Botonera

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8.4.22

VI. "EL CINE DE MARCO BELLOCCHIO. RABIA, DESENCANTO Y LUCIDEZ", Ricardo Jimeno Aranda, Valencia: Shangrila 2022





Realidad e intimidad:
espacio y tiempo en Bellocchio



Bella addormentata



[...]


En 1966, Bellocchio publicó un texto en Cahiers du Cinéma llamado La revolución en el cine, en el que decía lo siguiente: 
 
Un cine político es un cine que interpreta una realidad de clase con absoluta objetividad, para provocarla. Y para ello, hay que separar de esta realidad todos los aspectos que no se refieren a una condición social y encontrar un estilo que favorezca la comprensión universal y al mismo tiempo salve esa interpretación del mero didactismo. (208)

208. BELLOCCHIO, M., “La revolución en el cine”, Cahiers du Cinéma, marzo 1966, nº 176, p.43, citado en MUÑOZ SUAY, R. (Comp.) (1969), op. cit., p.27.

Es decir, en aquel periodo –estamos hablando de 1966–, Bellocchio utiliza la dialéctica para definir el cine político, y para explicar probablemente el sentido de su ópera prima. Salvando la retórica revolucionaria marxista que era tendencia –aquello de la objetividad y en parte lo de los conflictos de clase– su cine, en los cincuenta años posteriores a esta declaración, ha mantenido una coherencia infrecuente, a pesar y precisamente gracias a su evolución y a sus transformaciones. Lo que explica el cineasta en su antiguo texto equivale a manifestar que la cuestión no se centra en el tema propuesto sino en el enfoque. La prueba máxima de esta aseveración la da el propio autor, cuando responde –con la distancia del tiempo– a una pregunta sobre si Las manos en los bolsillos (1965), su ópera prima es un film político consciente o inconsciente. Contesta Bellocchio: 

Las manos en los bolsillos la he hecho –a un nivel consciente– para decirme a mí mismo quién era yo. Yo me decía: ¿Quién soy? ¿Qué quiero hacer en la vida? Entonces me vino a la mente el escribir este argumento y este guion y buscar cómo realizarlo. Tanto la idea como la acción venían de la exigencia de examinarme a mí mismo, a mi vida. Aquí no hay ninguna idea de querer afirmar unos principios o de hacer –como diría– propaganda política. Pero claro, en el momento en que la historia era todo aquello que yo sentía profundamente ha salido de algún modo así. Toda la reflexión política ha sido absolutamente sucesiva. (209)

209. Marco Bellocchio al autor, el 22 de noviembre de 2013 en Madrid.

Es decir, si Las manos en los bolsillos es un film político, no lo es en base a su naturaleza narrativa, sino debido a su enfoque, al punto de vista político –entonces marxista– de su autor, y a la reflexión ejercida posteriormente sobre ese enfoque. La primera de las conclusiones, de la que estas respuestas se erigen en resumen, es precisamente que la consideración de que todo el cine es político resulta inútil, aunque sea parcialmente cierta. El análisis no debe hacerse sobre la aplicación personal de un enfoque político a cualquier obra, sino sobre el discernimiento cabal del enfoque político que la propia obra contiene de modo expreso en su naturaleza narrativa, sea esta cual sea. Lo contrario equivale a la anulación absoluta del autor y de sus esfuerzos para construir un discurso personal, puesto que es el analista de la obra el que acaba conformando dicho discurso de modo absoluto. La diferencia entre el cine político considerado como un todo y el cine político en tanto que acotación específica, siempre a tenor de las obras de Bellocchio, reside en la intención y en el contenido plasmado, evidentemente. Todo el cine puede ser –y de hecho es– un vehículo ideológico, pero la mayor parte ejerce este cometido de un modo pasivo. La condición de transporte activo del discurso es la cuestión fundamental que marca la diferencia. Las obras de Marco Bellocchio parten de la premisa de considerar, al margen de otras vocaciones, la posibilidad de transmitir –de diverso modo, o con distinto enfoque e intensidad–, un planteamiento político activo y explícito al espectador. 

