Botonera

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21.6.23

V. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


EL ARCHIPIÉLAGO DE KAIROS
ALEXANDER KLUGE, VANGUARDISTA CRÍTICO
(Fragmento)



En un período de esperanza revolucionaria, vi una obra de arte que había sobrevivido y era una prueba de la desesperación del pasado; en una época que hemos de sobrellevar como se pueda, esa misma obra, milagrosamente, nos ofrece un angosto paso a través de la desesperación. 
John Berger acerca del Retablo de Grünewald, “Entre los dos Colmar”, Mirar, 1980.

Agradezco a Hernán Marturet el debate de ideas 
y la exploración conjunta de los autores citados en este texto. 


Es la hora en la que múltiples voces decretan la muerte de la Historia, con el consecuente fin del “gran relato” que operó como insumo teórico de la vanguardia crítica, definida a efectos de este texto como la alianza entre la experimentación artística y la ideología política radical. Según ese “gran relato”, había una vez una sociedad clasista, inequitativa e injusta, cuyas condiciones debían transformarse para alcanzar el ideal de libertad e igualdad establecido por la Revolución Francesa. Se trata, en definitiva, del fracaso del “gran relato” marxista (o cualquier otro relato que aspire a una transformación del statu quo), sepultado bajo los restos del Muro de Berlín. En este contexto, el itinerario creativo de Alexander Kluge evidencia la continuidad del proyecto vanguardista, reformulado en clave contemporánea. Kluge ha recogido el legado de ese proyecto haciéndolo propio y actualizando sus estrategias, para superar los aparentes límites invencibles que implicarían el fracaso de la vanguardia. Su obra abreva en las experiencias de las vanguardias históricas y tensa el arco al máximo, para desestabilizar la estructura psíquica del espectador, denunciar la barbarie del presente e intervenir, utilizando el límite como posibilidad, en el estado del mundo. Sin un nuevo lenguaje, no hay vanguardia. Sin confrontación política, no hay vanguardia crítica. Kluge ha generado su propio alfabeto fílmico, apropiándose de los espacios institucionales para controvertirlos. Y al desintegrar el canon narrativo establecido ha dado voz, paradójicamente, a las bocas que merecen la continuidad de un gran relato. 

[…] Las posturas contemporáneas que sostienen el fin de la vanguardia apuntan al ocaso del “gran relato” marxista como su límite ideológico, ya sea lamentando dicho ocaso como señal de imposibilidad de cualquier proyecto de corte revolucionario (desde una variante “radical”, como la representada, entre otros, por Peter Bürger) […] o celebrando el mismo como un hecho liberador del dogma de los manifiestos artísticos, con el consecuente pluralismo y supuesta democratización de las experiencias estéticas (desde una variante “posmoderna”, como la representada, entre otros, por Arthur Danto) […]

El factor “revolución” ha sido históricamente indispensable para quienes han imbuido a la vanguardia de un criterio “político”, que cuestiona el aislamiento de la obra artística de la praxis vital y auspicia estrategias ofensivas de aproximación entre el arte y la vida cotidiana. Tanto las variantes “radicales” como “posmodernas” antes referidas pueden enmarcarse en el contexto de una “estética afirmativa”, según la cual la vanguardia constituye un instrumento de transformación social. La crisis de la vanguardia se vincula, en tal sentido, con una serie de fenómenos históricos que liquidarían cualquier atisbo de meta-narración (incluida la marxista): en Alemania, la irrupción del nazismo y la calificación de la vanguardia como “arte degenerado”; en Italia, el ascenso de Mussolini y la consagración del neoclacisismo y el academicismo; en Rusia, la experiencia estalinista impregnada de la doctrina del “realismo socialista”; y en Estados Unidos, la institucionalización, instrumentalización y propagación del ideario vanguardista europeo bajo la forma del “expresionismo abstracto”. Son esos acontecimientos los que clausuran los proyectos del dadaísmo (particularmente, la corriente “Dadá-Berlín”), el primer surrealismo y la vanguardia rusa posterior a la Revolución de Octubre (especialmente, la corriente “constructivista”), el cubismo, el primer futurismo italiano (cooptado finalmente por el fascismo) y el expresionismo alemán (básicamente, el compromiso político contundente de Die Neue SachlichkeitLa Nueva Objetividad– encarnado en George Grosz, Otto Dix y Max Beckmann) […]

