HAY ALGUIEN AHÍ AFUERA...
[Fragmento del primer capítulo]
[...] en referencia a la obra que nos ocupa en el presente estudio, el cuerpo en suspensión de Ralphie Glick al otro lado del ventanal en El misterio de Salem’s Lot, de Tobe Hooper, ese niño redivivo envuelto en la niebla nocturna, como emersión a medio camino entre lo real y lo imaginado, lo manifiesto y lo subliminal, se erige, indudablemente, en una de las estampas más sugerentes y macabras dentro del cine de terror y, más específicamente, del vampiro en pantalla.
En realidad, todo el imaginario y universo de esta miniserie de finales de los años setenta plantea una basculación e incertidumbre permanente entre el mundo de los vivos y la dimensión de los no muertos, siendo el enmarque del ventanal, los umbrales de sótanos polvorientos y oscuros o la escalofriante delineación de sombras y amenazadores sonidos acusmáticos que tensionan la supuesta calma del entorno rural de Jerusalem’s Lot, metáfora de la disfunción de lo cotidiano, la pérdida de la identidad y, sobre todo, una proyección fehaciente de los males enquistados en la localidad. Será este, precisamente, el inmenso potencial y rédito polisémico del vampiro, el contagio y el mal cotidiano dentro de una comunidad o microcosmos, uno de los principales argumentos que desarrollaremos a lo largo de las páginas que siguen, pues la venida de la oscuridad y la conversión del pueblo en una legión de sedientos chupasangres puede —y debe— leerse de forma no solo literal sino como connotación deliberada, a tenor de la multiplicidad de interpretaciones —políticas, sociológicas o antropológicas, entre otras— que la miniserie ofrece.
Referirse a El misterio de Salem’s Lot implica, necesariamente, aproximarse a las constantes del texto fundacional de Stephen King que Hooper adaptó, subrayando, ya de partida, que no es nuestra intención establecer una comparación en términos de calidad o fidelidad entre la plasmación en pantalla y la fuente literaria, pues consideramos que el cine, la televisión y la literatura son medios narrativos que, si bien comparten elementales narratológicos fundacionales, tienen, en esencia, características y estilemas específicos que exigen un análisis y una valoración independientes —aunque su complementariedad aporta una riqueza holística fuera de toda discusión— y a la luz de una serie de parámetros propios. Como aproximación a esa dinámica de recuperación y reescritura de textos referentes, nuestra exégesis sí fundamentará la esencia proteica del mito y, más concretamente, la pervivencia de esa particular visión del vampiro que King delinea en su obra tal y como se proyecta en la literatura y la pantalla desde la publicación de su novela hasta nuestros días. No en vano, el vampiro y todo su imaginario asociado al contagio endémico parecen más vigentes que nunca hoy, tras el punto de inflexión y la transformación a todos los niveles que ha supuesto la pandemia del coronavirus. De hecho, Barlow y su vertiginosa vampirización de la comunidad rural de Jerusalem’s Lot parecen correlato del horror de la infección exponencial, del enemigo invisible de la [Covid-19] que, aún hoy, asola al mundo y ha transmutado la realidad hasta sus cimientos. (7) No debe extrañar, en este sentido, que Mercedes Peces Ayuso (2020) establezca un paralelismo entre Drácula y el citado virus, por cuanto, este como aquel pierde facultades con el sol, es capaz de provocar por sí mismo una epidemia, infecta y se propaga:
[E]sta enfermedad también puede poseernos y convertirnos en sus lacayos, pues está continuamente al acecho, se introduce telepáticamente en nuestras vidas y se alimenta de nuestra sangre-temores. El coronavirus es el vampiro del siglo XXI que debe alimentarse de nuestros cuerpos y mentes para poder subsistir.
7. Como se insistirá en repetidas ocasiones en el presente estudio, la plaga —literal y metafórica— y las consecuencias de esta en sociedad, son otro de los pilares argumentales dentro del corpus literario de King. Celebérrima es su aproximación a dicha temática en La danza de la muerte (The Stand, 1978), obra en la que, a modo de tratado sobre la lucha entre el Bien y el Mal y la libre elección en el escenario de psicomaquia, el autor hace una lograda descripción de un mundo postapocalíptico, tras la propagación accidental de un virus creado en un laboratorio estadounidense.