La ideología contenida en un film no solo se expresa en el momento en el que se registra en el celuloide (o en una cinta magnética). Depende concretamente del impacto ideológico del film en el público. Y este impacto ideológico es por sí mismo un estadio de la formación ideológica del público. (210)

210. LEBEL, J.P., Cine e ideología, Buenos Aires: Granica, 1973.

Esta reflexión general de Jean-Patrick Lebel, aplicada a Bellocchio, implica la constatación de que sus obras políticas lo son también en la medida y en la intensidad en que provocan una respuesta cultural, social o política. Véase por ejemplo el caso de Las manos en los bolsillos. Marco Bellocchio emplea básicamente una perspectiva excluyente en dos sentidos. Su mirada crítica, quizá la principal de sus características cinematográficas, parte de la puesta en cuestión del sistema existente como planteamiento ideológico fundamental, utilizando regularmente sus instituciones como diana: la familia, la educación, el sistema político, periodístico, psiquiátrico o militar o más recientemente, y por primera vez, la mafia. 

Bellocchio plantea una enmienda a la totalidad del sistema, desde la trinchera de la confrontación entre una utopía asible en el periodo, pero variable en la evolución ideológica del autor, y un todo considerado como fascismo, o al menos heredero de sus planteamientos de modo implícito o explícito. Incluso, y pese a su adscripción ideológica puntual como marxista radical, su postura de intelectual comprometido pero anárquicamente independiente, le lleva a mostrarse crítico también con el proceder de su entorno más cercano, llegando en su momento a plantear reparos –desde el humor, o desde la condena– a la política de actuación de los grupos radicales situados en la extrema izquierda (cómo sucede en China está cerca o en Noticia de una violación en primera página), y por descontado en la izquierda tradicional. 

El carácter excluyente, con respecto al espectador –a la hora de darle a compartir su discurso– no es absoluto –puesto que siempre se puede establecer una complicidad con esa mirada furibundamente crítica y rabiosa–, pero no tiene una vocación de convencer o de plantear una comprensión dialéctica –pese a que sus films, y sus propias ideas, puedan seguir una estructura dialéctica, como la versión original de En el nombre del padre–, de los conflictos. Su enfoque, como en el caso paradigmático de su film político más cercano al estilo del thriller político popular, Noticia de una violación en primera página, no busca una identificación con el espectador a partir del punto de vista que le permita progresivamente situarse con respecto al problema, sino mostrar abiertamente las fauces del fascismo, sus huellas. Es un cine que contiene, dentro de su complejidad psicológica, un nivel de lectura política único, centrado en plantear la crítica global, las ruinas del sistema, y la falta de alternativas. Bellocchio, con todos los matices posibles –pensamos sobre todo en Buenos días, noche, un film profundamente humanista–, está más cerca de ser un nihilista que evoluciona hacia la posibilidad progresiva de una salvación individual ante un mundo hostil. Esta idea es la que aparece contenida en casi toda su obra del siglo XXI, donde permite la liberación puntual individual, normalmente vehiculada por el amor, por la intimidad o incluso por los sueños y la fantasía, de sus personajes protagonistas, como se observa con la liberación fantasmal de Moro en Buenos días, noche, el despertar de una de las bellas durmientes en Bella addormentata, o el encuentro imaginario con la madre muerta en Felices sueños.

Por otro lado, la naturaleza íntima del cine de Bellocchio tampoco anula, particularmente en algunos periodos, los más politizados precisamente, la vocación espectacular de su cine. Una espectacularidad que hace referencia como concepto a la esencia del término. Es decir, a la construcción de un relato atractivo que utiliza elementos próximos para acercar al público. De hecho, en la cita ya referida de Bellocchio sobre el cine político, el autor italiano habla de “un estilo que favorezca la comprensión universal y al mismo tiempo salve esa interpretación del mero didactismo”. Es decir, el cine debe encontrar para el autor el equilibrio entre el discurso complejo sobre la realidad, la forma de trasladarlo cinematográficamente al público como espectáculo, y la traslación del sentir íntimo del artista.

