Botonera

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2.10.21

VI. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021



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TEORÍA DE LA CATASTROFE
Y DE LA PLENITUD BURGUESA


El hecho de que nos acordemos de Dios cuando nos vienen mal dadas es un argumento antiguo y poderoso a favor de su existencia. Que es antiguo, es indiscutible. Que es poderoso, también. De hecho, el problema del mal no afecta a la existencia de Dios tanto como lo afecta el problema del bien. Y en esto tienen razón (una razón ad hoc, a la manera de un mecanismo de defensa) los teólogos oficiales que preservan a la institución de los peligros panteístas: si no hubiera mal –aunque el mal se conciba como ausencia de bien–, si todo fuera bueno, indistinguiblemente bueno, ¿qué separaría al Creador de su Creación, a Dios de la más ínfima de las criaturas? ¿Por qué tendrían más derechos unos que otros para hablar “en nombre de”?

La fe basada en la transmisión de relatos catastróficos es un instrumento al servicio de la gente catastrófica. Cuantas más señales perciben del fin del mundo, más fe muestran los candidatos a la salvación. Después de la catástrofe, llega la plenitud. ¿Qué hará entonces el alma catastrófica? La apocatástasis es, para el alma justiciera, la catástrofe de la catástrofe, la sinrazón última que mezcla eternamente al bueno con el malo.

Hay una fe que descansa en la comodidad de lo cotidiano, cuyas labores corren por cuenta ajena. 

Con frecuencia se ha condenado al burgués como figura banal, además de como explotador. Un esteta, en el mejor de los casos. Un espécimen capaz de pasarse dieciséis horas en su despacho con intervalos para comer, cenar y dar un pescozón cariñoso a la prole, ya que, para ser un burgués de pleno derecho, conviene ser padre de familia numerosa a la que visitar dentro de la propia casa o en el grato jardín, en las noches de verano, con las viandas sobre la mesa del porche y un jarrón en medio, bajo el agujero de la cúpula del panteón a escala minifundista, entre ateo y politeísta, de dioses pequeños y manejables, sobre el agujero del altar familiar, del coliseo sin hipogeo, sin tristes tigres ni vivaces naumaquias, honrando la estoa en señal de aprobación cósmica y doméstica conformidad con los órdenes establecidos, lo que no impide un ejercicio de responsabilidad en aras del pensamiento crítico y un brindis por el bien de la humanidad, incluidos apátridas, que para eso se paga una cuota.  

Sin embargo, la Iglesia de los Pequeños Burgueses no merece menos respeto ni más desprecio que muchas otras. ¿Por qué el Jordán no puede ser una piscina privada? 

La fe en la comodidad no produce pecados veniales ni mortales, solo aburrimiento a raudales, que el falso misterio del adulterio confuta. El buen creyente burgués perdona los pecados amorosos, los reduce a pequeñas faltas. Enfermedades transitorias de la pasión los considera, dispositivos vulgares que el romanticismo exacerba. Comprometido con la biodiversidad sentimental y la causa ecológica de la familia progresista, justifica antes la infidelidad sexual que la deslealtad sentimental, probable origen de catástrofes crematísticas. Excepto la dilapidación de los bienes comunes, patrimoniales y matrimoniales, el creyente burgués todo lo comprende y a casi todo condesciende desde su aire de superioridad, forjada éticamente al fuego lento de su idiosincrasia, preámbulo clásico de la inteligencia artificial con toques de música atonal y un poco de ramplonería, mampostería y rusticidad, compendio de épocas y cosmovisiones, de dejes populares y sofisticación muy erudita. Apenas un uno por ciento de vida se le escapa. Lo compensa cada día con dos pagos reembolsados y una mesa puesta, alrededor de la cual los comensales le reirán sus chistes malos mientras ella cavila, sueña y se abstrae. Ella, el amor del juglar tras la ventana, la esposa, la madre y señora. Se abstrae y sueña, ella, mientras sirve la sopa en el paraíso de la monotonía y del espíritu carcomido por la halitosis, donde un día revolotearon las hadas y otro día, evaporados los efluvios de la pasión, del mito, de la ilusión, despertó como quien despierta dentro de una veta sobreexplotada, de una mina vaciada, de un rito que hay que mantener, de un yacimiento, flotando sobre un Jordán de agua clorada.

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