[…] Mientras el paradigma “realista”, anclado en la noción de la perspectiva tradicional renacentista, privilegió la representación mimética de la realidad y el paradigma “modernista” problematizó dicha representación, al priorizar la experimentación con la forma de la obra más que su contenido, el paradigma “vanguardista” problematizó la propia realidad representada, interpelándola y pulverizando la noción de “punto de vista único”, tal como evidencian la técnica del collage cubista (en Picasso, Juan Gris y George Braque) y surrealista (en Max Ernst, entre otros) y los fotomontajes de John Heartfield, Hanna Höch, Kurt Schwitters y El Lissitzky, en los que abreva la técnica de montaje de Kluge. Simultáneamente, las vanguardias cuestionaron la noción de “genio” y demostraron, de la mano de los ready-mades de Marcel Duchamp, cómo cualquier cosa (hasta un mingitorio) puede convertirse en “arte”, si así lo decide la “institución arte” erigida en árbitro del gusto, permitiéndole a los objetos más banales el ingreso a los enclaves del establishment artístico (los museos y las galerías). Así ingresan en la pantalla, en los filmes de Kluge, los elementos más dispares, desechos y ruinas incluidos, conjugados en una contigüidad brutal. En el ámbito de la circulación, las vanguardias privilegiaron el requerimiento del “grupo organizado” como vehículo de difusión de su proyecto e inauguraron nuevos espacios de actuación y divulgación escrita: el cabaret, el acto público, el almanaque, el ensayo, el texto teórico, los manifiestos y los “diccionarios” conceptuales. Kluge impulsará, décadas más tarde, el Manifiesto de Oberhausen y jamás abandonará el “nosotros” en sus presentaciones públicas.  Finalmente, en el ámbito de la recepción, las vanguardias apuntaron al “efecto de shock” para arrancar al espectador de su posición pasiva y convertirlo en sujeto crítico que completa la obra. Inventaron las veladas provocativas, las manifestaciones escandalosas y las bofetadas al supuesto gusto “innato” del público. Le negaron a ese público (tal como hará Kluge con su narración desarticulada, atomizada e inorgánica) la tranquilidad de la representación naturalista y lo enfrentaron a una realidad fragmentada (en el collage o el fotomontaje), perturbadora e incierta (en las ensoñaciones surrealistas), efímera y sin sentido (como en la obra dadaísta que “habla” un lenguaje incomprensible y termina autodestruyéndose) o tragicómica y corrosiva (como en las estremecedoras escenas urbanas de los expresionistas alemanes). En tanto estética de la ruptura, la vanguardia ejerce un acto de violencia sobre el espectador y traumatiza sus criterios de percepción establecidos, obligándolo a reflexionar sobre la imagen. Al mismo tiempo, revela el privilegio de clase subyacente a la interpretación supuestamente “natural” de las obras de arte y la existencia de un supuesto gusto “innato”, poniendo al descubierto el condicionamiento y determinación social de dicho gusto (el “habitus”, en términos de Pierre Bourdieu, resultante del capital escolar o la “enciclopedia” de cada receptor particular). […]

[…] Retomando un viejo sueño de Eisenstein, alimentado por la lectura del Ulysses de James Joyce, Kluge filmará, de acuerdo a las notas dejadas por el director ruso y su técnica del “montaje de atracciones”, su propia versión de El Capital, de Karl Marx, en la primera parte de Nachrichten aus der ideologischen Antike - Marx - Eisenstein - Das Kapital (Noticias de la Antigüedad Ideológica - Marx - Eisenstein - El Capital, 2008, filme estrenado directamente en DVD). En la senda del surrealismo y el dadaísmo, Un Perro Andaluz (Luis Buñuel-Salvador Dalí, 1928) se erige como ejemplo de cine anti-realista, anti-racionalista y no comercial (la película fue financiada por un mecenas, el vizconde de Noailles). Su guion sigue el dictado del automatismo psíquico, estrategia de base freudiana tendiente a la subversión de la realidad. Hay en Kluge un fortísimo anclaje y confianza en la psiquis liberada de las ataduras de las convenciones. Kluge ha aludido reiteradamente a los “sentimientos” como palabra clave. A una pedagogía basada en la reorientación de la experiencia vía una “reconstrucción de los sentimientos”, en la que el sujeto se apropia de las experiencias negativas de su aprendizaje, invirtiéndolas […]