El cine de Bellocchio tiene múltiples fronteras imaginarias que se equilibran entre sí dotándolo de la capacidad única de hablar del mundo y del individuo, separando o mezclando la realidad y el sueño, el espacio político-social y el costumbrista, el tiempo vital y el histórico. Su cine se refiere siempre, geográficamente, a las fronteras de Europa, y en concreto a las de Italia. Su discurso en este sentido es local y circunscrito a su país de origen. Sus planteamientos combativos, en sus primeras obras, o reflexivos, en las últimas, se agotan en ese espacio complejo que es la Italia contemporánea. Ahora bien, la universalidad del conflicto presentado por Bellocchio es imperativa. La vocación del director italiano por construir un discurso íntimo de la política –en un sentido geográfico y también personal–, le aboca precisamente, al tomar como medida el planteamiento y el conflicto ideológico interior, a convertir su obra política en una obra de alcance europeo y por extensión universal. 

Los planteamientos del autor sobre el origen de la revolución o de la reacción –Las manos en los bolsillos mediante– o sobre el acceso al poder de la burguesía, la educación o el encuadramiento fascista y militar, en sus siguientes films, plantea ese recorrido por la primera etapa de una experiencia política compartida por la juventud europea de la época. En consonancia con esta idea, su repliegue de las enseñas activas, y su circunspección reflexiva sobre esa vivencia anterior en su cine posterior –tanto a nivel psicológico como histórico, es decir tanto en El diablo en el cuerpo como en Buenos días, noche–, no se limitan a glosar la evolución del hombre político italiano. De hecho, este proceso se explica y se justifica en la realidad global, específicamente europea, del periodo. Del mismo modo, sus últimos films, como Bella addormentata, pese a tratar no solo un tema nacional, sino en concreto un hecho social acontecido realmente en Italia que no ha trascendido más allá, dibuja espiritualmente la sociedad europea contemporánea, como el fantasma de la política que se aleja y que deja al continente en estado de coma permanente. Si en el análisis del film se equiparaba la figura de esa bella durmiente con el concepto actual de la Italia política y social, ahora, en este contexto de universalización de los conceptos, queda de manifiesto de forma nítida, la posibilidad de extender la simbología a la Europa contemporánea de las crisis.

La conclusión, en este sentido, es que el cine de Marco Bellocchio tiene un alcance universal, lo que no deja de ser la prueba evidente de su validez. Lo interesante de esta aseveración es precisamente que esa universalidad se logre de un modo paradójico, tratando lo íntimo; lo que llevaría al viejo lema sesentayochista de que lo personal es político. La plasmación de conflictos locales en Bellocchio –muchas veces interiores– le sirve para llegar a ese destino por la vía de la introspección, es decir, de la propia conciencia personal del ser humano, en tanto que animal político, según la definición aristotélica. La búsqueda interior del yo –Bellocchio se busca a sí mismo a través de las historias y de los personajes, como él mismo explica continuamente– plantea en clave especular (y nunca mejor dicho, hablando de la obra bellocchiana), la relación entre ese ser humano-político específico –personaje y autor– y el individuo genérico de la sociedad europea.

Por otro lado, la correspondencia cinematográfica de la obra de este cineasta no solo actúa –lo que resultaría obvio, y más tratándose de un cine comprometido– como reflejo o respuesta a los cambios sociopolíticos de la Europa contemporánea, sino que muestra un peculiar y preciso resumen del trayecto de la propia izquierda europea en estos años, e incluso anticipa alguno de sus puntos de inflexión o colapsos históricos. Esta evolución del cine de Bellocchio como espejo de su tiempo –una evolución evidente, en cualquier caso, de cualquier tipo de cine– tiene como notas específicas las características concretas de dicha andadura. El papel de los movimientos de izquierda resulta fundamental en este ámbito, hasta el punto de determinarlo. 

Si la transformación de la izquierda –en lo referido al papel cambiante de los partidos comunistas europeos, a la consolidación de la socialdemocracia, o al ascenso y caída de los impulsos revolucionarios– resulta fundamental en un plano histórico, aunque se vea complementado por otras circunstancias históricas primordiales, no cabe duda de que en el caso de su influjo cultural y cinematográfico, especialmente cuando estamos hablando de cine comprometido, resulta el motor no solo principal, sino esencial y casi absoluto, de la evolución del discurso político de la cinematografía europea.

