Botonera

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13.10.21

III. "PINTORES DE LA VIDA MODERNA", de Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila 2021



VICTOR HUGO. FIJAR LOS VÉRTIGOS


Victor Hugo, Ma destinée (Mi destino), 1857



Para pintar una batalla, se necesita uno de esos pintores
poderosos que tenga algo del caos en el pincel.
Victor Hugo.


En Victor Hugo, la meditación es siempre líquida. Situado en la estela de Nerval, el ensueño en él no hace más que derramarse como fluido eruptivo sobre la vida cierta o visible. “Bajo algunos soplos violentos del interior del alma”, escribe Hugo, “el pensamiento se convulsiona, se eleva, y de él sale algo parecido al rugido sordo de la ola” (El hombre que ríe, IV, 1). Océano o caos, las salvajes oscilaciones de la naturaleza aparecen aquí como estados de la mayor profundidad de la conciencia, en esa suerte de analogía universal que caracterizó el concepto romántico de la poesía, ya desde los alemanes. (1) Por eso la contemplación, la observación de un paisaje, por ejemplo, deviene siempre abandono o hundimiento en una insondable condición interior del hombre, que, por supuesto, ya no le pertenece. Hay siempre algo inhumano en los dibujos de Hugo. O a-humano: es la fuerza del universo, el arrastre de los elementos, la plenitud de una multiforme presencia cósmica que se hace visible en una correspondencia espiritual tan sombría como inhóspita. Imagen-turbulencia, abertura temible que fascina y espanta entre el afuera del hombre y su alma pre-consciente; expresión de una fuerza vital, con toda su potencia y aspereza, que sobrepasa en mucho cualquier medida humana. (2) Pues “la geometría engaña: solo el huracán es verdadero” (Los miserables II, I, 5). 

1. “La poesía emanada de la vida secreta no se puede asimilar a un conocimiento sino a condición de que la estructura más profunda del espíritu o del ser total y sus ritmos espontáneos sean idénticos a la estructura y a los grandes ritmos del universo. Para que a cada hallazgo de imágenes corresponda una afinidad real en el universo objetivo, es preciso que una misma ley impere en lo que llamamos exterior y en lo que nos parece interior a nosotros mismos.” (BÉGUIN, Albert, El alma romántica y el sueño, México: Fondo de Cultura Económica, 1954, 2ª reimpr. 1993, p.485).

2. En todo caso, cualquier medida familiar. Encontramos en Hugo una fascinación por lo extraño que se manifiesta o bien en lo desmesurado, o bien en lo ínfimo. A los envolvimientos de las fuerzas cósmicas, corresponden los hormigueos vertiginosos de lo molecular, o de lo microscópico. Ambos movimientos hacen presa en el ser humano, desgarrando con ello el supuesto elemento culminante de la creación. No es extraño que Hugo esté obsesionado con la caricatura, o con todo tipo de cabezas grotescas y rostros deformados, no se trata más que de la potencia de la deformación corroyendo toda dimensión antropomórfica. La belleza, se dice en el prólogo a Cromwell, no tiene más que un rostro, la fealdad, mil.

Hablamos, entonces, de un compuesto de fuerzas naturales antes de toda razón que, sin embargo, configura el sin-fondo natural de los hombres, al igual que la materia misma. Inmensidad íntima, la intimidad como infinito: “Todo en el infinito dice algo a alguien”, susurra en el poema la boca de sombra. Ello es así en la medida en que, para Hugo, solo desde ese punto de indiscernibilidad en que las cosas, los animales y las personas se han fundido, donde ya no cabe, pues, ninguna diferenciación natural, ha de construirse la sensación, y se alimenta en definitiva el arte. Sed y persistencia del infinito, he ahí la marca del genio para Hugo; sobre la que, como se sabe, trazará toda su teoría estética. Por ejemplo, cuando comenta a Shakespeare, un semejante, casi un hermano: “Se diría que por momentos Shakespeare le da miedo a Shakespeare. Tiene horror de su profundidad. Esta es la señal de las supremas inteligencias. Es su misma amplitud la que le agita y la que le comunica no se sabe qué oscilaciones enormes. No hay genio que no tenga olas. Salvaje, ebrio, sea. Es salvaje como la selva virgen; y es ebrio como la alta mar”. (3) El creador como hombre océano, en esa imagen se condensa la teoría estética del autor de Las contemplaciones. (4) [...]

3. Victor Hugo, William Shakespeare, Madrid: Miraguano Ediciones, 2.004, pp.215-216.

4. Por ejemplo: “En efecto, hay hombres océanos. Esas olas, en flujo y reflujo, ese vaivén terrible, ese rumor de todos los vientos, esas negruras y esas transparencias, esas vegetaciones propias del abismo, esa demagogia de las nubes en pleno huracán, esas águilas de la espuma, esas maravillosas salidas de los astros que repercuten en no se sabe qué misterioso tumulto por millones de cimas luminosas, cabezas confusas de lo innumerable, esos grandes rayos errantes que parecen acecharnos, esos enormes sollozos, esos monstruos imprevistos, esas noches de tinieblas cortadas por rugidos, esas furias, esos frenesíes, esas tormentas, esas rocas, esos naufragios, esas olas que chocan entre sí, esos truenos humanos mezclados con los truenos divinos, esa sangre en los abismos; después, esas gracias, esas dulzuras, esas fiestas, esas alegres velas blancas, esos barcos de pesca, esos cánticos en medio del tumulto (…) ; esas cóleras y esos apaciguamientos, es todo en uno, lo inesperado en lo inmutable, ese vasto prodigio de la monotonía inagotablemente variada, ese nivel después de ese trastorno, esos infiernos y esos paraísos de la inmensidad eternamente conmovida, ese infinito, ese insondable, todo eso puede estar en un espíritu, y entonces ese espíritu se llama genio, y así tenéis a Esquilo, tenéis a Isaías, tenéis a Juvenal, tenéis a Dante, tenéis a Miguel Ángel, tenéis a Shakespeare, y es lo mismo mirar esas almas y mirar el Océano”. (HUGO, Victor, William Shakespeare, op. cit., pp.19-20).




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