[…] Tanto el límite ideológico consistente en el fin de los “grandes relatos”, derivado del fracaso de los movimientos revolucionarios del S. XX, como los límites institucionales antes descriptos sellarían la suerte de la vanguardia en forma irreversible, para lamento de los “radicales” y alegría de los “posmodernos”, todos ellos agrupados bajo el concepto de “estética afirmativa”. Dicho concepto tiene, no obstante, su reverso: la “estética negativa” predicada, entre otros, por Clement Greenberg, Michael Fried y Theodor Adorno, centrada en el arte como “ámbito autónomo” consagrado a la experimentación y reflexión acerca de los procedimientos artísticos, sin pretensiones de transformación de la realidad. Para estos teóricos, la cuestión no es enfrentar las determinaciones academicistas sino evitar el peligro del kitsch encarnado en la cultura de masas desde mediados del S. XX, y su influencia venenosa en la “alta cultura” […]

Estamos, en palabras de Arthur Danto, ante “el fin de la era del arte”. La Historia ha muerto para dar paso a la ecléctica diversidad de las “pequeñas historias”. No hay lugar para la crítica vanguardista, porque ya no existe un “gran relato” desde el que realizarla. ¿Cómo resolver la encrucijada? ¿Desde qué plataforma teórica y empírica sostener la continuidad de la vanguardia crítica? La multifacética trayectoria de Kluge se ofrece como un objeto de estudio inmejorable, resistiéndose al golpe de martillo que intenta clavarla, como una mariposa muerta, a la madera del museo del pasado […] 

[…] Kluge […] se ha construido conscientemente como “personaje” en la esfera pública burguesa para generar una “esfera pública de oposición” (“gegenöffentlichkeit”) y dar batalla, como Joseph Beuys (a quien ha citado explícitamente), desde todos los frentes a su alcance: la literatura, la teoría crítica, la docencia, la cinematografía y la televisión, ejercitando coherentemente en cada campo su radicalismo estético y político. Ha demostrado que un abogado, asesor legal de la Escuela de Frankfurt y amigo de Adorno, puede trascender los límites de la “estética negativa” adorniana y la “estética afirmativa” que postula el fin de la vanguardia, para recoger su proyecto de experimentación y desplegarlo adaptado a un nuevo contexto histórico-social, sin traicionarlo ni vaciarlo de contenido crítico. Munido de sus metáforas bélicas, Kluge camina como un poeta armado, heredero de una historia que chorrea sangre. Es, como Benjamin, un hombre con pilas de cadáveres a sus espaldas, que exigen redención. En La Patriota (Die Patriotin, 1977-1979), la profesora de historia Gabi Teichert es definida como “alguien que se siente responsable por todos los muertos del Tercer Reich”. La voz narrante es la de una rodilla. La rodilla del cabo Wieland, muerto en combate en Stalingrado, que habla desde la muerte para sobrevivir (“porque solo los muertos y sus extremidades mutiladas conocen la historia”). ¿Desde dónde habla Kluge? Desde el fragmento y el escombro. No desde el todo sino desde la parte (como una rodilla dotada de aparato fónico). Kluge no pretende crear, sino indagar lo preexistente. Gabi Teichert trepana y mastica, literalmente, las páginas de los libros de historia, y excava para encontrar entre las ruinas la señal mínima que le permita reconstruir los acontecimientos desde otro lado. Es una arqueóloga foucaulteana y una hermana de Benjamin, en su condición de trapera de la humanidad. Investiga en un sótano, convertido en el laboratorio de la bruja hereje que desnuda la mezquindad y la atrofia de la burocracia socialdemócrata. Gabi va hacia abajo, mezclándose por obra y gracia del montaje en los congresos partidarios y despedazando a golpes de hoz y de martillo las biblias partidarias. El efecto-Kluge es un descenso extremo hacia las huellas y los restos eclécticos y dispersos del pasado, para recomponerlos sacudiendo la conciencia del presente. ¿Cómo habla Kluge? Desintegrando la narrativa clásica y haciendo del montaje (como lo hiciera Eisenstein, pero sin predeterminación de la conciencia del espectador, y como lo hiciera Godard, pero decantado al límite) un instrumento de manipulación y yuxtaposición de elementos dispares, en busca de la chispa que dispare la “iluminación profana”: fragmentos de óperas, películas mudas y documentales, fotogramas de películas de ciencia ficción, fotografías, ilustraciones de cómics y libros infantiles, citas literarias, material de archivo sobre el Holocausto y la mítica e impasible naturaleza germana, jalonados por la introducción de desconcertantes “títulos internos” que obran a modo de separadores que permiten la cita literaria o gatillan la reflexión (como el póster en la puesta en escena teatral propuesta por Brecht). Habla, también, como una apacible y seductora voz en off que parece prometer lo que no dará: la tranquilidad de las explicaciones y las respuestas. Recurre invariablemente a la música clásica e interrumpe intempestivamente el sonido, o superpone múltiples vocalizaciones simultáneas que evocan los recitales poéticos dadaístas. Vira del blanco y negro al color o viceversa, porque “el ojo solo advierte los colores cuando es sorprendido” […] 



