Botonera

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29.10.21

XX. "PINTORES DE LA VIDA MODERNA", de Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila 2021




RAZÓN DE LEZAMA


José Lezama Lima



Tal vez ningún creador en español del siglo XX haya sido más autorreflexivo que el cubano José Lezama Lima. De hecho, una de sus conocidas divisas estéticas era que el arte sólo se alcanzaba cuando lo espontáneo era sometido a la luz de lo consciente. El momento estético feliz contenía, pues, aquel instante en que el inconsciente se hace acto de pensamiento. En un texto maravilloso, que bien podría servir como una aguda autopoética (“Razón que sea”, editado en la revista Espuela de Plata, en 1939) Lezama contrapone, por ejemplo, a las nebulosas meándricas del subconsciente el compás en la mano de los orfebres primitivos; frente a las atracciones de sirena de lo informe, la lucha cezanniana con los contornos. He ahí, sostiene, “el único campo donde se siguen planteando las batallas que nos interesan”. El texto, breve y contundente, juguetón y erudito como siempre fue Lezama, culmina con majestuosidad: “Mientras el hormiguero se agita –realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil y torre– pregunta, responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente, y nos da la mejor solución: Prepara la sopa, mientras tanto voy a pintar un ángel más”.

Estamos en los años ‘40, y Lezama parece estar situando su posición ante movimientos de vigencia universal como el expresionismo o el surrealismo, o –naciente en ese tiempo– el informalismo pictórico. En todo caso, Lezama se define frente a lo que él considera un imposible de absurda ingenuidad; esto es, por decirlo con sus propias palabras, el falso ideal de los instintos, o de “lo primario en absoluta pureza: caos de caos, maldición inexpresiva, autodestrucción”. Nada peor para un creador, por tanto, que tratar de mantenerse en ese estadio de pensamiento indeciso y caprichoso, allí donde sólo se extiende una tupida red de signos o palabras fáciles, seductores y enfáticos, como monstruos que se despliegan sin pausa en el pentagrama borroso de la subconciencia. Pero tampoco sería la solución el intelecto puro, una especie de desarrollo del conocimiento dialéctico que busca tan sólo el espejo sin respiro de la identidad. Frente a ello: la humildad precisa y exigente de la imagen, la fijeza de un ajuste o una forma que permita el desarrollo de una vida despierta. “¿Nos contentaremos –escribe en “Del aprovechamiento poético”– con hundir las manos en las aguas de la poesía y mostrar el primer pececillo, o ir despertando al separar rumores de nieblas y dominio de impresiones fugaces?”.

Como también sugiere Lezama, en Las eras imaginarias, la ausencia de diversidad es el primer obstáculo que la imagen encuentra en su camino. El hombre parte de lo informe, sin duda, como de una suerte de ruido ensordecedor o de condenación inanimada. Es función del conocimiento realizar frente a las cosas un apoderamiento progresivo, luchando también para ello con la condenación regresiva que supone el tiempo. Diríamos que el pensamiento estético lezamiano se dispone como una poética de la salvación, ante o frente al tiempo, precisamente. “Conocimiento y tiempo constituyen en el hombre la gracia y el fatum que en las entretelas arman su carreta de la muerte”. Lezama se apoya, para la ocasión, en Schiller, su dialéctica cualitativa buscaría prolongar la percepción de esa temporalidad que se desquicia, trocar el estado sensible del hombre en los límites del tiempo en una ajustada percepción. Salvación por la imagen precisa. Esta argumentación le sirve, por ejemplo, para ofrecer una lectura absolutamente personal y sugerente de la figura del colosos en la Grecia antigua: a juicio de Lezama, para el griego primitivo colosos no significaba tamaño, sino figuración. Es así que un pequeño muñeco podía ser colosal si alcanzaba figuración, es decir, si triunfaba sobre lo informe. Frente al orden superior de la desmesura, el ordenamiento nuevamente creador entonces del hombre. El tiempo cumplido es aquel transustanciado en la condensación atómica o imantada de una imagen, un punto discontinuo rescatado del instante que habrá que devolver y trazar en la continuidad. ”Sólo el exacto pinchazo, detención, cumplimiento del tiempo. Me gusta ver mi verso, rayarlo, sentido clausular, dicen los pieles rojas o los hombres gordos, y ven cómo las aguas le van reduciendo a un punto mal parado, que pueden llamar paseo de la oruga por el desierto de un mosaico. Ese solo punto es la más apetecida miseria entre la percepción y el ámbito rabioso o grasoso”. A partir de ahí, la poética, la creación, ha de ser ese punto que vuela. Henchimiento, dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte, hasta ocupar todo el campo de lo sensible (visible e invisible). La imagen como el único espacio para el hombre que actúa.

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