pero entre esas fotos fijas había una en la que el coloso no hace ninguna demostración; pertenecía a Berg-Ejvind och hans hustru (Los proscritos) y mostraba al protagonista erguido sobre una roca, escrutando, sereno, el horizonte; de perfil, el hombre miraba a lo lejos apoyado en su bastón, recortada su figura contra un majestuoso paisaje atravesado por senderos, lagos y cordilleras que se pierden en la lejanía. Esta imagen, que sirvió de portada al legendario número de la revista Cinéa dedicado al cine sueco, me persiguió durante años e inspiró el libro que aquí empieza. 

Un amor suele llevar a otro. Con el paso de los años, la atracción por Sjöström se entreveró con la fascinación por la cultura nórdica, también con la nostalgia de un mundo, el anterior a la Primera Guerra Mundial, ido para siempre. 

Buscando, pues, los rescoldos de un fuego extinto, recorrí en 1993 las tierras de Suecia en la segunda parte de un viaje que primero me había llevado a Dinamarca, adonde llegué siguiendo la pista de otro artista enigmático, Carl Theodor Dreyer. Como sabía que el autor de Ordet había bebido en las fuentes de Sjöström, decidí que era hora de aplacar mi sed. En Copenhague me adentré en el universo dreyeriano, pero al llegar a Estocolmo no pude por menos que aventurarme en el cine de Sjöström y sus contemporáneos suecos de la edad de oro. Hasta entonces, el culto al maestro de Årjäng había sido para mí una cuestión de fe. Debía entrar en los archivos suecos para confirmar lo que aquellos hermosos fotogramas auguraban. 

Y es que al principio solo había imágenes. Existían estas, pero las películas no estaban. Para mí, como para la mayoría de cinéfilos, Victor Sjöström era un insigne desconocido, un autor largamente reseñado y citado, pero a cuya obra no era posible acceder salvo que se hiciera un “viaje de estudios” o se aguardase el ciclo de una filmoteca con recursos e inquietudes. 

Con el paso del tiempo, y gracias al impulso democratizador de Internet, hemos ido completando la obra de Sjöström. Fuerza es reconocer, sin embargo, que esta nos ha llegado en copias deficientes o manipuladas, un menoscabo que poco a poco se va corrigiendo gracias a restauraciones que, por fin, empiezan a hacer justicia al maestro.

Aunque este es un libro escrito en la más completa soledad, debo dar gracias a quienes me ayudaron a ponerlo en marcha. A Bengt Forslund, el biógrafo de Sjöström, autor de un libro de referencia inédito en el mundo de habla hispana que hace años compartió conmigo algunas horas de charla en Madrid; a la difunta Ester Henrikson, que procuró valioso material bibliográfico desde Suecia y ayudó, como traductora, hasta donde le permitieron sus menguadas fuerzas; a Sigvard y Anna Britt, por acogerme, lo mismo que Aurora, por mantenerme a flote, y a Ann-Charlotte Gylner-Noonan, por facilitarme el acceso a los fondos del Statens Ljud och Bildarkiv, en Estocolmo.

También le agradezco a Victor Sjöström su paciencia. No, no me he vuelto loco. Él sabe las vicisitudes por las que ha pasado esta obra, largamente demorada. Tantos fueron los obstáculos, tantas las zancadillas, que a punto estuvo de no materializarse. Si alguna vez fui cómplice de esas conspiraciones merezco, sin duda, el castigo de la tardanza. Pero las circunstancias suelen ser rocas que a los perfeccionistas nos cuesta mover. Confieso que durante años tuve ante mí —no sé si como recordatorio o como admonición— el libro de Bengt Forslund. Cada vez que pasaba ante él, y lo hacía todas las noches, el gran maestro, caracterizado como el profesor Borg de Fresas salvajes, me miraba desde la portada, el semblante fatigado, la mano en la sien, la mirada interrogante y hastiada, como si dijera: “¿Cuándo te pondrás a trabajar?”. Bien, he aquí la respuesta. 





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