NARRAR EL DESASTRE
ACERCA DE LA HISTORIA NATURAL DE LA DESTRUCCIÓN,
SEGÚN W. G. SEBALD Y ALEXANDER KLUGE
(Fragmento)


Escribir […] no es renunciar sino anunciar lo ausente […] 
respondiendo no solo al vacío en el sujeto sino al sujeto como vacío, 
a su desaparición en la inminencia de una muerte 
que ya tuvo lugar fuera de todo lugar. 
(Maurice Blanchot, La escritura del desastre)

El infierno no es en absoluto lo que nos espera, sino esta vida 
(Walter Benjamin, Baudelaire)


Debo narrar estrictamente lo que sucedió. Narrar estrictamente lo que sucedió a esos panaderos, esas amas de casa, esos bibliotecarios, esos niños. Debo narrar la desaparición súbita y brutal de 131 ciudades alemanas, bajo una lluvia de toneladas de bombas descargadas desde 1942 hasta 1947, durante sucesivas noches de infierno. Decir, con W. G. Sebald en Sobre la historia natural de la destrucción […], que a cada habitante de Colonia le correspondieron 31.4 metros cúbicos de escombros y, a cada uno de Dresde, 42.8; que 600.000 civiles sucumbieron a la guerra aérea planificada por las fuerzas aliadas, tres millones y medio de viviendas fueron destruidas y, al finalizar la guerra, siete millones y medio de personas vagaban sin hogar por un mapa de ruinas, trastornados y amnésicos, en pijama. 

Desde Erlangen o Forcheim se veía arder Nüremberg y desde Heidelberg se divisaba el resplandor demencial de los incendios sobre Mannheim y Ludwigshafen. Durante un ataque aéreo sobre Munich el suelo tembló hasta Chiemgau. A la una y veinte de la madrugada del 28 de julio de 1943, una tormenta de fuego se desató en Hamburgo, en el clímax de la “Operación Gomorra” ejecutada por la Royal Air Force. Volaron tejados, árboles, carteles y vigas. Animales domésticos, utensilios y mobiliarios. Volaron los habitantes de Hamburgo, convertidos en antorchas vivientes. El agua ardía en los canales y el amanecer de esa noche de espanto no pudo atravesar la oscuridad en la que Hamburgo se deshacía. 

Los pilotos de los bombarderos, adolescentes sometidos a una ruleta desquiciada que se llevaba sesenta vidas de cada cien, sintieron cómo el calor ascendente penetraba en la cápsula de sus aviones […] Bajo esos aviones, en la zona de muerte cubierta por el humo, se extendían pilas de cadáveres deformes, algunos reducidos a un tercio de su tamaño natural; otros, pertenecientes a los sorprendidos por el monóxido de carbono, aún sentados a la mesa o apoyados contra una pared. Los restos de familias enteras, relata taquigráficamente Sebald, podían transportarse en un cesto de ropa. El zoo de Berlín, evidencia del poder imperial, desapareció. Los leones murieron carbonizados en sus jaulas, los antílopes y los monos se asfixiaron en sus pabellones y las serpientes reptaban descontroladas por las escaleras destinadas a los visitantes, mientras una Berlín incandescente se hundía como paisaje de fondo. Del templo hindú del zoo huyeron los elefantes, para desplomarse entre las construcciones astilladas.  Debo decir, además, que los sobrevivientes enloquecieron o entraron en un estado de letargia, como si la catástrofe no hubiera tenido lugar. Como si su capacidad para el recuerdo hubiera sido clausurada y las bombas hubieran destrozado las estructuras psíquicas de su memoria […]

El derecho al silencio de los sobrevivientes es inviolable, escribe Sebald y cita a Kenzaburo Oé en sus notas de 1965 acerca de Hiroshima. Muchos de los sobrevivientes de Hiroshima no podían hablar de la bomba atómica que había segado sus vidas aun veinte años después del día de su explosión […] 