En este sentido, desde el punto de vista tanto ideológico como práctico, la deriva del cine político contemporáneo puede explicarse en base a la suerte histórica que el marxismo como filosofía política, y que el comunismo como sistema político, han tenido en la segunda mitad del siglo XX. El marxismo ha sido el eje cultural del discurso político del siglo XX. Un eje que admitía innumerables posiciones y evoluciones en torno a él, y que ha marcado –entre muchas otras cosas–, la naturaleza del cine del autor, bien por adscripción matizada en su primera época, por desencanto y rechazo en la segunda, o por elevación lúcida y crítica, descreída pero esperanzada en la última.

La primera de las etapas aludidas está determinada precisamente por la euforia. Una conciencia de posibilidad que conduce al ejercicio militante, entendiendo esta última idea en un sentido amplio, y no solo en lo referido al cine militante como corriente del cine político. Esta militancia genérica es la que origina precisamente un cine rabioso, expresamente político, a partir de la conciencia de que el cine, como elemento cultural, es un instrumento más de activismo cívico o social. La democratización de la técnica y del proceso de producción en los años sesenta permite en la práctica el ejercicio de esta conciencia y de esta actividad política y cultural que es la realización de cine político con un objetivo. Porque está implícito que la realización de cine político lleva aparejado un objetivo que va más allá del sentido clásico del cine-espectáculo, aunque este cine-espectáculo sea la base estructural de algunas obras. El objetivo es variable –puede quererse la revolución o simplemente la sensibilización social– pero está claro que existe. No podría existir un cine político si sus autores no buscasen un impacto político en el público.

A tenor de estas consideraciones, nos encontramos, por tanto, con que en el contexto efervescente de los años sesenta, con Mayo del 68 como cumbre simbólica, se produce el caldo de cultivo que explica a las claras la eclosión, e incluso la inundación de cine político, en especial si se atiende comparativamente a la exigua producción previa de este tipo de películas. En el plano de la política real, los partidos comunistas, especialmente el italiano, ven la posibilidad de alcanzar el poder, el movimiento social se expande, y el marxismo alcanza su cénit como ideología imperante de los sectores progresistas y artísticos del mundo del cine (por ceñirnos a nuestro campo). Solo hay que atender a la adscripción política explícita de la mayor parte de los cineastas italianos más conocidos; u observar la tendencia fundamental de los creadores franceses más señalados. 

En este sentido, Marco Bellocchio, es el epítome –en esos años sesenta– de la combatividad del cine político que se realiza; de su convencida militancia en la factura de un cine que ve con optimismo y posibilidad el logro de tener un impacto político en el público. La militancia tiene, en el caso del cineasta, un sentido a priori partidista por sus netas adscripciones políticas. Bellocchio, simpatizante marxista que se encuadrará en un grupúsculo radical en 1969, desarrolla un cine político profundamente ideologizado. Un punto de vista ideológico que se hace presente en la metáfora contenida en Las manos en los bolsillos (1965), pasando por la sátira del sistema político italiano de China está cerca (1967); por sus ejercicios dentro del cine militante (1969); su episodio Discutiamo, discutiamo (1969), inspirado en las revueltas del 68; sus descripciones de la lucha de clases de En el nombre del padre (1971) y Marcha triunfal (1976), y su denuncia del fascismo integrado en la democracia en Noticia de una violación en primera página (1972). En estos films de su primera etapa, furibundos, radicales en sus planteamientos políticos, el enfoque personal de Bellocchio es complejo. Por un lado, su perspectiva coincide de forma transparente con su evolución política personal como marxista convencido, situado a la izquierda del PCI: la voluntad de destrucción del sistema burgués se plasma en su ópera prima, la desconfianza del juego partidista democrático en su siguiente film, como ocurrirá también con su rechazo a la educación burguesa y religiosa tradicional o al ejército. Incluso de forma literal, Bellocchio pone al servicio de la Unión de Comunistas marxista-leninistas su capacidad profesional, rodando colectivamente dos films de propaganda. No obstante, si se ven detenidamente las películas, lo que queda claro es que el discurso cinematográfico del Bellocchio politizado –incluso pese a sus declaraciones de la época– no corresponde de forma transparente a las líneas de acción de los movimientos marxistas del periodo. Su enfoque ideológico se encuentra contaminado por su individualismo como creador, por su anarquía poética, y por su propia desconfianza ideológica. 