Vampiro y parásito; contagio y vampiro son términos absolutamente indisociables. Ya Bram Stoker, aun entre líneas, hizo pivotar varias de las constantes temáticas de Drácula (1897) en torno a la sífilis —dice Esposito que “como en los futuros manuales de higiene racial, su máximo delito es biológico: la transmisión de sangre infectada” (2006: 202)— aunque el primer vampiro literario que contagia con su mordedura es Sir Francis Varney, el no muerto de Varney el vampiro; o el festín de sangre (Varney the Vampire; Or, The Feast of Blood, 1845-1847), de James Malcolm Rymer. Y persistiendo en el paralelismo entre la entidad vampírica y la enfermedad de transmisión sanguínea, a finales del siglo XX y principios del XXI, fueron varias las películas u obras literarias —cítense, como ejemplos cimeros, The Addiction (1995), de Abel Ferrara; Drácula desencadenado (Dracula Unbound, 1990, Brian Aldiss) o Amor caníbal (Trouble Every Day, Claire Denis, 2001)— que sacaron rédito creativo del vampirismo como metáfora del SIDA o, en general, de la infección viral. No en vano y como eco ya indeleble de los años más oscuros marcados por el último gran virus a escala mundial, el nuevo y esperado “remake” de la obra de King, dirigido por Gary Dauberman y producido por James Wan, sintetiza y actualiza —así lo indican los primeros visionados de esta cinta, que aún no se ha estrenado— el significado del vampiro a partir de su riqueza simbólica y sus innúmeras interpretaciones, pero, sobre todo, incide en su marcado carácter infeccioso y letal.
Los vampiros no existen, ciertamente no, aunque en una época como la actual, que hereda los modos descentralizadores de la deconstrucción y legitima la ambigüedad o la identidad líquida, pilares básicos de la sociedad de finales del siglo XIX, además de, ulteriormente, la postmodernidad, no resultaría un experimento baldío el abandonar ese posicionamiento racionalista y científico para dejar abierta la posibilidad —o la ventana— a la existencia del ente de las tinieblas. De hecho, y a partir de una “estrategia de des-otrerización” y una “estilización de la monstruosidad” (Grünig, 2014: 111-112) y también debido a esa nueva ontología relacional en la que, según Simondon (2007), el ser no se define independientemente sino en la medida en la que se relaciona con los demás, tendemos a eliminar la taxonomía binaria que nos distingue —como seres normativos— de la monstruosidad —la otredad— (Cohen, 2000: 32) y, en consecuencia, se hace ininteligible la frontera. No por casualidad, en El ansia (The Hunger, 1981), Whitley Strieber se refiere a los vampiros como esa otra especie —gemela— que convive con el resto de seres humanos.
Así, en una de sus versiones más asentadas en la actualidad, el vampiro parece no ya solo uno más entre nosotros sino una versión mejorada del ser humano, moralmente comprometido y con características más apolíneas y cercanas a “los cánones idealizados de belleza, moda y demás valores imperantes en la sociedad del consumo” (Roas, 2019: 44). Suele coincidir este vampiro con un ser autorreflexivo —compendio dialéctico de influencias o mosaico de referencias intertextuales, espejo de la propia hibridación de los géneros (Gelder, 2015)—, una suerte de reliquia del pasado, mente creativa que se sumerge en la urbanidad, se mezcla con el resto de habitantes del mundo aunque se desmarca de la superficialidad o la falta de escrúpulos imperante. También los hay disociados de la belleza, el atractivo y la sensibilidad, incapaces de pensar, sin individuación o poderes sobrenaturales (Abbot, 2007), como parte de una horda, en concreto, ese vampiro rayano en el zombi, cuyo ejemplo encontramos en discursos distópicos como 30 días de oscuridad (30 Days of Night, David Slade, 2007). En ambos casos, si aplicásemos las teorías sobre la sociedad disciplinaria de Foucault (2006) y la del control de Deleuze (1998), deberíamos definir al vampiro como monstruo biopolítico, asociado a la anomalía resistente al biopoder (Foucault, 2007; Negri, 2007), “la esperanza de poder al fin reapropiarse de la vida en toda su potencia, en toda su creatividad” (Negri, 2003: 113), criaturas híbridas e inventadas (op. cit., 121), contrarias a esa maquinaria de control absolutista que, por otra parte, también se ha asociado a lo vampírico, ya sea como el capital que explota y parasita a la productividad ajena (Shaviro, 2002), como el monstruo o criminal de la tanatopolítica, el estado gubernamental o, a partir de una lectura más moderna, como el panóptico instaurado por la infocracia (Byung-Chul Han, 2022).