Pero si los sobrevivientes tienen derecho a callar, alguien debe contar, por ellos, la historia. La literatura debe darle voz a los que la han perdido. Debe narrar sin ocultar ni apelar a otro recurso que no sea la descripción más precisa y concreta posible del horror. Debe ahorrarse el artificio y la abyecta estetización del trauma. Solo así tendrá, como señaló Elias Canetti, una justificación y un sentido.4 Conforme Sebald, en la literatura alemana de posguerra Alexander Kluge fue el primero en hacerlo, en 1977, cuando escribió (o montó, como un arqueólogo de la catástrofe), El ataque aéreo a Halberstadt el 8 de abril de 1945 (Der Luftangriff auf Halberstadt am 8. April 1945, Fráncfort: Suhrkamp, 2008) […]



STALINGRADO EN LAS PATAS DE UN MAMUT
(ACERCA DE DICIEMBRE,
ALEXANDER KLUGE-GERHARD RICHTER, 2010)
(Fragmento)


El tiempo es lo que puedes medir con un reloj… 
Un niño, una ciudad, un amor, la muerte… eso son relojes.
Alexander Kluge 
Der Angriff der Gegenwart auf die übrige Zeit 
(El ataque del presente al resto de los tiempos, 1985)


Alexander Kluge y Gerhard Richter nacieron en Alemania, en febrero de 1932, con apenas cinco días de diferencia. Un raid aéreo destruyó el 8 de abril de 1945 la ciudad natal de Kluge, Halberstadt. La familia de Richter fue diezmada por la guerra. Ellos eran niños. Al filo de los ochenta años se asomaron, en diciembre de 2009, a mirar el tiempo a los pies de las montañas de Sils Maria, desde el Hotel Waldhaus, en los Alpes suizos. Sobre ambas cabezas se proyectaba el ala de una sombra, que bien podríamos trazar bajo la forma de un libro y de un óleo sobre tela: el libro es El ataque áereo a Halberstadt el 8 de abril de 1945 (Der Luftangriff auf Halberstadt am 8. April 1945, 2008), y en él Kluge describe, con la precisión de un archivista y un arqueólogo, la naturalización del horror en una Halberstadt en ruinas; el óleo es El tío Rudi (Onkel Rudi), y fue pintado por Richter en 1965 sobre la base de una cándida fotografía de su tío Rudi, sonriente en su traje de militar del Tercer Reich. En esta pintura Richter difuminó todas las líneas y puso al tío Rudi fuera de foco, como un fantasma o una imagen nacida de la niebla. Kluge y Richter vienen del desastre gestado en su patria de origen y obsesivamente ejecutado en las cámaras de gas y los hornos crematorios del S. XX. 

Esta vez, en el bosque nevado de Sils Maria, deciden trabajar juntos. El libro concebido a cuatro manos se llamará Diciembre (Dezember, Fráncfort: Suhrkamp, 2010) y es una meditación sobre el tiempo, desplegado en sus múltiples configuraciones (con el rostro del mito y la leyenda, de la investigación científica, de los avatares religiosos), extensiones (flujos y cortes, almanaques antiguos y modernos, profundidades líquidas, consistencia de los cuerpos celestes) y oficios (escasear, presionar, arrebatar y parir, arrancar y salvar, desplegarse y astillarse en la memoria). Tiempo como elemento en el que se realiza una acción en el espacio; como unidad dividida en calendarios, crónicas de monasterios y estándares industriales; tiempo de los relojes (tempus), tiempo de los ángeles (aevum) y tiempo de dios (aeternitas); tiempo como estado del clima en un determinado lugar. Era diciembre de 2009, pronto llegaría Navidad y nevaba en Sils Maria mientras Kluge escribía y Richter fotografiaba cristales de tiempo. […]

[…] Kluge siempre tuvo un método, fílmico y literario: instalarse en el corazón de un método ortodoxo establecido para desmantelarlo. Socavar desde adentro, tensar el límite hasta deshacerlo, montar a contrapelo y quebrar todo relato lineal, toda línea cronológica. […]

[…] Kluge siempre tuvo un objetivo, en pos del cual desplegó su método: la formación de una nueva conciencia histórica, de una “historia alternativa”. Es el objetivo de su Gabi Teichert. Es semejante al del circo de Leni Peickert, en el que los elefantes se lanzan contra la audiencia y los trapecistas recitan las leyes de la física. […] 