No es extraño en este sentido que Bellocchio recuerde negativamente su experiencia en la realización colectiva de los films militantes para la UCI; tampoco lo es que se decidiese a disolver esa asociación y que poco después abandonase la formación política. La personalidad ideológica de Bellocchio como creador –aun manteniéndose en la órbita etérea del marxismo– resulta singular. Es exclusivamente suya. Es un posicionamiento profundo e íntimo, apasionadamente idealista, que retoma el espíritu estético del marxismo –filtrado por Brecht– pero que rechaza las fórmulas de dogmatismo colectivo, de la propia expresión práctica de los partidos y movimientos comunistas de la Italia de la época. Este rechazo no es explícito por el momento –es decir entre 1965 y 1977– sino que emerge cinematográficamente. Sus guiones –aun planteando casi siempre el reflejo de la lucha de clases– presentan siempre a un individuo frente al sistema (tradicional o fascista); un sujeto que puede ocasionalmente resultar el trasunto del autor. Ese individuo –pensemos en Alessandro (Lou Castel) en Las manos en los bolsillos o en Paolo (Michele Placido) en Marcha triunfal– resulta a la vez víctima (primero) y verdugo (después) del sistema que le aprisiona. Esa relación dibuja, en cierto modo, un enfrentamiento dialéctico de fuerzas. Pero este choque no se produce entre clases sociales o entre colectivos. 

Si bien es cierto que algunos de estos films plantean el conflicto colectivo –reclutas contra jerarquía militar, sirvientes y alumnos contra curas–, lo que predomina en ellos es la singularidad de algunos personajes –poderosamente individualizados frente a lo esquemático de los secundarios–, cuya incomodidad es patente en cualquiera de los dos ámbitos colectivos que se enfrentan. Esta primera etapa combativa apunta en definitiva lo que luego sera una constante explícita en la obra de Bellocchio: la lucha del hombre contra el sistema es individual. Incluso cuando no hay personaje protagonista, en sus documentales militantes para la UCI, es la propia cámara –el propio Bellocchio emergiendo de la realización colectiva– la que puntualmente se distancia del esquema previsto, para oponer a la realidad deseada por los propagandistas de la fe marxista (una idea retomada posteriormente por el autor), la verdadera realidad en toda su crudeza.

Bellocchio combina implícitamente su herencia burguesa con sus planteamientos de rebelión. El marxismo parece ser el vehículo teórico de esa oposición contra sus ataduras y sus orígenes, pero solo es la excusa. La oposición crítica del autor al sistema es global y no solo partidaria, y su punto de partida es siempre individual. Al compás del contexto europeo de movilización y utopía, la revolución del autor es inicialmente externa y pública, pero esta situación cambia al final de los años setenta. Las ilusiones y el activismo de una determinada generación se desdibujan. Los sistemas comunistas han entrado en crisis y en la Europa occidental la democracia avanza, permitiendo a las oposiciones socialdemócratas alcanzar el poder (Francia, Portugal, España, Grecia, etc.). Estas tres circunstancias influyen notablemente en las generaciones de las revueltas sesentayochistas y tienen su reflejo en la expresión cultural y cinematográfica del periodo previo, animada por ellas. 

1977 es quizá el año clave de la transformación del cine político. Evidentemente, el cambio no se da en una fecha ni en un año concreto, pero 1977 puede ejercer como frontera simbólica de un punto de inflexión que se produce al final de la década de los setenta. La causa principal y objetiva es simplemente el notorio descenso de films políticos que habían inundado las pantallas en los años anteriores, y que tiene en esa fecha el punto de inflexión del declive. En el caso concreto de Italia, las causas precisas estaban reseñadas en el capítulo en que Il gabbiano de Bellocchio era objeto de análisis; y precisamente este film de 1977 es el que simboliza el cambio total para su director. El activismo de la época precedente concluye. La utopía del 68 se ha marchitado, la deriva marxista ha colapsado como posibilidad política en la Europa occidental, e incluso la actitud de oposición se relaja cuando en Francia e incluso en Italia –en el periodo de Craxi–, la izquierda llega por primera vez al poder ejecutivo.

