Botonera

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2.6.22

III. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022




SCRIPTA MANENT
Manuel Merino


Manuscrito de Ulises, James Joyce



La trama de la historia es sencilla y comienza cuando un personaje siente la necesidad de contar algo. Estoy imaginándolo a medida que escribo, por lo que, de alguna manera y sin quererlo, me he convertido en el personaje, pero también soy el autor. En este ambivalente juego de espejos se desarrolla siempre todo. La realidad, también. 

Puede que el personaje se cuestione por qué debería enfrentarse a esa tarea, que incluso lo comente con otro y que de esa conversación también imaginada surjan respuestas que le ayuden a sobrellevar, al autor, una tarea tan extraña, sin otra recompensa que el hecho de ocupar su tiempo en darle forma con palabras a algo borroso que quizá solo le interese a él mismo. Por eso, al poco de empezar, surge la pregunta “¿Por qué se escribe?”. A falta de una respuesta convincente, unívoca, el narrador supone que esa necesidad estará siempre condicionada por el alcance personal del tema, su implicación emocional en él. Una cuestión secundaria sería: “¿Desde dónde escribir, o qué voz o voces utilizaría?”. Esta vez será el azar, en busca de una mayor credibilidad, quien lo decida.

Entonces, la primera tarea que se impuso por sí sola en la narración fue definir el hecho de escribir. Para ello, el personaje, que se irá describiendo por sus actos, empezó a hacer una lista de posibles motivaciones o conclusiones variables, que después enviaría en forma de test, a modo de ejercicio o más bien juego, rogando a otro interlocutor imaginado que marcase con un aspa en una casilla previa la respuesta que entendiera más acertada. Entre las definiciones que le fueron llegando, descartó algunas y anotó las menos en su carta:

Se escribe para comprender nuestros errores. Aunque sigamos repitiéndolos para revisarlos mediante la escritura.

Se escribe para ser en otros, para volverse su memoria.

Pero también hubo otras posibles definiciones que se resistían a comprimirse en un enunciado de unas pocas palabras que guardó para él.

“Escribir es un intento fallido de eternidad y de venganza. Por eso mismo se otorgan y comparten los nombres de las cosas: pan, casa, mano, beso. En atención a esa condena, también se les impone un nombre a los hijos que completará su rostro siendo más eterno que su propio cuerpo cuando este desaparezca. Porque el nombre, la palabra, continuará más allá del tiempo. De esa forma incompleta, el cuerpo se condensa a través de un par de generaciones, cuarenta años es el límite, nunca más, en fragmentos de hechos recordados, fotos viejas, postales enviadas. Y lo hace gracias a la importancia de la palabra y de lo escrito. Por eso se numeran las manzanas, se cuentan los encuentros, se inventan y transmiten los nombres de las estrellas, se transcriben los ensueños de un futuro alcanzable que siempre habrá de ser mejor en nuestros labios”.

Volviendo al motor de esa necesidad, al autor le surgió una pregunta, pura aseveración, que volcó sobre el personaje haciéndole sentir molesto: a quién podrían dirigirse nuestras palabras sino a uno mismo, para demostrarnos la certeza de ser, de estar. De estar todavía. Entonces escribió: “Nos dirigimos a nuestro propio nombre recordado en la boca de otros, pasado mucho tiempo, cuando ya no estemos. Solo para decir, repetir, `estuvimos aquí´; para demostrarnos lo que ya no podremos comprobar: que en esas palabras siguen vivos nuestro aliento, nuestros miedos y experiencias, nuestro punto de vista, nuestro dolor también único, nuestro nombre vibrando alto en la propia voz finalmente callada, en descanso para uno mismo” [...]





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