[…] Los diciembres de Kluge están atravesados por la latencia de lo que no fue (¿qué hubiera pasado si Hitler moría en esa carretera, si la conferencia de Wansee se realizaba en la fecha originariamente establecida, bajo la presión del tiempo, si el Dr. Wernecke no confiaba en esa luz intermitente en medio de un temporal nocturno, cuando ya había calculado cuántas horas le quedaban de vida?). […]

[…] Los diciembres de Kluge reverberan y se dan la mano. En diciembre de 1941, los niños recolectan desechos de metal destinados a los armamentos del Reich; empujan sus carritos entre la nieve, los vigoriza el aire helado. En diciembre de 1945, papá Kluge cumple 53 años. Su casa ha sido lamida por las bombas y el centro de la ciudad está en ruinas. […]

En diciembre de 1943, en plena Nochebuena, un médico que ha bebido demasiado realiza un fórceps obstétrico, controla sus temblores y manipula como un navegante de la Antigüedad una “cosita” palpitante, que terminará chupándole un dedo, a través del laborioso canal de parto. Los diciembres de Kluge se preguntan por qué insiste la vida. Por qué los sobrevivientes de una inundación que se lo llevó casi todo se disponen a celebrar la Navidad, en diciembre de 2004, y decoran lo que queda con los emblemas del Hijo de Dios. ¿Están ejecutando una venganza? (“¿Ves? Aquí estoy. No has podido conmigo”). En diciembre de 2003, una mujer camino a la vejez ansía volver a recorrer el bosque de la mano de su padre. Es uno de esos melancólicos “días navideños”. Sabe con certeza que no hay camino real de regreso a la infancia. Se mete dentro de su auto, en el bosque. Sube las ventanillas. Dejará que el caño de escape nuble con su gas el interior. Los diciembres de Kluge describen cómo una vida, así, no se soporta más. En diciembre de 1989, un historiador aficionado publica en un período local cómo parte del acero suizo de extraordinaria calidad que supo utilizarse en la era “comunista” en la construcción del Palacio de la República de Magdeburg fue vendido a Dubai, luego de la demolición del palacio, e incorporado a la torre más alta del mundo. “Así, parte de nuestro mundo ha sido preservado”. Los diciembres de Kluge visibilizan a los narradores de supervivencias. Y en Kluge sobreviven también las cosas mínimas, como un diente de Napoleón rematado en Christie’s, el mismo que le hizo sentir a Napoleón, por primera vez, que tenía un cuerpo, y le causó un dolor de espanto. 

Los diciembres de Kluge son horizontales y democráticos

*

[…] ¿Son las anécdotas de Kluge reales o ficticias? Son globos de nieve y a quién le importa. Son aviones de guerra que cargan, en su vientre, verdades como bombas. […]

[…] Nadie sabe, tampoco, cuánta desgracia se hubiera evitado si algunas cosas simplemente hubieran sucedido antes. 

La batalla de Stalingrado fue una tumba de nieve. En diciembre de 1941, cuenta Kluge, el mariscal Fedor von Bock se comunica telefónicamente con sus mandos, y dice: “Lo que necesitamos no es un arma contra los rusos. Necesitamos un arma contra el clima”. El Dr. Fred Sauer, continúa Kluge, investiga en esos momentos, en el departamento de investigación de la Oficina de Armamentos del Reich, la anatomía de los mamuts. […] El proyecto no estaba listo todavía. Le faltaba tiempo. 

Stalingrado necesitaba la fórmula que vivía en las patas de un mamut. Stalingrado es un texto de Kluge, que reclama tiempo para ser descifrado. El mamut no habla, el mamut vive en otro plano, el mamut está fuera del tiempo. […]




EJERCICIOS DE CONCENTRACIÓN EN LAS ISLAS
(ACERCA DE DESPACHO DESDE MOMENTOS DE CALMA
ALEXANDER KLUGE-GERHARD RICHTER, 2013)
(Fragmento)


El cronista que narra los acontecimientos, sin distinción entre los grandes y los pequeños, 
tiene en cuenta, al hacerlo, la siguiente verdad: 
de todo lo que sucedió, nada debe considerarse perdido para la Historia.
Walter Benjamin, Tesis III,
 Über den Begriff der Geschichte  (Sobre el concepto de historia), 1939-1940. 