En el caso de Bellocchio se produce un abandono casi absoluto de la temática comprometida, aunque el discurso ideológico siga latente. Bellocchio, infausto investigador de su propia identidad, refleja colateralmente, tímidamente, incluso, la desilusión social, pero sobre todo se repliega hacia su yo interno. En este periodo, Bellocchio entrega una serie de obras íntimas que no aluden a la realidad social (con tímidas excepciones, siempre a través de las tramas secundarias de terroristas, como el marido de la protagonista de El diablo en el cuerpo, 1986). En una primera serie que incluye Salto en el vacío (1980), Gli occhi, la bocca (1982) y Enrico IV (1984), Bellocchio opta por la adaptación de textos clásicos, como en el último caso, según la obra de Pirandello, como ya había hecho con La gaviota de Chejov, y como volverá a hacer con El príncipe de Homburg (1995), sobre Von Kleist; o bien por las historias íntimas y familiares de seres tan perdidos como el Alessandro de su ópera prima, pero que renuncian ya a batirse con la realidad, mientras tratan de desentrañar su propia identidad. La segunda serie de films, entre 1986 y 1994 está compuesta por El diablo en el cuerpo (1986), La visione del sabba (1988), La condena (1991) e Il sogno della farfalla (1994). En ellos la búsqueda interior continúa, pero aparece de forma explícita como tema obsesivo el psicoanálisis y la introspección del Yo, enmascarados en un erotismo muy explícito. 

Junto a esta intimidad psicológica, en el aspecto político, la nota común a estas obras es por un lado la confrontación del personaje con una realidad desdibujada e inextricable –a veces onírica y casi surrealista–, y por otro el papel metafórico del sexo como modo de enfrentarse a ella. El primer conflicto surge de la inestabilidad de los personajes siempre al borde de la locura, y de la complementaria y vaga frontera entre la realidad y la ficción, bien sea por la dificultad para distinguir la vida del cine –como en Gli occhi, la bocca–, o del teatro –como en Enrico IV–, o del sueño –como en La visione del sabba o La condena–. En lo respectivo al sexo, la rebelión del autor contra el sistema –una revolución fracasada– no anula su deseo de oposición, ni el de sus personajes. Como la lucha ya no puede ser política, el cineasta la lleva a un terreno introspectivo, en la que el sexo actúa como forma de provocación social. El sexo, a través del psicoanálisis, se convierte en la manera de situarse frente a la tradición y al convencionalismo burgués, tanto para los personajes como para el autor (no hay que olvidar las polémicas recurrentes que algunos de estos títulos generaron en su momento). El sexo, en definitiva, actúa como fuerza liberadora del individuo aprisionado de la primera etapa bellocchiana, que en esta segunda está ferozmente desencantado tras estrellarse contra el muro de la realidad política. 

La década de los noventa tiene como punto de partida el colapso material de los sistemas comunistas; un acontecimiento de tal envergadura que tiene múltiples y profundos efectos de toda índole, y cuyo análisis –en un plano histórico–, parece todavía inabarcable. En el campo de la órbita ideológico-política, la caída del muro y el término material del comunismo tiene una consecuencia fundamental que afecta de modo absoluto a la cultura política. Con el derrumbe de la URSS y de sus países aliados, el sistema occidental capitalista se convierte en el hegemónico. La cuestión no es intrínsecamente la propia desaparición del llamado comunismo real, si no lo que esto ocasiona indirectamente, provocando un efecto dominó en el espacio tradicional de la izquierda cultural e ideológica de la Europa occidental. Es decir, pese a la abismal distancia entre teoría y práctica; pese a la terrible herencia humanitaria del imperio comunista, con su eliminación el campo queda libre, sin limitaciones estratégicas para el avance del sistema capitalista, para la aplicación de un liberalismo totalizador (un nuevo totalitarismo diferente), y para la desorientación de la propia socialdemocracia occidental, ante la descalificación definitiva de su referente teórico-político último. El cine en este sentido, anclado tradicionalmente a los enfoques de izquierda, queda básicamente aniquilado en sus compromisos hondos, derivando tímidamente en un cine de denuncia social, desprovisto de verdadero contenido político. 

