Botonera

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10.2.22

VII. "LUIS VARELA. ACTOR TOTAL. LOS GRANDES GENÉRICOS ESPAÑOLES", Gabriel Porras, Valencia: Shangrila 2022.



5. El teatro como escuela


Lola Herrera y Luis Varela en Lucy Crown. Teatro Reina Victoria (1960)



A pesar de que en el recorrido realizado hasta aquí en la carrera de Luis Varela se ha venido repitiendo de una u otra forma –el actor lo reconoce con frecuencia– que su verdadero aprendizaje se produjo observando a los grandes profesionales con los que le cupo la suerte de trabajar desde tan temprano, quiero que sea él mismo quien nos dé su opinión sobre todo lo que rodea al hecho interpretativo, la formación, estudios, técnicas, escuelas y teorías que influyen en el actor. Sus apreciaciones, fruto de tan larga experiencia personal, surgen fluidas y espontáneas.

Desde luego, sin una base bien asentada en unas condiciones y predisposición por parte de quien pretende emprender este viaje apasionante, no hay nada que hacer. Se dice que el actor nace…, no sé bien si es así. Más bien creo que se puede sentir atracción, vocación, si quieres, por este oficio, pero sin unas mínimas cualidades iniciales creo sinceramente que resulta imposible.

Yo puedo hablar de mi propia experiencia, de mi caso, como venimos haciendo, y es cierto que debía tener ya inclinación y aptitudes desde muy niño en el colegio pues era elegido para todas las funciones que se hacían, que entonces eran muchas, afortunadamente. Así, cuando fui seleccionado por Doroteo Martí e inicié mi carrera con diez años, me encontraba bien, era como un juego y disfrutaba. Todo ello pese al esfuerzo, de tener que estudiar y aprender los diálogos, de los ensayos, de las representaciones en provincias, etc. Con el añadido de la enseñanza escolar y las clases del Conservatorio. Quiero decir con todo esto que tenía una base que podemos llamar innata de aptitud y que tuve la fortuna de poder trabajar con grandísimos actores y actrices. Ellos eran mi escuela y de ellos aprendí.

Deduzco claramente que Luis Varela considera al trabajo en las tablas como la escuela esencial y así se lo digo. 

Sin duda alguna. Pero son pocos los que disponen de esa oportunidad, como la tuve yo. Por eso las escuelas de interpretación tienen una gran importancia, pero los aspirantes a actores no deben prescindir de la práctica, del ejercicio. Bien amateur, bien semiprofesional o como se les presente la posibilidad, pues sin esa experiencia todo lo demás, a mi juicio, no lleva a ninguna parte. En ese sentido, las antiguas compañías, las llamadas compañías de repertorio, que había muchas, eran la escuela viva y continuada para los jóvenes que entraban como meritorios y desde el primer momento disponían de las enseñanzas directas de los actores ya veteranos y experimentados. Aquel escalafón de las compañías clásicas, contrariamente a lo que se pueda decir, era esencial y de allí salieron los nombres más importantes del teatro español.

Las escuelas experimentales, con todos mis respetos, no sirven sino parcialmente. En una ocasión, no hace mucho tiempo, estaba yo ensayando con un joven actor y me di cuenta que no se le entendía bien en el parlamento que tenía conmigo. Así me lo hizo saber el encargado de sonido. Repitió de nuevo el texto y me volvieron a decir que no se le oía apenas, que no se le entendía. Se lo hice saber y el joven actor me dijo que no estaba dispuesto a repetirlo más pues consideraba que le había salido una interpretación “muy orgánica”… Yo, que procuro ser extremadamente respetuoso con mis compañeros, no pude por menos que decirle, que no dudaba de que fuese muy orgánica pero que no se le entendía.

Cuando empezaba, en el Teatro María Guerrero, con doce años, estábamos ensayando La puerta estaba abierta con dirección de don Claudio de la Torre. Ocurrió que un día, el galán, José María Rodero, llegó tarde. El director le dijo: “Señor Rodero, llega usted cinco minutos tarde”. Rodero, muy respetuoso, pidió disculpas, pero al tiempo comentó que su reloj marcaba las tres en punto. Don Claudio entonces contestó: “Tiene usted razón. Es mi reloj el que está mal, no sirve”. Lo tiró al suelo y lo pisó.

Con esta anécdota, que nunca he olvidado, quiero demostrar cómo aprendí a respetar cosas tan elementales como la puntualidad, la disciplina, el rigor en el trabajo y el respeto. Claudio de la Torre, del que ya he recordado alguna lección más que me dio, supo admitir su error y, a su manera, pedir perdón al actor, entonces un Rodero muy joven que estaba contratado como galancito en la compañía, donde los primeros actores, Elvira Noriega y Ángel Picazo, daban siempre ejemplo de todas esas virtudes que he señalado.

En este sentido, nunca olvidaré la lección suprema que me dio el gran José Bódalo en la que fue mi primera interpretación teatral como adulto o, por lo menos, no como niño, aunque tuviese solamente diecisiete años. Fue en el Teatro Reina Victoria de Madrid, en 1960, cuando ensayábamos una obra que tuvo mucho éxito: Lucy Crown. Era un drama con mucha hondura y yo interpretaba al hijo de Bódalo y Tina Gascó, cabeceras de cartel y compañía. En un momento concreto, con gran dramatismo y angustia, mi personaje debía admitir a su padre que su madre y esposa le era infiel… Yo lo hice de la manera mejor que pude, poniendo mis cinco sentidos. Cuando terminó, le pregunté a Bódalo: “Don José, dígame cómo he estado, si cree que debe ser así”. El gran actor me dijo: “Has estado sensacional, Luisito. Mejor imposible, pero hay una pega. No debes contármelo a mí, sino que tiene que oírte, escucharte perfectamente el público, desde la primera fila del patio de butacas hasta la última del tercer piso…” Me quedé perplejo y me atrevía a preguntar de nuevo: “¿Y cómo lo consigo, Don José? Me contestó, tranquilo y sereno: “Siguiendo mi tono, acoplándote a él, así te oirán perfectamente” Y así fue. No lo olvidé. Una lección práctica y eficacísima.

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