Para su edición del 5 de octubre de 2012, el diario alemán Die Welt cedió el control de sus treinta páginas al artista Gerhard Richter. Ese día, el diario se convirtió en un artefacto de arte masivo, poblado en su totalidad por fotografías tomadas por Richter en “momentos de calma”. Richter capturó intervalos y remansos en medio del infierno de la vida contemporánea: silenciosas situaciones de no-infierno. Islas. Fotografías sin título ni fecha, puras imágenes sin indicación de tiempo ni lugar. Un perro dormido al sol, techos nevados, niños que corren y ríen, líneas del horizonte, fragmentos de construcciones en ruinas, un bebé prendido al pecho de su madre, la silueta cetácea de un submarino gigantesco en la superficie del agua, troncos cortados y dispersos en un bosque, anónimos clientes en un bar, un grupo familiar sentado a una mesa (en una imagen fuera de foco), texturas de cortezas, sapos en estanques floridos. Ese día, el diario fue un respiro y una pista hacia la posibilidad de nuevos modos de respiración.

La edición plácida e iluminada de Die Welt aloja, sin embargo, una carga radioactiva. Es posible que esa carga haya pasado inadvertida para muchísimos lectores, y es posible, también, que las fotografías de Richter hayan terminado envolviendo huevos o patatas. Que muchos hayan olvidado esa edición del diario en un bar, y se hayan olvidado de ella. Que pilas y pilas de esa edición hayan sido leídas, descartadas y finalmente trituradas en camiones de basura. Que hayan producido un efecto menor y pasajero, o no hayan producido efecto alguno. No fue así para Alexander Kluge, que sintió la necesidad de comenzar a escribir textos cuando vio esas imágenes. Textos que, en apariencia, no tenían absolutamente nada que ver con ellas. El tándem Kluge-Richter ya había dado a luz un libro llamado Diciembre (Dezember, Fráncfort: Suhrkamp, 2010), un volumen experimental de 39 textos y 39 fotografías, concebido bajo la forma de los antiguos calendarios, en el que se mezclaban distintos diciembres y la noción de “calendario”, finalmente, se desmantelaba. […] 

[…] Dado que un misterio es lo opuesto a una novedad, es decir, a una noticia, no encontraremos misterios apuntados en la prensa, y casi en ninguna parte. Porque un misterio, cuando es auténtico, no tiene solución (no puede revelarse, como un secreto) y no tiene final, excepto en los casos policiales, pero allí no hay misterios verdaderos: o se acaban porque el crimen fue imperfecto o duran porque el crimen fue perfecto y lo que importa entonces no es el misterio en sí sino la perfección del crimen. 

Fue el carácter “desanclado” y, por ende, misterioso de las fotos de Richter (despojado de todo tipo de sentimentalismo) lo que probablemente atrajo a Kluge y lo indujo a escribir. No acerca de las fotos sino con su mismo método de composición: la captura de una escena recortada y extraída del flujo del tiempo, recuperada y puesta en primer plano. Puesta a salvo de ese flujo incesante que se lleva ciertas escenas como guijarros, a la deriva, al agujero negro de la desaparición. Digo escena porque en ninguno de estos textos Kluge cuenta una historia, así como tampoco se cuenta una historia en las fotos de Richter. Kluge y Richter, que ya habían compuesto Diciembre, se encontraron en Berlín y acordaron continuar en esa senda a dúo. Kluge sumó textos a las fotos de Richter en Die Welt y Richter sumó fotos. Así nació Despacho desde momentos de calma (Nachricht von ruhigen Momenten, Fráncfort: Suhrkamp, 2013), un libro con 89 textos y 64 fotografías. […] En uno de esos textos, Kluge aplica al cine el principio de indeterminación de Heisenberg y afirma que las imágenes auténticas siempre se refieren a algo que está fuera de campo y que ciertos cineastas (como Ernst Lubitsch, Fritz Lang, Hans Richter o Sergei Eisenstein) desarrollaron su arte hasta tal punto que las impresiones que persisten en el espectador son las de una serie de acontecimientos que directamente están afuera del filme. Tan afuera como lo están sus textos de los relatos históricos cristalizados, o las fotografías de Richter de las imágenes de prensa y la figuración “aprehensible” en forma directa e inmediata, por más “calmas” que parezcan. […] 

[…] El resultado, más allá de la perplejidad, es una suerte de extrañamiento, semejante al que Tzvetan Todorov describe frente a la lectura de la “literatura fantástica”: esa “vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural”. […]

[…] Son escenas invisibilizadas o, cuando son visibles, escenas a las que no les prestamos atención. Islas perdidas en el mar que nos rodea, nos ahoga, nos impide ver con claridad. Destellos de cuyo montaje asoma la posibilidad de un nuevo modo de ver, de esa “conciencia histórica alternativa” en cuya construcción ha trabajado Kluge en toda su obra, fílmica y literaria –pensemos, como una proyección preciosa de esa tarea persistente, en la notable influencia de Kluge en la escritura de W. G. Sebald. 