Tras la desilusión o la acomodación de los ochenta, el cine, abrumado por la hegemonía de las propuestas de la posmodernidad –que, por su propia naturaleza, carecen de contenidos o de discursos de compromiso–, se desinteresa por las temáticas políticas. La despolitización cinematográfica se modula con tibieza en fechas recientes, y el interés por estas cuestiones resurge a tenor de la crisis económica. Pero incluso en este caso, el cine político resulta marginal, porque, a diferencia de los años sesenta o setenta, y pese al contexto de declive de la Europa occidental, no se produce de forma general y profunda una realimentación entre el compromiso político del público y el de los autores. 

En este contexto, el autor se ve notablemente influido por los acontecimientos. Su cine político acusa de modo absoluto la nueva situación, a lo que se suma, en el aspecto personal, el paso del tiempo. Su búsqueda opta por el distanciamiento lúcido a través de diversas fórmulas. La primera de ellas es el relato de la historia política. Es decir, su opción ante la gran nube de polvo levantada por la caída del muro, que parece impedir el esclarecimiento o la asimilación inmediata de lo que sucede, es plantear, reflexivamente, una mirada hacia el pasado. Bellocchio declara lo siguiente: 

Cuando se anula una idea, en realidad esa idea no desaparece, permanece, es una nostalgia, una imagen sacra, una ilusión de transformación y de felicidad. Así el colapso del comunismo ha creado en mí la necesidad de interrogarme y de interrogar al pasado. (211)

211. BELLOCCHIO, M. (1995), op. cit., p.41.

El cambio de rumbo de la obra de Bellocchio, pegada a esa transición desde el desencanto y la introspección de los ochenta a la reflexión política explícita, se inicia con el documental Sogni infranti-Ragionamenti e deliri (1995). Una pieza en la que aborda, por primera vez en sentido retrospectivo, el convulso contexto político de los sesenta y setenta que en su momento retrató con inmediatez: las utopías marxistas, el fenómeno de las Brigadas Rojas, y la descomposición de la ideología. El pasado, el presente y la propia evolución política y cinematográfica de Bellocchio se anudan entre sí y con la historia a través de la inclusión en el documental de los fragmentos de una obra militante de Bellocchio –Viva il primo maggio rosso e proletario, 1969–, lo que permite establecer una comparación literal. El retorno al pasado histórico-político se completa con tres films: La balia (1999), la fundamental Buenos días, noche (2003), y Vincere (2009). Con ellas Bellocchio traza, desde un punto de vista personal, la historia de Italia desde finales del siglo XIX –revolución, fascismo, y contemporaneidad– eligiendo hitos claves del devenir político del país. Las películas marcan un distanciamiento claro con la actualidad, aunque intentan explicarla indirectamente a partir de los hechos del pasado. El razonamiento intrínsecamente político, marcado siempre por la existencia de revoluciones ideológicas y movimientos sociales que se frustran, o por el ascenso del fascismo en un contexto de tradicionalismo social muy arraigado, concluye con el profundo análisis del derrumbe –personal y general– de los dogmas y las utopías que supone Buenos, días noche

La necesidad de intervenir política o cinematográficamente en la realidad da paso a una mirada que simplemente pretende interrogarse por la evolución de una realidad política que ya se ha disuelto. Bellocchio, con estos films, a los que se añaden en el terreno contemporáneo La sonrisa de mi madre (2002) o Felices sueños (2016), como confrontación entre el sujeto íntimo con ansias de liberarse y la tradición (familiar, religiosa) de una Italia que no ha evolucionado, certifica simplemente la imposibilidad, desde su óptica personal, de oponerse pública o colectivamente al sistema que se rechaza, que en clave psicoanalítica toma en los dos casos la figura de la madre muerta como representación del trauma. Dice Bellocchio en este sentido: “Yo reivindico la posibilidad de vivir de manera anticonformista en una sociedad conformista”. (212)

212. Marco Bellocchio a Antonio Castro, en CASTRO, A., Miradas sobre el mundo. Veinte conversaciones con cineastas, Asociación Cinéfila RE BROSS, Cáceres, 2000, p.37.