Muchas han sido las aproximaciones en forma de reseña crítica a la miniserie de Hooper publicadas en revistas dentro del ámbito fílmico y, merced a la multiplicación de la visibilidad que ofrecen las redes sociales en la actualidad, incontables también los comentarios y las lecturas vivenciales por parte de los seguidores de la adaptación televisiva o cinéfilos curiosos que se han acercado a la misma, por su transversalidad dentro del género de terror fílmico. En 2013, el periodista inglés Tony Earnshaw publicaba en el sello Centipede Press su estudio Tobe Hooper’s Salem’s Lot: Studies in the Horror Film, referencia bibliográfica casi imposible de conseguir hoy en día, salvo a un precio prohibitivo en ciertos catálogos o tiendas de segunda mano. Las páginas de Earnshaw —una glosa esencialmente divulgativa— incluyen entrevistas a David Soul, Tobe Hooper o Richard Kobritz, además de imágenes obtenidas durante el proceso de filmación de la miniserie. En ese sentido, supone una fuente que rescata opiniones, vivencias y anécdotas que enriquecen nuestro bagaje de conocimientos y detalles varios sobre el proceso de planificación, rodaje y recepción de la obra, además de potenciar exponencialmente la mitomanía asociada a la miniserie. Con todo, es evidente que la adaptación de Hooper merece un tratamiento de mayor calado que haga justicia a sus numerosos logros a nivel artístico y sociológico.
Con el propósito de recuperar la adaptación en todo su potencial, acrisolar su herencia y recanonizarla, el presente estudio pretende aproximarse al metraje de Hooper ofreciendo una exégesis académica a partir de un análisis a medio camino entre la semiótica y la narratología fílmica, abordando aspectos tales como la caracterización, la definición de los espacios de acción, el uso de elementales escénicos como la iluminación o la segmentación y dinámica de planos, sin olvidar otros descriptores fundamentales como son el anclaje entre imagen y banda sonora, el peso del suspense o los referentes simbólicos. Además, contradiciendo a Simon Brown, para quien todo estudio serio sobre las adaptaciones de King ha de centrarse específicamente en ellas y desligarse de argumentaciones globales sobre el género o la industria del terror (2018: 5-6), nuestro trabajo adopta un enfoque allende lo formalista y sincrónico, ampliando sus miras y asentando varias de sus líneas de interpretación en una contextualización histórica. No en vano, el fenómeno de El misterio de Salem’s Lot —como el propio mito del chupasangre— es producto de su época, además de eco diacrónico que no puede —ni debe— entenderse sin una revisión de la evolución del vampiro literario y cinematográfico previa y posterior a la miniserie que nos ocupa.
Exista o no el vampiro, lejos de cuestionamientos empíricos o ensoñaciones de leyenda, una estirpe muy singular se materializará con sombra propia en las páginas que siguen. Suspendamos, pues, nuestra incredulidad mientras nos adentramos en las diferentes secciones de este estudio, que versa sobre una pieza televisiva y fílmica cuyas imágenes han perdurado como encuadres primigenios y seminales de la pesadilla, plenos en su hervor escalofriante hasta el punto de, ya con el paso de las décadas, consagrarse como referentes indiscutibles dentro de la filmografía vampírica de todos los tiempos.
Antes de iniciar el trayecto, condición fundamental, garante y aserto que nos acompañará y cimentará las bases de nuestra lectura, volvamos a mirarnos en el espejo de la reflexión y rebatamos los edictos de la razón para disfrutar plenamente y hacer justicia a ese metraje que, detalle a detalle, plano a plano, reflotará sensaciones adictivas en nuestra memoria. Repensemos el silogismo hasta ahora repetido a modo de escalofrío. Susurrad y convenceos: los vampiros sí existen; al menos aquellos que vagan por las calles de Jerusalem’s Lot…
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