Todo el libro es una colección de ejercicios de concentración en esas islas, a la manera de los ejercicios espirituales. Una concentración atravesada por la noción de contingencia. La descripción a conciencia de una situación no puede ignorar que esta es el resultado del azar. En algún punto, la situación descripta estuvo abierta, y es una obsesión recurrente de Kluge empuñar su lupa y señalar el punto del cruce y la bifurcación. 

[…] A la contingencia se suma la experiencia como medida del modo de estar en el mundo. Una paciente en estado terminal descubre en su habitación de hospital que puede ver indirectamente la luz del amanecer a partir de las cuatro de la madrugada; se esperanza; escucha el comienzo de la actividad en el hospital y la ciudad; vive hasta las siete de la mañana de ese día. Para los animales, los colores varían, y a veces ni siquiera existen: los sapos son cortos de vista, las tortugas cargan cuatro receptores de color en sus ojos lentos, los cocodrilos son ciegos al color. […]

La experiencia se derrama en variaciones, como las miles de tonalidades de grises captadas por el camarógrafo Thomas Mauch con películas de 35 mm en blanco y negro producidas por Ilford, y compradas y almacenadas por el equipo de filmación de Kluge al enterarse de que Ilford reduciría la cantidad de plata en sus películas. La experiencia se condensa, en el detalle del plano de un cardo ruso; o se descompone, como en los veintitrés intentos de un herrerillo azul de hacerse de una galleta en la terraza de un hotel. Los ojos de Kluge se concentran, a su vez, en esas experiencias. En cómo se experimentan las ciudades, por ejemplo. Cita a Richard Sennett, interrogado acerca de su defensa del “principio urbano”: amamos las ciudades, pero solo lo sabemos cuando las vemos arrasadas, porque esa imagen punza nuestro corazón. Lo sabemos cuando las hemos perdido. El amor se define por la negativa. 

Y la experiencia que Kluge recoge es transversal y no distingue entre célebres o anónimos. Es su propia experiencia, al describir la agudeza de los ojos de su madre, excepto cuando se llenaban de lágrimas, y la muerte de su vieja perra, destrozada por dentro e intacta por fuera. Es la de Charles de Gaulle bajo el Mandato Francés en Líbano y la de las novias de los setenta camareros ahogados en el Titanic, que nunca pudieron volver a casarse, porque las costumbres de su aldea en los Abruzos prohibían buscar marido en las aldeas vecinas. […] 

La experiencia alberga asociaciones, que nos llevan de un césped ignoto a un proyecto espacial. Una perra duerme al sol. Se llama Leica, como la cámara fotográfica. Un nombre tan parecido a Laika, escribe Kluge, el nombre de la perra callejera enviada al espacio desde Moscú el 3 de noviembre de 1957 a bordo del satélite Sputnik 2, el primer ser vivo que orbitó la Tierra. Laika murió a las pocas horas del despegue. La verdadera causa de su muerte fue ocultada y revelada por las autoridades espaciales rusas muchos años después: asfixia, deshidratación y estrés a 18.000 millas por hora, en una cabina infernalmente recalentada, antes de que pudiera hacer efecto el veneno de acción rápida que debía matarla. Kluge piensa en Laika mientras mira a Leica. Pero ambas no tienen nada que ver, ni en su destino ni en su nombre. 

Algunas fotos de Richter incluidas en el libro están deliberadamente fuera de foco. El contraste entre lo nítido y lo borroso es una de sus marcas de estilo. Lo preciso frente a lo difuso. El ojo duda, tantea, intenta ajustar su foco para discernir. Exactamente como la memoria. Ojo y memoria intentan ver. Más que un límite, el límite impreciso, indeterminado, es una oscilación. Es, otra vez, una incisión y una rajadura. Una situación, abierta. No es un límite para cruzar sino para caer. En él caemos; de él asoman fantasmas, terrores, represiones. […]





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