La liberación tendrá que ser –lo que se filtra también de sus films de los ochenta, en dónde esta idea germinaba con brusquedad–, íntima e individual. Una opción personal que en estas películas de madurez adquiere un grado de equilibrio y de sosiego mucho mayor. Esta idea se ilustra a partir de la evolución que sufren los personajes: el psiquiatra (Fabrizio Bentivoglio) de La balia, apartado del mundo (aristocrático o revolucionario) al final del film; la terrorista (Maya Sansa) o Aldo Moro (Roberto Herlitzka), metafóricamente liberados en el desenlace onírico de Buenos, días noche; los protagonistas encarnados por Sergio Castellitto de La sonrisa de mi madre o Il regista di matrimoni (2006), que optan por abandonar sus respectivos mundos apoyados en el amor de una mujer nueva; el protagonista de Bella addormentata (2012), el senador encarnado de Toni Servillo, que se aparta del mundo político para conseguir acercarse a su hija, o el periodista de Felices sueños (2016) reencontrándose figuradamente con su madre muerta, recogido en el regazo de su amante. La propia naturaleza metafórica de estos relatos (pensemos en el fantasmagórico final de Buenos, días noche) demuestra precisamente que la propia realidad consciente no ofrece salidas para el autor frente a la libertad que proporciona el subconsciente.

Las últimas obras del autor –Bella addormentata, la segunda parte de Sangue del mio sangue, Felices sueños, El traidor– reflejan precisamente esta evolución, pero aportan un matiz importante, representando la contemporaneidad o la historia reciente, que glosa ya el mundo posmoderno y que por ello mismo introduce con más coherencia aún los collages de imágenes y formatos diversos, formalmente exuberantes. La fuerza de la crítica viene entonces de la plasmación –y aquí Bellocchio retoma el surrealismo y la farsa– entre un mundo casi desahuciado, bien por el exceso, o bien por el addormentimento, el adormecimiento social. Dice Bellocchio: “El discurso anárquico, contra el poder, ha cambiado con el tiempo en mi cine, en el sentido de que creo que persiste, pero el movimiento interno ya no posee aquella destructividad”. (213) Efectivamente, Bellocchio, mecido por los cambios históricos y políticos, y por su propia evolución como artista, ha apaciguado su rabia pública. El retrato de lo político en estos títulos ya no es una llamada a la rebelión, sino la constatación irónica y amarga de una realidad en la que el artista no puede interactuar. 

213. Marco Bellocchio a Carlos Losilla, en LOSILLA, C. (2012), op. cit., p.83.

En definitiva, la mirada lúcida de este autor veterano entrega, aún hoy, un cine que sigue planteando una serie de interpelaciones sobre la realidad, el individuo y sus aristas de notable fuerza en el panorama cinematográfico actual. La historia reciente de Europa, su evolución –paralela a la edificación de la Unión Europea–, atraviesa diferentes periodos marcados por el protagonismo de movimientos sociales, el colapso de ideologías, las crisis y el declive actual del modelo de bienestar social, empaquetado en el brillo fugaz de la sociedad del espectáculo y de las nuevas tecnologías. La obra de Bellocchio, con su variación coherente, se convierte en la expresión de esa evolución. Con sus transformaciones, el compromiso se ha mantenido como motor de sus creaciones, edificadas sobre un planteamiento formal muy personal y coherente. 

De hecho, en sus últimas obras, en el contexto actual de desorientación y desanimo, en el marco de las profundas y poliédricas crisis que asolan Europa, el discurso político contemporáneo se mantiene de forma expresa y en todo su esplendor, aunque sea de forma autárquica. El viejo maestro, paradigma del cine de compromiso, plantea con su propia opción personal la metáfora de que la solución se encuentra necesariamente en mantener el compromiso con la realidad.


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